ANDREA Y DOC

De la pesadilla no le quedó ningún recuerdo, sólo un sudor frío, un jadeo asustado en la oscuridad, tratando de recordar dónde se encontraba. Tenía ese sueño a menudo, y nunca sabía en qué consistía. En el momento de despertarse se borraba por completo, y Andrea tan sólo podía saborear los restos de miedo y soledad que dejaba en su alma.

Enseguida ella estuvo a su lado, gateando hasta sentarse en su colchón, poniendo una mano en su hombro. Una temía ir más allá, la otra que no fuera. Hubo un sollozo, y ella la abrazó fuerte.

Juntaron sus frentes, luego sus labios.

Como un coche que hubiese renqueado durante horas montaña arriba y hubiese llegado finalmente a la cima, aquel fue el momento decisivo, el instante de equilibrio.

La lengua de Andrea se aventuró en la de ella, buscando, anhelante, y ella le devolvió el beso. Ella le quitó la camiseta por los hombros, igual que se pela una fruta deliciosa que ha pasado demasiado tiempo en el árbol, y recorrió con su lengua la piel salada y mojada entre sus pechos. Andrea se recostó de nuevo en el colchón. Ya no tenía miedo.

El coche enfiló entonces la cuesta abajo, despeñándose sin frenos.