REDACCIÓN DEL DIARIO EL GLOBO
Madrid, España
Jueves, 6 de julio de 2006. 20.29
—¡¡Andrea!! ¡¡Andrea Otero de los cojones!! ¿¡Dónde está!?
Decir que la sala de redacción enmudeció ante el grito del director no haría justicia a la verdad, ya que las salas de redacción una hora antes de lanzar a la calle un periódico no pueden enmudecer jamás. Pero las voces humanas se callaron, consiguiendo que el habitual estruendo de teléfonos, radios encendidas, televisores, faxes e impresoras pareciera un inquieto silencio.
El director llevaba una maleta en cada mano y un diario bajo el brazo. Dejó caer las maletas en la entrada de la redacción y caminó directamente hacia la sección de Internacional, hasta la única mesa vacía. Dio unos golpes impacientes en el tablero.
—Ya puedes salir. Te he visto escurrirte ahí debajo.
La cabellera rubio cobrizo y los ojos azules de la aludida emergieron despacio. Intentó fingir despreocupación, pero su bello rostro estaba tenso.
—Hola, jefe. Se me había caído el boli.
El veterano periodista se llevó la mano a la cabeza para recolocarse el peluquín. En la redacción la calvicie del director era un tema tabú, por lo que a Andrea Otero no le ayudó nada el darse cuenta de la operación.
—No soy feliz, Otero. Nada en absoluto. ¿Se puede saber qué demonios te pasa?
—¿A qué se refiere, jefe?
—¿Tienes catorce millones de euros en el banco, Otero?
—La última vez que miré, no.
De hecho la última vez que había mirado el saldo de sus cinco tarjetas de crédito estaba preocupantemente bajo mínimos, producto de su desmesurada afición por los bolsos de Hermès y los zapatos de Manolo Blahnik. Ya estaba pensando en pedir a los de Contabilidad un adelanto de la extra de Navidad. De los próximos tres años.
—Pues será mejor que se te muera alguna tía rica, porque ése es el dinero que me vas a costar, Otero.
—No se enfade, jefe. Lo de Holanda no volverá a ocurrir.
—No estoy hablando de tus facturas del servicio de habitaciones, Otero. Estoy hablando de François Dupré —dijo el director, arrojando el periódico del día anterior encima de la mesa.
Mierda, así que es eso, pensó Andrea.
—Venga, jefe. Un desfalco es un desfalco.
—¡Un día! ¡Un único día libre en cinco meses, malditos seáis todos! —La redacción al completo dejó de mirar hacia allí en el acto. Hasta el último de los periodistas descubrió que podía trabajar intensamente con la nuca vuelta hacia aquella escena—. ¿Un desfalco, dices?
—Transferir una escandalosa cantidad de dinero de los fondos de tus clientes a tu cuenta personal es un desfalco.
—Y airear a los cuatro vientos en la portada de la sección de Internacional una simple confusión del accionista mayoritario de uno de nuestros principales anunciantes es una cagada, Otero.
Andrea tragó saliva, fingiendo inocencia.
—¿Accionista mayoritario?
—Del Interbank, Otero. Que, por si no lo sabes, se gastó 12 millones de euros el año pasado en este periódico. Y pensaba gastar 14 el año próximo. Pensaba, en pasado.
—Jefe… la verdad no tiene precio.
—Sí lo tiene. Catorce millones. Y las cabezas de los responsables. Así que tanto Moreno como tú os vais a ir a la calle.
El aludido acababa de aparecer arrastrando los pies. Fernando Moreno era el redactor jefe de noche, y el que había levantado una noticia sin importancia sobre los beneficios de una petrolera para incluir el artículo bomba de Andrea. Un breve ataque de valentía, del que ahora se arrepentía. La joven miró a su colega, un hombre de mediana edad, y pensó en su mujer y sus tres hijos.
Tragó saliva.
—Jefe… Moreno no tuvo nada que ver. Fui yo la que coló el artículo antes de mandar la página a máquinas.
A Moreno le cambió el rostro durante un instante, pero enseguida volvió a poner la cara compungida que arrastraba.
—No me jodas, Otero —dijo el director—. Eso es imposible. Tú no tienes la autorización necesaria para pasar a azul.
Hermès, el sistema informático del periódico, funcionaba con un sistema de colores. Las páginas del diario aparecían en rojo cuando el periodista las elaboraba; en verde cuando se pasaban al redactor jefe para su aprobación; y en azul cuando el redactor jefe de noche las pasaba a la rotativa para comenzar a imprimir.
—Me colé en el sistema azul con la contraseña de Moreno, jefe —mintió Andrea—. Él no tuvo nada que ver.
—¿Ah, sí? ¿Y de dónde sacaste la contraseña, si puede saberse?
—La guarda en el cajón de su mesa. Fue fácil.
—¿Es eso cierto, Moreno?
—Eeeeh… sí, jefe —dijo el redactor jefe, intentando que el alivio no se le notase en el rostro—. Lo siento.
El director de El Globo estaba lívido. Se volvió hacia la periodista tan deprisa que el peluquín le descendió varios centímetros por la calva.
—Mierda, Otero. Me equivoqué. Creía que eras idiota. Ahora veo que eres idiota y malintencionada. Me encargaré personalmente de que nadie dé trabajo a una zorra como tú.
—Pero, jefe… —la voz de la joven empezaba a sonar desesperada.
—No sigas, Otero. Estás despedida.
—… yo no pensé…
—Estás muy despedida. Estás tan despedida que ya ni te veo. Ni te oigo.
El director se alejó a grandes zancadas de la mesa de Andrea, que siguió viendo un paisaje de nucas insolidarias alrededor. Moreno se colocó a su lado.
—Gracias, Andrea.
—No pasa nada. Era absurdo que los dos cargásemos con la culpa.
Moreno meneó la cabeza.
—Siento mucho que le dijeras que trampeaste el sistema. Ahora está tan cabreado contigo que te va a poner las cosas difíciles ahí fuera. Ya sabes, cuando le da por una de sus cruzadas… En fin.
—Parece que ya ha empezado —dijo Andrea señalando al resto de la redacción—. Soy una apestada de repente. Bueno, tampoco es que le cayese bien a nadie antes, creo.
—No es que seas mala gente. De hecho eres una periodista cojonuda. Pero siempre vas a lo tuyo, Andrea. Sin importarte las consecuencias. Suerte.
Andrea se juró a sí misma que no lloraría, que ella era una mujer fuerte e independiente. Apretó los dientes muy fuerte mientras los de seguridad ponían sus cosas en una caja y consiguió, por muy poco, cumplir con su promesa.