A BORDO DE LA BEHEMOT

Navegando por el golfo de Aqaba, mar Rojo

Martes, 11 de julio de 2006. 17.11

—Usted —repitió Andrea, con más enfado que sorpresa.

La última vez que se habían visto, Andrea gateaba peligrosamente a seis metros de altura perseguida por un improbable agresor. En aquel momento, el padre Fowler le había salvado la vida, pero también le había arrebatado de las manos la Gran Historia, ese reportaje con el que todos los reporteros sueñan alguna vez. Woodward y Bernstein lo lograron; Lowell Bergman[4] lo logró; Andrea Otero lo hubiese logrado. Pero en su camino se cruzó aquel sacerdote. Al menos le había conseguido —que me cuelguen si sé cómo, pensaba Andrea— una entrevista en exclusiva con el presidente Bush, y gracias a esa entrevista estaba en aquel barco, o eso creía ella. Pero aquella historia era agua pasada, y el presente se imponía. Andrea no estaba dispuesta a dejar escapar aquella oportunidad.

—Yo también me alegro de verla, señorita Otero. Veo que la cicatriz ya es sólo un recuerdo.

La joven se tocó instintivamente la frente, en el lugar donde Fowler le había dado cuatro puntos dieciséis meses atrás. Sólo quedaba una fina línea pálida.

—Tiene usted buenas manos. Pero eso no justifica su presencia aquí. ¿Está usted espiándome? ¿Ha venido de nuevo para fastidiarme?

—Sólo soy un observador del Vaticano en la expedición. Nadie importante.

La joven estudió desconfiada al sacerdote. Debido al tremendo calor, sólo llevaba una camisa de manga corta con alzacuellos y unos pantalones de pinzas, todo de riguroso negro. Andrea se fijó en los morenos brazos del cura por primera vez. Los antebrazos nervudos eran enormes y llenos de gruesas venas del tamaño de bolígrafos.

Estos no son los brazos de un levantabiblias.

—¿Y por qué envía el Vaticano un observador a una expedición arqueológica?

El sacerdote iba a responder cuando una voz alegre los interrumpió.

—¡Qué bien! ¿Ya los han presentado?

La doctora Harel irrumpió en la popa enarbolando una preciosa sonrisa. Andrea no se la devolvió.

—Algo así. El padre Fowler iba a explicarme por qué jugaba a Brett Favre conmigo hace dos minutos.

—En realidad Brett Favre es quarterback. No hace placajes —repuso Fowler.

—¿Padre? ¿Qué es lo que ha pasado? —dijo Harel.

—La señorita Otero ha entrado en la popa cuando el señor Kayn bajaba del avión. Me temo que tuve que reducirla sin demasiados modales. Lo lamento.

Harel asintió.

—Ya comprendo. Al fin y al cabo ella no estuvo en la reunión de seguridad. No se preocupe, padre.

—¿Cómo que no se preocupe? ¿Es que aquí se han vuelto todos locos?

—Tranquila, Andrea. Por desgracia usted ha estado enferma las últimas cuarenta y ocho horas y no ha podido ser puesta al día. Permítame que le haga un breve resumen. Verá, Raymond Kayn es agorafóbico.

—Eso me ha dicho el padre Placador.

—Debería saber que el padre Fowler es psicólogo además de sacerdote. Por favor, padre, no dude en intervenir para completar la explicación si me olvido algo. ¿Qué sabe acerca de la agorafobia, Andrea?

—Que es el miedo a los espacios abiertos.

—Es un error muy común. En realidad los que padecen esta enfermedad manifiestan temores bastante más complejos que esa reducción simplista.

Fowler carraspeó.

—Lo que de verdad temen los agorafóbicos es perder el control —dijo el sacerdote—. Tienen miedo a estar solos, a encontrarse en lugares de los que sea difícil escapar o a conocer a nuevas personas. Por eso suelen encerrarse en casa durante largos períodos.

—¿Qué ocurre cuando algo se escapa a su control?

—Depende del nivel del trastorno. El caso del señor Kayn es de los más agudos, así que lo más probable es que ante un ansiógeno sufriese ataques de pánico, pérdida de contacto con la realidad, temblores, mareos y taquicardia.

—Vamos, que no podrían ser agentes de Bolsa.

—Ni neurocirujanos, ya puestos —bromeó Harel—. Pero sí que pueden llevar una vida normal. Hay famosos, como Kim Bassinger o Woody Alien, que han lidiado contra la agorafobia durante décadas y salido airosos. El propio señor Kayn ha levantado un imperio de la nada. Por desgracia en los últimos cinco años ha estado luchando contra un empeoramiento de su enfermedad.

—Me pregunto qué demonios es tan importante para que un hombre enfermo se arriesgue a salir de su caparazón.

—Ha puesto el dedo en la llaga, Andrea —dijo Harel. Andrea notó que la doctora la miraba de una manera extraña.

Permanecieron en silencio unos instantes. Fue Fowler quien reanudó la conversación.

—Espero que ahora perdone mi exceso de brusquedad de antes.

—Tal vez. Pero casi me desnuca en el intento —dijo Andrea frotándose el cuello.

Fowler miró a Harel, quien asintió.

—Verá, señorita Otero… ¿ha podido ver a los hombres que bajaban del BA-609?

—Había un joven moreno con gafas, muy atractivo. Un hombre de unos cincuenta años vestido con ropas negras y una cicatriz enorme. Y un hombre delgado de pelo blanco, que me imagino que sería el señor Kayn.

—El joven era el secretario de Kayn, Jacob Russell. El hombre de la cicatriz se llama Mogens Dekker y es el jefe de seguridad de Kayn Industries. Créame, si se hubiese acercado a Kayn siguiendo su… estilo habitual podía haberle puesto muy nervioso. Y usted no quiere que eso ocurra.

Un sonido de aviso recorrió el barco de proa a popa.

—Vaya, ya es la hora de la sesión introductoria —dijo Harel—. Por fin se desvelará el gran misterio. Síganme.

—¿Dónde vamos? —dijo Andrea, echando a andar tras la doctora. Los tres volvieron a la cubierta central y entraron por el mismo pasillo de la superestructura por el que la periodista se había colado unos minutos antes.

—Todo el personal de la expedición se va a encontrar por primera vez. Nos explicarán cuál es el papel que juega cada uno y lo más importante… qué es lo que vamos a buscar a Jordania.

—¿Por cierto, doctora, cuál es su especialidad? —preguntó Andrea, mientras entraban a la sala de reuniones.

—Medicina de combate —respondió Harel, con tono descuidado.