CASA SEGURA DE ORVILLE WATSON

Afueras de Washington

Viernes, 14 de julio de 2006. 23.36

Desde que se dedicaba al negocio de cazar terroristas, Orville había tomado una serie de precauciones básicas: tener números de teléfono y dirección bajo seudónimo, usar códigos postales y, eventualmente, comprar una casa a través de una sociedad anónima extranjera que sólo un genio podría relacionar con él. Un lugar al que salir por piernas si las cosas se ponían feas.

Claro que una casa segura de la que nadie salvo uno mismo conoce su existencia tiene sus inconvenientes. Para empezar, que para aprovisionarla necesitas hacerlo tú mismo. Y eso hacía Orville. Una vez cada tres semanas llevaba a la casa latas, carne para congelar y un montón de DVD con los últimos estrenos. Se deshacía de los productos caducados, cerraba con llave y se largaba.

Un comportamiento paranoico… de lo más acertado. El único error que había cometido Orville, aparte de dejarse seguir por Nazim, era que la última vez se había olvidado de la bolsa de barritas Hershey’s. Una adicción imprudente, no sólo por las 300 calorías que contiene cada barrita de 60 gramos, sino porque un pedido de urgencia a Amazon puede confirmar a los terroristas tu presencia en la casa que están vigilando.

Orville no lo podía evitar. Podría haber pasado sin comida, sin agua, sin su colección de fotos picantes, sin su conexión a Internet, sin libros y sin música. Pero cuando entró en la casa el lunes de madrugada, arrojó a la basura el traje de bombero y vio que la alacena donde guardaba el chocolate estaba vacía, el pulso se le paró por un instante. Sin chocolate no podía pasar tres o cuatro meses. Estaba absolutamente enganchado desde que sus padres se divorciaron.

Podría haber sido peor, pensaba autoindulgente. Podría ser heroína, crack o votar republicano.

Aunque Orville no había probado en su vida la heroína, ni siquiera el demoledor mono del caballo podía compararse al impulso irrefrenable que sentía cuando escuchaba el clinc clinc del aluminio que recubría el chocolate. Si Orville se pusiese freudiano pensaría que era porque lo último que había hecho la familia Watson junta era pasar las Navidades del 93 en Nueva York, donde el chico había alucinado en la inmensa tienda de Hershey’s en Times Square. Allí podías coger un balde metálico, colocarlo al final de un canalón plateado que descendía del techo haciendo eses y llenarlo de bombones accionando una palanca. El sonido del chocolate colmando el balde era el sonido de la felicidad.

Pero Orville estaba ahora más preocupado con otro sonido: el de un cristal roto, si sus oídos adormilados no lo engañaban.

Apartó con cuidado una pequeña muralla de envoltorios y se bajó de la cama. Había resistido casi tres días sin probar el chocolate, todo un récord personal, y ahora que por fin había sucumbido a su demonio particular pensaba hacerlo en toda regla. Si hubiese vuelto a ponerse freudiano se habría dado cuenta de que se había comido diecisiete chocolatinas, una por cada uno de los miembros del personal de GlobalInfo que habían muerto en el atentado del lunes.

Pero Orville no creía en Sigmund Freud. Para una situación de cristales rotos, él creía en Smith & Wesson. Por eso guardaba un 38 Special junto a la cama.

No puede ser. La alarma está puesta.

Cogió el revólver y un objeto que había junto a él sobre la mesita. Parecía un llavero, pero era un control remoto muy sencillo con dos botones. El primero activaba una alarma silenciosa en la policía. El segundo una sirena por toda la finca.

—Es tan estruendosa que podría despertar a Nixon y ponerle a bailar claqué —le había dicho a Orville el encargado de instalación de alarmas cuando se la estaba colocando.

—Nixon está enterrado en California.

—Imagínese si es potente.

Ahora Orville apretó los dos botones —no era cuestión de correr riesgos— y cuando no sucedió nada le hubiera gustado abofetear con todas sus fuerzas al ratuno instalador, que le había jurado que aquella alarma era totalmente imposible de desconectar.

Mierda, mierda, mierda, maldijo Orville para sus adentros, aferrando con todas sus fuerzas el revólver. ¿Ahora qué narices hago? El plan era llegar hasta aquí y estar seguro. ¿Y el móvil…?

En la mesita baja del salón, encima de un ejemplar atrasado de Vanity Fair.

Su respiración se fue acelerando y comenzó a sudar. Cuando escuchó el ruido de cristales —casi seguro que había sido en la cocina— estaba en su habitación, a oscuras, jugando una partida de Los Sims en el portátil y chupando los restos de chocolate de los envoltorios. Ni siquiera se dio cuenta de que el aire acondicionado había dejado de funcionar unos minutos atrás.

Probablemente cortaron la luz al mismo tiempo que la alarma indesconectable. Catorce mil pavos de alarma, será hijoputa.

Y ahora el miedo y el húmedo verano de Washington hacían que un millar de finas gotitas empapasen la camiseta de Orville, hiciesen resbaladizo su agarre de la pistola e inseguros los pasos de sus pies descalzos camino de la salida. Porque Orville se largaba de allí a toda velocidad.

Cruzó el vestidor y echó una ojeada al pasillo de la planta de arriba. Desierto. Aparentemente no había otra manera de bajar de la primera planta que a través de la escalera de madera que unía el salón con la zona de dormitorios, pero Orville tenía un plan. Al final del pasillo, en el extremo opuesto al lugar donde terminaba la escalera, había una pequeña ventana de guillotina, y al otro lado un cerezo raquítico, obstinado en no dar flores. Sin embargo las ramas eran gruesas y estaban lo bastante cerca de la ventana como para que alguien tan poco atlético como Orville se atreviese a intentarlo.

Con el enorme cuerpo encogido y la pistola metida en la goma de los calzoncillos, Orville gateó por la moqueta los tres metros que le separaban de la ventana. En el piso de abajo oyó un crujido, y ya no tuvo dudas. Alguien había entrado en su casa.

Abrió la ventana apretando los dientes muy fuerte, con ese gesto que miles de personas realizan cada día deseando que algo no haga ruido. Por suerte para ellos, su vida no depende de ese ruido. Por desgracia para Orville, la suya sí. Unos pasos habían comenzado a subir la escalera.

Abandonando toda precaución, Orville se puso de pie, abrió la ventana y se asomó. Las ramas estaban a más de un metro y medio de la pared, y el joven californiano tuvo que estirarse mucho para rozar con los dedos una suficientemente gruesa.

Así no voy a ninguna parte.

Sin pensárselo dos veces apoyó un pie en el alféizar, tomó impulso y se lanzó al vacío en un salto que ni el observador más benévolo hubiera calificado de grácil. Sus dedos aferraron la rama con fuerza, pero en el salto la pistola se le metió por dentro de los calzoncillos y, tras un breve y frío contacto con lo que Orville llamaba «el pequeño Timmy» resbaló por la pierna y cayó en el centro del parterre que rodeaba la casa.

Joder. ¿Hay algo que pueda salir peor?

En ese momento la rama se rompió.

Los más de cien kilos de Orville aterrizando de culo sobre el parterre hicieron bastante ruido. Más del treinta por ciento de la tela de sus calzoncillos no sobrevivió al lance, como atestiguaban un montón de cortes sangrantes en las nalgas, aunque el joven no se dio cuenta en ese momento. Su única preocupación era apuntar esas mismas nalgas hacia la casa y salir zumbando hacia la puerta de la propiedad, a veinte metros de distancia y cuesta abajo. No tenía las llaves de la puerta, pero si era necesario pensaba atravesarla a mordiscos. A media cuesta, el miedo que le atenazaba el corazón fue sustituido por una sensación de euforia.

Dos huidas imposibles en una semana. Chúpate esa, El Santo.

La puerta de coches, increíblemente, estaba abierta. Extendiendo los brazos, Orville se precipitó hacia la salida.

De la sombra del muro que rodeaba la casa brotó de repente una forma borrosa que se estrelló contra la cara de Orville. El joven la recibió casi de lleno, y un horrible crujido húmedo acompañó la rotura de su nariz y de tres de sus dientes. Gimiendo y agarrándose el rostro, Orville cayó al suelo.

Una figura bajó corriendo el sendero de la propiedad y le apoyó a Orville una pistola en la nuca. El gesto era innecesario porque el cazador de espías había perdido el sentido. De pie junto a su cuerpo derrotado estaba Nazim, sosteniendo nervioso la pala con la que le había atizado al californiano en la clásica postura del bateador enfrente del pitcher. Había sido un golpe preciso, perfecto. Nazim era fantástico jugando al béisbol en el instituto, y pensó de manera incoherente en lo orgulloso que se habría sentido su entrenador de haberle visto ejecutar un movimiento como aquel en la oscuridad.

—Te lo dije —dijo Kharouf, entre jadeos—. La trampa de la puerta es infalible. Corren como conejitos asustados hacia donde tú quieres. Venga, deja eso y ayúdame a llevarle a la casa.