RESIDENCIA DE HEINRICH GRAUS
Steinfeldstraße, 6
Krieglach, Austria
Jueves, 15 de diciembre de 2005. 11.42
El sacerdote se limpió cuidadosamente los pies en la alfombra antes de llamar a la puerta del monstruo. Llevaba casi cuatro meses buscándole, y casi dos semanas vigilando desde que localizó su escondrijo. Ahora estaba seguro de su identidad, y había llegado el momento de enfrentársele.
Esperó con paciencia durante largos minutos. Graus siempre tardaba en abrir la puerta hacia el mediodía, probablemente porque echaba una siesta breve en el sofá. Casi nunca había nadie en la estrecha calle peatonal a aquellas horas. Los buenos vecinos de Steinfeldstraße estaban trabajando, ajenos a que en el número 6, en una casita pequeña con cortinas azules en las ventanas, un genocida dormitaba frente al televisor.
Finalmente el ruido de los cerrojos anunció que la puerta se abría. La cabeza de un anciano de aspecto venerable, como el abuelo de un anuncio de caramelos, asomó por la abertura.
—¿Sí?
—Buenos días, herr doktor.
El viejo miró de arriba abajo a su interlocutor. Era un cura de unos cincuenta años, alto y delgado, de cabeza calva, clergyman y abrigo negros. Se alzaba frente a su puerta con el aplomo de un poste de teléfonos de ojos verdes.
—Creo que se equivoca, padre. Yo era fontanero y ahora soy jubilado. Además ya he dado para la parroquia, así que si me disculpa…
—¿Acaso no es usted Heinrich Graus, el insigne neurocirujano alemán?
El anciano no respiró durante un segundo. Aparte de esa inacción no hubo ni un solo gesto en su actitud, ni un detalle que lo delatase. Pero para el sacerdote ya era suficiente. Era su prueba definitiva.
—Mi nombre es Handwurz, padre.
—No es cierto, y ambos lo sabemos. Y ahora si me deja entrar podré enseñarle lo que le traigo —dijo alzando la mano izquierda, en la que llevaba un maletín negro.
La puerta se abrió por toda respuesta, y el viejo cojeó ligeramente hacia la cocina. Las tablas del suelo decrépito protestaban a su paso. El sacerdote fue detrás de él, sin prestar excesiva atención a su entorno. Había espiado por las ventanas en tres ocasiones, con lo que conocía al dedillo la distribución de los muebles baratos. Prefirió clavar sus ojos en los hombros del viejo nazi. Aunque caminase vacilante como si le costase andar, le había visto levantar sacos de carbón en el cobertizo del jardín con una facilidad que hubiese envidiado un hombre cincuenta años más joven. Heinrich Graus seguía siendo muy peligroso.
La pequeña cocina era una habitación oscura, con olor a codillo. El mobiliario consistía en una cocina de gas, una cebolla reseca sobre la encimera, una mesa circular y dos sillas desparejas. Graus le indicó con un gesto educado una de ellas. Trasteó entre las alacenas y puso dos vasos de agua sobre la mesa antes de sentarse a su vez. Los vasos de agua quedaron intactos sobre el tablero de pino, tan impasibles como los dos hombres que se quedaron estudiándose mutuamente durante más de un minuto.
El viejo llevaba una bata de franela roja, camisa de algodón y unos desgastados pantalones. La cabeza había empezado a clarearle veinte años atrás, y los escasos cabellos que le quedaban eran completamente blancos. Sus grandes gafas redondeadas habían pasado de moda antes del hundimiento del comunismo. Y su labio inferior, medio caído, producía una falsa sensación bonachona.
Nada de todo esto engañó al sacerdote.
Los tímidos rayos del mes de diciembre creaban entre la ventana y la mesa un pasillo de luz en el que se veían flotar miles de motas de polvo. Una de ellas se posó en una de las elegantes mangas del clergyman. El sacerdote la apartó de un papirotazo sin mirarla.
El nazi no pasó por alto la seguridad inquebrantable de aquel gesto. Pero había tenido tiempo de recobrarse, así que volvió a escudarse en la indiferencia.
—¿Es que no va a beber nada, padre?
—No tengo sed, doctor Graus.
—Así que insiste en llamarme por ese apelativo. Handwurz. Me llamo Baltasar Handwurz.
El sacerdote no le hizo el menor caso.
—He de reconocer que fue usted muy hábil. Cuando consiguió el pasaporte para huir a Argentina nadie se imaginó que meses después volvería a Viena. Fue por supuesto el último sitio en que busqué. A sólo setenta kilómetros de Spiegelgrund. Y mientras Wiesenthal indagó durante años en Argentina, sin saber que usted estaba a un paseíto en coche de su despacho. ¿No le resulta irónico?
—Me resulta ridículo. Es usted americano, ¿verdad? Habla muy bien alemán, pero el acento lo delata.
El cura colocó el maletín encima de la mesa sin apartar la mirada del otro y extrajo una carpeta ajada. El primer documento de todos los que había en su interior era una fotografía de Graus joven, tomada en el hospital del Spiegelgrund durante la guerra. El segundo era una variación de la foto, en la que se veía al médico ya anciano gracias a un software de envejecimiento.
—¿No le parece a usted que la tecnología es maravillosa, herr doktor?
—Eso no prueba nada. Cualquiera podría hacerlo. Veo televisión, ¿sabe? —pero el tono de su voz decía otra cosa.
—Tiene toda la razón, no prueba nada. Pero esto sí.
Colocó sobre la mesa una hoja de papel amarillenta, a la que alguien había grapado una fotografía en blanco y negro. Unas letras en sepia coronaban la escritura: Testimonianza Fornita, y el sello del Estado Vaticano.
—Baltasar Handwurz. Cabello rubio, ojos castaños, complexión fuerte. Señas particulares de identidad, un tatuaje en su brazo izquierdo con los números 256441. Realizado por los nazis durante su estancia en el campo de concentración de Mauthausen. Un lugar donde, por supuesto, usted nunca puso un pie. El número era falso. El tatuador se lo inventó sobre la marcha, pero eso era lo de menos. Funcionó.
El viejo se acarició el brazo izquierdo por encima de la bata de franela. Estaba lívido de rabia y miedo.
—¿Quién demonios es usted, maldito sea?
—Me llamo Anthony Fowler y quiero proponerle un trato.
—Lárguese de mi casa. Váyase.
—Creo que no le está quedando suficientemente claro. Usted fue el segundo al mando en el Hospital Infantil AM Spiegelgrund durante seis años. Un lugar de lo más interesante. Casi todos los pacientes eran judíos y tenían enfermedades mentales. «Vidas indignas de la vida». ¿No es así como los llamó usted?
—¡No tengo ni la menor idea de lo que me está hablando!
—Nadie sospechó lo que hacía usted en aquel lugar. Los experimentos. Las disecciones en vida. Setecientos catorce niños, doctor Graus. Mató a setecientos catorce con sus propias manos.
—Le he dicho que yo…
—¡Guardó sus cerebros en frascos!
Fowler dio un puñetazo en la mesa, tan fuerte que ambos vasos se volcaron y el líquido resbaló hacia el suelo de la cocina. Durante dos largos segundos sólo se oyó el ruido del agua goteando sobre las baldosas. Respiró despacio, intentando serenarse.
El médico esquivó la mirada de aquellos ojos verdes que parecían querer atravesarle de parte a parte.
—¿Está usted con los judíos?
—No, Graus. Usted sabe perfectamente que no. Si yo fuera uno de ellos usted estaría colgando de una horca en Tel Aviv. Mi… afiliación está con aquellos que le facilitaron la huida en el 46.
El médico reprimió un escalofrío.
—La Santa Alianza —musitó.
Fowler no respondió.
—¿Y qué quiere la Alianza de mí después de tantos años?
—Algo que usted posee.
El nazi hizo un gesto en derredor.
—Ya ve que no nado precisamente en la abundancia. Ya no me queda dinero.
—Si quisiera dinero lo vendería a la Fiscalía de Stuttgart. Siguen dando 130.000 euros por su captura. Quiero la vela.
El nazi lo miró, fingiendo perplejidad.
—¿Qué vela?
—Ahora es usted el ridículo, doctor Graus. La vela que le robó a la familia Cohen hace sesenta y dos años. Un cirio pesado, sin mecha, recubierto por una filigrana de oro. La quiero, y la quiero ahora.
—Váyase con sus patrañas a otra parte. No tengo ninguna vela.
Fowler suspiró, hizo un gesto de disgusto, se recostó un poco en la silla, señaló los vasos, volcados y vacíos.
—¿Tiene algo más fuerte?
—Detrás de usted —dijo Graus, indicándole la repisa de la cocina.
El sacerdote se giró y alcanzó una botella mediada. Enderezó los vasos y sirvió dos dedos de líquido amarillo brillante. Ambos hombres los apuraron de un trago. Ninguno de los dos brindó.
Fowler cogió la botella de nuevo y sirvió otra ronda, y comenzó a beberla a pequeños sorbos mientras hablaba.
—Weizenkom. Aguardiente de maíz. Hacía mucho que no lo probaba.
—Seguro que no lo echaba de menos.
—En absoluto. Pero es barato, ¿verdad?
Graus se encogió de hombros por toda respuesta. El cura lo señaló con el dedo.
—Un hombre como usted, Graus. Brillante. Vanidoso. Escogió esto. Envenenarse poco a poco en un agujero sucio y con olor a orines. ¿Y sabe qué? Lo entiendo.
—Qué va a entender usted.
—Admirable. Aún recuerda las técnicas del Reich. Reglamento de oficiales, tercera sección: «En caso de captura por el enemigo, niéguelo todo y dé sólo respuestas cortas, que no lo comprometan». Pues entérese, Graus, está comprometido hasta el cuello.
El viejo hizo una mueca y se sirvió el resto del licor. Fowler estudiaba atentamente su lenguaje corporal a cada frase, analizando cómo se quebraba lentamente la resolución del monstruo. Era como un pintor que, tras una docena de pinceladas, da un paso atrás para contemplar cómo la imagen comienza a aparecer en el lienzo, antes de decidir qué color aplicar a continuación.
Se decidió por mojar el pincel en la verdad.
—Fíjese en mis manos, doctor —dijo Fowler, extendiéndolas sobre la mesa. Eran manos rugosas, de dedos finos. Nada tenían de extraño, salvo un pequeño detalle. En la primera falange de cada dedo, cerca de los nudillos, había una finísima línea blanquecina, muy recta, que continuaba en ambas extremidades.
—Una fea cicatriz. ¿Cuántos años tenía cuando se la hizo, diez, once?
—Doce. Estaba ensayando con el piano: Preludio del Opus 28 de Chopin. Mi padre llegó cerca de mí y sin previo aviso cerró la tapa del Steinway con todas sus fuerzas. No perdí los dedos de milagro, pero jamás pude volver a tocar.
El sacerdote volvió a agarrar su vaso antes de continuar y dejó que su vista se perdiera en el contenido. Nunca había sido capaz de reconocer aquello mirando a otro ser humano a los ojos.
—Mi padre… me forzó repetidas veces desde los nueve años. Aquel día yo había amenazado con contárselo a alguien si volvía a hacerlo. Él no me amenazó. Simplemente me destrozó las manos. Luego lloró, me pidió perdón y trajo los mejores médicos que el dinero podía pagar. Ah, ah, ah. Ni se le ocurra.
Graus había deslizado el brazo por debajo de la mesa, intentando alcanzar el cajón de los cubiertos. Retiró la mano instantáneamente.
—Por eso lo entiendo, doctor. Mi padre era un monstruo, cuya culpa rebasaba su propia capacidad de perdón. Pero él fue más valiente. Aceleró en mitad de una curva muy cerrada, llevándose con él a mi madre.
—Una historia conmovedora, padre —dijo Graus con tono socarrón.
—Si usted lo dice. Ha estado viviendo todos estos años huyendo de sus crímenes. Bueno, pues éstos lo han encontrado. Y yo voy a darle lo que mi padre no tuvo: una oportunidad.
—Lo escucho.
—Deme la vela. A cambio recibirá esta carpeta con todos los documentos que lo condenarían. Y podrá seguir escondiéndose aquí hasta el fin de sus días.
—¿Y ya está? —dijo el viejo, incrédulo.
—Por lo que a mí respecta, sí.
El viejo meneó la cabeza y se levantó, riendo entre dientes. Abrió uno de los armaritos y extrajo un bote de cristal de buen tamaño, lleno de arroz.
—Nunca he aguantado las gramíneas. Me dan ardor.
Vació el bote sobre la mesa. Una cascada de granos, nubes de almidón y un ruido seco. Medio cubierto por el arroz, un paquete.
Fowler se inclinó hacia él, pero la huesuda garra de Graus lo sujetó por la muñeca. El sacerdote lo miró.
—Tengo su palabra, ¿verdad? —dijo el viejo, ansioso.
—¿Le vale de algo?
—Por lo que a mí respecta, sí.
—Entonces la tiene.
El médico soltó la presa, y Fowler fue a por la suya. Apartó despacio el arroz, levantó el paquete de tela oscura. Estaba atado con cuerdas. Deshizo los nudos despacio, con mano firme.
Las del viejo temblaban.
Fowler desenvolvió la tela. Los rayos tenues del incipiente invierno austríaco levantaron destellos dorados en la cochambrosa cocina. Aquel resplandor estaba poco en consonancia con el lugar, como lo estaba la cera grisácea y sucia del grueso cirio que yacía sobre la mesa. En tiempos, toda su superficie había estado recubierta por una delgada lámina de oro de intrincado dibujo. El metal precioso casi había desaparecido, dejando marcas de la filigrana sobre la cera. Apenas quedaba un tercio de oro sobre ella.
Graus rió sombrío.
—La casa de empeños se ha ido quedando con el resto, padre.
Fowler no respondió. Sacó un encendedor Zippo del bolsillo del pantalón y lo encendió con una sola mano. Puso la vela de pie y acercó la llama al extremo superior. Aunque no había mecha, el calor de la llama comenzó a fundir lentamente la cera, que emitió un olor nauseabundo mientras gotas de gris derretido resbalaban hasta la mesa. Graus siguió mascullando sus ácidas ironías mientras contemplaba el proceso, como si disfrutase del hecho de poder comentar su auténtica identidad con alguien después de tantos años.
—Realmente me divierte. El judío de la casa de empeños ha estado comprando pedazos de oro judío durante años para mantener a un orgulloso miembro del Reich. Y ahora usted contempla el resultado de una búsqueda inútil.
—Las apariencias engañan, Graus. El oro de esta vela no es el tesoro que busco. Sólo una distracción para imbéciles.
Como una admonición, la llama chisporroteó en manos del sacerdote. En la tela se iba formando un charco, y en la parte superior de la vela un agujero considerable. En el centro de ese volcán de cera líquida apareció el borde verdoso de un objeto metálico.
—Bien, aquí está —dijo el sacerdote—. Así que me marcho.
Fowler se levantó y volvió a doblar la tela sobre la vela, teniendo cuidado de no quemarse. El nazi lo contemplaba asombrado. Ya no reía.
—¡Espere! ¿Qué es eso? ¿Qué había dentro?
—Nada de su incumbencia.
El viejo se levantó y hurgó en el cajón, del que sacó un cuchillo de cocina. Con pasos temblorosos rodeó la mesa hasta el sacerdote, que lo contempló sin moverse. En los ojos del nazi ardía aún el fuego obsesivo de quien había pasado noches enteras contemplando aquel objeto.
—Tengo que saberlo.
—No, Graus. Hicimos un trato. La vela por la carpeta, y eso tendrá.
El viejo alzó la mano en la que llevaba el cuchillo, pero lo que vio en el rostro de su molesto visitante le hizo volver a bajarla. Fowler asintió y arrojó la carpeta sobre la mesa. Despacio, con el bulto de tela en una mano y el maletín en la otra, retrocedió unos cuantos pasos hasta la puerta de la cocina sin dejar de mirar al nazi. Éste cogió la carpeta.
—¿No hay copias, verdad?
—Sólo una. La tienen dos judíos que están esperando ahí fuera.
Los ojos de Graus parecieron salirse de las órbitas. Enarboló el cuchillo otra vez y dio un paso hacia el cura.
—¡Me ha mentido! ¡Dijo que me daría una oportunidad!
Fowler lo miró impasible por última vez.
—Dios me perdonará. ¿Cree usted que tendrá tanta suerte?
Y sin más desapareció por el pasillo.
El sacerdote salió a la calle y comenzó a alejarse con el preciado paquete de tela apretado contra el pecho. A unos metros de la puerta dos hombres de abrigos grises aguardaban a pie firme. Fowler les advirtió al pasar.
—Tiene un cuchillo.
El más alto de los dos hizo crujir sus nudillos y le dedicó media sonrisa.
—Tanto mejor.