UN SUBURBIO DE WASHINGTON
Viernes, 14 de julio de 2006. 20.34
Nazim dio un sorbo a la Coca-Cola y la dejó a un lado enseguida. Tenía demasiado azúcar, como todas las bebidas de los restaurantes en las que comprabas el vaso y lo podías llenar cuantas veces quisieras. El Mayur Kabab al que había ido a buscar la cena era uno de ésos.
—¿Sabes? Vi un documental el otro día. Era de un tío que solamente comió hamburguesas de McDonalds durante un mes.
—Qué asco —Kharouf tenía los ojos entrecerrados. Llevaba un rato intentando dormir sin conseguirlo. Había vuelto a echar hacia delante el respaldo del coche hacía diez minutos, desistiendo. Aquel Ford era demasiado incómodo.
—Dicen que el hígado se le convirtió en paté.
—Eso sólo puede pasar en Estados Unidos. El país con más gordos del mundo. El país que consume el 87% de los recursos mundiales.
Nazim se calló. Él había nacido norteamericano, aunque un norteamericano diferente. No había aprendido a odiar a su patria, aunque sus labios pronunciasen cosas distintas. Para él, el odio a los Estados Unidos de Kharouf era demasiado global. Prefería imaginarse al presidente arrodillándose de cara a la Meca en el Despacho Oval que ver la Casa Blanca arrasada por el fuego. Una vez le había contado algo así a Kharouf y éste le había enseñado un CD con fotos de una niña pequeña. Fotos de la escena de un crimen.
—Los soldados israelíes la violaron y la asesinaron en Nablus. No hay odio suficiente en el mundo para eso —le había dicho.
Recordando las imágenes, a Nazim también le ardía la sangre. Pero procuraba mantener fuera de su cabeza aquel pensamiento.
A diferencia de Kharouf, el odio no era su fuente de energía. Sus motivaciones egoístas y deformadas se centraban en conseguir algo para él. Su premio.
Cuando días atrás entraron en la sede de GlobalInfo, Nazim apenas había sido consciente de nada. En cierto sentido le apenaba, ya que los dos minutos que pasaron exterminando a los kafirun estaban casi borrados de su cabeza. Había intentado rememorar lo sucedido, pero era como el recuerdo de otra persona, como esos sueños absurdos que aparecen en las películas de chicas que le gustaban a su hermana en las que el protagonista se ve desde fuera. Nadie tiene sueños en los que se vea desde fuera.
—Kharouf.
—Dime.
—¿Recuerdas algo del martes pasado?
—¿Te refieres a la operación?
—Claro.
Kharouf le miró, se encogió de hombros y sonrió con tristeza.
—Cada detalle.
Nazim evitó su mirada porque le avergonzaba admitir lo que iba a decir.
—Yo… yo no me acuerdo muy bien ¿sabes?
—Chico, da gracias a Alá, bendito sea su nombre. La primera vez que maté a alguien no pude dormir en una semana.
—¿Tú? —Nazim abrió los ojos como platos.
Kharouf le rascó cariñosamente la cabeza.
—Claro, Nazim. Ahora ya eres un yihadista, ya somos iguales. No te asombres de que yo también pase por momentos malos. A veces es difícil asumir el papel de la espada de Dios. Pero a ti te ha bendecido con el olvido de los detalles desagradables. Ya sólo te queda el orgullo por lo que has hecho.
El joven se sintió mucho mejor de lo que se había sentido en los últimos días. Permaneció un rato en silencio, musitando una oración de agradecimiento y sintiendo como el sudor le empapaba la espalda. No se atrevían a encender el motor del coche para poner el aire acondicionado, y la espera comenzaba a hacérseles eterna.
—¿Seguro que está ahí dentro? Porque yo empiezo a dudarlo —dijo Nazim, señalando el muro que rodeaba la finca—. ¿No crees que deberíamos buscar en otro sitio?
Kharouf meditó un momento, y luego movió la cabeza con desgana.
—No tengo ni la más remota idea. ¿Cuánto estuvimos siguiéndolo, un mes? Sólo vino aquí una vez, y venía cargado de paquetes. Salió sin nada, y esa casa está vacía. Por lo que sabemos podría ser la casa de un amigo y él sólo estar haciéndole un recado. Pero es lo único que tenemos, y aún hemos de darte las gracias por haber localizado este sitio.
Era cierto. Uno de los días en los que a Nazim le había tocado seguir a Watson él solo, éste había empezado a comportarse de manera extraña, a cambiar de carril frecuentemente en la autopista y a seguir una ruta de vuelta a casa que no tenía nada que ver con la que seguía habitualmente. Nazim subió el volumen de la radio y se imaginó que era un personaje del Grand Theft Auto[14]. Había una fase del juego en la que había que seguir a un coche que evitaba ser seguido. Era una de sus partes favoritas, y lo aprendido le vino muy bien en aquella situación.
—¿Crees que sabe algo de nosotros?
—No creo que sepa nada siquiera de Huqan, pero seguro que él tiene una buena razón para quererlo muerto. Pásame la botella de mear, por favor.
Nazim le alcanzó una botella de dos litros. Kharouf se bajó la cremallera y orinó dentro. Llevaban varias botellas vacías para poder evacuar discretamente en el coche. Era preferible pasar por aquella incomodidad y luego arrojar una botella a una papelera a que alguien se fijase en ellos por orinar en la calle o ir repetidas veces a un bar de los alrededores.
—¿Sabes lo que te digo? Que a la mierda —dijo Kharouf, haciendo un gesto de disgusto. Iré a tirar la botella al contenedor del callejón y luego nos vamos a buscarlo a California, a casa de su madre. A la mierda con todo.
—Espera, Kharouf.
Nazim señalaba hacia la puerta de la finca. Un repartidor en moto estaba llamando al timbre. Tras unos segundos, la puerta se abrió.
—Está ahí. ¡Bien! Ves, Nazim, te lo dije. ¡Enhorabuena!
Kharouf estaba muy excitado. Le palmeó la espalda a Nazim, que se sintió lleno a la vez de alegría y nerviosismo, una ola caliente y otra fría que chocaban a la vez en el centro del corazón.
—Muy bien, chico. Por fin vamos a terminar lo que empezamos.