PISO DE TAHIR IBN FARIS
Ammán, Jordania
Miércoles, 12 de julio de 2006. 01.32
Tahir entró en la casa a oscuras, temblando de miedo. Una voz desconocida lo llamó desde el salón.
—Tahir, ven.
El menudo funcionario requirió de toda su presencia de ánimo para cruzar el recibidor hasta la pequeña sala. Buscó a tientas el interruptor de la luz, pero no funcionaba. En ese momento una mano lo agarró del brazo y se lo retorció, obligándole a arrodillarse. La voz salió de nuevo de entre las sombras, delante de él.
—Has pecado, Tahir.
—No. No, señor, por favor. Mi vida ha estado regida por la taqwa, la honradez. Los occidentales me tentaron muchas veces y yo no cedí nunca. Nunca, señor. Éste ha sido mi único error, señor.
—¿Dices que eres honrado, entonces?
—Sí, señor. Lo juro ante Alá.
—Y sin embargo permitiste a los kafirun, los infieles, adueñarse de un pedazo de nuestra tierra.
El que le sostenía el brazo aumentó la presión y Tahir dejó escapar un grito ahogado.
—No grites, Tahir. Si amas a tu familia, no grites.
Tahir se llevó el otro brazo a la boca y mordió la manga de su cazadora con todas sus fuerzas. La presión siguió aumentando.
Sonó un crujido seco, terrible.
Tahir se derrumbó, llorando en silencio. El brazo derecho le colgaba del cuerpo como un calcetín relleno de carne.
—Bravo, Tahir. Enhorabuena.
—Señor. Por favor. He cumplido vuestras instrucciones. Durante las próximas semanas nadie se acercará a la zona de la excavación.
—¿Te has asegurado bien de ello?
—Sí, señor. De todas maneras nadie va allí nunca.
—¿Y la policía del desierto?
—La carretera más cercana es un camino de tierra a seis kilómetros. No pasan por allí ni tres veces al año. Cuando los americanos monten el campamento serán suyos. Lo juro.
—Bien, Tahir. Lo has hecho bien.
En aquel momento alguien restableció la corriente y las luces del salón volvieron a encenderse. Tahir se incorporó un poco y lo que vio le heló la sangre en las venas.
Myesha, su hija, y Zayna, su mujer, estaban atadas y amordazadas en el sofá. Pero eso no fue lo que aterrorizó a Tahir. Al fin y al cabo su familia ya estaba así cuando él salió cinco horas antes para cumplir las exigencias del grupo de hombres encapuchados.
Lo que le aterrorizó fue que esos hombres ya no llevaban las capuchas.
—Por favor, señor —dijo Tahir.
El funcionario había regresado con la esperanza de que todo se arreglase. Que el soborno de sus amigos americanos no trascendiese, que los encapuchados se marchasen y dejasen en paz a su familia. Ahora la esperanza se evaporó como una gota de agua en una sartén al rojo.
Tahir evitó la mirada del hombre sentado entre su mujer y su hija, que tenían los ojos encarnados de tanto llorar.
—Por favor, señor —repitió.
El hombre llevaba algo en la mano. Era una pistola, y en el extremo de su cañón habían sujetado una botella de Coca-Cola de plástico, de medio litro, vacía. Tahir sabía perfectamente lo que era eso: un silenciador primitivo y efectivo.
El funcionario no pudo controlar su temblor.
—No tienes nada que temer, Tahir —dijo el hombre, agachándose para hablarle al oído—. ¿Acaso Alá no preparó la Vida Futura para los hombres honrados?
La detonación fue leve, como un chasquido. Las otras dos se espaciaron unos minutos. Al fin y al cabo, colocar una nueva botella vacía y sujetarla con cinta aislante lleva su tiempo.