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Sommerset Avenue, 225. Washington

Martes, 11 de julio de 2006. 11.29

El más alto de los dos era también el más joven. Por eso siempre era él quien tenía que ir a buscar el café y la comida como muestra de respeto. Se llamaba Nazim, y tenía 19 años. Llevaba quince meses en el grupo de Kharouf, y era muy feliz. Su vida había encontrado un propósito, un camino.

Nazim adoraba a Kharouf. Se habían conocido quince meses atrás en la mezquita de Clive Cove, en New Jersey. Un lugar lleno de accidentalizados, como los llamaba Kharouf. A Nazim le gustaba jugar al baloncesto cerca de la mezquita, y allí había intimado con su nuevo amigo, a pesar de que era veinte años mayor que él. Nazim se había sentido halagado porque alguien tan maduro, y además universitario, hablase con él.

Abrió la puerta del coche y luchó por sentarse en el asiento del copiloto. No es fácil cuando mides 1,90.

—Sólo he encontrado un Burger King cerca. He traído ensaladas y hamburguesas. —Le alargó la bolsa a Kharouf, que sonrió.

—Gracias, Nazim. Aunque me gustaría decirte algo y no quiero que te enfades.

—¿Por?

Kharouf sacó las hamburguesas de su caja y las arrojó por la ventana.

—En Burger King le añaden lecitina a las hamburguesas, y puede haber restos de cerdo. No es halal[3]. Lo siento. Pero las ensaladas están bien.

Nazim se quedó un poco triste pero a la vez se sintió reconfortado.

Kharouf era su guía. Cuando cometía un error, Kharouf le corregía con respeto y con una sonrisa. Muy diferente de cómo habían acabado las cosas con los padres de Nazim, que no paraban de gritarle en los últimos meses desde que conoció a Kharouf y éste le convenció para comenzar a acudir a otra mezquita, más pequeña y más «comprometida».

En la nueva mezquita, el imam no sólo leía el Sagrado Corán en árabe, sino que también predicaba en ese idioma. A pesar de haber nacido en New Jersey, Nazim leía y escribía a la perfección la lengua del Profeta. Su familia provenía de Egipto.

Al hipnótico arrullo de la prédica del imam, Nazim comenzó a ver la luz poco a poco. Rompió con el camino que llevaba en la vida. Tenía buenas notas y podría haber comenzado ese año una ingeniería, pero Kharouf le encontró una ocupación mejor en una empresa de contabilidad dirigida por un buen creyente.

A sus padres no les gustó nada. Tampoco comprendían que el joven se encerrase en el cuarto de baño para rezar. Pero por dolorosos que fuesen los cambios, los iban aceptando. Hasta que pasó lo de Hana.

El joven había ido mostrándose cada vez más violento en sus comentarios. Una noche, su hermana Hana, dos años mayor que él, regresó a las dos de la mañana de tomar unas copas con sus amigas. Nazim la esperaba despierto y la abroncó por la manera en que iba vestida y por llegar un poco borracha. Hubo insultos muy feos por ambas partes. Entonces su padre se interpuso entre ambos y Nazim lo señaló con el dedo.

—Eres débil. No sabes sujetar a tus mujeres. Dejas trabajar a tu hija. La dejas conducir y no la obligas a llevar velo. Su papel está en casa, esperando un marido.

Hana fue a protestar y Nazim la abofeteó. Eso fue la gota que colmó el vaso para su padre.

—Puede que yo sea débil, pero al menos soy dueño de mi casa. Márchate. No te conozco. ¡Márchate!

Nazim se fue a casa de Kharouf con lo puesto. Aquella noche lloró un poco, pero las lágrimas pasaron pronto. Ahora tenía una nueva familia. Y Kharouf representaba en ella el papel de padre y hermano mayor. Nazim lo admiraba mucho, porque Kharouf era un jihadista auténtico. Tenía 39 años, y había estado en los campos de entrenamiento de Afganistán y Pakistán, y transmitía sus conocimientos tan sólo a un puñado selecto de jóvenes que, como Nazim, habían sufrido muchas faltas de respeto. En el colegio, en el instituto, incluso por la calle, la gente desconfiaba de él en cuanto sabían que era de origen árabe, cuando advertían su piel aceitunada o su nariz aguileña. Kharouf le había dicho que eso era porque les tenían miedo. Porque los cristianos sabían que los fieles al Islam son más numerosos y más fuertes. Eso a Nazim le gustaba. Era la hora de imponer su propio respeto.

Kharouf subió la ventanilla del conductor.

—Lo haremos dentro de seis minutos.

Nazim lo miró, preocupado. Su amigo notó que algo no andaba bien.

—¿Qué te pasa, Nazim?

—Nada.

—Nunca es nada. Vamos, sabes que puedes contármelo.

—No es nada.

—¿Es miedo? ¿Tienes miedo?

—No. Soy un soldado de Alá.

—Los soldados de Alá también pueden tener miedo, Nazim.

—Bueno, yo no tengo.

—¿Es por disparar?

—¡No!

—Vamos, has hecho las prácticas en el matadero de mi primo. Cuarenta horas. Creo que acribillaste más de mil vacas.

Kharouf había sido también uno de los instructores de tiro de Nazim. Uno de los ejercicios en los que había insistido más había sido en disparar a ganado —a veces vivo, otras muchas veces muerto— para que Nazim se acostumbrase al manejo del arma y al impacto de las balas en la carne.

—Las prácticas están bien. No me da miedo disparar a la gente. Quiero decir, ya sé que no son realmente gente y eso.

Kharouf no respondió. Apoyó las manos en el volante, miró al frente y esperó. Sabía que la mejor manera de que Nazim le contase algo era dejar transcurrir un pequeño silencio incómodo. El chaval lo acababa llenando siempre.

—Es sólo… bueno, siento no haberme despedido de mis padres —dijo Nazim al cabo de un rato.

—Ya veo. Aún te culpas por lo que pasó, ¿verdad?

—Un poco. ¿Está mal?

Kharouf sonrió y puso su mano sobre el hombro de Nazim.

—No. Eres un joven sensible y cariñoso, Nazim. Alá te dio esas buenas cualidades, bendigamos su nombre.

—Bendito sea.

—También te dio la fuerza para superarlos cuando sea necesario. Y ahora empuñas la espada de Alá y sirves a su propósito. Alégrate, Nazim.

El joven intentó sonreír, pero por su cara sólo asomó un rictus torcido. Kharouf apretó la presión de la mano sobre su hombro. Su voz sonaba cálida, amable.

—Descuida, Nazim. Hoy Alá no nos pide nuestra sangre, sólo la de otros. Pero aunque ocurriera algo, has grabado un vídeo para tu familia, ¿verdad?

Nazim asintió.

—Entonces no te preocupes. Puede que tus padres se hayan occidentalizado un poco, pero en el fondo de su alma son buenos musulmanes. Saben cuál es el premio del mártir. Y cuando llegues a la Vida Futura, Alá te da el privilegio de interceder por ellos. Imagina cómo se sentirán ellos entonces.

El joven imaginó a sus padres y a su hermana arrodillados ante él, dándole las gracias por la salvación, pidiéndole perdón por haber estado equivocados. En la bruma de su fantasía, ése era el avance más hermoso de la Vida Futura. Consiguió sonreír por fin.

—Así me gusta, Nazim. Lleva en tu rostro la bassamat al farah, la sonrisa del martirio. Es parte de nuestro compromiso. Es parte de nuestro premio.

Nazim metió la mano en la cazadora y agarró fuerte la culata del arma.

Pausadamente, Kharouf y él bajaron del coche.