EN RUTA HACIA LA EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Miércoles, 12 de julio de 2006. 16.15
Hubiera sido un atrevimiento llamar carretera a aquella fina línea de tierra endurecida por la que se arrastraba el convoy. A vista de pájaro o desde alguno de los riscos de arenisca que dominan este paraje desolado, los ocho vehículos parecían extrañas anomalías polvorientas. Apenas había 162 kilómetros desde Aqaba hasta el lugar de la excavación, pero el convoy tardó cinco horas en recorrerlo por la irregularidad del terreno y por la nula visibilidad de que disponían los conductores a partir del tercer vehículo por la nube de arena que formaban.
Abrían la marcha dos todoterrenos Hummer H3, cada uno de ellos con cuatro personas a bordo. Pintados de blanco, con el rojo logo de la mano abierta de Kayn Industries en las puertas, aquellos H3 pertenecían a una serie limitada creada para superar las condiciones de trabajo más complicadas sobre la faz de la tierra.
—Una maravilla de coche —iba diciendo Tommy Eichberg, al volante del segundo H3, a una aburrida Andrea—. Qué digo un coche. Esto es un tanque. Puede subir paredes verticales de 40 centímetros, o escalar una ladera con pendientes del sesenta por ciento.
—Seguro que cuesta más que mi piso —la periodista, ante la imposibilidad de sacar fotos fuera del coche, disparaba a Stowe Erling y David Pappas, que ocupaban los asientos de atrás.
—Casi 300.000 euros. Puede atravesar cualquier cosa, mientras tenga gasolina.
—¿Por eso nos hemos traído esas latas rodantes, no? —dijo David. Era un joven moreno, de nariz aplastada y tan poca frente que las cejas y el nacimiento del pelo podían rozarse si el joven abría los ojos con asombro, cosa que hacía a menudo. A Andrea le gustaba, no como Stowe, que a pesar de ser alto y atractivo, con una cuidada coleta rubia, parecía sacado de un libro de autoayuda contra la inseguridad.
—Por supuesto, David. No hagas preguntas cuyas respuestas ya conoces. Daña tu imagen. Asertividad, recuérdalo. Es la clave.
—Eres muy gallito cuando no está el profesor, Stowe —dijo David, dolido—. Creo que esta mañana, mientras te corregía por las estimaciones que le presentaste, no estabas tan asertivo.
Stowe alzó la barbilla e hizo un gesto de «¿puedes creerlo?» hacia Andrea, que lo ignoró y se limitó a cambiar la tarjeta de memoria de la cámara. En cada tarjeta de 4 gigabytes cabían seiscientas fotos a máxima resolución. Cuando llenaba una, transfería las imágenes a un disco duro portátil especial para fotógrafos con capacidad para 12.000 instantáneas y con una pantalla LCD de 7 pulgadas para previsualizarlas. Hubiera preferido llevar su portátil, pero los ordenadores estaban estrictamente prohibidos en la expedición. Los únicos permitidos eran los del equipo de Forrester.
—¿Cuánta gasolina hay ahí, Tommy? —dijo girándose hacia el conductor.
El hombre se acarició el bigote con parsimonia. A Andrea le divertía su calmosa manera de hablar, y de empezar una de cada tres frases con un alargado «bueeeeeno».
—Los dos camiones que nos siguen transportan los suministros. Son camiones Kamaz rusos, militares. Duros como piedras. Los rusos los estrenaron en Afganistán. Bueno… después siguen los dos camiones cisterna. El de agua lleva 40.000 litros. El de gasolina es un poco más pequeño, llevará unos 35.000 litros.
—Eso es mucho combustible.
—Bueno, vamos a estar semanas ahí fuera. Necesitaremos electricidad.
—Siempre podemos recurrir al barco. Ya sabe, que manden más provisiones.
—Bueno, eso no va a pasar, chiquilla. Las órdenes son que una vez lleguemos al campamento estamos fuera. Sin contacto con el exterior.
—¿Y si hay alguna emergencia? —dijo Andrea alarmada.
—Somos bastante autosuficientes. Podríamos sobrevivir meses con lo que traemos, pero el programa considera todos los lujos. Lo sé porque como conductor y mecánico oficial me ha tocado supervisar la carga de todos los vehículos. La doctora Harel lleva un auténtico hospital ahí detrás. Y, bueno, si hay algo más que una torcedura de tobillo, estaremos sólo a 75 kilómetros del pueblo más cercano, El Mudawwarah.
—Vaya, es un alivio. ¿Cuántos habitantes tiene el pueblo? ¿Doce?
—¿Enseñan esa actitud en Periodismo? —intervino Stowe desde el asiento de atrás.
—Sí, se llama Sarcasmo 101.
—Seguro que fue su único sobresaliente.
Maldito listillo de mierda. Ojalá te dé una lipotimia excavando, a ver qué piensas tú de ponerte malo en mitad del desierto de Jordania Central, imbécil, pensó Andrea, que nunca había sacado notas demasiado buenas. Ofendida, se sumió en un digno silencio durante un buen rato.
—Bienvenidos a Jordania Central, amigos —canturreó Tommy—. Hogar del simún. Población: nadie.
—¿Qué es el simún, Tommy? —dijo Andrea.
—Gigantescas tormentas de arena. Un fenómeno digno de verse, dicen. Miren, ya casi estamos.
El H3 disminuyó la velocidad. Los camiones comenzaron a alinearse en batería a un lado del precario camino.
—Creo que hemos llegado al desvío —dijo Tommy, señalando la pantalla del GPS en el salpicadero. Sólo quedan tres kilómetros, pero tardaremos en recorrerlos. Esas dunas tienen un desnivel enorme. Los camiones lo pasarán mal.
Cuando el polvo se asentó un poco, Andrea vio una enorme duna que formaba una colina en la arena rosada. Detrás se hallaba el cañón de la Garra, el lugar que según Forrester encerraba el Arca de la Alianza desde hacía dos milenios. Pequeños remolinos se perseguían unos a otros en lo alto de la duna, llamando a Andrea a gritos.
—¿Cree que podría hacer el resto del camino a pie? Me gustaría hacer fotos de la llegada de la expedición. Estaré arriba antes que los coches, por lo que veo.
Tommy la miró preocupado.
—Bueno, no creo que sea una buena idea. Subir esa colina no será tarea fácil. Dentro del coche estamos frescos, pero ahí fuera hay cuarenta grados ahora mismo.
—Tendré cuidado. Además, mantendremos contacto visual en todo momento. No me pasará nada.
—Yo tampoco creo que deba hacerlo, señorita Otero —apuntó David Pappas.
—Vamos, Eichberg. Déjela ir. Ya es mayorcita —dijo Stowe, más el placer de llevarle la contraria a David que por apoyar a Andrea.
—Tengo que consultárselo al señor Russell.
—Pues hágalo.
De mala gana, Tommy echó mano del walkie-talkie.
Veinte minutos después, Andrea lamentaba profundamente su decisión. Desde el camino, la ruta a lo alto de la duna formaba primero una hondonada descendente de unos veinticinco metros para luego ascender de forma paulatina durante otros ochocientos. Los últimos quince metros tenían una pendiente del 25 por ciento. La cima parecía engañosamente cerca. La arena engañosamente blanda.
La joven había llevado una mochila con una botella de dos litros de agua. Antes de coronar la duna ya se la había terminado. Le dolía la cabeza a pesar de llevar sombrero y notaba doloridas la nariz y la garganta. Sólo llevaba una camiseta de manga corta, unos pantalones cortos y unas botas, aunque se había echado crema solar de factor 80 antes de bajar del coche. Aun así la piel de los brazos empezaba a picarle.
Menos de media hora y estoy para ingresar en la unidad de quemados. Más vale que no les pase nada a los coches y tengamos que volver andando, pensó Andrea.
Pero ése no parecía ser el caso. Con tremenda eficacia, Tommy se estaba encargando de conducir uno a uno los camiones hasta la cima de la duna. Una tarea para la que hacía falta un conductor experimentado si no se quería volcar. Primero se encargó de los dos camiones Kamaz de suministros, dejándolos alineados al final de la cuesta larga, justo antes de la subida más empinada. Después de los dos camiones cisterna. Mientras, el resto del personal le observaba a la sombra de los H3.
Andrea a su vez contempló toda la operación a través de su teleobjetivo. Cada vez que Tommy dejaba uno de los vehículos, saludaba con la mano a la joven en lo alto de la duna. Andrea devolvía el saludo. Finalmente Tommy se encargó de llevar los H3 hasta el borde de la cuesta final, ya que los iba a emplear como remolque para ayudar a subir a los pesados camiones, que a pesar de sus enormes ruedas no tendrían tracción suficiente en una pendiente tan elevada y cubierta de arena.
Andrea hizo algunas fotos de la subida del primero de los camiones. Un soldado de Dekker pilotaba uno de los todoterreno, al que se había enganchado con un cable de acero el Kamaz. Cuando, con gran esfuerzo, consiguieron que el enorme camión ascendiera a lo alto de la duna y rebasaron el punto en que se encontraba la periodista, Andrea perdió interés. Volvió su atención hacia el cañón de la Garra.
A simple vista el gigantesco desfiladero de roca no se distinguía para nada del resto de los que poblaban el desierto. Andrea pudo ver dos paredes separadas entre sí unos cincuenta metros, que se alargaban y bifurcaban. Por el camino Eichberg le había mostrado una fotografía aérea del lugar al que iban y la forma del cañón, que asemejaba la garra de tres dedos de una rapaz gigantesca.
Ambas paredes medían entre treinta y cuarenta metros de alto a lo largo del desfiladero. Andrea apuntó el teleobjetivo a lo alto de las rocas, buscando algún lugar por el que ascender y desde el que tomar algún plano elevado.
Y entonces lo vio.
Fue sólo un segundo. Un hombre, vestido con ropas de color caqui, observándola.
Extrañada, echó la cabeza hacia atrás y miró sin el teleobjetivo.
La distancia era demasiado grande. Volvió a enfocar con el teleobjetivo a lo alto del cañón.
Nada.
Cambió de posición, barrió la parte de la pared este que le permitía el teleobjetivo, pero fue inútil. Fuera quien fuese, la había visto con el teleobjetivo y había acudido a ocultarse, lo cual no era buena señal. Intentó decidir qué hacer.
Lo más inteligente es esperar y hablar con Fowler y Harel.
Fue a colocarse a la sombra del primero de los camiones, al que ya se le estaba uniendo el segundo. Una hora más tarde, toda la expedición se encontraba en la cima de la duna, a la entrada del cañón de la Garra.