CASA SEGURA DE ORVILLE WATSON

Afueras de Washington

Sábado, 15 de julio de 2006. 00.41

Las bofetadas despertaron a Orville.

No muy contundentes ni muy seguidas, apenas lo justo para traerle de vuelta al mundo de los vivos y arrancarle un diente delantero que aún no había terminado de caerle por el golpe con la pala. El joven lo escupió y enseguida el dolor de la nariz rota le recorrió la cabeza como una manada de caballos salvajes al galope. Iba y venía en pulsos intermitentes. Las bofetadas del hombre de ojos almendrados marcaban el ritmo como las rimas al final de un verso.

—Mira. Ya se ha despertado —dijo el hombre de las bofetadas a su compañero, un chico joven, delgado y algo más alto. Le propinó un par más como propina, y Orville gimió—. No estás en forma, ¿eh koondeh[15]?

Orville estaba encima de la mesa de la cocina, sin nada encima más que el reloj de pulsera. A pesar de que no había cocinado nunca en esa casa —no había cocinado nunca en ningún lugar, de hecho—, estaba completamente equipada. Orville maldijo su obsesión por el equilibrio. Para él, una cocina sin utensilios no era una cocina. Aunque en ese momento, viéndolos alineados junto al fregadero, deseó no haber comprado cuchillos afilados, sacacorchos revirados y brochetas puntiagudas.

—Escuchad…

—Cállate.

El chico joven le apuntaba con una pistola, mudo. El mayor, que debía mediar la treintena, levantó una de las brochetas y se la enseñó a Orville. A la luz de los halógenos del techo, un leve resplandor brilló por un instante en la punta.

—¿Sabes lo que es esto?

—Una brocheta. 3,45 el juego de doce en Wall Mart. Escucha… —Orville intentó levantarse sobre los codos, pero el otro le apoyó la mano entre los grasientos pechos y le obligó a tumbarse de nuevo.

—Te dije que te callaras.

Alzó la brocheta con la punta hacia abajo y la descargó contra la mano izquierda de Orville con todas sus fuerzas. La expresión de su rostro no cambió un milímetro, ni siquiera cuando el metal atravesó de parte a parte la mano de Orville y le clavó a la madera de la mesa.

Al principio, Orville estaba demasiado aturdido por su nariz rota para darse cuenta de nada más. Después el dolor recorrió su brazo como una descarga eléctrica. Chilló.

—Las brochetas… ¿sabes quién las inventó? —dijo el hombre más bajo, sujetando las mejillas de Orville con la mano y obligándole a mirarlo—. Fue nuestro pueblo. De hecho en España las llaman pinchos morunos. Nacieron en un tiempo en que era considerado de mala educación comer en la mesa con un cuchillo.

Se acabó. Cabrones. Tengo que decir algo.

Orville no era un cobarde, pero tampoco era idiota. Sabía cuál era su tolerancia al dolor y sabía cuando estaba derrotado. Hizo tres aspiraciones muy fuertes y ruidosas por la boca. No se atrevía a respirar por la nariz para no aumentar el dolor.

—Basta ya. Os diré lo que queráis saber. Cantaré, hablaré, os dibujaré croquis, os daré esquemas. No hay necesidad de ser violentos —la última palabra se convirtió casi en un aullido de dolor y pánico cuando vio que el hombre ya había cogido otra brocheta.

—Por supuesto que hablarías. Pero nosotros no somos el comité de torturadores. Somos el comité de ejecución. Lo que pasa es que vamos muy despacito. Nazim, ponle la pistola en la cabeza.

El llamado Nazim, totalmente inexpresivo, se sentó en una silla y apoyó el cañón del arma en el cráneo de Orville, que se quedó completamente quieto al contacto con el metal. El último centímetro y medio de cañón se hundía en el casi siempre sedoso y espeso pelo rubio del joven californiano, que ahora estaba grasiento y lleno de hojas.

—En cualquier caso, ya que te pones comunicativo… cuéntame qué sabes de Huqan.

Orville cerró los ojos, asustado. Así que era eso.

—Nada. Oí algo aquí y allí.

—Y una mierda —dijo el otro abofeteándole una, dos, tres veces más—. ¿Quién te mandó a buscarle? ¿Quién sabe lo de Jordania?

—No sé nada de Jordania.

—Mientes.

—Es la verdad. ¡Lo juro ante Alá!

Aquellas palabras parecieron rascar la pátina de indolencia de sus agresores. Nazim apretó más fuerte el cañón del arma. El otro volvió a colocar la brocheta afilada sobre la piel desnuda del joven.

—Me das asco, koondeh. Mira para qué has usado tu talento. Para tirar por el suelo tu religión. Para traicionar a tus compatriotas musulmanes. Todo por un puñado de lentejas.

La punta de la brocheta recorrió el pecho de Orville, deteniéndose un instante en el pezón izquierdo del joven y levantando ligeramente la carne de debajo. La dejó caer de golpe, provocando una oleada de grasa que se extinguió en la papada y en el ombligo. El metal rasguñó la piel dejando pequeñas gotas de sangre que se mezclaron con el sudor nervioso que le cubría.

—Sólo que no ha sido un puñado de lentejas precisamente —continuó el hombre, mientras la afilada punta de acero se hundía un poco más, rascando la piel del brazo sin llegar a provocar sangre, camino de la mano derecha—. Tienes varias casas, un buen coche, empleados… Mira tu reloj, bendito sea el nombre de Alá.

Puedes quedártelo si me dejas largarme de aquí, pensó Orville, pero no lo dijo porque no quería que otra brocheta lo ensartase. Oh, mierda, no sé cómo voy a salir de ésta. Buscaba angustiado la palabra justa que hiciese esfumarse a aquellos intrusos. Pero el dolor pulsante de su nariz y de la mano traspasada le decía a gritos que esa palabra no existía. Sentía las tripas crispadas, queriendo vaciarse.

Con la mano que no sostenía la pistola, Nazim le quitó el reloj y se lo pasó al otro hombre.

—Vaya… Jaeger LeCoultre. Sólo lo mejor, ¿eh? ¿Cuánto te paga el gobierno por ser una rata? Seguro que mucho, para poder comprarte relojes de veinte mil dólares.

El hombre arrojó el reloj al suelo y comenzó a pisarlo como si le fuera la vida en ello. No consiguió gran cosa más que rayar la esfera, con lo que su gesto perdió la teatralidad que buscaba y tuvo que pararse un poco a recuperar el aliento.

—Sólo cazo criminales —dijo Orville—. No tienes el monopolio del mensaje de Alá.

—No vuelvas a decir su nombre —respondió el otro, escupiendo sobre el rostro del californiano.

El labio superior de Orville empezó a temblar incontroladamente, pero el joven no era ningún cobarde. En aquel momento se dio cuenta de que iba a morir, así que decidió hacerlo con la mayor dignidad posible.

Omak zanya feeh erd[16] —dijo mirándole directamente a los ojos y procurando no tartamudear.

Un destello de rabia cruzó por los ojos del hombre. Estaba claro que esperaba quebrar a Orville, verle suplicar. No aquella demostración de valentía estéril.

—Llorarás como una niña —dijo.

El brazo subió y volvió a bajar, clavando la brocheta en la mano derecha de Orville, que no pudo evitar soltar un chillido indefenso que poco tenía que ver con su bravuconada de unos segundos atrás. Un cuajarón de sangre voló por el aire y aterrizó en la boca abierta de Orville, que se atragantó y empezó a toser de manera espasmódica, cada tos más dolorosa que la anterior al agitar los brazos que seguían clavados a la mesa por los enormes pinchos de acero.

La tos se fue calmando gradualmente, y Orville convirtió en proféticas las palabras del hombre: dos gruesos lagrimones rodaron por sus mejillas y cayeron sobre la mesa. Aquello pareció ser todo lo que necesitaba el hombre para liberar a Orville de su tortura. Alzó un nuevo instrumento de cocina: un cuchillo de treinta centímetros.

—Se acabó, kooneh.

Sonó un disparo que arrancó ecos metálicos de las sartenes que colgaban alineadas de las paredes como soldados obedientes, y el hombre cayó al suelo. Su compañero no se dio ni siquiera la vuelta para ver de dónde procedía la bala. De un salto se arrojó por encima de la isleta de la cocina, rayando la vitrocerámica con la hebilla de su cinturón y aterrizando sobre las manos. Un segundo disparo levantó astillas de madera del marco de la puerta, a más de medio metro de su cabeza, y Nazim desapareció.

Orville, con los brazos en cruz, completamente desnudo, la cara aplastada, las palmas perforadas y cubierto de sangre, apenas acertó a girarse para ver quién era su salvador. Un joven rubio y delgado, por debajo de la treintena, vestido con unos vaqueros y lo que en la oscuridad de la cocina parecía una camisa de sacerdote.

—Menuda pinta tienes, Orville —le dijo el cura, mientras pasaba a su lado, en pos del segundo terrorista. Se cubrió en el marco de la puerta y se asomó de golpe, sujetando la pistola con ambas manos. Allí sólo había un salón vacío y una ventana abierta.

El sacerdote volvió al lado de Orville, quien si no hubiera tenido los brazos clavados a la mesa se habría frotado los ojos incrédulo.

—No sé quién eres, pero gracias. Por favor, suéltame —con la nariz destrozada, sonó como Pod favoz, sueztabe.

—Aprieta los dientes. Te va a doler —el joven cura tiró de la brocheta de la derecha, procurando hacerlo de la manera más recta posible, y aun así Orville volvió a soltar un alarido—. No eres nada fácil de encontrar, ¿sabes?

Orville lo interrumpió alzando la mano, en la que era claramente visible un agujero del tamaño de un centavo. Apretando los dientes por el dolor y el esfuerzo, Orville rodó un poco hacia su mano izquierda y él mismo se arrancó la segunda brocheta.

Esta vez no gritó.

—¿Puedes caminar? —dijo el cura, ayudándole a incorporarse.

—¿Es polaco el papa?

—Ya no. Mi coche está a un par de minutos. ¿Alguna idea de dónde estará tu invitado?

—¿Y yo qué coño sé? —dijo Orville, cogiendo un rollo de papel de cocina junto a la ventana y envolviéndose las manos de mala manera, medio rollo en cada una. Los extremos de sus brazos se asemejaron a gigantescos palillos de algodón de azúcar que fueran tiñéndose poco a poco de rojo y desde dentro.

—Deja eso, y aléjate de la ventana. Te vendaré en el coche. Creía que eras el experto en pensamiento terrorista.

—Vaya. Eres de la CIA. Y yo que creía que había tenido suerte.

—Bueno, más o menos. Me llamo Albert y soy un ISL[17].

—¿Un Enlace? ¿Con quién, con el Vaticano?

Albert no respondió. Los miembros de la Santa Alianza jamás decían que pertenecían a ella.

—Déjalo estar, entonces —continuó Orville, reprimiendo un gesto de dolor—. Mira, aquí nadie va a ayudarnos. No creo que nadie haya oído los disparos, porque los vecinos más cercanos están a medio kilómetro. ¿Tienes un móvil?

—Eso no es una opción. Si viene la poli, te llevará al hospital y luego te tomarán declaración. Antes de media hora tendrías a los de la CIA con flores en tu habitación.

—Entonces ¿sabes manejar ese cacharro?

—No muy bien. Además, detesto las armas. Tienes suerte de que le diera al de la brocheta y no a ti.

—Pues tendrán que gustarte —dijo Orville levantando sus palitos de algodón de azúcar—. ¿Qué clase de agente eres tú?

—No he recibido más que el entrenamiento básico —dijo Albert, con un gesto de disculpa—. Lo mío son los ordenadores.

—Pues sí que estamos bien. Joder, me estoy mareando —dijo Orville, a punto de caerse. Sólo el brazo de Albert evitó que se desplomara.

—¿Crees que podrás llegar al coche, Orville? —El californiano asintió, aunque sin demasiada convicción—. ¿Cuántos son?

—Sólo queda el que ahuyentaste, que yo sepa. Pero estará esperándonos en el jardín.

Albert echó un breve vistazo por la ventana, procurando no asomarse mucho.

—Entonces estamos listos. Cuesta abajo, y con la sombra del muro… puede estar en cualquier parte.