CRIPTA DE LAS RELIQUIAS
Ciudad del Vaticano
Viernes, 7 de julio de 2006. 20.29
Fray Cesáreo se sobresaltó al escuchar un ruido en la entrada. Nadie bajaba nunca a la Cripta, no sólo porque el acceso estuviese restringido a unos pocos privilegiados en el Vaticano, sino porque la humedad del lugar era insana, a pesar de los cuatro potentes deshumidificadores que zumbaban en cada esquina de la enorme estancia. Dada la naturaleza del sitio, para el viejo dominico era un acontecimiento tener visitas, pero al abrir la puerta blindada sonrió y se puso de puntillas para abrazar a su visitante.
—¡Anthony!
El nervudo sacerdote le devolvió la sonrisa y el abrazo.
—Estaba por el vecindario…
—Por Dios, Anthony, ¿cómo has conseguido llegar hasta la puerta? Desde hace tiempo esto está lleno de cámaras y controles automatizados.
—Siempre hay más de una entrada cuando hay tiempo y se conoce el camino. Tú me lo enseñaste, ¿recuerdas?
El viejo dominico se mesó la perilla, palmeó su prominente barriga y rió con ganas. El subsuelo de Roma está taladrado por quinientos kilómetros de catacumbas, algunas de ellas a más de setenta metros por debajo de la ciudad. Un auténtico museo sinuoso e inexplorado, que conduce prácticamente a cualquier parte de la ciudad, incluso al Estado Vaticano. Veinte años atrás Fowler y él dedicaban sus días libres a hacer espeleología por aquellos intrincados y peligrosos caminos.
—Está claro que Cirin tendrá que revisar su impecable sistema de seguridad. Si una vieja gloria como tú se ha colado aquí dentro… Pero ¿por qué no usar la puerta, Anthony? Oí que has dejado de ser persona non grata para el Santo Oficio. Y me encantaría saber por qué.
—Tal vez ahora sea una persona demasiado grata para algunos.[1]
—¿Cirin quiere que vuelvas, eh? Ese Maquiavelo de supermercado no suelta fácilmente una presa.
—Los viejos cuidadores de reliquias también suelen ser muy tozudos. Especialmente en hablar de cosas que se supone que no deberían saber.
—Anthony, Anthony. Esta cripta es el lugar más recóndito de nuestro diminuto país, y sin embargo en sus paredes resuenan muchos rumores. Los santos me los susurran —dijo señalando en derredor.
Fowler alzó la vista. El techo de la cripta, reforzado por arcos peraltados, seguía ennegrecido por el humo de los millones de velas que habían iluminado la estancia durante casi dos milenios, a pesar de que una moderna instalación eléctrica había desterrado el fuego de aquel lugar un par de décadas atrás. Era un espacio rectangular de ochenta metros cuadrados, parte de los cuales habían sido robados a la roca viva a golpe de pico. Y sus paredes, del suelo al techo, estaban cubiertas de puertas, puertas que ocultaban nichos, nichos que guardaban santos.
—Llevas demasiado tiempo respirando este aire lóbrego, que por cierto no le hace nada bien a tus clientes. ¿Por qué seguir aquí?
Es poco conocido que desde hace mil setecientos años en cada iglesia católica, por humilde que sea, hay una reliquia de un santo escondida en un altar. Y allí, en la Cripta de las Reliquias, el Vaticano guarda la mayor colección de reliquias del mundo. Algunos de sus nichos están casi vacíos, apenas contienen pequeños fragmentos de hueso, otros la osamenta completa. Cada vez que se erige un templo en cualquier parte del globo, un joven sacerdote recoge una maleta de acero de manos de fray Cesáreo y se dirige a depositar con reverencia la reliquia en el nuevo altar.
El viejo historiador se sacó las gafas y las limpió con el borde del hábito blanco.
—Seguridad. Tradición. Cabezonería. Las palabras que definen a nuestra Santa Madre Iglesia.
—Vaya, además de humedad aquí se respira cinismo.
Fray Cesáreo palmeó la pantalla del potente MacBook Pro en el que escribía cuando llegó su amigo.
—Aquí encerradas están mis verdades, Anthony. Cuarenta años de trabajo dedicados a la catalogación de trozos de calcio. ¿Has chupado alguna vez un hueso reseco, amigo mío? Un método excelente para detectar falsificaciones, pero deja un regusto amargo en la boca. Cuatro décadas después no estoy más cerca de la Verdad que cuando empecé —suspiró.
—Bueno, tal vez puedas indagar en ese disco duro y echarme una mano con esto, viejo —dijo Fowler tendiéndole una foto.
—Siempre a los negocios, siempre…
El dominico se detuvo a media frase, los ojos abiertos como platos. Durante un rato clavó su mirada miope en la foto, y luego se dirigió al escritorio donde trabajaba. De una pila de libros rescató un ajado volumen de hebreo clásico, profusamente anotado a lápiz. Rebuscó entre las páginas, comprobando diversos símbolos en los libros. Alzó la vista asombrado.
—¿De dónde has sacado esto, Anthony?
—Del interior de un cirio muy, muy antiguo. Estaba en poder de un viejo nazi.
—¿Camilo Cirin te mandó a recuperarlo? Cuéntamelo todo, no omitas detalle. ¡Necesito saber!
—Di gamos que le debía un favor a Camilo y me comprometí a realizar una última misión para la Santa Alianza. Me pidió que encontrase a un criminal de guerra austríaco que había robado la vela a una familia judía en 1943. La vela estaba recubierta de oro y la conservó durante décadas. Hace unos meses conseguí localizarle y quitarle la vela. Después de extraer la cera, encontré en su interior la plancha de cobre que ves en la foto.
—¿No tienes otra con más resolución? Apenas se puede leer la cara exterior.
—Estaba muy enrollada, y si quería desenrollarla podía romperla.
—Menos mal que no lo hiciste. Lo que hubieses dañado no tiene precio. ¿Dónde está?
—Se la entregué a Cirin y no le di mayor importancia, supuse que sería simplemente algún capricho de algún miembro de la Curia. Me volví a Boston, creyendo que mi deuda estaba saldada…
—No era así, Anthony —dijo una voz pausada, sin emociones. El dueño de aquella voz acababa de colarse en la estancia con la discreción propia de un maestro de espías, que es lo que era aquel personaje bajito, de traje gris y rostro plano. Era avaro con las palabras y los gestos, que quedaban encerrados tras una muralla de camaleónica insignificancia.
—Es de mala educación entrar sin llamar a la puerta, Cirin —dijo fray Cesáreo.
—También no contestar cuando se requiere de tu presencia —respondió el director de la Santa Alianza, mirando a Anthony.
—Creía que habíamos acabado. Acordamos una misión. Sólo una.
—Y has cumplido con éxito la primera parte: recuperar la vela. Ahora tienes que asegurarte de que su contenido se use correctamente.
Fowler guardó silencio, contrariado.
—Tal vez Anthony se encuentre más a gusto con el encargo si comprende su magnitud —continuó Cirin—. Aprovechando que se ha enterado, ¿sería usted tan amable de explicarle lo que hay en esa foto que usted jamás ha visto, fray Cesáreo?
El dominico se aclaró la garganta.
—Antes necesito saber si es auténtico, Cirin.
—Lo es.
Al fraile se le iluminaron los ojos. Se volvió hacia Fowler.
—Esto, amigo mío, es el mapa de un tesoro. O mejor dicho, la mitad de él. Si no me falla la memoria, pues hace ya muchos años que la otra mitad estuvo en mis manos, esto es el fragmento perdido del Rollo de Cobre de Qumran.
El rostro del sacerdote se ensombreció.
—Me estás diciendo…
—Sí, amigo mío. El objeto más poderoso de la Historia se encuentra al otro lado del significado de estos caracteres. Con todos los problemas que traería consigo.
—Dios Santo. Precisamente ahora, tiene que volver a aparecer.
—Me alegra que lo entiendas al fin, Anthony —interrumpió Cirin—. Comparado con esto, las reliquias que nuestro buen amigo acumula en esta habitación no son más que polvo.
—¿Quién te puso sobre la pista, Camilo? ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo, buscar al doctor Graus? —dijo fray Cesáreo.
—La información vino de un benefactor de la Iglesia, el señor Kayn. Un benefactor de otra confesión y un gran filántropo. Él necesitaba que encontrásemos a Graus, y ofreció financiar personalmente una expedición arqueológica si conseguíamos la vela.
—¿Dónde?
—Aún no ha compartido su ubicación. Pero sí la zona. Al Mudawwara, Jordania.
—Bien, entonces no hay de qué preocuparse —intervino Fowler—. ¿Sabes lo que ocurrirá si esto trasciende, aunque sea mínimamente? Nadie de esa expedición respirará el tiempo suficiente para desenterrar un hueso.
—Esperemos que te equivoques. Nosotros vamos a enviar un observador a esa expedición: tú.
Fowler meneó la cabeza.
—No.
—Conoces las consecuencias. Las ramificaciones.
—Mi respuesta sigue siendo no.
—No puedes negarte.
—Detenme —dijo el sacerdote, dirigiéndose hacia la puerta.
—Anthony, muchacho —las palabras de Cirin le acompañaron en su camino a la salida—. No estoy diciendo que yo vaya a impedirte nada. Tú solo vas a tomar la decisión de ir. Por suerte, los años me han enseñado cómo tratar contigo. Tuve que recordar qué es lo único que valoras más que tu libertad, y recurrir a una solución creativa.
Fowler se detuvo, aún de espaldas.
—¿Qué has hecho, Camilo?
Cirin anduvo unos pasos hacia él. Si había algo que detestaba más que hablar era levantar la voz.
—Le sugerí al señor Kayn la cronista perfecta para su expedición. Como periodista es más bien normalita. No es ni demasiado guapa, ni demasiado lista, ni demasiado honrada. En realidad lo único que la hace interesante es que tú le salvaste el pellejo. ¿Cómo se llama eso, deuda de vida, cierto? Así que ahora no te irás corriendo a esconderte a un comedor de pobres. No, sabiendo el riesgo que ella corre.
Fowler no se giró. A cada palabra de Cirin, su mano se había ido cerrando un poco, hasta convertirse en una bola compacta, las uñas clavándose contra la palma. Pero el dolor no era suficiente. Lanzó el puño contra una de las hornacinas. La puerta de madera, que llevaba allí cientos de años, se convirtió en astillas con un crujido que hizo estremecer toda la cripta. Un hueso del nicho profanado rodó por el suelo.
—La rótula de San Soutiño. Pobre hombre, cojeó toda su vida —dijo fray Cesáreo, agachándose a recoger la reliquia.
Fowler, resignado, se dio la vuelta.