A BORDO DE LA BEHEMOT
Navegando por el golfo de Aqaba, mar Rojo
Martes, 11 de julio de 2006. 19.17
Una oleada de asombro recorrió la sala. Todos empezaron a hablar entre ellos, excitados. Enseguida acribillaron a preguntas al viejo arqueólogo.
—¿…dónde está el Arca?
—¿…lo que hay dentro…?
—¿…podremos ayudar…?
Andrea se quedó asombrada ante la reacción de los asistentes, e incluso la suya propia. Aquellas palabras, Arca de la Alianza, inmediatamente añadían un componente místico al gran descubrimiento arqueológico que significaría hallar aquella reliquia.
Ni siquiera una entrevista con Kayn está a la altura de esto. Russell tenía razón. Si encontramos el Arca, sería la noticia del siglo. Una prueba de la existencia de Dios…
Su respiración se aceleró. De repente quería hacerle cientos de preguntas a Forrester, pero enseguida supo que sería inútil. El viejo los había llevado hasta aquel punto y ahora iba a dejarles allí plantados, deseando más.
Una forma excelente de asegurarse nuestra colaboración.
Corroborando el pensamiento de Andrea, Forrester los miró con la misma cara de satisfacción de un gato que se acabase de zampar un canario. Hizo gestos con las manos de que se callasen.
—Es suficiente por hoy. No quiero darles más de lo que sus cerebros puedan asimilar. Les informaremos cuando llegue el momento. Por ahora le voy a pasar la palabra…
Andrea lo interrumpió.
—Una última cosa, profesor. Dijo que somos veintitrés elegidos, y yo aquí cuento veintidós. ¿Quién falta?
Forrester se giró en gesto de muda pregunta a Jacob Russell, quien le hizo una señal de aprobación.
—El número 23 en la expedición será el señor Raymond Kayn.
Las conversaciones pararon de golpe.
—¿Qué coño significa eso? —dijo uno de los mercenarios.
—Significa que el patrón de la expedición, que como todos saben llegó hace unas horas al barco, viajará con nosotros. ¿Tan raro le resulta, señor Torres?
—Por Dios, dicen que el viejo está chalado. Ya es difícil proteger a los cuerdos. A los chalados es imposible —replicó el tal Torres, que a Andrea le pareció de Sudamérica. Era bajo, enjuto de carnes y muy moreno de piel. Su inglés tenía un fuerte acento latino.
—Torres.
El mercenario se encogió en la silla. No se dio la vuelta. La voz de Dekker a su espalda le impidió seguir metiendo la pata.
Mientras, Forrester se sentó y fue Jacob Russell quien se puso en pie. Andrea se fijó en que su americana blanca no tenía ni una sola arruga.
—Buenas tardes a todos. Quiero agradecer al profesor Cecyl Forrester su emotiva presentación y a todos ustedes su presencia aquí en mi nombre y en el de Kayn Industries. Tengo poco más que añadir, salvo dos detalles muy importantes. El primero, desde este preciso momento queda prohibida cualquier comunicación con el exterior. Eso incluye móviles, e-mail y comunicaciones verbales. Desde este momento y hasta que cumplamos nuestra misión, el universo son ustedes. Entenderán que esta medida es necesaria para salvaguardar el éxito de nuestra delicada misión y nuestra propia seguridad.
Hubo unos leves murmullos de protesta sin demasiado entusiasmo. Lo que decía Russell ya lo sabían, pues venía especificado en el interminable contrato que todos habían firmado.
—Lo segundo es mucho más desagradable. Hemos recibido un informe, aún no confirmado, de una consultora de seguridad que afirma que un grupo terrorista islámico conoce nuestra misión y planea atentar contra nosotros.
—¿Cómo…?
—… una broma…
—… peligroso…
El secretario de Kayn alzó los brazos en gesto tranquilizador. Era evidente que esperaba la avalancha de preguntas.
—No se alarmen. Sólo quiero que estén atentos y no corran riesgos innecesarios, y aún menos digan a nadie externo a ustedes nada acerca de nuestro destino final. Desconozco de dónde proviene la filtración pero, créanme, lo averiguaremos y actuaremos en consecuencia.
—¿Pueden haberlo sabido por el gobierno jordano? —sugirió Andrea—. Un grupo como el nuestro llamará la atención.
—En lo que concierne al gobierno jordano somos una expedición comercial que va a realizar un estudio de viabilidad para una mina de fosfatos en cierto sector del oeste de Jordania. Ninguno de ustedes pasará por aduana, así que no se preocupen de sus tapaderas.
—No me preocupa mi tapadera, me preocupan los terroristas —dijo Kyra Larsen, una de las ayudantes del profesor Forrester.
—No deberían, nena, mientras estemos aquí para protegerte —se chuleó uno de los soldados.
—Mientras no esté confirmado, sólo es un rumor. Y los rumores no hacen daño —dijo Russell, con una amplia sonrisa.
Pero las confirmaciones sí, pensó Andrea.
La reunión acabó poco después. Russell, Dekker, Forrester y algunos otros se retiraron a sus camarotes. En la puerta de la sala había dos carritos con una cena fría que algún marinero había dejado discretamente. Estaba claro que su aislamiento había comenzado.
Los que continuaban en la sala, departiendo excitados acerca de las revelaciones que acababan de escuchar, atacaron la comida. Andrea habló durante un par de horas con la doctora Harel y Tommy Eichberg mientras daba cuenta de sandwiches de rosbif y un par de vasos de cerveza.
—Celebro que ya se encuentre con apetito otra vez, Andrea.
—Gracias, Doc. Pero por desgracia al final de cada cena mis pulmones reclaman su dosis de nicotina.
—Tendrá que fumar en cubierta —dijo Tommy—. En el interior de la Behemot está prohibido. Ya sabe…
—¡…órdenes del señor Kayn! —concluyeron los tres a coro, y soltaron una carcajada.
—Sí, sí, lo sé. No se preocupen, volveré en cinco minutos. Quiero ver si en ese carrito hay algo más fuerte que cerveza.