NOVECIENTOS METROS AL OESTE DE LA EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Viernes, 14 de julio de 2006. 01.18

El hombre alto se llamaba O. y estaba llorando. Había tenido que apartarse de sus compañeros para hacerlo. No le gustaba nada que lo vieran expresar sus sentimientos, y menos aún hablar sobre ellos. Pero sin duda hubiese sido muy peligroso manifestar en voz alta por qué lloraba.

Había sido por la niña, en realidad. Le recordaba demasiado a su propia hija. Había odiado tener que matarla. Matar a Tahir había sido sencillo, un alivio en realidad. Incluso se permitió disfrutar un poco, jugar con él. Darle un adelanto del infierno en la tierra.

La niña era otra historia. Sólo 16 años.

Y sin embargo, D. y W. habían estado de acuerdo con él. La misión era demasiado importante. No sólo estaban en juego las vidas de los diez hermanos que se hacinaban en la cueva, sino la de toda Dar al-Islam. La madre y la hija sabían demasiado. No podía haber excepciones.

—Menuda guerra de mierda —musitó.

—¿Ahora hablas solo?

Era W. Se había acercado reptando por el suelo, despacio. No le gustaba correr riesgos. Siempre hablaba en susurros, incluso dentro de la cueva.

—Estaba rezando.

—Tenemos que volver al agujero. Podrían vernos.

—Sólo hay uno de los centinelas en la pared oeste, y no tiene ángulo para cubrir esta zona. No te preocupes.

—¿Y si cambia de sitio? Llevan gafas de visión nocturna.

—No te preocupes. Ahora le toca al negro enorme. Se pasa todo el rato fumando. La brasa del cigarro no le deja ver nada —dijo O., irritado por tener que hablar tanto cuando sólo quería disfrutar del silencio.

—Vuelve a la cueva, anda. Jugaremos al ajedrez.

Ese W… no lo había engañado ni por un momento. Sabía que estaba melancólico. Afganistán, Pakistán, Yemen. Habían pasado por mucho juntos, y era un buen compañero. Por torpe que fuera, era un intento de animarlo.

O. se estiró cuan largo era sobre la arena. Se hallaban en una hondonada al pie de una pequeña formación rocosa. La cueva se formaba cerca de la base, y era un diminuto espacio natural de apenas diez metros cuadrados. Había sido O. quien lo había localizado tres meses atrás, cuando comenzó a preparar la operación. Apenas había sitio para los diez, pero aunque la cueva hubiese sido cien veces más grande, O. hubiera preferido estar fuera. Se sentía encerrado en aquel agujero ruidoso, acosado por los ronquidos y las ventosidades de los hermanos.

—Creo que me quedaré aquí fuera un rato. Me gusta el frío.

—¿Esperas la señal de Huqan?

—Aún queda para eso. Los infieles no han encontrado nada todavía.

—Me gustaría que se diesen un poco de prisa. Estoy harto de estar hacinado, de comer latas y mear en un cubo.

O. no contestó. Cerró los ojos y se concentró en las sensaciones de la brisa sobre su piel. A él se le daba bien esperar.

—¿Vamos a quedarnos aquí sin hacer nada? Somos diez, bien armados. Yo digo que entremos y los matemos a todos —insistió W.

—Seguiremos las órdenes de Huqan.

Huqan es un temerario.

—Lo sé. Pero es listo. Él me contó una historia. ¿Sabes cómo encuentra agua un guerrero bosquimano en el Kalahari cuando está lejos de casa? Busca a un mono y le observa durante todo el día. No puede dejar que el mono le vea, porque si sospecha, el juego se acaba. Con paciencia, el mono acaba revelando su escondrijo. Una hendidura en la roca, un pequeño pozo… lugares que el bosquimano no hubiera encontrado nunca.

—¿Y qué hace entonces?

—Se bebe el agua y se come al mono.