KAYN
El viejo se subió a una silla y desató uno de los nudos que aseguraban las paredes transversales de la tienda. Lo ató, lo volvió a desatar y lo ató una vez más.
—Señor. Lo está usted haciendo otra vez.
—Un muerto, Jacob. Un muerto.
—Señor, el nudo está bien atado. Baje, tiene que tomar esto —dijo Russell sosteniendo en alto un pequeño vaso de papel con unas pastillas.
—No voy a tomarlas. Necesito todos mis sentidos alerta. Yo podría ser el siguiente. ¿Te gusta este nudo?
—Sí, señor Kayn.
—Se llama doble ocho. Un nudo muy seguro. Me lo enseñó mi padre.
—Es un nudo perfecto, señor. Por favor, baje de la silla.
—Quiero asegurarme. Lo ataré otra vez.
—Señor, está volviendo a recaer en el trastorno obsesivo.
—¡No me llames eso!
El viejo se giró para reprenderle, tan bruscamente que perdió el equilibrio. Jacob se apresuró a sujetarle, pero no pudo impedir que cayese al suelo.
—¿Se encuentra bien, señor? ¡Llamaré a la doctora Harel!
El viejo lloraba en el suelo y sólo una pequeña parte de las lágrimas se debían al golpe.
—Un muerto. Un muerto.