ANDREA Y FOWLER

—Gracias. Creí que no lo contaba.

Ella aún tiritaba sobre cubierta, enroscada en una manta. Él estaba sentado junto a su lado, estudiándola con preocupación. Los marineros se alejaban ya, conscientes de la prohibición de hablar con ninguno de los miembros de la expedición.

—No se imagina la suerte que hemos tenido. Las hélices estaban girando muy despacio. La maniobra Anderson, si no me equivoco.

—¿De qué está hablando?

—Salí a tomar el aire y escuché su zambullida nocturna, así que usé el interfono más cercano y salté tras usted. Grité Hombre al agua a babor, con lo que ellos tenían que haber ejecutado un círculo completo llamado la maniobra Anderson, pero hacia babor, no hacia estribor.

—Porque si no…

—Porque si se hace al lado contrario al que ha caído el marinero, se le convierte en salchichas con las hélices. Que es lo que ha estado a punto de pasarnos a los dos.

—En mis planes no entra el ser comida para peces.

—¿Está absolutamente segura de lo que me ha dicho antes?

—Como del nombre de mi madre.

—¿Pudo ver quién fue el que la empujó?

—Sólo una sombra oscura.

—Si lo que dice es cierto y la fallida maniobra del barco tampoco ha sido un accidente…

—Pudieron haberle entendido mal[5], padre.

Fowler tardó casi un minuto en responder.

—Señorita Otero, no le hable a nadie acerca de sus sospechas, por favor. Cuando le pregunten diga que se cayó. Si es verdad que hay alguien a bordo que quiere matarla, revelarlo ahora…

—… pondría sobre aviso al muy cabrón.

—Exacto —dijo Fowler.

—No se preocupe, padre. Esas zapatillas de Armani me habían costado doscientos euros —dijo Andrea con labios trémulos—. Quiero coger al hijo de puta que me ha obligado a mandarlas al fondo del mar Rojo.