INTERIOR DE LA TIENDA COMEDOR,
CINCUENTA Y TRES SEGUNDOS ANTES
Andrea y Harel se detuvieron en la puerta de la tienda comedor cuando vieron a David Pappas corriendo hacia ellas. El arqueólogo traía la camiseta manchada de sangre y los ojos desencajados.
—¡Doctora, doctora!
—¿Qué demonios ocurre, David? —respondió ésta, del mismo humor de perros que arrastraba desde que el atentado había dejado seca su cafetera.
—Es el profesor. No se encuentra bien.
David se había ofrecido a quedarse con él para que Andrea y Doc pudieran ir a desayunar. Tan sólo el estado del profesor había retrasado el derribo del muro, por el que Russell había insistido mucho la noche anterior. Pero David se negó a abrir la cavidad hasta saber si el profesor podría recuperarse y acompañarles. Andrea —cuya opinión sobre Pappas había empeorado en las últimas horas— sospechaba que simplemente le daba a Forrester el tiempo necesario para quitarse de en medio.
—De acuerdo —suspiró Doc—. Vete adentro, Andrea. No tiene sentido que las dos nos perdamos el desayuno —dijo, la cabeza medio vuelta hacia ella, mientras comenzaba a trotar hacia la enfermería.
La periodista echó un vistazo dentro. Zayit y Peterke la saludaron con la mano. A Andrea le caían muy bien el mudo cocinero y su simpático ayudante, pero los únicos ocupantes de las mesas en ese momento eran dos de los soldados, Aldys y Maloney, que se sentaban con sus bandejas. A Andrea le extrañó que sólo estuvieran ellos dos, ya que solían desayunar casi todos juntos, dejando durante media hora tan sólo a un centinela en el risco sur —de hecho era el único momento del día en el que se reunían todos en un mismo sitio—. Como la compañía no le gustaba demasiado, decidió darse la vuelta y echar a correr detrás de Doc para ver si podía servir de algo
aunque mis conocimientos médicos sean tan pobres que aun me pongo las tiritas al revés
cuando ella se giró y, corriendo hacia atrás, gritó:
—¡Hazme un favor! Tráeme un café supergigante, ¿quieres?
Andrea puso un pie en el interior de la cafetería calculando cuál sería la mejor ruta para esquivar a los sudorosos mercenarios que se inclinaban como orangutanes sobre su comida cuando estuvo a punto de tropezar con Nuri Zayit. El cocinero debía de haber sido testigo de la escena, porque le tendió a Andrea una bandeja con dos vasos grandes de café instantáneo y un plato de tostadas.
—Sucedáneo soluble con leche, ¿verdad, Nuri?
El mudo sonrió, encogiéndose de hombros. No era culpa suya.
—Ya lo sé, hombre. Oye, igual esta noche había brotado agua de una roca y todo ese rollo bíblico. Muchísimas gracias de todas maneras.
Despacio y procurando no volcar la bandeja —pues en su fuero interno Andrea era consciente de que tenía un serio problema de coordinación, aunque jamás lo admitiría en voz alta— se dirigió de vuelta a la enfermería. Nuri la despidió con la mano desde la entrada sin perder la sonrisa.
Entonces ocurrió.
Andrea sintió que una mano gigante la levantaba del suelo y la hacía recorrer dos metros en el aire antes de dejarla caer de nuevo. Sintió un fuerte dolor en el brazo derecho y un terrible calor en el pecho y en la espalda. Se dio la vuelta a tiempo de ver miles de pequeños fragmentos de tela ardiendo, volando por el cielo, consumiéndose en pocos segundos. Una columna de humo negro era todo lo que quedaba en el lugar en donde dos segundos atrás se alzaba el comedor. En lo alto, el humo se mezclaba con otro diferente, mucho más negro. Andrea no pudo discernir su procedencia. Con mucho cuidado se palpó el pecho y encontró su camiseta empapada de un líquido viscoso y caliente.
En ese momento llegó Doc, que se inclinó sobre ella con la cara enrojecida.
—¿Estás bien? Oh, Señor. ¿Estás bien, mi vida?
Andrea fue consciente de que le estaba gritando, aunque ella la escuchaba muy lejos, a través de un pitido persistente. Sintió cómo le palpó el cuello y los brazos.
—Mi pecho.
—No pasa nada. Está bien. Sólo es café.
Andrea se incorporó con cuidado y vio que se había derramado encima parte del contenido de los vasos. Su mano derecha seguía aferrando la bandeja, mientras que el brazo izquierdo se había golpeado con una roca. Movió los dedos con miedo, pero por suerte no había nada roto aunque sentía todo aquel lado entumecido.
Mientras varios aturdidos miembros de la expedición intentaban apagar el fuego con cubos de arena, Doc se concentró en curar las heridas de Andrea. La joven tenía contusiones por todo el lado izquierdo, el pelo y la piel de la espalda ligeramente chamuscados y seguía oyendo el pitido persistente.
—Se te irá reduciendo. Tres o cuatro horas y podrás mantener una conversación normal sin dejarnos sordos a nosotros —dijo Doc, guardando el otoscopio en el bolsillo del pantalón.
—Lo siento —dijo Andrea, casi gritando sin darse cuenta. Estaba llorando.
—No tienes nada que sentir.
—Él… Nuri… me acercó el café. Si hubiera entrado dentro a cogerlo yo misma, ahora estaría muerta —dijo Andrea, intentando susurrar—. Podría haberlo invitado a fumar un cigarro. Podría haberle devuelto el favor de salvarme la vida.
Harel señaló alrededor. Habían volado por los aires la tienda comedor y el camión depósito de gasolina. Dos explosiones distintas y simultáneas. Cuatro personas se habían convertido en cenizas.
—El único que tiene que sentir algo es el hijo de puta que ha hecho esto.
—No se preocupe, señora, que aquí lo traemos —dijo Torres. Él y Jackson caminaban con el cuerpo medio inclinado, arrastrando por los pies un bulto oscuro y esposado. Lo dejaron en el centro de la plaza de tiendas, ante la mirada atónita de los miembros de la expedición.
Ninguno de ellos podía creer lo que estaba viendo.