EN CIERTO LUGAR DE FAIRFAX COUNTY, VIRGINIA

Sábado, 15 de julio de 2006. 02.06

La casa segura de Orville Watson y el piso de Albert estaban a casi cuarenta kilómetros, y Orville los recorrió en el asiento de atrás del Toyota de Albert, medio dormido y medio inconsciente, pero al fin con las manos vendadas como Dios manda. Por suerte el cura llevaba un buen botiquín en aquel coche.

Una hora después, cubierto por un albornoz (lo único de Albert que remotamente le servía), Orville se tragó medio bote de Tylenol acompañado de zumo de naranja que le había traído el sacerdote.

—Has perdido mucha sangre. Esto te ayudará a fijar el hierro.

Lo único que Orville pretendía fijar era su cuerpo a una cama de hospital durante un mes, pero considerando sus opciones actuales lo mejor era seguir con Albert.

—¿No tendrás por casualidad una barrita de Hershey’s?

—No, lo siento. No puedo comer chocolate. Aún me salen granos. Pero dentro de un rato me acercaré a un Seven Eleven a por algo de cena, camisetas XXXL y tal vez algún dulce, si quieres.

—Déjalo. Después de lo que ha pasado creo que aborreceré las barritas Hershey’s durante el resto de mi vida.

Albert se encogió de hombros.

—Tú mismo.

Orville señaló al conjunto de ordenadores que abarrotaba el salón de Albert. Diez monitores, una mesa de cuatro metros de largo y una maraña de cables que corría por el suelo, cerca de las paredes, tan ancha como la pierna de un jugador de fútbol.

—Tienes un buen equipo aquí, señor Enlace Internacional —dijo el californiano, que necesitaba hablar para liberar la tensión.

Y observando al sacerdote se dio cuenta de que le ocurría lo mismo. Las manos le temblaban ligeramente, y tenía la mirada perdida

—Sistemas HarperEdwards, placas base de TINCom… Es así como diste conmigo, ¿verdad?

—Tu offshore[18] en Nassau, la que usaste para comprar la casa segura. Me llevó cuarenta y ocho horas dar con el servidor que había almacenado la transacción original. Dos mil ciento cuarenta y tres pasos. Eres bueno.

—Tú también —dijo Orville, genuinamente impresionado.

Los dos se miraron y asintieron, reconociéndose mutuamente. Para Albert, aquella breve distensión fue el agujero por el que los nervios que había mantenido fuera en las últimas horas entraran a su cuerpo arrasando con todo, como hooligans en un bar del equipo rival. Sin tiempo para levantarse vomitó en un bol de palomitas que había dejado sobre la mesa la noche anterior.

—Nunca había matado a nadie. Ese chico… del otro apenas me di cuenta, por la tensión del momento y porque le disparé sin pensar. Pero el chico… apenas era un niño. Y me miró.

Orville no dijo nada, porque no se podía decir nada.

Pasaron así diez minutos. El estómago de Albert dio un par de espasmos más, pero ya nada salió por la boca del joven sacerdote.

—Ahora lo entiendo.

—¿A quién?

—A un amigo mío. Alguien que ha tenido que matar, y que ha sufrido mucho por hacerlo.

—¿Hablas de Fowler?

Albert lo miró con suspicacia.

—¿Cómo conoces ese nombre?

—Porque todo este lío comenzó cuando Kayn Industries contrató mis servicios. Querían saber quién era el padre Anthony Fowler, de Boston. Y no he podido evitar fijarme en que tú también eres cura.

Albert se puso aún más nervioso. Gritando, agarró a Orville por el albornoz.

—¿Qué les contaste? ¡Tengo que saberlo!

—Todo —dijo Orville con voz monocorde—. Su entrenamiento, su afiliación a la CIA, a la Santa Alianza…

—Oh, Dios mío. ¿Sabrán entonces cuál es su verdadera misión?

—Lo desconozco. Me hicieron dos preguntas. La primera, quién era él. La segunda, quién le importaba.

—¿Qué averiguaste? ¿Y cómo?

—No averigüé nada. Me hubiera dado por vencido de no ser porque recibí un sobre anónimo con una foto y el nombre de una periodista: Andrea Otero. En el sobre decían que Fowler haría cualquier cosa para evitar que sufriera daño.

Albert lo soltó y comenzó a pasear en círculo por la habitación, al tiempo que empezaba a atar cabos.

—Ahora empieza a encajar todo… Cuando Kayn acudió al Vaticano diciendo que tenía una pista para encontrar el Arca, que podría estar en manos de un antiguo criminal de guerra nazi, Cirin prometió poner a su mejor hombre a buscarlo a cambio de tener un observador en la expedición. Y dándote el nombre de Otero se aseguró a la vez de que Kayn aceptaría a Fowler creyendo tenerle controlado y de que Fowler aceptaría su misión. Maldito cabrón manipulador —dijo Albert, conteniendo una sonrisa mitad asqueada y mitad admirada.

Orville lo miraba boquiabierto.

—No entiendo una palabra de lo que estás diciendo.

—Mejor, porque tendría que matarte. Es broma. Escucha, Orville, hoy no he acudido a salvarte porque sea un activo de la CIA. No lo soy. Sólo soy un humilde enlace que le está haciendo un favor a un amigo. Y ese amigo está metido en un grave peligro debido en parte al informe que le diste a Kayn sobre él. Fowler está en Jordania, en una loca expedición para recuperar el Arca de la Alianza. Y por imposible que parezca, parece que la expedición podría tener éxito.

Huqan —dijo Orville con un hilo de voz—. Averigüé algo de Jordania y de Huqan por casualidad y se lo di.

—Los chicos de la Compañía recuperaron ese nombre de tus discos duros. Pero nada más.

—Había conseguido detectar una mención a Kayn en uno de los servidores de webmail frecuentados por terroristas. ¿Sabes algo de terrorismo islámico?

—Lo que he leído en el New York Times.

—Entonces partimos de bajo cero. Ahí te va un cursillo acelerado. La «veneración» de los medios a Osama, el gran malo de la película, no tiene ningún sentido. Al Qaeda como superorganizacíón del mal no existe. No hay una cabeza que cortar. La jihad no tiene una cabeza. La jihad es el mandato de Dios. Pero existen miles de pequeñas células, a diferentes niveles, que se impulsan unas a otras sin que ninguna tenga nada que ver con las demás.

—Es imposible luchar contra eso.

—Es como curar una enfermedad. No hay una medicina milagrosa, como la invasión de Irak, o del Líbano la semana pasada, o de Irán dentro de tres años. Sólo podemos hacer de glóbulos blancos, y matar los microbios uno por uno.

—Ése es tu trabajo.

—El problema es que no es posible infiltrarse en las células terroristas islámicas. No son sobornables, porque los mueve su religión, o la idea trastocada que tienen de ella. Eso lo entenderás bien, supongo.

Albert hizo un gesto avergonzado.

—Tienen un léxico diferente —continuó Orville—, un idioma complejísimo para los anglosajones, sus nombres pueden tener decenas de alias diferentes, emplean un calendario distinto… cada dato para un occidental requiere de decenas de comprobaciones y códigos mentales. Ahí es donde entro yo. Golpeando en el lugar donde un fanático está a un clic de ratón de otro fanático a tres mil millas de distancia.

—Internet.

—Era más bonito sobre la pantalla del ordenador —dijo Orville acariciando con cuidado su nariz aplastada, naranja por el Betadyne. Albert le había colocado un cartón con esparadrapo para enderezarla, pero era muy consciente de que si no acudía pronto a un hospital, dentro de un mes tendrían que rompérsela otra vez para colocarla bien—. Cuando los terroristas estaban lejos de mí.

Albert meditó durante unos instantes.

—Así que ese Huqan pretendía atentar contra Kayn.

—No recuerdo nada muy bien, aparte de que ese tipo parecía algo serio. La verdad es que lo que les pasé era un puñado de información en bruto. No había tenido tiempo de depurar nada.

—Entonces…

—Es como esas muestras gratis de los supermercados, ya sabes. Les das un poquito, y esperas sentado a que vengan a encargarte más. No me mires así. Hay que ganarse la vida.

—Tenemos que recuperar esos datos —dijo tamborileando con los dedos en el brazo del sillón—. Primero porque los que te atacaron estaban preocupados por cuánto sabías. Y segundo porque si ese Huqan está infiltrado en la expedición…

—No es posible. Todos mis archivos desaparecieron o ardieron.

—No todos. Hay otra copia.

Orville tardó unos instantes en comprender a qué se refería Albert.

—No. Ni de coña. Ese lugar es inexpugnable.

—No hay nada imposible, excepto una cosa: que yo aguante más tiempo sin cenar —dijo Albert levantándose y cogiendo las llaves del coche—. Intenta relajarte, volveré dentro de media hora.

El sacerdote iba a cruzar la puerta cuando Orville lo llamó. Sólo de pensar en colarse en la jaula impenetrable que era Kayn Tower había comenzado a sentir una ansiedad muy identificable. Y sólo había una manera de vencerla.

—Albert…

—¿Sí?

—Me he pensado mejor lo de las barritas de chocolate.