LA EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Sábado, 15 de julio de 2006. 02.34
Harel se despertó sobresaltada por el grito de Andrea. La joven periodista se incorporaba en el saco, se agarraba la pierna con desesperación, volvía a gritar.
—¡Dios! Cómo duele. Aaaah…
Lo primero que pensó Harel fue que a Andrea le había dado un tirón en un gemelo mientras dormía, así que se levantó, encendió las luces de la enfermería y le agarró la pierna para darle un masaje.
Entonces, con el rabillo del ojo, vio los escorpiones.
Eran tres, de un enfermizo color amarillento, o al menos eran tres los que habían asomado por debajo del saco y correteaban enloquecidos, con las colas enhiestas. Muerta de miedo, Doc se subió de un salto a una de las camillas. Descalza como estaba era presa fácil de los arácnidos que habían caído del colchón de la joven periodista.
—Doc. Doc, ayúdame. Dios, tengo fuego en la pierna, Dios… ¡Doc!
Los gemidos de Andrea ayudaron a la doctora a enfocar su miedo e intentar pensar. No podía dejar en la estacada a la joven.
Vamos a ver, qué coño recuerdo yo de esos cabrones. Son escorpiones amarillos, la chica tiene al menos veinte minutos antes de que la cosa se empiece a poner fea. Eso si no le ha picado más de uno. Y a no ser…
Una terrible sospecha cruzó por la mente de Doc. Si Andrea era alérgica al veneno del escorpión, estaba jodida.
—Andrea. Escúchame atentamente.
Andrea abrió los ojos y la miró. Tendida en el colchón, sujetándose la pierna y con la mirada perdida era la viva imagen del dolor. Harel hizo un tremendo esfuerzo por vencer su miedo cerval a los escorpiones —un miedo que cualquier israelí que, como Doc, haya nacido en Beersheba, al borde del desierto, aprende a tener desde muy niña— e intentó poner un pie en el suelo. Pero se vio incapaz.
—Andrea. Andrea, entre la lista de alergias que me diste, ¿había alguna a las carbidotoxinas?
Andrea aulló de dolor.
—¿Yo qué sé? Llevo esa lista porque soy incapaz de recordar más de diez nombres. Jodeeeerrrrr… Doc, baja de una vez por Dios, por Jehová, por quien tú quieras. Siento lo de antes pero… ¡Aaaargh!
Harel se armó de valor, apoyó un pie en el suelo y de dos zancadas llegó a su propio colchón.
Espero que no estén dentro. Por el Eterno, que no estén dentro del saco.
De una patada lo mandó al suelo. Agarró una bota en cada mano y se volvió a Andrea.
—Tengo que ponerme las botas, llegar hasta el armario de las medicinas y estarás bien enseguida —dijo comenzando a colocarse una de ellas—. Ese veneno es muy peligroso, pero tardaría casi media hora en matarte. Aguanta.
Andrea no respondió. Harel alzó los ojos de las botas y miró a la periodista. Andrea se llevaba la mano al cuello. Su rostro empezaba a ponerse azul.
Oh, dulce Nombre. Es alérgica. Va a tener un shock anafiláctico.
Olvidándose de colocarse la otra bota, Harel se arrodilló junto a Andrea, sus piernas desnudas expuestas en el suelo. Nunca había sido más consciente de cada centímetro cuadrado de la piel de sus extremidades. Buscó la picadura del escorpión y encontró dos en la pantorrilla izquierda de Andrea, dos pequeños desgarros de medio centímetro rodeados por una mancha rojiza del tamaño de una pelota de tenis.
Mierda. Le han dado con todo.
La puerta de la tienda se abrió y entró el padre Fowler. También descalzo.
—¿Qué ocurre?
Harel intentó responderle mientras se inclinaba sobre Andrea y le hacía la respiración artificial.
—¡Padre! Por el Nombre, dese prisa. Está en shock. Necesito epinefrina.
—¿Dónde está?
—En la vitrina del fondo, en el segundo estante empezando por arriba hay unas ampollas de color verde. Tráigame una y una jeringuilla.
Se agachó, insufló aire dentro de Andrea, pero tenía que hacer una fuerza enorme para que algo traspasase la hinchazón de la garganta. Si no atacaba el shock, estaría muerta en un minuto.
Y será tu culpa, cobarde, que te subiste a la mesa.
—¿Qué diablos le pasa? —dijo el sacerdote, corriendo hacia la vitrina—. ¿Es un shock?
—¡Cierren la puerta! —gritó Doc. Media docena de cabezas soñolientas se habían asomado a la enfermería. Harel no quería que uno de los escorpiones saliese y se encontrase con alguien desprevenido—. Le ha picado un escorpión, padre. Ahora mismo hay tres aquí dentro. Tenga cuidado.
El padre Fowler dio un pequeño respingo cuando oyó aquello y prestó mucha más atención al suelo. Le alcanzó la epinefrina a la doctora, y ésta se apresuró a inyectarle a Andrea cinco centímetros cúbicos en el muslo desnudo.
Fowler se hizo con un botellón de un galón de agua, sujetándolo por el asa.
—Usted atienda a Andrea. Yo los buscaré.
Harel, por fin, volcó toda su atención en la joven, aunque en aquel momento poco podía hacer ella más que vigilar su estado. Era la epinefrina quien obraba su maravilloso efecto. Según la hormona iba inundando el sistema circulatorio de Andrea, los receptores nerviosos de sus células se iban activando como árboles de Navidad. Las células de grasa de su cuerpo comenzaban a romper los lípidos para liberar energía suplementaria, su ritmo cardíaco se incrementó, la sangre comenzó a llevar más glucosa, su cerebro comenzó a producir dopamina y, lo más importante, sus bronquios comenzaron a dilatarse y la hinchazón de su tráquea a desaparecer.
Con una sonora aspiración, una bocanada de aire entró en los pulmones de Andrea por el método natural, y a la doctora Harel le pareció un ruido casi tan hermoso como los tres golpes secos que había escuchado de fondo mientras el proceso seguía su curso. Cuando el padre Fowler se sentó en el suelo junto a ella, Doc no tuvo la menor duda de que los escorpiones eran ahora tres charcos.
—¿Y el antídoto? ¿Tiene un antiveneno? —dijo el sacerdote.
—Claro que lo tengo, pero no puedo ponérselo. Lo hacen con suero de caballos a los que obligan a sufrir cientos de picaduras de escorpión hasta que se inmunizan. Siempre quedan rastros en el antiveneno, y no quiero arriesgarme a provocarle otro shock.
Fowler contempló a la joven, cuyo rostro iba poco a poco recuperando la normalidad.
—Gracias por lo que ha hecho, doctora. No lo olvidaré.
—No se preocupe —dijo Harel, quien consciente del peligro que habían pasado comenzaba a temblar.
—¿Le quedarán secuelas?
—No. Ahora su cuerpo puede luchar contra el veneno. —Alzó una de las ampollas verdes—. Esto es adrenalina pura, igualito que un zafarrancho de combate para su sistema. Todos los órganos de su cuerpo funcionan al doble de su rendimiento, además de evitar que se ahogue a sí mismo, que es lo que hacen los choques anafilácticos. Estará bien dentro de un par de horas, aunque se sentirá hecha una mierda.
El rostro de Fowler se relajó en parte. Luego señaló a la puerta.
—¿Piensa lo mismo que yo?
—No soy idiota, padre. He hecho cientos de excursiones al desierto en mi país. Lo último que hago por las noches es comprobar las entradas. Dos veces. Y esta tienda es más hermética que el bolsillo del Tío Gilito.
—Tres escorpiones. A la vez. En plena noche…
—Sí, padre. Esta es la segunda vez que intentan matar a Andrea.