OFICINAS DE GLOBALIINFO

Sommerset Avenue, Washington

Miércoles, 12 de julio de 2006. 01.59

El agente de la CIA condujo a un aterrorizado Orville Watson a través del vestíbulo de su oficina calcinada. Aún flotaba algo de humo en el aire, pero lo peor era el olor a hollín, suciedad y cadáveres. El suelo enmoquetado tenía al menos un centímetro de agua fangosa.

—Tenga cuidado, señor Watson. Hemos cortado la luz para evitar cortocircuitos. Tendremos que apañarnos con las linternas.

Usando los potentes círculos de luz de sus MagLite, Orville y el agente recorrían los pasillos. El joven no daba crédito a sus ojos. Cada vez que el haz de la linterna se posaba sobre un escritorio volcado, sobre un rostro chamuscado o una papelera aún humeante le entraban ganas de llorar. Aquellos eran sus empleados. Aquella era su vida. Mientras el agente —Orville creía que era el mismo que le había llamado por teléfono nada más bajar del avión, aunque no podía asegurarlo— le iba desgranando los horribles detalles del atentado, el joven apretaba los dientes en silencio.

—Los pistoleros entraron por la puerta principal. Encañonaron a la recepcionista, arrancaron los cables del teléfono y comenzaron a disparar. Por desgracia estaban todos en su puesto de trabajo. ¿Eran diecisiete, verdad?

Orville asintió. Su mirada horrorizada se había quedado clavada en el collar de ámbar de Olga, de contabilidad. Orville le había regalado aquel collar por su cumpleaños, dos semanas atrás. El círculo de luz le confería un brillo irreal. En la oscuridad apenas se intuían las manos carbonizadas, curvadas como garras.

—Los mataron a todos, uno a uno, fríamente. No tenían adónde escapar. La única salida de la oficina es por la puerta principal y en total la sala tendrá… ¿ciento cincuenta metros cuadrados? No tenían dónde esconderse.

Claro. Porque Orville amaba los espacios abiertos. Toda la oficina era un espacio diáfano forrado de cristal, acero y wengué. No había puertas. Ni cubículos. Sólo luz.

—Al terminar colocaron una bomba en el armario del fondo y otra en la entrada. Explosivos de fabricación casera. Nada demasiado potente, pero bastó para prender fuego a todo.

Los servidores. Un millón de dólares en hardware y millones de datos valiosísimos recopilados a lo largo de todos estos años, perdidos. El mes pasado habían renovado el sistema de almacenaje de copias de seguridad a discos Blu-ray. Habían grabado doscientos discos, más de 10 terabytes de información que se guardaban en un armario ignífugo… que ahora aparecía abierto y vacío. ¿Cómo diablos habían sabido dónde buscar?

—Las activaron con teléfonos móviles. Creemos que todo el atentado no pudo durar más de tres minutos, cuatro a lo sumo. Cuando alguien llamó a la policía los terroristas ya estaban lejos.

Una oficina en una casa de una sola planta, en un barrio alejado del centro, rodeado tan sólo por pequeños comercios independientes y un Starbucks. El lugar perfecto para trabajar con comodidad, sin angustias. Sin sospechas. Sin testigos.

—Los primeros agentes que llegaron al lugar acordonaron la calle, avisaron a los bomberos y mantuvieron alejados a los curiosos. Después llegó nuestro equipo de control de daños. A la gente le dijimos que había habido una explosión de gas con un muerto. Nadie debe saber lo que ha ocurrido hoy aquí.

Podría haber sido por un millar de operaciones. Al Qaeda, Brigadas de los Mártires de Al-Aqsa, IBDA-C… cualquiera de esos grupos, alertado de la auténtica actividad de GlobalInfo, hubiese considerado prioritaria aquella masacre, porque la empresa de Orville exponía su punto más débil: su medio de comunicación. Pero Orville sospechaba que aquello tenía una raíz más misteriosa y profunda: su último trabajo para Industrias Kayn. Y un nombre. Un nombre muy, muy peligroso.

Huqan.

—Tuvo usted mucha suerte de estar de viaje, señor Watson. En fin, ahora ya no tiene que preocuparse de nada. La CIA lo toma bajo su protección.

Al oír aquello, Orville habló por primera vez desde que había cruzado el umbral.

—Su protección de mierda es tan buena como un billete express a la morgue. Ni se les ocurra seguirme. Voy a desaparecer unos meses.

—No puedo permitirlo, señor —dijo el agente, dando un paso atrás y poniendo una mano en la pistolera. Con la otra mano apuntaba su linterna al pecho de Orville. La floreada camisa del joven contrastaba tanto con aquel ambiente de humo y muerte como un payaso en un funeral vikingo.

—¿De qué está hablando?

—En Langley quieren hablar con usted, señor.

—Debería haberlo supuesto. Están dispuestos a pagarme enormes sumas de dinero. Están dispuestos a insultar la memoria de mis chicos y chicas, diciendo que murieron en un jodido accidente en vez de asesinados por los enemigos de este país. A lo que no están dispuestos es a que se cierre el grifo de información, ¿verdad, agente? —dijo Orville—. Aunque sea exponiendo mi vida.

—Yo no sé nada de eso, señor. Mis órdenes son llevarle a Langley sano y salvo. Por favor, colabore.

Orville agachó la cabeza y suspiró.

—De acuerdo. Iré con usted. ¿Qué otra cosa podría hacer?

El agente sonrió, visiblemente aliviado, y apartó la linterna de Orville.

—No sabe cómo me alivia oír eso, señor. Hubiera detestado tener que llevarle esposado. Al fin y al cabo, usted…

Se dio cuenta un instante demasiado tarde. Orville cargaba contra él con todo su peso. A diferencia del agente, el joven californiano no había recibido un exhaustivo entrenamiento en lucha cuerpo a cuerpo. No dominaba las disciplinas de las artes marciales, ni conocía cinco maneras de matar con las manos. Lo más violento que Orville había hecho en su vida era jugar con la Playstation.

Pero poco se puede hacer contra 109 kilos de pura desesperación y furia que te estampan contra un escritorio caído. El agente cayó sobre la madera del mueble, partiéndola en dos. Intentó revolverse y echó mano del arma, pero Orville fue más rápido. Inclinándose sobre él, le atizó en la cara con su linterna. Los brazos del tipo se relajaron y se quedó muy quieto.

El joven se llevó las manos a la cabeza, muy asustado. Aquello estaba yendo demasiado lejos. Hacía apenas dos horas bajaba de su avión privado y era el dueño del mundo. Ahora golpeaba a un agente de la CIA hasta ¿matarlo?

Una rápida comprobación del pulso del agente en el cuello le dijo que no. Gracias al cielo por los pequeños favores.

Vale. Vale. Piensa. Salir de aquí. Refugio seguro. Y sobre todo, calma. Que no te cojan.

Con su corpachón, su cola de caballo y su camisa hawaiana no iría a ninguna parte. Se acercó a la ventana y trazó un plan. Unos bomberos bebían agua y hundían los dientes en gajos de naranja junto a la puerta. Aquello era lo que necesitaba. Salió por la puerta aparentando calma y se acercó al seto bajo la ventana. Los bomberos habían dejado sobre él sus chaquetones y cascos, que pesaban demasiado con aquel calor, y ahora bromeaban de espaldas a él. Rezando para que no lo vieran, Orville se apropió de un chaquetón y un casco y volvió sobre sus pasos, intentando entrar de nuevo en la oficina.

—¡Eh, amigo!

Orville se dio la vuelta, angustiado.

—¿Es a mí?

—Pues claro que es a usted —dijo uno de los bomberos, con cara de cabreo—. ¿Dónde se cree que va con mi chaquetón?

Contesta, hombre, contesta. Suéltales una bola. Una convincente.

—Verá, tenemos que investigar la sala del servidor y el agente piensa que toda precaución es poca…

—¿Y su madre no le enseñó a pedir las cosas antes de cogerlas?

—Lo siento de verdad. ¿Me lo presta?

El bombero se relajó y sonrió.

—Pues claro, hombre. Vamos a ver si es su talla —dijo el bombero, abriendo el chaquetón. Orville metió los brazos por las mangas. El bombero le abrochó y le colocó el casco. El joven arrugó la nariz al percibir la mezcla de sudor y hollín que flotaba dentro—. Le queda de maravilla, ¿eh, chicos?

—Parecería usted un auténtico bombero si no fuera por las sandalias, dijo otro de los bomberos señalando los pies de Orville. Todos celebraron esa ocurrencia con risas.

—Gracias, muchas gracias. Permítanme que les invite a una ronda de zumo para disculparme, ¿qué les parece?

Un coro de aplausos le dio a Orville el pie de salida. El joven recorrió los doscientos metros que le separaban de la barrera, donde dos docenas de curiosos y algunas —pocas— cámaras de televisión intentaban captar algo de la escena. Desde aquella distancia sólo parecía una aburrida explosión de gas, así que Orville sospechaba que se irían pronto. Dudaba que todo el asunto ocupase ni un minuto en los informativos. Ni media columna en el Washington Post. Pero ahora tenía un problema más urgente: salir de allí.

Todo irá bien mientras no te encuentres de cara con ningún otro agente de la CIA. Así que sonríe. Sonríe.

—Hola, Bill —dijo saludando con una inclinación de cabeza al policía que custodiaba la barrera, como si le conociera de toda la vida—. Voy a por zumos para los chicos.

—Soy Mac.

—Ah, sí claro, perdona. Te confundí con otro.

—¿Estás con la 54, verdad?

—No, con la 8. Soy Stewart —dijo Orville, señalando la etiqueta de velero con el nombre bordado en la pechera de su chaquetón, y rezando para que el poli no se fijase en sus pies.

—Vale, pasa —dijo el policía, levantando la barrera un poco para que Orville pudiera pasar—. Trae algo de comer si te acuerdas, ¿eh, compañero?

—¡Sin problema! —dijo Orville, dejando atrás los restos humeantes de su oficina para siempre y perdiéndose entre la nube de curiosos.