LA EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Sábado, 15 de julio de 2006. 12.34
—Un Ruso Blanco, por favor.
—Me sorprende usted, señorita Otero. Yo imaginaba que tomaría un Manhattan, algo masificado y posmoderno —dijo Raymond Kayn, sonriendo—. Permítame que se lo sirva yo mismo. Gracias, Jacob.
—¿Está usted seguro, señor? —dijo Russell, a quien parecía no hacerle mucha gracia que Andrea se quedase sola con el anciano.
—Tranquilícese, Jacob. No voy a saltar encima de la señorita Otero. Es decir, si ella no quiere.
Andrea se descubrió a sí misma ruborizándose como una colegiala, y observó a su alrededor mientras el multimillonario le preparaba la copa. Cuando tres minutos antes Jacob Russell había ido a buscarla a la enfermería, Andrea estaba tan nerviosa que hubiera podido batir tres huevos sólo con el temblor de sus manos. Había dedicado un par de horas a corregir, pulir y reescribir y volver a pulir su lista de preguntas, y justo antes de entrar a la tienda había arrancado las cinco páginas de su libreta, había hecho una pelota y se la había metido en un bolsillo. Aquel hombre no era normal y no pensaba hacerle preguntas normales.
Al cruzar el umbral comenzó a dudar de su decisión. La carpa estaba dividida en dos estancias. Una antesala que obviamente ocupaba Jacob Russell, con una mesa de despacho, un portátil, y lo que Andrea supuso que era
así que es así como mantienes contacto con el barco, ¿eh? Ya intuía que no estarías del todo desconectado
una radio de onda corta. A la derecha, una fina cortina separaba el espacio de Kayn, prueba de la simbiosis que existía entre el anciano y su joven asistente.
Me pregunto hasta dónde llegará la relación de estos dos, pensó Andrea. Nuestro amigo Russell es sospechoso, con su porte metrosexual y esos andares envarados. ¿Me atreveré a insinuar algo en la entrevista?
Al atravesar la cortina, a Andrea le llegó un leve olor a sándalo. Una cama sencilla
pero definitivamente más cómoda que los colchones hinchables en los que dormimos nosotros
llenaba un lado de la estancia. Una réplica reducida de los retretes-ducha que utilizaba el resto del personal, un pequeño escritorio desprovisto de papeles (sin ordenador a la vista), un mueble bar y dos sillas completaban el mobiliario, íntegramente de color blanco. Una pila de libros tan alta como Andrea amenazaba con derrumbarse si alguien pasaba demasiado cerca. La joven hizo un esfuerzo por escudriñar los títulos pero no lo consiguió, aunque no tuvo tiempo porque Kayn se adelantó a recibirla.
De cerca parecía más alto que cuando Andrea lo había atisbado en la cubierta de popa de la Behemot. Metro setenta de carnes secas, pelo y ropa blancos, pies descalzos. El conjunto producía en un efecto extrañamente fresco y rejuvenecedor, aunque una mirada al fondo de los ojos, dos agujeros azules rodeados de una ciénaga de bolsas y arrugas, contribuía a dejarlo todo en su sitio.
No extendió la mano, dejando la de Andrea en el aire y mirándola con una sonrisa de disculpa. Jacob Russell ya le había avisado de que no intentase tocar a Kayn bajo ningún concepto, pero de no haberlo intentado no hubiese sido fiel a sí misma, además de haberle dado cierta ventaja. El millonario se había sentido evidentemente cohibido y le había ofrecido a Andrea la bebida. La periodista, como todos los de su condición, no se acobardaba ante un buen copazo fuese la hora que fuese.
—Se puede saber mucho de una persona por el cóctel que toma —dijo Kayn, ofreciéndole la copa desde arriba, sujetándola con dos dedos muy cerca del borde del vaso, dejando a Andrea espacio para agarrarla sin rozarle.
—¿Ah sí? ¿Y qué le dice el Ruso Blanco acerca de mí? —dijo Andrea, dando un sorbo del vaso y cruzando las piernas en su silla.
—Veamos… una mezcla dulce, vodka en cantidad, licor café y crema. Me dice que le gusta beber fuerte, que sabe hacerlo, que ha buscado mucho para encontrar su bebida, que le gusta estar atenta a lo que le rodea y que es una persona exigente.
—Vaya —dijo Andrea con tono irónico, su mejor aliado cuando se encontraba insegura—. ¿Sabe qué? Yo diría que usted me ha investigado y sabía perfectamente lo que tomaba. Porque ese bote de crema fresca no suele estar en cualquier mueble bar, y menos en pleno desierto de Jordania cuyo dueño es un millonario agorafóbico que no recibe visitas y que por lo que observo bebe whisky con agua.
—Bueno, ahora soy yo el sorprendido —dijo Kayn, que estaba de espaldas a la periodista, preparándose su propia copa.
—Eso está tan cerca de la verdad como los saldos de nuestras cuentas corrientes, señor Kayn.
El millonario se dio la vuelta con el ceño fruncido, pero no dijo nada.
—Yo más bien diría que esto ha sido una prueba y que he dado la respuesta que esperaba —continuó Andrea—. Y ahora dígame usted por qué me está concediendo esta entrevista.
Kayn ocupó la otra silla, evitando mirar a Andrea de frente.
—Formaba parte de nuestro acuerdo.
—Creo que he planteado mal la pregunta. ¿Por qué yo?
—Ah, la maldición del g’vir, del rico. Todos quieren conocer sus motivos ocultos. Todos suponen que tiene una agenda, y más cuando es judío.
—No me ha respondido.
—Señorita, me temo que usted debe decidir qué respuesta quiere. Si la de esta pregunta… o la de todas las demás.
Andrea se mordió el labio inferior de pura rabia. Aquel viejo cabrón era mucho más listo de lo que parecía a simple vista.
Me ha echado un órdago sin despeinarse. Vale, viejo, vamos a ir a tu ritmo. Voy a abrir mi corazón por completo, me voy a tragar tu historia y cuando menos te lo esperes sabré lo que quiero saber aunque tenga que arrancarte la lengua con mis pinzas de depilar.
—¿Por qué bebe si se está medicando? —dijo Andrea, deliberadamente agresiva.
—Supongo que ha deducido lo de la medicación por mi problema con la agorafobia —respondió Kayn, tan complacido por que Andrea siguiese con la entrevista como irritado por la pregunta—. Sí, estoy tomando medicamentos contra la ansiedad y no, no debería beber. Lo hago, de todos modos. Cuando mi bisabuelo tenía ochenta años, mi abuelo odiaba verle shikker, verle borracho. Interrúmpame si hay alguna palabra yídish que no conozca, niña.
—Entonces lo interrumpiré mucho porque no conozco ninguna.
—Como guste. Mi bisabuelo bebía y bebía, y mi abuelo le decía: «debería usted frenar un poco, tateh». Y él siempre le respondía «Jódete, tengo ochenta años y beberé si quiero». Murió a los 98 años cuando una mula le dio una coz en las tripas.
Andrea soltó una carcajada. La voz de Kayn había cambiado al describir la historia de sus antepasados, imprimiéndole a la breve anécdota la fluidez de un ameno narrador, con sus voces diferenciadas.
—Sabe usted mucho de su familia. ¿Estaba muy unido a sus mayores?
—No. Mis padres murieron en la segunda guerra mundial, y aunque me contaron muchas historias y hablamos mucho debido a cómo pasamos mis primeros años, yo no recuerdo nada de eso. Todo lo que sé de mi familia lo he recopilado a través de diversas fuentes externas. Digamos que cuando me lo pude permitir peiné la vieja Europa en busca de mis raíces.
—Hábleme entonces de esas raíces. ¿Le importa que grabe? —dijo Andrea, sacando del bolsillo su grabadora digital. Podía almacenar 35 horas en calidad máxima.
—Hágalo. Esta historia comienza en un duro invierno en Viena, con un matrimonio judío caminando en dirección a un hospital nazi…
Ellis Island, Nueva York
Diciembre de 1943
Yudel lloraba en silencio en la oscuridad de la bodega. El barco ya llegaba al muelle, y los marineros hicieron gestos a los refugiados que abarrotaban hasta el último rincón del carguero turco. Todos se apresuraron hacia el aire fresco. Él no se movió. Aferraba con fuerza los dedos fríos de la señora Myer negándose a aceptar que estaba muerta.
No era su primer contacto con la muerte. Había tenido muchas experiencias límite desde que abandonó el zulo del juez Rath. Salir de aquel espacio reducido, asfixiante pero tranquilizador, había sido un golpe muy duro. Su primera experiencia con la luz del sol, le mostró que en ella habitaban monstruos. Su primera experiencia con la ciudad le enseñó que cada recoveco es un refugio desde el que atisbar antes de volver a caminar con andares rápidos hasta el siguiente. Su primera experiencia con los trenes lo aterró, con sus ruidos constantes y los monstruos caminando por los pasillos, buscando a quien devorar. Por suerte si les enseñabas unas tarjetas amarillas no se fijaban en ti y te dejaban pasar. Su primera experiencia a campo abierto le hizo odiar la nieve y el frío brutal que congelaba a cada paso. Su primera experiencia con el mar fue la de una inmensidad aterradora e infranqueable, el muro de una cárcel visto desde el interior.
En el barco que lo llevó a Estambul, Yudel comenzó a sentirse de nuevo tranquilo, acurrucado en una esquina con poca luz. Tardaron día y medio en alcanzar el puerto turco. Tardaron siete meses en poder salir de él.
La señora Myer luchó denodadamente para conseguir un visado de salida. En aquellos meses Turquía era un país neutral. Multitud de refugiados se agolpaban en los muelles y formaban largas filas ante los consulados o las organizaciones humanitarias como la Media Luna Roja. Inútil. Gran Bretaña limitaba cada vez más la afluencia de judíos a Palestina. Estados Unidos se negaba a conceder permisos de entrada. El mundo hacía oídos sordos a las preocupantes noticias que llegaban acerca de las masacres en campos de concentración. Incluso un diario tan prestigioso como The Times de Londres calificaba de «cuentos de terror» los relatos sobre el genocidio nazi.
Pese a todas las adversidades, la buena de Jora trabajó como pudo, mendigó y cubrió al pequeño con su abrigo por las noches. Intentaba no menguar el dinero que le había dado el doctor Rath. Vivían donde encontraban sitio, ya fuera un figón maloliente o el abarrotado vestíbulo de la Media Luna Roja, en el que por las noches los refugiados cubrían hasta el último centímetro de sus grises baldosas, y donde levantarse para orinar era una utopía.
Jora sólo podía preguntar y rezar. No tenía contactos, sólo conocía el yídish y el alemán y se negaba a usar el primer idioma, pues le traía recuerdos infaustos. Su salud se fue deteriorando. La mañana en la que la tos le arrancó un espumarajo de sangre de los pulmones, decidió que no habría más demoras. Reunir el valor suficiente para entregar todo el dinero que poseían a un marinero jamaicano que servía en un carguero con bandera estadounidense que zarpaba en pocos días. Contra todo pronóstico, el tripulante los introdujo en la bodega del barco discretamente. Allí se mezclaron con los cientos de privilegiados que habían conseguido contactar con familiares judíos en Estados Unidos que avalasen su visado.
Jora murió de tuberculosis treinta y seis horas antes de alcanzar la costa norteamericana. Yudel no se había separado de ella ni un momento, incluso a pesar de estar él mismo enfermo. Había contraído una otitis terrible, y sus oídos estaban completamente taponados desde hacía días. Sentía la cabeza como un barril lleno de mermelada. Los ruidos fuertes eran como caballos galopando sobre la tapa del barril. Por eso no escuchó al marinero que le conminaba a salir. Éste, harto de gritarle, lo obligó a patadas.
—¡Fuera, cabestro! Te esperan en la aduana.
Yudel intentó volver a aferrarse a Jora. El marinero, un hombre granujiento y bajito, lo apartó a empellones y lo enganchó por el cuello.
—Alguien vendrá a llevársela. ¡Tú sigue!
El pequeño se revolvió y logró zafarse. Buscó en el abrigo de Jora hasta encontrar la carta de su padre, la carta de la que Jora le había hablado tantas veces, y la escondió en la camisa. El marinero volvió a agarrarlo y lo obligó a salir al odiado exterior.
Caminó por la pasarela al interior de las instalaciones. En línea, unos funcionarios ataviados con uniforme azul recibían en largas mesas a los inmigrantes. Yudel aguardó en la cola, pero los pies le ardían dentro de los podridos zapatos, deseando escapar, esconderse de la luz. Temblaba por la fiebre.
Finalmente llegó su turno. Un funcionario de ojos pequeños y labios finos lo miró por encima de unas lentes doradas.
—¿Nombre y visado?
Yudel miró hacia el suelo. No entendía nada.
—No tengo todo el día. Nombre y visado. ¿Eres retrasado o qué?
Junto a él, otro funcionario algo más joven, que lucía un poblado bigote, le intentó calmar.
—Tranquilo, Jimussey. Viaja solo y no te entiende.
—Entienden mil veces más de lo que crees, estas ratas judías. ¡Mierda santa! Este es el último barco hoy y ésta es mi última rata. Hay una jarra esperando donde O’Kerrigan. Si tantas ganas tienes atiéndele tú, Colchie.
El funcionario de bigotes rodeó la mesa, se acercó a Yudel y se agachó junto a él. Comenzó a preguntarle en francés, en alemán y en polaco. El niño siguió mirando al suelo.
—No tiene visado y es tonto. Hay que mandarlo en el primer barco de vuelta a Europa, coño —dijo el de las gafas—. ¡Habla, retrasado! —se alzó sobre el mostrador, y golpeó con la mano abierta en la oreja izquierda del niño.
Durante un segundo Yudel no sintió nada. Después el dolor le empapó la cabeza como un torrente ácido. Un chorro de pus caliente y espeso salió de la oreja infectada.
—¡Raichmon! (piedad, en yídish) —aulló.
El funcionario de bigote se volvió con los ojos encendidos hacia su compañero.
—Jimussey. No.
—Niño desconocido, no entiende el idioma, sin visado. Deportación.
El de bigote hurgó en los bolsillos del niño velozmente. Allí no había visado. De hecho, no había nada aparte de algunas migas de pan y un sobre escrito en hebreo. Lo abrió por si había dinero, pero sólo había una carta y lo volvió a colocar en su sitio.
—Sí que te entiende, joder. ¿No has oído el nombre? Seguro que ha perdido el visado. Y no quieres mandarlo a deportar, Jimussey. Tardaríamos otro cuarto de hora, hombre.
El guardia de las gafas dio un suspiro ansioso.
—Que diga su apellido. Que lo oiga yo en voz alta y clara y nos vamos a beber, Dios te confunda. Pero si no, el que se esfuma es él, a Deportación.
—Ayúdame, chico —susurró el de bigote—. Créeme. No quieres acabar volviendo a Europa ni acabar en un jodido orfanato. Tienes que convencerle de que hay alguien ahí fuera esperándote. —Lo intentó una vez más, con la única palabra yídish que conocía—: ¿Mishpocha? (¿familia?).
De los temblorosos labios de Yudel brotó su segunda palabra, casi ininteligible.
—Cohen.
El de bigote miró a su compañero de las gafas, aliviado.
—Ya lo has oído. Se llama Raymond. Raymond Kayn[19].