LA EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Domingo, 16 de julio de 2006. 01.28

Siguieron tumbadas hablando durante mucho rato, besándose cada pocas frases, como si no pudieran creer en haberse encontrado, en que la otra persona siguiese ahí.

—Vaya, doctora. ¿Así cuidas de tus pacientes? —dijo Andrea, jugueteando con los dedos en el cuello de ella, enredándose en su pelo rizado.

—Es mi juramento hipócrita.

—Creía que se llamaba juramento hipocrático.

—Yo hice uno diferente.

—Por mucho que bromees no vas a hacerme olvidar que sigo enfadada contigo.

—Siento no haberte contado la verdad sobre mí, Andrea, pero mentir forma parte de mi trabajo.

—¿Qué más forma parte de tu trabajo?

—Mi gobierno quiere saber qué está pasando aquí. Y no sigas preguntándome, porque no te diré nada.

—Tenemos formas de hacerte hablar —dijo Andrea, llevando el jugueteo con los dedos a una zona muy distinta.

—Definitivamente creo que me resistiré al interrogatorio —dijo Doc con voz ronca.

Ninguna de las dos dijo nada durante varios minutos, hasta que ella terminó con un gemido callado. Luego atrajo a Andrea hacia sí y le susurró al oído.

—Chedva.

—¿Qué significa? —dijo Andrea, también en un susurro.

—Es mi nombre.

Andrea exhaló una exclamación. Doc pudo sentir su sorpresa, y la abrazó fuerte. Sólo eran dos voces en la oscuridad.

—Tu nombre secreto.

—No lo repitas nunca en voz alta. Ahora eres la única que lo sabe.

—¿Y tus padres?

—Ellos ya no están.

—Lo siento.

—Mi madre murió cuando yo era niña, y mi padre hace trece años, en una cárcel del Negev.

—¿Por qué estaba allí?

—¿Seguro que quieres que te lo cuente? Es una mierda muy frustrante.

—Mi vida está llena de mierda frustrante, Doc. Sería agradable probar el sabor de la semana, para variar.

Hubo un silencio breve.

—Mi padre era un katsa, un agente especial del Mossad. Sólo existen unos treinta, y casi nadie dentro del Instituto llega a alcanzar ese rango. Yo misma llevo siete años dentro y soy bat leveyha, el grado inferior. Ya tengo treinta y seis años, así que no creo que me asciendan nunca. Mi padre, sin embargo, era katsa a los veintinueve. Trabajó muchos años fuera de Israel, y en 1983 afrontaba ya una de sus últimas operaciones. Vivió en Beirut varios meses.

—Tú no ibas con él, claro.

—Normalmente solía viajar con él cuando iba a Europa o América pero Beirut no era lugar para una niña. No era lugar para nadie, en realidad. Fue allí donde conoció al padre Fowler, que en aquella época tuvo que viajar al valle de la Bekaa para rescatar a tres misioneros. Mi padre le tenía mucho aprecio. Dice que lo que hizo para sacar a aquellos religiosos fue la acción más heroica que vio en su vida, y no mereció ni una línea en la prensa. Los religiosos dijeron simplemente que los habían soltado.

—Supongo que esa clase de trabajo no es amiga de la publicidad.

—No, no lo es. En el transcurso de su misión, mi padre se encontró con algo que no esperaba. Una información que indicaba que un grupo de terroristas islámicos tenían un camión cargado de explosivos y que querían atentar contra intereses norteamericanos. Mi padre avisó a su superior, que le respondió que si los americanos metían las narices en Líbano se merecían todo lo que les pasara.

—¿Y él intentó algo?

—Mi padre intentó avisar por su cuenta con una nota anónima a la embajada americana, pero sin el respaldo de una fuente fiable la nota fue ignorada. Al día siguiente la embajada voló por los aires y murieron 241 marines.

—Dios Santo.

—Mi padre regresó a Israel, pero aquella historia no había acabado. En la CIA se exigieron responsabilidades al Mossad, y alguien filtró el nombre de mi padre. Meses más tarde, cuando volvía a casa de un viaje a Alemania fue detenido en el aeropuerto. Los policías registraron su maleta y encontraron 200 gramos de plutonio 29 y pruebas de que pretendía venderlo al gobierno iraní. Con eso se podría haber fabricado una bomba nuclear mediana. Mi padre fue a la cárcel prácticamente sin juicio.

—Alguien había colocado las pruebas contra tu padre, ¿verdad?

—La CIA ya tenía su venganza. Enviaron un mensaje a través de mi padre a los operativos de todo el mundo: si os enteráis de algo así, aseguraos de que nos enteremos u os joderemos vivos.

—Oh, Doc. Tuviste que quedarte destrozada. Al menos tu padre sabía que tú lo apoyabas.

Hubo otro silencio, y este fue muy largo.

—Me avergüenza decirlo pero… durante varios años yo no creí en la inocencia de mi padre. Pensaba que simplemente se había cansado y quería ganar dinero. Estuvo completamente solo, dejado de lado por todos, incluso por mí.

Una manta espesa y caliente de culpa quedó flotando en el aire…

—¿Pudiste reconciliarte con él antes de morir?

—No.

… Y cayó de golpe sobre la doctora, que se echó a llorar.

—Dos meses después de su muerte, un informe sodi beyoter, altamente confidencial, fue desclasificado. Decía que mi padre era inocente, aportando las pruebas pertinentes que lo demostraban, empezando por la firma del plutonio, que pertenecía a Estados Unidos.

—Espera… ¿me estás diciendo que el Mossad lo supo desde el principio?

—Lo vendieron, Andrea. Para cubrir su cagada usaron la cabeza de mi padre. Contentaron a la CIA, y la vida siguió su curso. Excepto para aquellos doscientos cuarenta y un soldados muertos y para mi padre en su cárcel de máxima seguridad.

—Qué hijos de puta.

—Una semana después enterraron a mi padre en Gilot, al norte de Tel Aviv, un lugar donde se rinde tributo a los caídos en las guerras contra los árabes. Mi padre es el número 71 de los miembros del Mossad que está enterrado allí, con honores de héroe de guerra. Lo cual no borra el daño que me hicieron.

—No lo entiendo, Doc, de veras que no. ¿Por qué demonios comenzaste a trabajar para ellos, entonces?

—Por la misma razón por la que mi padre aguantó en prisión diez años. Porque Israel es lo primero.

—Otra loca igual que Fowler.

—Aún no me has contado cómo os conocisteis.

El tono de voz de Andrea se ensombreció. Aquel recuerdo no era precisamente agradable.

—En abril de 2005 yo había ido a Roma a cubrir la muerte del Papa. Por accidente llegó a mis manos una grabación en la que un asesino en serie afirmaba que había matado a dos de los cardenales que iban a participar en el Cónclave para elegir al sucesor de Juan Pablo II. El Vaticano intentó encubrirlo y yo acabé subida a un tejado luchando por mi vida. Digamos que Fowler evitó que me hiciese tortilla. Cargándose mi exclusiva por el camino.

—Tenías razón. Eso sí que fue una mierda muy frustrante.

Andrea nunca tuvo tiempo de replicar porque un sordo estruendo en el exterior las sobresaltó y agitó las paredes de la tienda.

—¿Qué ha sido eso?

—Por un momento me ha parecido… No, no puede ser —Doc se interrumpió a media frase, casi con miedo.

Un grito.

Otro.

Y luego muchos más.

—Vamos fuera —dijo Andrea alcanzando su ropa.