OFICINAS CENTRALES DE KAYN INDUSTRIES

Nueva York

Miércoles, 5 de julio de 2006. 11.10

Orville Watson dio inquietos golpecitos en el abultado portafolios de cuero que reposaba sobre sus piernas. Llevaba más de dos horas sentado sobre su orondo trasero en aquella antesala en el piso 38 de la Kayn Tower. A razón de tres mil dólares por hora de consultoría, cualquier otro hubiera esperado al Juicio Final. Pero no Orville. El joven californiano comenzaba a aburrirse. Y la lucha contra el aburrimiento había sido el motor de su carrera, al fin y al cabo.

Se aburría en la universidad, y por eso dejó los estudios al segundo año contra la opinión de su familia. Consiguió trabajo y un buen sueldo en CNET, una de las compañías punteras en nuevas tecnologías, y de nuevo el aburrimiento se abrió paso. Orville buscaba constantemente nuevos y excitantes desafíos. Responder preguntas era su auténtica pasión. Visión empresarial no le faltaba, y con los albores del nuevo siglo dejó su empleo para fundar su propia start-up.

Todas las objeciones de su madre, que leía a diario en los periódicos sobre el hundimiento de las puntocom, no detuvieron a Orville. Metió sus ciento cuatro kilos, su rubia cola de caballo y una maleta de ropa en una camioneta desvencijada y cruzó el país hasta un semi-sótano de Manhattan. Allí nació GlobalInfo. Su eslogan era «usted pregunte, nosotros respondemos». Podría haberse quedado en el loco sueño de un chico con un grave desorden alimenticio, demasiadas inquietudes y una gran habilidad para dominar el ciberespacio y comprender cómo funciona la Red.

Entonces ocurrió el 11 S, y Orville comprendió, al mismo tiempo que lo hacían los burócratas de Washington, tres cosas que a ellos les había costado años averiguar.

La primera, que sus modos de gestión de la información llevaban treinta años obsoletos. La segunda, que el nuevo clima de corrección política impuesto por ocho años de administración Clinton hacía aún más difícil la búsqueda de datos, ya que sólo se podía contar con «fuentes de buena reputación», lo cual para tratar con terroristas es absurdo. Y la tercera, que el árabe era el nuevo ruso en cuestiones de espionaje internacional.

La madre de Orville, Yasmina, había nacido y vivido muchos años en Beirut antes de casarse con un guapo ingeniero de Sausalito que llevaba a cabo un proyecto en Líbano y con quien pronto se mudó a Estados Unidos. La añorante Yasmina había educado al fruto de aquella unión en inglés y árabe.

Adoptando múltiples identidades falsas en la Red, el joven descubrió que Internet era el paraíso de los extremistas. No importaba lo alejados que estuviesen entre sí diez radicales, en la web su distancia era de escasos milisegundos, y su anonimato, completo. No importaba lo sectarias que fuesen sus ideas: allí encontraban a quienes pensaban como ellos. En pocas semanas, Orville logró algo que ningún operativo de inteligencia occidental hubiese logrado por sus propios medios: infiltrarse en las redes más radicales del terrorismo islámico.

Una mañana a principios de 2002 Orville se encaminó al sur, hasta Washington, con cuatro cajas repletas de papeles en el maletero. Llamó a la puerta del cuartel general de la CIA y pidió hablar con un responsable de terrorismo islámico, alegando que tenía información importante. En la mano llevaba diez folios resumiendo sus descubrimientos. El oscuro analista que lo atendió lo hizo esperar dos horas antes de tomarse la molestia de leer su informe. Cuando lo hizo, llamó alarmado a su supervisor. De repente, cuatro hombres se echaron encima de Orville, lo arrojaron al suelo, lo desnudaron y lo arrojaron a una sala de interrogatorios. Orville sonreía interiormente durante el humillante proceso. Había dado en el clavo.

Cuando fueron conscientes de la magnitud de su talento, los mandamases de la CIA le ofrecieron un empleo en la Compañía. Orville se limitó a decirles que el contenido de aquellas cuatro cajas (que propició veintitrés detenciones en Estados Unidos y Europa) era sólo una muestra gratis. Si querían más, en adelante deberían contratar los servicios de su nueva compañía, GlobalInfo.

—A precios desorbitados, debo añadir. ¿Me devuelven mis calzoncillos, por favor?

Cuatro años y medio después, Orville había engordado otros cinco kilos a pesar de que (o gracias a que) seguía obstinadamente la dieta Atkins. También había engordado su cuenta corriente. GlobalInfo empleaba ahora a diecisiete personas que elaboraban refinados análisis y búsqueda de información para los principales gobiernos del mundo occidental, casi siempre referida a asuntos de seguridad. Orville Watson era ahora millonario, y comenzaba a aburrirse otra vez.

Hasta que llegó aquel encargo.

GlobalInfo tenía una norma. Todas las peticiones que recibían debían realizarse en forma de pregunta. Y aquella pregunta en concreto, unida a las palabras «presupuesto ilimitado» y al hecho de provenir de una empresa privada, no del gobierno de un país, había despertado su curiosidad.

¿Quién es el padre Anthony Fowler?

Orville se levantó del carísimo sofá en el que esperaba para desentumecer un poco los músculos. Juntó las manos y estiró los brazos hacia atrás todo lo que pudo. Una petición de información por parte de una empresa privada, incluso de una como Kayn Industries, que estaba entre las cien primeras de la lista Fortune 500, era inusual. Especialmente una tan concreta, extraña, sobre aquel simple sacerdote de Boston.

Sobre el que parecía un simple sacerdote de Boston, se corrigió Orville mentalmente.

La entrada en la antesala de un joven moreno y fibroso, vestido con elegante traje de Carolina Herrera pilló de improviso a Orville, en pleno proceso de estiramiento de sus miembros superiores. El ejecutivo, que apenas rozaba la treintena, le miró muy serio desde detrás de sus gafas de montura al aire. El tono anaranjado de su piel le delataba como asiduo de los rayos UVA. Habló con un acento británico tan envarado como un locutor de la BBC.

—Señor Watson. Soy Jacob Russell, asistente ejecutivo de Raymond Kayn. Hemos hablado por teléfono.

Orville intentó recomponer su figura, con escaso éxito, y le tendió la mano.

—Señor Russell, encantado. Siento…

—No tiene importancia. Sígame, por favor. Lo llevaré hasta su reunión.

Ambos cruzaron la enmoquetada antesala hasta unas puertas de color caoba al fondo de la estancia.

—¿Reunión? Creía que le expondría a usted mis conclusiones.

—Bien, no será así, señor Watson. Su oyente de hoy será Raymond Kayn.

Orville se quedó mudo.

—¿Hay algún problema, señor Watson? ¿Se siente mal?

—Sí. No. Quiero decir, no hay ningún problema, señor Russell. Simplemente me ha sorprendido mucho. El señor Kayn…

Russell tiró de un pequeño saliente en el marco de la puerta de caoba, donde había disimulada una puertecita. Detrás había una simple placa de cristal oscuro. El ejecutivo colocó su mano derecha sobre la placa, que despidió una luz anaranjada. La puerta de caoba se desbloqueó con un zumbido.

—Comprendo su asombro, a raíz de lo que han contado los medios de comunicación sobre él. Como usted probablemente sepa, mi jefe es una persona muy celosa de su intimidad…

Es un jodido ermitaño, eso es lo que es, pensó Orville.

—… pero eso no debe intimidarle. No es habitual que quiera ver a personas del exterior, pero si sigue ciertas normas…

Accedieron a un pasillo enmoquetado muy estrecho, al final del cual aparecían las relucientes puertas metálicas de un ascensor.

—¿Qué quiere decir con que no es habitual, señor Russell?

El ejecutivo carraspeó, incómodo.

—Debo decirle que usted es la cuarta persona fuera de los altos ejecutivos de esta empresa con la que el señor Kayn se entrevista personalmente en los tres años que llevo trabajando para él.

Orville soltó un silbido discordante de puro desconcierto.

—Vaya.

Llegaron junto al ascensor. No había botón de llamada, sólo una consola alfanumérica a un lado.

—Dese la vuelta, señor Watson, si es tan amable —dijo Russell, señalando con un gesto la consola.

El joven californiano obedeció. Un interminable repiqueteo de bips le indicó que el asistente estaba introduciendo la contraseña.

—Puede girarse. Gracias.

Orville meneó la cabeza. La puerta del ascensor se abrió y ambos entraron. En el interior del ascensor no había botones, sólo un lector de tarjetas magnético. Russell sacó un rectángulo de plástico y lo deslizó por el lector. Las puertas de la cabina se cerraron y el ascensor se puso en marcha suavemente.

—Parece que su jefe se toma muy en serio la seguridad —dijo Orville.

—El señor Kayn ha recibido numerosas amenazas de muerte. Hace unos años incluso sufrió un grave atentado, del que tuvo la fortuna de salir ileso. Por favor, no se alarme por la nube. Es absolutamente normal.

Orville se estaba preguntando de qué demonios hablaba Russell, cuando una miríada de minúsculas gotas descendió del techo. Levantó la mirada y vio que en la parte superior del ascensor había varios nebulizadores, que cubrieron a ambos hombres con una fresca nube.

—¿Oiga, qué es esto?

—Sólo un leve compuesto antibiótico, absolutamente inofensivo para su salud. ¿Le gusta el olor?

Diablos, pero si hasta rocía a los visitantes antes de verlos por si lo contaminan. Rectifico. Este tipo no es un ermitaño, es un paranoico.

—Mmmm, sí, claro. ¿Menta, verdad?

—Esencia de menta silvestre. Refrescante.

Orville se mordió los labios para no responder como quería. Se obligó a pensar en la factura de siete cifras que iba a cobrar en cuanto saliese de aquella jaula dorada. Eso lo animó un poco.

El ascensor se abrió a un espacio diáfano, lleno de claridad. La mitad de la planta treinta y nueve era un gigantesco mirador de paredes de cristal, cuya vista se abría sobre el río Hudson. Al frente y detrás, Hoboken, y hacia el sureste, la isla de Ellis.

—Impresionante.

—A mi jefe le gusta recordar sus orígenes. Sígame, por favor.

Una decoración sencilla contrastaba con la majestuosidad del panorama. El suelo y los escasos muebles eran de color blanco. La otra mitad de la planta, la que daba al interior de Manhattan, quedaba dividida del mirador por una pared también blanca, en la que se abrían diversas puertas. Russell se detuvo a pocos pasos de una de ellas.

—Bien, señor Watson, el señor Kayn le recibirá ahora. Pero antes de que entre me gustaría recordarle algunas sencillas normas para su entrevista. Primero, no lo mire directamente. Segundo, no le formule preguntas. Y tercero, no intente tocarlo o acercarse a él. Al entrar en la sala verá una mesita con una copia de su informe y un mando a distancia. Ese mando controla la presentación en Power Point que su oficina nos hizo llegar esta mañana. Manténgase junto a la mesita, haga su exposición y márchese cuando haya terminado. Lo estaré esperando aquí fuera. ¿Me ha comprendido?

Orville asintió, algo nervioso.

—Lo haré lo mejor que pueda.

—Adelante entonces —dijo Russell abriéndole la puerta.

El joven californiano se detuvo antes de cruzar el umbral.

—Ah, sólo una cosa más. GlobalInfo ha descubierto algo interesante en una investigación rutinaria que realizábamos para el FBI. Hay indicios que hacen suponer que Kayn Industries podría ser objetivo de terroristas islámicos. Está todo en este informe —dijo Orville tendiéndole un DVD al asistente. Éste lo recibió con aire preocupado—. Considérelo una cortesía por nuestra parte.

—Muchas gracias, señor Watson. Buena suerte.