LA EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Martes, 18 de julio de 2006. 13.02

Dieciocho minutos antes de morir, Kyra Larsen sólo conseguía pensar en toallitas de bebé.

Era una especie de reflejo. Desde que dos años atrás tuvo a la pequeña Bente había descubierto las ventajas prácticas de un pañuelo que limpia, siempre está mojado y deja un olor agradable.

Había otra ventaja: su marido las odiaba.

No es que Kyra fuese mala persona. Pero parte de la gracia del matrimonio para ella consistía en detectar las pequeñas fisuras en la armadura de tu compañero e introducir pequeñas astillas, sólo para ver qué pasa. Ciertamente ahora Alex tendría que lidiar con una gran cantidad de toallitas de bebé, porque Bente estaría a su cargo hasta que acabase la expedición. Y Kyra volvería triunfante, con la satisfacción de poder restregar auténticos logros por las narices del señor Me Han Hecho Socio del Bufete.

¿Soy una mala madre por querer compartir la responsabilidad con él? ¿Lo soy? Mierda, no.

Cuando dos días atrás una agotadísima Kyra escuchó de labios del profesor Forrester que tendrían que redoblar el ritmo de trabajo y que las duchas quedaban abolidas, ella pensó que podría con todo. Que nada iba a acabar con su inquebrantable decisión de ser una arqueóloga de renombre. Por desgracia, la autoimagen y la realidad no suelen coincidir.

Soportó estoica la humillación del registro que se produjo tras el atentado contra el agua. De pie, con barro hasta las orejas, había aguantado ver cómo los soldados revolvían sus papeles y rebuscaban entre su ropa interior. Hubo muchas protestas entre los miembros de la expedición, pero todos habían sentido un cierto alivio cuando terminó el registro sin resultado alguno. La moral del grupo había quedado muy afectada por la muerte de Erling y prácticamente por los suelos tras el atentado del tanque.

—Al menos no es uno de nosotros —repetía David Pappas, cuando las luces se apagaban y el miedo encontraba un refugio en cada sombra de la tienda—. Aferrémonos a eso.

—Sea quien sea no sabe lo que estamos haciendo. Serán beduinos indignados por que estemos aquí. No se atreven a hacer nada más, no con todas esas ametralladoras en lo alto de los riscos.

—No es que las ametralladoras sirvieran de mucho a Stowe.

—Yo sigo diciéndoos que la doctora Harel sabe algo de su muerte —insistió Kyra, que había contado a todo el mundo que la doctora no estaba en su cama cuando ella se despertó aunque luego fingiese lo contrario. Nadie le había hecho demasiado caso.

—Callaos todos. El mejor favor que podéis hacer a Erling y a vosotros mismos es pensar en una forma de cavar ese túnel. Pensad en ello hasta cuando durmáis —dijo Forrester, que había abandonado su tienda individual alejada del campamento a instancias de Dekker, que quería crear un perímetro lo más cerrado posible.

Kyra estaba asustada, pero se contagió como todos del sentimiento de feroz indignación del profesor.

Nadie nos echará de aquí. Tenemos una misión que cumplir, y lo haremos cueste lo que cueste. Y después todo será mejor, pensaba, sin darse cuenta de que cerraba hasta arriba la cremallera del saco de dormir en un intento absurdo de buscar protección.

Cuarenta y ocho agotadoras horas después, el grupo de arqueólogos había trazado un camino por el que podrían cavar un túnel en diagonal hasta el Objeto. Kyra no se permitía a sí misma llamarlo de otra manera hasta que supieran seguro que era lo que ellos creían y no… y no cualquier otra cosa.

Al filo del amanecer del martes el desayuno llevaba largo rato digerido. Todos los miembros de la expedición habían ayudado a construir un andamio de acero que permitía a la miniexcavadora encontrar un punto de ataque a la ladera del monte. La configuración irregular y la inclinación del terreno no hubieran permitido a la pequeña pero potente máquina trabajar sin el riesgo constante de vuelco, así que David Pappas había diseñado una plataforma desde la que podrían empezar a cavar un túnel siete metros por encima del nivel del cañón. Quince metros de túnel, y después una diagonal en dirección contraria hasta el Objeto.

Ese era el plan. La muerte de Kyra iba a ser uno de los imprevistos.

Dieciocho minutos antes del accidente, Kyra Larsen sentía la piel de todo su cuerpo tan acartonada y pegajosa que en cada movimiento tenía la sensación de llevar puesto un maloliente traje de neopreno. Otros dedicaban parte de su agua diaria a asearse mínimamente. Kyra no. Pasaba muchísima sed (siempre había transpirado mucho, y aún más después del embarazo) e incluso llegaba a robar furtivos sorbos de agua de las botellas de los demás cuando no estaban mirando.

Cerró los ojos un momento y su imaginación voló a la habitación de la pequeña Bente, al armario de la esquina, donde una pila de paquetes de toallitas de bebé se le antojaban el paraíso. Fantaseó con tener esa pila en la mochila, frotarse con ellas todo el cuerpo, arrancar la suciedad y el polvo que se le acumulaban en el pelo, en la parte interior de los codos, en el borde del sujetador. Y luego abrazar a la niña, jugar como cada mañana sobre su cama y contarle que mami había encontrado un tesoro.

El mayor de todos.

Kyra cargaba con varias maderas que Gordon Durwin y Ezra Levine estaban fijando a los lados del túnel para evitar que las endebles paredes se vencieran. Tres metros de ancho por dos y medio de alto, una medida acerca de lo que el profesor y David Pappas habían discutido durante horas.

—¡Tardaremos el doble! ¿Crees que esto es arqueología, Pappas? ¡Esto es una maldita operación rescate, y contrarreloj, por si no te has dado cuenta!

—Si no lo hacemos lo bastante ancho no podremos sacar la tierra del túnel con comodidad, la excavadora rozará las paredes y se nos vendrá todo abajo. Eso suponiendo que no choquemos con la base de piedra del risco y que lo único para lo que valga este plan sea para perder dos días muy valiosos.

—¡Iros a la mierda tú y tu máster de Harvard, Pappas!

Pero al final David había ganado, y el túnel medía tres por dos y medio.

Kyra se quitó distraídamente un escarabajo del pelo y se dirigió a la parte delantera del túnel, donde Robert Frick batallaba contra la pared de tierra. Mientras, Tommy Eichberg cargaba paladas de la tierra en la cinta transportadora que recorría el suelo del túnel y finalizaba medio metro después del borde de la plataforma, arrojando una constante nube de polvo sobre el suelo del cañón. La montaña que se había formado allí con todo el material que habían extraído de la ladera estaba a punto de alcanzar el nivel del túnel.

—Hola, Kyra —la saludó Eichberg, con desgana—. ¿Has visto a Hanley? Le toca sustituirme.

—Está abajo, preparando un sistema eléctrico. Dentro de poco no veremos nada aquí dentro.

Siete metros en el interior de la ladera. A partir de las dos de la tarde la escasa luz natural que llegaba al fondo del túnel sería insuficiente para trabajar. Eichberg maldijo en voz alta.

—¿Voy a tener que seguir paleando una hora más? ¡Y una mierda! —dijo arrojando la pala al suelo.

—No te vayas, Tommy. Si te vas Frick no podrá seguir.

—Bueno, sigue tú, Kyra. Yo tengo que ir a mear.

Y sin más se largó.

Kyra miró al suelo. Palear la tierra sobre la plataforma era un trabajo asqueroso. Había que estar constantemente pendiente de que el brazo de la excavadora no te golpease, doblar el espinazo, y todo ello deprisa. Pero no quería ni imaginar lo que diría el profesor si los veía parados una hora. Se las cargaría ella, como siempre. Kyra tenía la secreta convicción de que el profesor la odiaba profundamente.

Tal vez porque sospechaba que tenía un lío con Stowe Erling. Tal vez porque le hubiera gustado estar en lugar de Stowe. Viejo verde cabrón, ojalá AHORA estuvieras en su lugar, pensó Kyra, agachándose a coger la pala.

—¡Cuidado ahí atrás!

Frick retrocedió un poco con la excavadora, cuya cabina estuvo a punto de golpear a la arqueóloga en la cabeza.

—¡Ten más cuidado, hombre!

—Yo avisé, monada. ¡Lo siento!

Kyra hizo un gesto de disgusto hacia la excavadora pero le resultaba imposible enfadarse con Frick. El huesudo operario era malhablado, soez y se tiraba pedos mientras trabajaba. Era un ser humano en toda la extensión de la palabra, una persona real. Kyra apreciaba eso por encima de todo, especialmente en comparación con los pálidos simulacros de vida que representaban los ayudantes de Forrester.

El Club de los Lameculos, los llamaba Stowe. El ser uno de ellos le importaba un rábano.

Empezó a arrojar tierra sobre la cinta transportadora. Dentro de un rato habría que añadirle otro módulo, porque el túnel había ganado terreno en el interior de la montaña.

—¡Eh, Gordon, Ezra! Dejad de apuntalar un segundo y traed otro módulo de cinta, por favor.

Sus dos compañeros obedecieron de manera mecánica. Todos habían rebasado hacía días el límite de lo que creían que podían aguantar.

Vacío como bolsillo de ludópata, hubiera dicho mi abuelo. Pero ya queda menos. Estamos tan cerca que puedo oler las gambas del cóctel de bienvenida en el Museo de Jerusalén. Una palada más y estaré apartando a los periodistas. Una palada más y el señor Trabajo Hasta Tarde Con Mi Secretaria Otra Noche me verá desde muuuuy abajo. Lo juro por el Creador.

Durwin y Levine volvían ya cargando otro módulo. La cinta transportadora estaba formada por una docena de ellos, enormes salchichas planas de medio metro de largo, conectadas entre sí por un cable eléctrico. No eran más que rodillos con una banda de plástico alrededor, pero desalojaban una ingente cantidad de kilos de arena por hora.

Kyra dio una última palada sólo por el placer de tener a sus dos compañeros esperando con el pesado módulo en brazos. La pala se hundió en la tierra con un sonido metálico, mordiente, rasposo.

Durante un segundo, por el cerebro de Kyra pasó la imagen de una tumba fresca, abierta.

Después el suelo se inclinó. Kyra perdió el equilibrio, y los dos arqueólogos trastabillaron y se fueron al suelo, dejando caer el módulo junto a la cabeza de Kyra. La joven gritó, pero no fue un grito de terror absoluto. Fue un grito de sorpresa y miedo.

El suelo se agitó una vez más. Ezra y Levine desaparecieron de los lados de Kyra como dos niños en un tobogán. Puede que ellos chillaran, pero ella no lo oyó, como tampoco oyó los grandes cuajarones de tierra que se desprendían de las paredes con un ruido sordo, ni sintió la piedra afilada que cayó del techo y dejó su sien ensangrentada. No escuchó el metal arrugado en el que se convirtió la excavadora al chocar contra las rocas diez metros más abajo.

Kyra no prestó atención a nada de esto, porque los cinco sentidos de su cuerpo estaban concentrados en la punta de sus dedos. Más concretamente en los once centímetros de cable con los que se aferraba al módulo de la cinta transportadora, caído casi paralelo al borde.

Pataleó con las piernas, intentando buscar un asidero, pero fue inútil. Sus brazos estaban al borde del precipicio, y la tierra iba desgajándose poco a poco bajo su peso. Bajo el sudor de sus manos, los once centímetros de cable se convirtieron en nueve, y Kyra ya no pudo aferrarse a aquel desesperado asidero con todos los dedos.

Otro resbalón, otro tirón de la fuerza de gravedad y sólo quedaron seis centímetros.

En uno de esos extraños caprichos de la mente humana, Kyra se maldijo por haber tenido a Durwin y Levine esperando un momento más de lo necesario. Si hubiesen dejado el módulo perpendicular al túnel, el cable no habría quedado aprisionado debajo de los rodillos de acero.

Después el cable desapareció y Kyra se hundió en el vacío negro.