LA EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Miércoles, 12 de julio de 2006. 20.27
Una hora después, las tiendas estaban levantadas, las cabinas de los retretes y las duchas colocadas y conectadas al tanque de agua, y el personal civil de la expedición descansaba en la minúscula plaza rectangular que habían creado las tiendas. Andrea, sentada en el suelo con una botella de Gatorade en la mano, había desistido de buscar al padre Fowler. Ni él ni la doctora Harel aparecían por ninguna parte, así que Andrea se dedicó a contemplar las estructuras de tela y aluminio con interés. No se parecían a ninguna de las tiendas que ella había visto antes. El habitáculo principal tenía forma de cubo alargado, con una puerta vertical y varias ventanas de plástico. Una tarima de madera colocada sobre una docena de pilares de cemento las separaba cuarenta centímetros del suelo para evitar el calor abrasador de la arena. El techo estaba formado por una tela curva, sujeta por uno de los lados de la tienda al suelo para mejorar la refracción. Todas estaban conectadas a un generador situado junto al camión de gasolina para poder disfrutar de corriente eléctrica.
De las seis tiendas, tres eran diferentes. Una era la enfermería, que tenía un diseño más tosco pero hermético, según le había explicado Harel. Otra era el comedor-cocina, dotada con aire acondicionado para que la gente pudiera descansar un poco durante las horas de más calor. La última era la tienda de Kayn. Estaba algo alejada de las demás. No tenía ventanas visibles, y la rodeaba un perímetro de catenaria, como muda advertencia de que el multimillonario no quería ser molestado. Kayn había permanecido en el interior de su H3 —pilotado por Dekker— hasta que terminaron de levantarla, y no había vuelto a salir.
Dudo que vuelva a aparecer en lo que queda de expedición. Me pregunto si le habrán instalado un retrete portátil, pensó Andrea, dándole un sorbo distraído a su bebida. Mira, aquí llega quien me lo va a responder.
—Hola, señor Russell.
—¿Cómo está? —dijo el asistente, dedicándole una educada sonrisa.
—Bien, gracias. Oiga, respecto a la entrevista con el señor Kayn…
—Me temo que eso no va a ser aún posible —dijo Russell, esquivo.
—Espero que no me haya traído usted aquí para pasearme. Quiero que sepa…
—Bienvenidos, damas y caballeros —la desagradable voz del profesor Forrester interrumpió las quejas de la periodista—. Contra todo pronóstico han sido ustedes capaces de armar las tiendas a tiempo. Enhorabuena. Dense ustedes mismos un aplauso.
El tono en el que lo había dicho era tan desganado como el escaso y descoordinado batir de palmas que siguió. Aquel hombre producía a su alrededor un aura de humillación y desconcierto. Pese a todo, los miembros de la expedición se fueron sentando en el suelo alrededor del profesor, mientras el sol moría tras las montañas.
—Antes de comenzar con el reparto de las tiendas y de la cena, quiero terminar una historia —continuó el arqueólogo, de pie en medio de un círculo de caras intrigadas—. Recordarán que les conté cómo unos cuantos escogidos habían sacado la reliquia de la ciudad de Jerusalén. Bien, pues ese grupo de valientes…
—Una duda me ronda por la cabeza, profesor —lo cortó Andrea, ignorando la mirada fulminante del viejo—. Usted ha dicho que Yirmsyáhu fue el autor del Segundo Rollo. Que lo escribió antes de que los romanos arrasaran el templo de Salomón, ¿me equivoco?
—No se equivoca.
—¿Dejó algún otro escrito?
—No, no lo hizo.
—¿Lo hicieron los hombres que sacaron el Arca de Jerusalén?
—Tampoco.
—Entonces ¿cómo puede tener idea de lo que sucedió? Aquellos hombres llevaron un objeto muy pesado forrado de oro durante unos… ¿trescientos kilómetros? Yo apenas he conseguido subir la duna que rodea el cañón a pie, y sólo cargaba con mi cámara y una botella. Y por si fuera…
El viejo se había ido poniendo más colorado a cada palabra que decía Andrea, hasta el punto de que el conjunto de su calva y su barba parecía ahora una cereza sobre un lecho de algodón.
—¿Cómo consiguieron los egipcios construir las pirámides? ¿Cómo levantaron los nativos de la Isla de Pascua sus gigantescas estatuas de diez toneladas? ¿Cómo esculpieron Petra los nabateos? —se acercó a Andrea, tanto que ahora le hablaba encorvado sobre ella, con la cara casi pegada a la suya, escupiéndole las palabras y la saliva a partes iguales. La joven torció la cara, evitando su aliento rancio—. Con fe. La fe necesaria para recorrer a pie trescientos kilómetros, bajo un sol abrasador y un terreno inhóspito. La fe necesaria para creer que lo consiguieron.
—Así que aparte del Segundo Rollo no tiene usted ninguna otra prueba —dijo Andrea sin poder contenerse.
—No, no tengo ninguna. Pero tengo una teoría, y más le vale que tenga razón, señorita Otero, o nos volveremos a casa con las manos vacías.
La periodista iba a replicar, pero notó de repente un leve codazo en las costillas. Al girarse vio el rostro impasible del padre Fowler, mirándola fijamente. En los ojos del sacerdote había una advertencia.
—¿Dónde se había metido usted? Le he estado buscando. Tenemos que hablar.
Fowler la mandó callar con un gesto.
—Los ocho hombres que partieron de Jerusalén con el Arca alcanzaron Jericó a la mañana siguiente —Forrester ya se había incorporado y se dirigía de nuevo a las catorce personas que lo escuchaban atentamente—. Aquí entramos en el terreno de la especulación, pero la especulación de un hombre que ha dedicado décadas a pensar sobre el terreno. En Jericó se pertrecharon con comida y agua. Cruzaron el Jordán cerca de Betania, y alcanzaron el Camino de los Reyes cerca del monte Nebo. La más antigua vía de comunicación utilizada ininterrumpidamente. El sendero que condujo a Abraham desde Caldea a Canaán. Aquellos ocho judíos lo recorrieron hasta Petra, donde lo abandonaron en dirección a un lugar mítico que para los jerosolimitanos estaba en el confín del mundo. Este lugar.
—Profesor, ¿tiene idea de en qué parte del cañón buscar? Porque esto es enorme —intervino la doctora Harel.
—Ahí es donde entran ustedes, a partir de mañana por la mañana. David, Gordon. Enseñadles los equipos.
Los dos jóvenes ayudantes llegaron ataviados de una extraña guisa. Llevaban un arnés en el pecho, al que estaba acoplado un dispositivo metálico, como una pequeña mochila. Del arnés surgían cuatro cintas que sostenían una estructura metálica cuadrada a la altura de los muslos. En la parte delantera, dos protuberancias parecidas a linternas estaban colocadas en los dos extremos del cuadrado, como los faros de un coche. Las protuberancias apuntaban hacia el suelo.
—Esto, señores, será su modelito veraniego durante los próximos días. Se llama magnetómetro de precesión de protones.
Se oyeron silbidos de admiración.
—¿Sí, un nombre muy chulo, verdad? —dijo David Pappas.
—Cállese, David. Partimos de la teoría de que los escogidos de Yirmsyáhu escondieron el Arca en el cañón, pero no sabemos dónde. El magnetómetro nos lo dirá.
—¿Cómo funciona, profesor? —preguntó Tommy Eichberg.
—El aparato emite unas señales que miden el campo magnético terrestre. Una vez sintonizado, cualquier anomalía en el campo magnético, como la presencia de metales, queda registrada. No es necesario que comprendan demasiado su funcionamiento, porque el equipo está dotado de una señal inalámbrica que transmite todos los datos directamente a mi ordenador. Si encuentran algo, yo lo sabré antes que ustedes.
—¿Es difícil de manejar? —preguntó Andrea.
—No, si es que sabe usted caminar. A cada uno de ustedes se le asignará una serie de cuadrantes del cañón, separados por varias decenas de metros. Todo lo que tienen que hacer es apretar el botón de encendido en el arnés y dar un paso cada cinco segundos, así.
Gordon dio un paso hacia delante y se detuvo. Al cabo de cinco segundos, la máquina de la mochila emitió un suave pitido. Gordon volvió a avanzar, y el pitido cesó. A los cinco segundos, el pitido se reanudó.
—Harán esto durante doce horas al día, en intervalos de hora y cuarto con descansos de quince minutos —dijo Forrester.
Se alzó un muro de protestas.
—¿Y los que tenemos otras obligaciones?
—Ocúpense de ellas cuando no estén peinando el cañón, señor Frick.
—¿Pretende que caminemos diez horas al día? ¿A pleno sol?
—Les recomiendo beber mucha agua. Al menos un litro cada hora. A 44 grados de temperatura, el cuerpo se deshidrata rápido.
—¿Y si no nos da tiempo a cumplir las diez horas durante el día?
—Seguirán ustedes por la noche, señor Hanley.
—Viva la democracia, joder —susurró Andrea. Al parecer no lo suficientemente bajo, porque Forrester la oyó.
—¿Le parece injusto, señorita Otero? —dijo el arqueólogo, con voz muy suave.
—Pues ahora que lo menciona, sí —dijo Andrea, desafiante. Encogió la espalda temiendo un nuevo codazo de Fowler, pero éste no llegó.
—El gobierno jordano nos ha concedido un mes en esa falsa licencia de explotación de fosfatos. Imagínese que yo les impusiera un ritmo más suave. Imagínese que terminásemos de hacer la prospección de datos del cañón dentro de tres semanas. Imagínese que no pudiésemos extraer el Arca a tiempo. ¿Sería eso justo?
Andrea bajó la cabeza, abochornada. Odiaba a aquel hombre, y mucho.
—¿Hay alguien más que se apunte al sindicato de la señorita Otero? —dijo Forrester, escrutando las caras de los presentes—. ¿Nadie? Bien. A partir de ahora no son ustedes ni médicos, ni sacerdotes, ni operadores de perforadora ni cocineros. Son mis mulas de carga. Disfrútenlo.