LA EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Viernes, 14 de julio de 2006. 03.13

—Asesinato.

—¿Está segura, doctora?

El cadáver de Stowe Erling estaba en el centro de un círculo de lámparas de gas, que daban una luz pálida y translúcida como ala de mosca. Las sombras de las piedras que los rodeaban se difuminaban en el exterior del círculo para convertirse gradualmente en una noche que de repente estaba llena de amenazas. Andrea reprimió un escalofrío al mirar al cadáver, que yacía tendido sobre la arena.

Minutos antes, al llegar Dekker y sus hombres junto al profesor, éste aferraba una mano del cadáver con la derecha mientras que con la izquierda seguía apretando inútilmente la bocina de aire comprimido, cuyo gas hacía rato que se había agotado. Dekker apartó con malos modos al profesor y mandó llamar a Harel. La doctora le pidió a Andrea que la acompañase.

—Preferiría no hacerlo —dijo Andrea. Se sintió mareada y confusa cuando Dekker dijo por la radio que habían encontrado muerto a Stowe Erling. No pudo evitar recordar cómo ella había deseado que se lo tragase el desierto.

—Por favor. Estoy muy nerviosa, Andrea. Échame una mano.

La doctora parecía realmente trastornada, así que Andrea se puso a caminar a su lado sin más discusión. Por el camino la periodista pensó en varias maneras de abordar a Doc y preguntarle dónde demonios estaba cuando empezó el follón, pero no se le ocurrió ninguna en la que no quedase al descubierto que ella misma estaba donde no debía. Cuando llegaron al cuadrante 22K descubrieron que Dekker había buscado la manera de alumbrar el cadáver para que ésta dictaminase la causa de la muerte.

—Dígamelo usted. Si no es asesinato era un suicida muy decidido. Tiene una cuchillada en la base de la columna. Un golpe mortal de necesidad.

—Y muy difícil de asestar —dijo Dekker, sombrío.

—¿A qué se refiere? —intervino Russell, de pie junto al mercenario. Un poco más lejos, Kyra Larsen, agachada junto al profesor, intentaba consolarle y le cubría con una manta.

—Se refiere a que es un golpe dado sin vacilar, perfecto. Con una cuchilla afiladísima. Apenas sangró —dijo Harel, quitándose el guante de látex con el que había estado palpando la herida.

—Un profesional, señor Russell.

—¿Quién lo descubrió?

—En el ordenador del profesor suena una alarma cuando un magnetómetro deja de transmitir —dijo Dekker, señalando hacia el viejo con la cabeza—. Él se levantó para echarle la bronca a Stowe. Al verle en el suelo creyó que estaba dormido y comenzó a pitarle en la oreja, hasta que se dio cuenta de lo que ocurría. Entonces siguió pitando para avisarnos a nosotros.

—No quiero ni pensar cómo reaccionará el señor Kayn cuando se entere. ¿Dónde demonios estaban sus hombres, Dekker? ¿Cómo ha podido ocurrir?

—Mirando hacia el exterior como les ordené, supongo. Son tres efectivos cubriendo un área enorme en una noche sin luna. Hacen lo que pueden.

—Que no es mucho —dijo Russell señalando el cadáver.

—Se lo dije, Russell. Le dije que era una locura venir a este lugar con tan sólo seis efectivos. Forzándonos al máximo podemos tener a tres hombres haciendo guardias de cuatro horas. Para cubrir un área hostil como ésta necesitamos al menos veinte. Ahora no venga echándome la culpa.

—Eso está fuera de lugar. Ya sabe usted lo que pasaría si el gobierno jordano…

—¿Quieren dejar de discutir? —El profesor se había levantado, la manta colgando desmañada de sus hombros, y la voz le temblaba de rabia. Una vez pasado el shock inicial, estaba deseando volcar su furia de alguna manera—. Ha muerto uno de mis ayudantes. Yo lo mandé aquí. ¿Quieren dejar de echarse las culpas mutuamente?

Russell torció el gesto, incómodo. Y para sorpresa de Andrea, Dekker también, aunque el mercenario disimuló dirigiéndose a la doctora Harel.

—¿Puede decirnos algo más?

—Me imagino que lo mataron ahí arriba y que cayó arrastrándose hasta el final de la pendiente, por las rodadas en las rocas.

—¿Se imagina? —dijo Russell, enarcando una ceja.

—Lo siento pero yo no soy forense. Sólo una vulgar médica. Que sea especialista en medicina de combate no quiere decir que sea capaz de leer escenarios de crimen. Y tampoco es que se puedan encontrar muchas huellas ni nada con esta mezcla gruesa de arena y roca.

—¿Sabe usted si tenía enemigos, profesor? —dijo Dekker.

—Se llevaba muy mal con David Pappas. Es una rivalidad que yo mismo he fomentado muchas veces.

—¿Alguna vez les vio discutir?

—Muchas veces, pero nunca llegó la sangre al río —Forrester se detuvo y alzó el dedo frente a la cara de Dekker—. Un momento, no estará sugiriendo que uno de mis chicos ha hecho esto, ¿verdad?

Andrea, entre tanto, había estado contemplando el cadáver de Erling con una mezcla de estupor y desconcierto. Quería dar un paso adelante, entrar en el círculo de lámparas, tirarle de la coleta y demostrar que no estaba muerto, que sólo era una broma extraña perpetrada por el profesor para torturarlos. Sólo se convenció de la gravedad de lo que sucedía cuando vio al frágil profesor enarbolando el dedo frente al gigantesco Dekker. En ese momento, el secreto que había estado conteniendo durante dos días la desbordó como una presa resquebrajada ante la presión del agua.

—Señor Dekker.

El sudafricano se volvió hacia ella, con cara de pocos amigos.

—Señorita Otero, el maestro Schopenhauer decía que en el primer encuentro una cara hace en nosotros la impresión que tendrá para siempre. Por el momento ya he tenido bastante de su cara, ¿lo capta?

—Ni siquiera sé por qué está aquí cuando nadie la ha llamado. Esto no es publicable. Vuelva al campamento —apostilló Russell.

La periodista retrocedió un paso, pero aguantó la mirada del mercenario y del ejecutivo. Desoyendo los consejos de Fowler, Andrea lo escupió todo.

—No voy a irme. Es posible que este hombre haya muerto por mi culpa.

Dekker acercó tanto su cara a la de Andrea que ésta pudo sentir el calor seco que desprendía su piel.

—Hable claro.

—Cuando llegamos al cañón creí ver una persona en lo alto de ese risco.

—¿Qué? ¿Y no se le ocurrió decir nada?

—Entonces no le di importancia. Lo siento.

—Ah, fantástico, lo siente. Entonces todo arreglado. Joder.

Russell meneaba la cabeza, atónito. Dekker se rascaba la cicatriz con fuerza, intentando digerir lo que acababa de oír. Harel y el profesor la miraban atónitas. La única que reaccionó fue Kyra Larsen, que haciendo a un lado a Forrester se acercó a Andrea y le dio una bofetada.

—¡Zorra!

Andrea se quedó tan sorprendida que no supo reaccionar. Vio la angustia y el dolor en los ojos de Kyra y comprendió. Bajó los brazos.

Lo siento. Perdóname.

—Zorra —repitió la arqueóloga, lanzándose sobre ella con los puños cerrados, golpeándola en la cara, en el pecho, en los hombros—. Podías haber contado a todo el mundo que nos vigilaban. ¿Es que no sabes lo que buscamos? ¿Es que no sabes cómo los afecta?

Harel y Dekker agarraron a Larsen por los brazos, tirando de ella hacia atrás. Ésta se apartó sin ofrecer resistencia, pero al ver que la doctora la sujetaba se desasió con fuerza y se apartó varios pasos.

—Era mi amigo —musitó.

En ese momento llegó David Pappas en plena carrera. Gruesas gotas de sudor le cubrían la frente y los brazos, y estaba claro que se había caído al menos una vez porque traía la cara y las gafas llenas de arena.

—¡Profesor Forrester! ¡Profesor Forrester!

—¿Qué ocurre, David?

—Los datos. Los datos de Stowe —dijo el joven inclinándose y agarrándose las rodillas para cobrar aliento.

El profesor le hizo un gesto de desprecio con la mano.

—No es el momento, David. Tu compañero está ahí, enfriándose.

—Pero, profesor Forrester, tiene que escucharme. Los encabezados. Los he arreglado.

—Muy bien, David. Mañana lo hablaremos.

David, haciendo lo que en su vida se le habría ocurrido de no hallarse bajo la terrible tensión de los sucesos de aquella noche, agarró al profesor por la manta y le obligó a darse la vuelta y mirarle a la cara.

—No lo entiende. Hay un pico. ¡Un 7911!

El profesor Forrester no reaccionó al principio ante aquella revelación. Luego habló muy despacio y muy bajo, tanto que David apenas pudo escucharle.

—¿Cómo de grande?

—Enorme, señor.

El profesor cayó de rodillas. Incapaz de hablar, y se inclinaba adelante y hacia atrás en una muda plegaria más llorada que rezada.

—¿Qué es un 7911, David? —dijo Andrea.

—Peso atómico 79. Posición 11 de la tabla periódica —dijo el joven, confuso y con la voz quebrada, como si tras haber comunicado su mensaje hubiese quedado tan vacío e inútil como un sobre arrugado. Tenía la mirada clavada en el cadáver.

—Es decir…

—Oro, señorita Otero. Stowe Erling ha encontrado el Arca de la Alianza.