Hace tres años, mis padres paseaban por un camino que conduce a una granja en Italia. A menudo me imagino a mí mismo observándolos, siempre por la espalda. Mi madre, el cabello gris recogido en una coleta, vestiría una blusa estampada de corte suelto encima de unos chinos y unas sandalias; mi padre lleva una camisa de manga corta, pantalones caquis e impecables zapatos marrones. Su camisa está planchada, lleva bolsillos con botones a ambos lados y dobladillo, si ésta es la palabra correcta, en las mangas. Tiene media docena de camisas como ésta; indican que es un hombre de vacaciones. No es que tengan el más mínimo aire deportivo, como mucho resultarían apropiadas para jugar a los bolos.
Puede que caminen cogidos de la mano; eso es algo que hacían de modo inconsciente, estuviese yo detrás de ellos, observándolos, o no. Caminan por este sendero en Umbría porque están investigando la oferta de un cartel toscamente escrito con tiza: vino novello. Y van a pie porque han visto la profundidad de los surcos en el barro y han decidido que era demasiado arriesgado alquilar un coche. Yo hubiera argumentado que precisamente por eso merecía la pena alquilar un coche, pero mis padres eran una pareja prudente en muchos aspectos.
El camino avanza entre viñedos. Cuando traza un giro hacia la izquierda, aparece un granero herrumbroso con aspecto de hangar. Frente a él se alza una estructura de cemento semejante a un enorme cubo de abono: de casi dos metros de alto por casi tres de ancho, sin ningún tipo de techo o fachada. Cuando están a unos treinta metros, mi madre se vuelve hacia mi padre y hace una mueca. Incluso puede que dijese: «Puaj» o algo parecido. Mi padre frunce el ceño y no responde. Ésa fue la primera vez que sucedió; o al menos, para ser exactos, la primera vez que él se dio cuenta.
Vivimos en lo que antes era un pueblo dedicado al comercio, a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Londres. Mamá trabaja como administrativa en un hospital; papá ha sido abogado en un bufete local durante toda su vida adulta. Dice que el trabajo le sobrevivirá, pero que el tipo de abogado que él representa —no un mero técnico que entiende de leyes, sino un consejero en temas muy diversos— no existirá en el futuro. El médico, el vicario, el abogado, tal vez el maestro de escuela…, en el pasado éstas eran las figuras a las que uno se dirigía buscando algo más que su competencia profesional. Ahora, dice mi padre, la gente va por libre, redactan sus propios testamentos, acuerdan los términos de su divorcio de antemano y toman sus propias decisiones. Si quieren una segunda opinión, prefieren a una de esas consejeras sentimentales de la prensa antes que a un abogado, e internet antes que cualquiera de los dos anteriores. Mi padre se toma todo esto filosóficamente, incluso cuando la gente cree que se puede representar a sí misma ante un juez. Se limita a sonreír y repite el viejo dicho legal según el cual el hombre que se representa a sí mismo ante un tribunal tiene por cliente a un idiota.
Papá me desaconsejó seguir su carrera en la abogacía, así que me licencié en Educación y ahora doy clases en un instituto a unos veinticinco kilómetros de aquí. Pero no veo ningún motivo para dejar la ciudad en la que crecí. Voy al gimnasio local, y los viernes corro con un grupo liderado por mi amigo Jake; así es como conocí a Janice. Ella siempre destacaría en un lugar como éste, porque tiene ese aire londinense. Creo que tenía la esperanza de que yo mostrase interés por mudarnos a la gran ciudad, y se quedó decepcionada cuando no lo hice. No, no es que lo crea; estoy seguro.
Mamá… ¿Quién puede describir a su madre? Es como cuando los entrevistadores le preguntan a un miembro de la familia real cómo es esto de pertenecer a la realeza, y ellos se ríen y responden que no saben cómo es no ser miembro de la realeza. No sé lo que significaría para mi madre no ser mi madre. Porque si no lo fuera, yo no sería, no podría ser yo, ¿no es así?
Al parecer mi nacimiento fue complicado. Tal vez por eso soy hijo único, aunque nunca lo he preguntado. En mi familia no hablamos de ginecología. Ni de religión, porque no profesamos ninguna. Hablamos un poco de política, pero raramente discutimos, dado que consideramos que todos los partidos son igualmente malos. Papá tal vez sea un poco más de derechas que mamá, pero básicamente creemos en la confianza en uno mismo, en ayudar a los demás y en no esperar que el Estado cuide de nosotros desde la cuna hasta la tumba. Pagamos nuestros impuestos y nuestras cuotas a la Seguridad Social, y tenemos un seguro de vida; utilizamos el Servicio Nacional de Salud y damos dinero a alguna organización benéfica cuando podemos. Somos gente de clase media sensata, normal y corriente.
Y sin mamá no seríamos nada de eso. Papá tenía un pequeño problema con la bebida cuando yo era pequeño, pero mamá puso orden y lo reconvirtió en un simple bebedor social. En el colegio me colgaron la etiqueta de «problemático», pero mamá me enderezó con paciencia y amor, mientras me dejaba bien claro cuáles eran exactamente las líneas que no podía cruzar. Supongo que hizo lo mismo con papá. Pone orden en nuestras vidas. Todavía conserva un poco el acento de Lancashire, pero en nuestra familia no planteamos ese estúpido rollo norte-sur, ni siquiera como broma. También creo que es diferente cuando sólo hay un hijo en la casa, porque no se dan los dos equipos naturales, niños y adultos. Tan sólo somos nosotros tres, y aunque yo pueda haber sido más mimado, también aprendí desde muy temprano a vivir en un mundo adulto, porque eso es lo que había en casa y punto. Puede que esté equivocado con respecto a esto. Si le preguntarais a Janice si cree que soy maduro, puedo imaginarme la respuesta.
Así que mi madre hace una mueca y mi padre frunce el ceño. Caminan hasta que el contenido de la cuba de cemento les resulta más claro: un montículo de desechos de un rojo púrpura. Mi madre —y aquí estoy improvisando, aunque su vocabulario me resulta muy familiar— dice algo del tipo:
—Vaya olorcillo.
Mi padre descubre a qué se refiere mi madre. Un montón de marc. Éste es al parecer el nombre que reciben los desechos que quedan una vez chafadas las uvas, los restos de pieles, rabitos, pepitas y demás. Mis padres conocen este tipo de cosas; sin ser unos fanáticos, disfrutan de la comida y la bebida. Por eso precisamente estaban en ese camino que conducía a la granja, para comprar algunas botellas del vino de la nueva temporada para llevárselas a casa. Yo no soy indiferente a la comida y la bebida, es sólo que las contemplo de una manera más pragmática. Sé qué comidas son más sanas y al mismo tiempo más nutritivas. Y conozco con precisión la cantidad de alcohol que necesito para relajarme y pasármelo bien, y qué cantidad empieza a ser demasiado. Jake, que es más hedonista y dado a probar cosas nuevas que yo, me comentó en una ocasión lo que decían sobre los martinis: «Uno es perfecto. Dos, demasiados. Y tres, insuficientes.» Excepto en mi caso: una vez pedí un martini, y con la mitad ya tenía suficiente.
Así que mi padre se acerca a ese montón de desechos, se detiene a unos tres metros y olfatea a conciencia. Nada. Metro y medio, y todavía nada. Sólo cuando prácticamente mete la nariz en el marc, logra oler algo. Pese a todo, es tan sólo una difusa versión del acre olor que sus ojos —y su mujer— le indican que emana de allí. La respuesta de mi padre es más de curiosidad que de alarma. Durante el resto de las vacaciones va controlando las situaciones en las que el olfato no le responde. Los efluvios de gasolina cuando llena el depósito del coche, nada. Un expresso doble en el bar de un pueblo, nada. Las flores que caen en cascada sobre un muro desconchado, nada. Los dos dedos de vino que el servicial camarero le ha escanciado en la copa, nada. El jabón, el champú, nada. El desodorante, nada. Eso fue lo más raro de todo. Papá me lo contó: ponerte desodorante y ser incapaz de oler algo que te pones para evitar que aparezca otro olor que tampoco puedes oler.
Estuvieron de acuerdo en que no tenía mucho sentido hacer nada hasta que volviesen a casa. Mamá ya se imaginaba que tendría que azuzar a papá para que llamase al centro de salud. Ambos compartían una reticencia a molestar a los médicos a menos que fuese por algo serio. Pero ambos creían que algo que le pasaba al otro era más serio que si les pasaba a ellos. De ahí la necesidad de azuzar. Al final, la solución acababa siendo que quien estaba sano telefoneaba para pedir cita en nombre del otro.
En esta ocasión mi padre lo hizo él mismo. Le pregunté qué le había hecho decidirse. Guardó silencio unos instantes y me dijo:
—Bueno, si quieres saberlo, hijo, tomé la decisión cuando me di cuenta de que no podía oler a tu madre.
—¿Quieres decir su perfume?
—No, no su perfume. Su piel. Su… ser.
Tenía una mirada cariñosa y ausente cuando dijo esto. A mí no me pareció embarazoso. Era simplemente un hombre que estaba cómodo con lo que sentía por su mujer. Hay algunos progenitores que hacen todo un despliegue de amor conyugal ante sus hijos: mirad, ¿veis lo jóvenes que somos todavía, lo distinguidos que parecemos? ¿A que estamos guapísimos? Mis padres no eran así en absoluto. Y yo les envidiaba mucho que no tuviesen necesidad de alardear de su cariño.
Cuando corres en nuestro grupo, hay un líder, Jake, que marca el ritmo y se asegura de que nadie se queda demasiado atrás. Delante van los cachas, que mantienen la cabeza baja, consultan sus relojes y sus pulsómetros, y si hablan, es sólo sobre niveles de hidratación y sobre cuántas calorías han quemado. En la cola van los que no están suficientemente en forma para correr y hablar al mismo tiempo. Y en medio, vamos el resto, a los que nos gusta el ejercicio y la charla. Pero hay una regla: nadie puede monopolizar a nadie, aunque salgan juntos. Y fue así como un viernes por la noche acompasé mi zancada para ponerme a la altura de Janice, nuestra más reciente incorporación. Era evidente que su equipo para correr no se lo había comprado en la tienda del pueblo a la que acudíamos el resto; su ropa era más holgada, más sedosa y lucía ribetes superfluos.
—¿Y qué te trae por nuestro pueblo?
—De hecho llevo dos años viviendo aquí.
—¿Y qué te impulsó a venir?
Recorrió unos metros y respondió:
—Un novio.
Oh. Unos metros más y aclaró:
—Un exnovio.
Ah, esto está mejor, quizá corre para huir de él. Pero no quise indagarlo. De todos modos, hay otra regla en el grupo: sólo charla ligera cuando se corre. Nada de política exterior británica y tampoco nada de temas emocionales. A veces hace que parezcamos un grupo de peluqueras, pero es una norma muy útil.
—Sólo un par de kilómetros más.
—Así sea.
—¿Te apetece tomar algo después?
Miró a uno y otro lado, y después a mí.
—Así sea —repitió con una sonrisa.
Era fácil hablar con ella, sobre todo porque yo básicamente escuchaba. Y también la miraba. Era delgada, pulcra, de cabello negro, con la manicura perfecta y una nariz ligeramente descentrada que a mí desde el primer momento me pareció muy sexy. Se movía mucho, gesticulaba, sacudía la melena, miraba aquí y allá: a mí me resultaba de lo más estimulante. Me contó que trabajaba en Londres como asistente personal de un jefe de sección de una revista femenina que a mí me sonaba vagamente.
—¿Consigues muchos ejemplares gratis?
Ella se quedó quieta y me miró. No la conocía suficientemente bien para saber si realmente la había ofendido o lo fingía.
—No me puedo creer que ésta sea la primera pregunta que me hagas sobre mi trabajo.
A mí me había parecido de lo más razonable.
—De acuerdo —repliqué—. Supongamos que ya te he hecho catorce preguntas razonables sobre tu trabajo. Pregunta número 15: ¿consigues muchos ejemplares gratis?
Ella se rio.
—¿Siempre haces las cosas en el orden equivocado?
—Sólo si así logro hacer reír a alguien —respondí.
Mis padres estaban gordos, y eran un anuncio perfecto contra la gordura. Hacían poco ejercicio y lo que hacían después de una comilona era echarse a dormir la siesta. Mi programa de ejercicio físico les parecía una excentricidad de juventud; fue la única ocasión en que reaccionaron como si yo tuviese quince años en lugar de treinta. Desde su punto de vista, el ejercicio en serio sólo era apropiado para gente como los soldados, los bomberos y los policías. Una vez, en Londres, habían pasado por delante de uno de esos gimnasios con un ventanal que permite ver las actividades que se están haciendo dentro. Está hecho con la idea de atraer la atención, pero a mis padres les pareció horripilante.
—Parecían todos tan solemnes —comentó mi madre.
—Y la mayoría de ellos llevaban auriculares y escuchaban música. O miraban unas pantallas de televisión. Como si la única manera de concentrarse para ponerse en forma fuese no concentrarse en ello.
—Estaban dominados por esas máquinas. Dominados.
Yo ya sabía que era imposible convencer a mis padres de los placeres y beneficios del ejercicio, desde una mayor agilidad mental a una mejorada capacidad sexual. Prometo que no estoy alardeando. Es cierto, está perfectamente documentado. Jake, que en vacaciones se va de acampada con una sucesión de novias, me habló de una paradoja que había descubierto. Me dijo que si caminas durante, pongamos, tres o cuatro horas, te entra apetito, disfrutas de una buena cena y la mayoría de las veces te quedas dormido en cuanto te metes en la cama. Sin embargo, si caminas durante siete u ocho horas, tienes menos hambre, pero cuando te metes en la cama, resulta que inesperadamente tienes más ganas de marcha, ambos tenéis más ganas. Tal vez haya una razón científica que lo explique. O quizá el acto de reducir las expectativas a prácticamente cero sube la libido.
No voy a especular sobre la vida sexual de mis padres. No tengo ningún motivo para pensar que no se desarrollase de otra forma que la que ellos desearon; lo cual me doy cuenta que es una manera rebuscada de decirlo. Y tampoco sé si seguían siendo felizmente activos, en un grato declive, o si el sexo era para ellos un vestigio que no echaban en falta. Como ya he dicho, mis padres se cogían de la mano siempre que les apetecía. Bailaban juntos con una suerte de concentrada gracia, deliberadamente anticuada. Y la verdad es que no necesito una respuesta a una pregunta que tampoco quiero plantear. Porque he visto la mirada de mi padre cuando hablaba de no ser capaz de oler a su mujer. Carece de relevancia si seguían o no manteniendo relaciones sexuales. Porque su intimidad seguía viva.
Cuando Janice y yo empezamos a salir juntos, solíamos ir directamente a su casa después de correr. Me decía que me quitase las deportivas y los calcetines y me tumbase en la cama, mientras ella se daba una ducha rápida. Sabiendo lo que vendría a continuación, yo a menudo ostentaba una protuberancia en los pantalones cortos cuando ella reaparecía envuelta en una toalla. ¿Sabéis que la mayoría de mujeres tienen esa artimaña de colocarse la toalla justo por encima de los pechos con un doblez que lo mantiene todo en su sitio? Janice tenía una artimaña diferente: se colocaba la toalla justo por debajo de los pechos.
—Mira lo que hay en mi cama —decía con una sonrisa nerviosa—. ¿Qué es esta bestia enorme que hay en mi cama?
Nadie me había llamado así antes, y soy tan susceptible a la adulación como cualquier hijo de vecino.
A continuación se arrodillaba sobre la cama y fingía que me inspeccionaba.
—Vaya enorme bestia sudorosa que tenemos aquí.
Me agarraba la polla por encima de los pantalones y empezaba a olfatearme, primero la frente, después el cuello, después las axilas, después me levantaba la camiseta y pasaba a lamerme el pecho y echarme el aliento, todo esto mientras tiraba de mi polla. La primera vez, me corrí en el acto. Las siguientes, aprendí a contenerme.
Y el tema era que ella no olía simplemente a recién duchada. Solía perfumarse los pechos y me los acercaba a la cara.
—Aquí tienes tus ejemplares gratuitos —decía.
Y acercaba un pezón hasta que me hacía cosquillas en la punta de la nariz y me provocaba retándome a adivinar el nombre del perfume. Yo nunca sabía la respuesta, pero de todos modos estaba en la gloria, así que normalmente me inventaba alguna marca absurda. Ya sabéis, Chanel N.° 60, o alguna cosa por el estilo.
Y ya que estamos. A veces, después de juguetear con mi nariz, se daba la vuelta encima de mí y, ya sin la toalla, se dejaba caer sobre mi cara y me bajaba los pantalones.
—¿Qué tenemos aquí? —decía con un prolongado susurro—. Tenemos a una enorme bestia sudorosa y apestosa, eso es lo que tenemos.
Y entonces me agarraba la polla y se la introducía en la boca.
El médico observó las fosas nasales de mi padre y dijo que estas cosas a menudo se curaban solas con el tiempo. Podía ser consecuencia de un virus que papá ni siquiera supiese que había cogido. Lo más aconsejable era esperar otras seis semanas más o menos. Papá esperó seis semanas, volvió y le recetaron un espray nasal. Dos chorros en cada fosa nasal, mañana y noche. Al acabar el tratamiento, todo seguía igual. El médico se ofreció a derivarlo a un especialista; evidentemente, papá no quería molestar a un especialista.
—Es bastante interesante, ¿sabes?
—¿Sí? —Estaba en casa de mis padres, oliendo un Nescafé de media mañana. No sabía que pudiese ser «interesante» que algo en tu cuerpo funcionase mal. Doloroso, irritante, aterrador, tedioso, pero no «interesante». Por eso cuido tanto mi cuerpo.
—La gente piensa en las cosas evidentes, las rosas, la salsa de carne, la cerveza. Pero yo nunca fui demasiado aficionado a oler rosas.
—Pero si no tienes olfato, tampoco tienes gusto, ¿verdad?
—Eso dicen, que el gusto es en realidad olfato. Pero en mi caso al parecer no es así. Sigo pudiendo saborear la comida y el vino. —Hizo una pausa—. No, no es exactamente así. Algunos vinos blancos me resultan más ácidos de lo que solían parecerme antes. Me pregunto por qué.
—¿Eso es lo que te resulta interesante?
—No. Es al revés. No es lo que echas de menos, es lo que no echas de menos. Es un alivio no oler el tráfico, por ejemplo. Pasas junto a un autobús parado en la plaza del mercado, con el motor encendido, echando humos. Antes aguantabas la respiración.
—Yo seguiría aguantándola, papá. ¿Respirar todos esos humos nocivos sin ni siquiera percatarte? Después de todo, la nariz estaba ahí por un motivo.
—No notas el olor de los cigarrillos, eso es otro plus. O el olor del tabaco en las personas; eso es algo que siempre he detestado. El olor corporal, las camionetas de perritos calientes, los vómitos del sábado noche en el suelo…
—La caca de perro —sugerí.
—Es curioso que menciones esto. Siempre me ha provocado arcadas. Pero el otro día pisé una y no me incomodó en absoluto limpiarla. En el pasado, hubiera puesto el zapato junto a la puerta trasera y lo habría dejado allí varios días. Oh, y ahora corto cebollas para mamá. No me provocan ningún efecto. Ni lágrimas ni nada. Eso es un plus.
—Es interesante —dije, medio en serio. De hecho, creo que es muy típica de mi padre esta habilidad para encontrar el lado positivo a casi todo. Él hubiera dicho que analizar los temas desde todos los puntos de vista formaba parte de su trabajo como abogado. Yo simplemente pensé que era un optimista incorregible.
—Pero ¿sabes?… Son cosas como salir al exterior por la mañana y olfatear el aire. Ahora yo sólo noto si hace calor o frío. Y la cera para muebles, ese olor sí lo echo de menos. Y el betún. No había pensado en esto hasta ahora. Limpiar tus zapatos sin ser capaz de oler nada, imagínatelo.
No necesitaba ni quería hacerlo. Ponerse elegiaco sobre unas latas de betún Kiwi…, anhelé no acabar nunca así.
—Y, evidentemente, también está tu madre.
Sí, mi madre.
Mis dos progenitores llevaban gafas, y a veces me los imaginaba leyendo sentados en la cama, dejando el libro o la revista y apagando la luz de la mesilla. ¿Cuándo se daban las buenas noches? ¿Antes o después de quitarse las gafas? ¿Antes o después de apagar la luz? Pero de pronto pensé: ¿no se supone que el olor es un elemento central en la excitación sexual? Las feromonas, esas cosas primarias que nos gobiernan en el preciso momento en que creemos que realmente dominamos la situación. Mi padre se quejaba de no poder oler a mi madre. Tal vez quería decir —siempre había querido decir— algo más que eso.
Jake solía decir que yo tenía olfato para los líos. Se refería a líos con las mujeres. Por eso a los treinta yo seguía soltero. Tú también, le repliqué. Sí, pero a mí me gusta así, dijo él. Jake es un tipo grandullón, larguirucho, de pelo rizado, que liga con las mujeres de un modo amable y nada agresivo. Es como si dijera: mira, aquí estoy, soy divertido, no soy una relación a largo plazo, pero probablemente te lo pasarás bien conmigo y después podremos ser amigos. Cómo se las arregla para transmitir un mensaje tan complicado con poco más que una sonrisa y una ceja enarcada es algo cuya comprensión me supera. Quizá sea cosa de las feromonas.
Los padres de Jake se separaron cuando él tenía diez años. Por eso nunca ha tenido grandes expectativas, según dice. Disfruta del momento, dice, tómate las cosas con ligereza. Es como si aplicase las reglas de su equipo de corredores al resto de su vida. Una parte de mí está impresionada por esta actitud, pero la mayor parte de mí no la desea ni la envidia.
La primera vez que Janice y yo nos peleamos, Jake me llevó a una vinatería y, mientras yo me bebía mi dosis diaria permitida de una copa, me dijo, de un modo amable y velado, que en su opinión ella era poco fiable, manipuladora y muy probablemente una psicópata. Yo le respondí que era una chica alegre y sexy, aunque complicada, a la que a veces yo no era capaz de entender, sobre todo en ese momento. Jake me preguntó, de un modo todavía más velado, si yo me había dado cuenta de que lo había intentado seducir en la cocina cuando fue a cenar a mi casa hacía tres semanas. Le respondí que estaba malinterpretando su simpatía natural. Por eso es una psicópata, replicó él.
Pero Jake a menudo llamaba a la gente psicópatas cuando simplemente eran más centrados que él, así que no me lo tomé muy en serio y un par de semanas después Janice y yo nos habíamos reconciliado. En esos primeros momentos de sexo, excitación y confianza renovados, casi le confieso lo que Jake había dicho de ella, pero me contuve. En lugar de eso, le pregunté si alguna vez se le había pasado por la cabeza salir con algún otro, y ella dijo que sí, pero sólo durante treinta segundos, así que yo aproveché su sinceridad y le pregunté con quién, y ella dijo que con nadie que yo conociese, y yo acepté esa respuesta y poco después nos prometimos.
—Te gusta Janice, ¿verdad? —le pregunté a mi madre.
—Claro que sí. Mientras te haga feliz.
—Eso suena… condicional.
—Bueno, lo es. Tiene que serlo. El amor de una madre es incondicional. El amor de una suegra es condicional. Siempre ha sido así.
—Y, entonces, ¿si me hiciera infeliz?
Mi madre no respondió.
—¿Y si yo la hago infeliz a ella?
Ella sonrió y dijo:
—Te daría una azotaina.
Tal como fueron las cosas, casi no se celebra la boda. Cada uno lo pospuso una vez, e incluso recibimos un aviso oficial de Jake por incumplir la prohibición de discusiones serias mientras corríamos. Cuando yo lo pospuse, Janice dijo que era porque me daba miedo el compromiso. Cuando ella lo pospuso fue porque tenía dudas sobre si casarse con alguien a quien le asustaba el compromiso. Es decir, que de algún modo, en ambos casos la culpa era mía.
Uno de los compañeros de bridge de mi padre le sugirió la acupuntura. Por lo visto había obrado maravillas en un colega que padecía ciática.
—Pero tú no crees en esas cosas, papá.
—Creeré en ello si me cura —replicó.
—Pero tú eres un racionalista, como yo.
—No tenemos el monopolio del conocimiento en Occidente. También saben cosas en otros países.
—Seguro —acepté. Pero sentí una suerte de alarma, como si las cosas empezasen a decaer. Necesitamos que nuestros padres sigan siendo como son, ¿no? Y más cuando nosotros mismos somos ya adultos.
—¿Recuerdas (no, eras demasiado pequeño) esas fotos de pacientes chinos a los que se les practicaba una operación a corazón abierto? Toda la anestesia con la que contaban era acupuntura y un ejemplar del Libro rojo de Mao.
—¿Qué posibilidades hay de que esas fotos fuesen un completo fraude?
—¿Por qué iban a serlo?
—La adoración a Mao. Una prueba de la superioridad del modelo chino. Y si funcionaba, mantener bajos los costes médicos.
—Lo ves, has dicho si funcionaba.
—No quería decir eso.
—Hijo, eres demasiado cínico.
—Y tú demasiado poco, papá.
Finalmente fue a ese… como sea que los acupunturistas llamen a su consultorio o clínica, en una casa en la otra punta del pueblo. La señora Rose llevaba una bata blanca, como una enfermera o un dentista; tenía unos cuarenta años y un aire sensato, según nos contó papá. Escuchó su relato, anotó los datos médicos, le preguntó si padecía estreñimiento y le explicó los principios de la acupuntura china. Salió de la habitación mientras él se desnudaba hasta quedarse en calzoncillos y se tumbaba sobre una lámina de papel con una sábana encima.
—Todo fue muy profesional —nos informó—. Lo primero que hace ella es tomarte el pulso. En la medicina china hay seis puntos de pulso, tres a cada lado. Pero los de la muñeca izquierda son más importantes, porque están conectados con los órganos principales, el corazón, el hígado y los riñones.
Yo no dije nada, tan sólo noté cómo mi alarma aumentaba.
Y sospecho que mi padre se percató de mi estado de ánimo.
—Le dije a la señora Rose: «Será mejor que se lo advierta, soy un poco escéptico», y ella me respondió que no importaba, porque la acupuntura funciona tanto si crees en ella como si no.
Con el único matiz de que con los escépticos tarda más en hacer efecto y por tanto sale más cara. Pero me abstuve de hacer el comentario. En lugar de eso, dejé que papá nos contase cómo la señora Rose midió su espalda y la marcó con un rotulador, después colocó pequeños montoncitos de algo sobre su piel y los prendió, y él tenía que avisar cuando sentía el calor, y entonces ella los retiraba. Después hubo más mediciones y marcas con el rotulador, y empezó a clavarle las agujas. Era todo muy higiénico y ella tiraba las agujas usadas en un contenedor para objetos cortantes.
Pasada una hora la acupunturista salió de la habitación, él se vistió y le pagó cincuenta y cinco libras. Después se fue al supermercado para comprar alguna cosa para la cena. Describió la sensación de estar allí como aturdido, sin saber qué era lo que quería, o más bien deseando comprar todo lo que veía. Vagó por el supermercado, comprando todo tipo de cosas, llegó a casa exhausto y tuvo que echarse una siesta.
—Así que ya ves que está claro que funciona.
—¿Quieres decir que oliste la cena?
—No, todavía es demasiado pronto, sólo he hecho una sesión. Lo que quiero decir es que claramente tiene algún tipo de efecto. Tanto físico como mental.
Pensé para mí mismo: sentirse agotado y comprar comida que no necesitas, ¿eso suena a cura?
—¿Tú qué opinas, mamá?
—Tiene todo mi apoyo para probar algo diferente si quiere hacerlo. —Alargó el brazo por encima de la mesa y le dio una palmadita, cerca de uno de esos misteriosos nuevos pulsos escondidos. No tendría que habérselo preguntado, debían de haber comentado el tema antes y llegado a un común acuerdo. Y como a esas alturas yo ya sabía muy bien, eso de divide y vencerás nunca funcionaba con mis padres.
—Si funciona, lo probaré para mi rodilla —añadió.
—¿Qué le pasa a tu rodilla, mamá?
—Oh, la tengo un poco contusionada. Tropecé y me la golpeé con las escaleras. Con la edad, cada vez doy más traspiés.
Mi madre tenía cincuenta y ocho años. Era ancha de caderas y tenía un buen centro de gravedad bajo, y nunca llevaba zapatos absurdos.
—¿Quieres decir que ya te ha pasado otras veces?
—No es nada. Sólo la edad. Nos llega a todos.
Janice me dijo una vez que en realidad nunca sabes a qué atenerte con los padres. Le pregunté qué quería decir. Me respondió que cuando por fin eres capaz de entenderlos, ya es demasiado tarde. Jamás sabrás cómo eran antes de conocerse, cuando se conocieron, antes de concebirte, después, cuando eras pequeño…
—Los niños a menudo entienden muchas cosas —dije—. De manera instintiva.
—Entienden lo que los padres les dejan que entiendan.
—No estoy de acuerdo.
—Como quieras. Pero el problema sigue siendo el mismo. Cuando crees que puedes entender a tus padres, la mayor parte de cosas importantes en sus vidas ya han sucedido. Son lo que son. O, más exactamente, son lo que han decidido ser… contigo, cuando tú estás presente.
—No estoy de acuerdo. —No podía imaginarme a mis padres convirtiéndose en otras personas en cuanto cerraban la puerta.
—¿Con qué frecuencia piensas en tu padre como un alcohólico reformado?
—Nunca. No pienso en él de este modo. Soy su hijo, no un asistente social.
—Precisamente. Tú quieres que sea simplemente un padre. Nadie es simplemente un padre, una madre. No funciona así. Probablemente hay algún secreto en la vida de tu madre que jamás has sospechado.
—Vaya disparate —dije.
Me miró.
—Creo que lo que pasa con la mayoría de las parejas con el paso del tiempo es que encuentran una manera se seguir al lado del otro que es básicamente engañosa. Es como si la relación dependiese de un autoengaño mutuamente asumido. Ese es el problema de base.
—Bueno, yo no estoy de acuerdo. —Lo que yo pensaba era: puras gilipolleces. Un autoengaño mutuamente asumido, eso no suena a cosecha propia. Es una frase que has sacado de esa revista en la que trabajas. O de algún tipo al que no te importaría follarte. Pero sólo dijo—: ¿Me estás diciendo que mis padres son unos hipócritas?
—Hablo en general. ¿Por qué siempre te lo tomas todo como algo personal?
—Entonces no entiendo lo que me estás diciendo. Y en caso de entenderlo, no comprendo por qué te quieres casar conmigo, o con cualquier otra persona.
—Así sea.
Ése era otro tema. Me empezaba a irritar que siempre utilizase esta frase.
Papá admitió que no se esperaba que la acupuntura doliese tanto.
—¿Se lo has dicho a ella?
—Desde luego. Digo: Ay.
Si la señora Rose clavaba una aguja y no obtenía la reacción esperada, volvía a la carga, cerca del punto pinchado, hasta que conseguía lo que buscaba.
—¿Y qué es?
—Es una especie de tirón magnético, una oleada de energía.
Y siempre sabes que lo ha logrado, porque es cuando más duele.
—¿Y entonces?
—Y entonces repite lo mismo en otras zonas. El dorso de las manos, los tobillos. Allí todavía duele más. En los sitios en que hay poca carne.
—Claro.
—Pero, entretanto, necesita ver cómo van creciendo tus niveles de energía, así que todo el rato está controlando los pulsos.
Y ante este comentario yo perdí la compostura.
—Oh, por el amor de Dios, papá. Sólo hay un pulso, lo sabes perfectamente. Por definición. Es el pulso del corazón, el bombeo de la sangre.
Mi padre no contestó, se limitó a aclararse ligeramente la garganta y miró a mi madre. En mi familia no armamos broncas. No nos gustan y de todos modos tampoco sabemos cómo armarlas. Así que se produjo un silencio y al cabo de un rato mi madre cambió de tema.
Veinte minutos después de su cuarta sesión, mi padre entró en un Starbucks y olió el café por primera vez en meses. Después fue a un Body Shop y compró champú para mamá y dijo que era como recibir en la cabeza los golpes de un rododendro. Casi sintió náuseas. Los olores eran tan intensos, dijo, que era como si llevasen incorporados colores brillantes.
—Bueno, ¿y qué me dices ahora?
—No sé qué decir, papá, excepto felicidades. —En realidad pensaba que se trataba de una coincidencia o de autosugestión.
—¿No pretenderás decirme que es una coincidencia?
—No, papá, en absoluto.
Para su sorpresa, la señora Rose recibió sus noticias con indiferencia, limitándose a asentir con la cabeza y a apuntar algunas cosas en su cuaderno de notas. Después le explicó cuál era su estrategia. Le proponía, si él estaba de acuerdo, sesiones quincenales, que se irían incrementando al acercarse al verano, pero ella hablaba del verano chino, no del inglés, porque basándose en la fecha de nacimiento de mi padre, ése sería el momento de máxima receptividad. Añadió que sus niveles energéticos eran más altos cada vez que le controlaba los pulsos.
—¿Te notas con más energía, papá?
—No se trata de eso.
—¿Y has olido algo desde tu última sesión?
—No.
Perfecto. Así que lo de los «niveles energéticos» no tenía nada que ver con los «niveles de energía», y que los primeros fuesen cada vez más altos no incrementaba su capacidad de percibir olores. Estupendo.
A veces me preguntaba por qué era tan duro con mi padre. Durante los tres meses siguientes, explicó sus progresos ciñéndose estrictamente a los hechos. De vez en cuando, olía algo, pero tenían que ser olores intensos para que los percibiera: jabón, café, una tostada quemada, limpiador de inodoros; un par de veces, una copa de vino tinto; una vez, para su regocijo, el olor de la lluvia. El verano chino llegó y pasó. La señora Rose le dijo que la acupuntura ya había hecho todo lo que podía hacer. Mi padre, muy en su línea, maldijo su escepticismo, pero la señora Rose le repitió que la actitud mental era irrelevante. Dado que fue ella quien propuso finalizar el tratamiento, decidí que no era una charlatana. Pero quizá se trataba más bien de que yo no quería creer que papá fuese el tipo de persona a la que puede engatusar un charlatán.
—De hecho, es tu madre la que me preocupa.
—¿Por qué?
—Parece un poco, no sé, despistada estos días. Tal vez sea sólo cansancio. En cierto modo, es más lenta.
—¿Y ella qué dice?
—Oh, ella dice que no hay nada de qué preocuparse. O que si lo hay, es simplemente hormonal.
—¿A qué se refiere?
—Esperaba que tú me lo pudieses decir.
Ese era otro detalle bonito de mis padres. No tenían esa actitud de poseer el conocimiento y el poder que algunos padres tienen. Éramos todos adultos, estábamos todos en el mismo barco.
—Probablemente no sé mucho más que tú sobre el tema, papá. Pero la experiencia me dice que lo de las «hormonas» es una palabra comodín cuando las mujeres no quieren contarte algo. Yo siempre pienso: espera un momento, ¿no tienen hormonas también los hombres? ¿Por qué nosotros no las usamos como excusa?
Mi padre soltó una risita, pero noté que su inquietud no se apaciguaba. Así que en la siguiente noche de partida de bridge, hice una visita sorpresa a mamá. Mientras estábamos sentados en la cocina, me di cuenta de inmediato de que no se había tragado la excusa de que me había dejado caer porque estaba por el vecindario.
—¿Té o café?
—Descafeinado o infusión, lo que tengas.
—Yo necesito una buena dosis de cafeína.
No sé cómo, pero saqué sin más dilaciones el tema.
—Papá está preocupado por ti. Y yo también.
—Papá padece por todo.
—Papá te quiere. Por eso se da cuenta de que algo te pasa. Si no te quisiera, no se daría cuenta.
—No, supongo que tienes razón.
La miré, pero ella tenía la mirada perdida en alguna otra parte. Tuve la absoluta certeza de que estaba pensando sobre lo que era sentirse amada. Podría haber sentido envidia, pero no fue así.
—Dime qué te pasa, y no me vengas con las hormonas.
Sonrió y dijo:
—Estoy un poco cansada. Un poco torpe. Eso es todo.
Cuando llevábamos unos dieciocho meses casados, Janice me acusó de no ser franco. Evidentemente, tratándose de Janice, no lo planteó con esta franqueza. Me preguntó por qué siempre prefería discutir sobre problemas poco importantes en lugar de abordar los importantes. Le respondí que no creía que fuese así, pero en cualquier caso, los grandes temas en ocasiones son tan grandes que uno tiene muy poco que decir sobre ellos, mientras que es más fácil discutir sobre las pequeñas cosas. Y a veces creemos que «éste» es el problema, pero en realidad el problema es «ese otro», que hace que «éste» resulte trivial. Ella me miraba como uno de mis alumnos más insolentes, y dijo que eso era típico, una típica justificación de mi capacidad evasiva habitual, de mi negativa a afrontar los hechos y abordar los problemas. Me dijo que siempre podía oler una mentira en mí. De hecho, lo dijo exactamente así.
—Muy bien, de acuerdo —respondí—. Pues seamos francos. Abordemos los problemas. Tú tienes un amante y yo tengo una amante. ¿Esto es o no es afrontar los hechos?
—Eso es lo que tú crees que es. Haces que parezca la revelación total.
Y entonces me explicó la falsedad de mi aparente candor y las diferencias entre nuestras infidelidades —la suya nacida de la desesperación, la mía de la venganza—, y lo sintomático que resultaba que yo considerase que las aventuras adúlteras eran el tema significativo, más que las circunstancias que llevaron a ellas. Y así completamos el círculo de las acusaciones iniciales.
¿Qué buscamos en una pareja? ¿A alguien parecido a nosotros o a alguien diferente? ¿Alguien como nosotros pero diferente, a alguien diferente pero como nosotros? ¿Alguien que nos completa? Oh, ya sé que no se puede generalizar, pero aun así… El tema es: si buscamos a alguien que haga buena pareja con nosotros, sólo pensamos en aquellos aspectos que casan bien. ¿Pero y aquellos aspectos que no casan bien? ¿Habéis pensado alguna vez que en ocasiones nos arrimamos a las personas que tienen los mismos defectos que nosotros?
Mi madre. Cuando ahora pienso en ella, me viene una frase a la cabeza, una que yo utilicé cuando papá no paraba de hablar de sus seis pulsos chinos. Papá, le dije, sólo hay un pulso, el pulso del corazón, el bombeo de la sangre. Las fotografías de mis padres a las que les tengo más cariño son las de antes de que yo naciera. Y —gracias, Janice— creo que sé cómo eran en aquel entonces.
Mis padres sentados en una playa de guijarros en alguna parte del mundo, el brazo de él sobre los hombros de ella; él lleva una chaqueta con parches de cuero en los codos; ella, un vestido de lunares, y miran a la cámara rebosantes de apasionado optimismo. Mis padres durante su luna de miel en España, con montañas detrás de ellos, ambos con gafas de sol, de modo que tienes que adivinar cómo se sienten por su actitud, la evidente relajación de ambos juntos, y el pícaro detalle de que mi madre tiene una mano metida en el bolsillo del pantalón de mi padre. Y después una foto que debió de significar mucho para ellos, pese a sus defectos: los dos en una fiesta, claramente más que ligeramente ebrios, con esos ojos rojos de ratón que produce el flash. Mi padre luce unas absurdas patillas con forma de chuleta de cordero; mamá, pelo ensortijado, unos enormes pendientes de aro y un caftán. Ninguno de los dos tiene pinta de poder madurar lo suficiente para afrontar la paternidad. Supongo que es la primera foto que les hicieron juntos, la primera vez que son oficialmente retratados compartiendo el mismo espacio, respirando el mismo aire.
En el aparador también hay una foto en la que aparezco yo con mis padres. Tengo cuatro o cinco años y estoy de pie entre ellos dos, con la expresión de un niño al que le han dicho que mire al pajarito, o como sea que se lo hayan dicho: concentrado, pero al mismo tiempo sin entender del todo lo que está sucediendo. Tengo en la mano una regadera de juguete, aunque no recuerdo que me regalasen un juego infantil de jardinería, o de hecho, que tuviese el más mínimo interés, real o inducido, en la jardinería.
Ahora, cuando contemplo esa foto —mi madre mirándome con aire protector, mi padre sonriendo a la cámara, con una copa en una mano y un cigarrillo en la otra— no puedo evitar pensar en las palabras de Janice. Sobre que los padres deciden lo que son antes de que el niño sea consciente de ello, sobre cómo crean un muro que el niño nunca logrará sobrepasar. Fuese o no intencionado, había algo venenoso en sus comentarios: «Tú quieres que sea simplemente un padre. Nadie es simplemente un padre, una madre.» Y más adelante: «Probablemente hay algún secreto en la vida de tu madre que jamás has sospechado.» ¿Qué tengo que hacer con este comentario? ¿Aunque siguiera la pista y descubriese que no llevaba a ninguna parte?
No hay nada extravagante ni raro en la vida de mi madre y nada —Janice, toma nota, por favor—, nada neuróticamente dramático. Su presencia llena una habitación, tanto si habla como si no. Y es una persona a la que pedirías ayuda si algo fuese mal. Una vez, cuando yo era pequeño, se hizo un corte profundo en el muslo. No había nadie más en casa. La mayoría de la gente hubiese llamado a una ambulancia, o al menos molestado a papá en el trabajo. Pero mamá cogió una aguja y un poco de hilo quirúrgico, apretó la herida y se la cosió. Y haría lo mismo por ti sin despeinarse. Así es ella. Si hay algún secreto en su vida, probablemente sea que ayudó a alguien y nunca se lo contó a nadie. Así que lo que digo, Janice, es: que te jodan.
Mis padres se conocieron cuando papá recibió el título de abogado. Papá solía decir que tuvo que luchar contra varios rivales. Pero mamá sostenía que no hubo ninguna guerra que librar, porque ella tenía las cosas perfectamente claras desde el día que se conocieron. Sí, replicaba entonces papá, pero los otros pretendientes no lo veían así. Mi madre lo miraba cariñosamente, y yo nunca sabía a cuál de los dos tenía que creer. O tal vez ésta sea la definición de un matrimonio feliz: las dos partes dicen la verdad, aun cuando sus versiones sean incompatibles.
Evidentemente, mi admiración por su matrimonio está en parte condicionada por el fracaso del mío. Tal vez su ejemplo me hizo creer que era más sencillo de lo que ha resultado ser. ¿Creéis que hay gente que está especialmente dotada para el matrimonio, o es tan sólo cuestión de suerte? Aunque supongo que se puede decir que es una suerte gozar de este talento. Cuando le comenté a mamá que Janice y yo estábamos pasando una mala época e intentábamos esforzarnos por salvar nuestro matrimonio, dijo:
—Nunca he entendido lo que quiere decir eso. Si te gusta tu trabajo, no lo percibes como un esfuerzo. Si te gusta tu matrimonio, no lo percibes como un esfuerzo. Supongo que puedes esforzarte para que vaya bien, soterradamente. Pero no lo vives como un esfuerzo —repitió. Y después de una pausa—: Y no es que tenga nada en contra de Janice.
—No hablemos de Janice —dije—. Ya he hablado suficiente de Janice con la propia Janice. Sea lo que sea lo que hayamos aportado a este matrimonio, lo que está endemoniadamente claro es que no vamos a llevarnos nada, excepto la parte que legalmente nos corresponda del dinero.
Uno pensaría, ¿no es así?, que si eres hijo de un matrimonio feliz, tú deberías gozar de un matrimonio por encima de la media, sea por cierta herencia genética o porque has aprendido de su ejemplo. Pero al parecer la cosa no funciona así. Así que tal vez necesitas el ejemplo contrario, ver errores para no cometerlos tú. Sólo que eso significaría que la mejor manera de que los padres se aseguren de que sus hijos tendrán matrimonios felices sería que el suyo fuese infeliz. Así que ¿cuál es la respuesta? No lo sé. Lo único que sé es que no culpo a mis padres, ni, en realidad, tampoco culpo a Janice.
Mi madre prometió que pediría cita con su médico si papá visitaba a un especialista para tratarse su anosmia. Mi padre era típicamente reticente. Había gente que estaba mucho peor que él, decía. Él como mínimo podía saborear su comida, mientras que para algunos afectados por la anosmia la cena era como mascar cartón y plástico. Había consultado en internet y descubierto casos incluso más extremos, por ejemplo de alucinaciones olfativas. Imaginad que la leche fresca de repente oliese y supiese a agrio, el chocolate te provocase arcadas o la carne te pareciese una esponja empapada de sangre.
—Si te dislocas el dedo —replicó mi madre—, no te niegas a ir a que te lo miren porque alguna otra persona se ha roto la pierna.
Y así se llegó a un pacto. Empezaron las esperas y la burocracia, y ambos acabaron teniendo programada una resonancia magnética la misma semana. Me pregunto cuál es el índice de probabilidad de que esto suceda.
No estoy seguro de que lleguemos a saber nunca cuándo exactamente nuestro matrimonio llega al punto final. Recordamos ciertas etapas, transiciones, peleas: incompatibilidades que crecen hasta que son irresolubles o resulta imposible seguir viviendo con ellas. Creo que la mayor parte del tiempo, cuando Janice me atacaba —o, tal como ella lo plantearía, los momentos en que yo dejaba de prestarle atención y desaparecía—, nunca pensé en serio que eso sería, o podía ser, lo que motivase el final de nuestro matrimonio. Fue sólo cuando, por alguna razón que se me escapa, ella se volvió contra mis padres cuando empecé a pensar: oh, vaya, ahora sí que ha traspasado la línea. Es cierto que habíamos estado bebiendo. Y sí, se había superado el límite que me había autoimpuesto, se había superado de calle.
—Uno de tus problemas es que consideras que tus padres son el matrimonio perfecto.
—¿Y por qué éste es uno de mis problemas?
—Porque hace que creas que tu matrimonio es peor de lo que es en realidad.
—Oh, así que la culpa es suya, ¿no?
—No, tus padres son buena gente.
—¿Pero?
—He dicho que son buena gente. No he dicho que sus pedos huelan a rosas.
—Pero tú no consideras que los pedos de nadie huelan a rosas, ¿verdad?
—Bueno, pues no. Pero me cae bien tu padre, siempre ha sido agradable conmigo.
—¿Lo cual significa?
—Significa que para las madres sólo cuentan sus hijos. ¿Tengo que deletreártelo?
—Creo que acabas de hacerlo.
Unas semanas después, un sábado por la tarde, mamá telefoneó bastante nerviosa. Había ido a una feria de antigüedades en un pueblo cercano para comprarle a papá un regalo de cumpleaños, de regreso tuvo un pinchazo, se las arregló para llevar el coche hasta la gasolinera más cercana y se encontró —nada especialmente sorprendente— que los cajeros se negaban a salir del mostrador. De todos modos, probablemente tampoco debían de saber cómo cambiar una rueda. Papá había dicho que iba a echarse una siesta y…
—No te preocupes, mamá. Voy para allá. Dame diez, quince minutos.
Yo no tenía ningún otro compromiso. Pero antes de que pudiese colgar, Janice, que había estado escuchando el final de la conversación, me gritó:
—¿Por qué no puede llamar a la jodida Asociación Automovilística o al RAC?
Era evidente que mamá lo habría oído y que eso era precisamente lo que pretendía Janice.
Colgué.
—Tú también puedes venir —le dije—. Y ponerte debajo del coche mientras lo levanto con el gato.
Mientras cogía las llaves, pensé para mis adentros: se acabó, hasta aquí hemos llegado.
A la mayoría de la gente no les gusta molestar al médico. Pero a la mayoría de la gente no le gusta la idea de estar enfermos. Y la mayoría de la gente no quiere ser acusada, ni siquiera implícitamente, de hacer perder el tiempo al médico. Así que, en teoría, acudir al médico es una situación con premio seguro: tanto si sales con la confirmación de que gozas de buena salud, como si resulta que no has hecho perder el tiempo al médico. La resonancia de mi padre reveló una sinusitis crónica para la que le prescribieron antibióticos, además de más espray nasal; más allá de esto, quedaba la posibilidad de una operación. En cuanto a mi madre, después de realizarle un análisis de sangre, un electromiograma y la resonancia magnética, se le diagnosticó una dolencia neurológica que afectaba al sistema motriz.
—Prométeme que cuidarás de tu padre.
—Por supuesto, mamá —le aseguré, sin saber si hablaba a corto o a largo plazo. Y sospecho que le pidió lo mismo a papá con respecto a mí.
—Mira a Stephen Hawking —dijo mi padre—. Lleva cuarenta años con esta enfermedad.
Supuse que se había metido en la misma web que yo, de donde también podía haber sacado el dato de que el cincuenta por ciento de las personas que sufren la Enfermedad de las Motoneuronas fallecen antes de los catorce meses.
Papá estaba indignado por el modo como habían conducido el tema en el hospital. El neurólogo acababa de exponerles sus conclusiones y sin perder un minuto acompañaron a mamá y papá a una sala donde guardaban accesorios varios y les mostraron la silla de ruedas y otros artilugios que se harían necesarios a medida que su estado de salud se fuese inevitablemente deteriorando. Papá dijo que era como si les hubiesen metido en una mazmorra con útiles de tortura. Estaba muy alterado, creo que sobre todo por mamá. Pero ella, según me contó él, se lo tomó todo con mucha calma. Pero había trabajado en ese hospital durante quince años y sabía perfectamente lo que había en esas salas.
Me costaba mucho hablar con papá de todo lo que estaba pasando, y lo mismo le sucedía a él. Yo no paraba de pensar: mamá se muere, pero papá la pierde. Pensé que si repetía la frase suficientes veces, acabaría teniendo sentido. O impediría que sucediese lo que iba a suceder. O algo así. También pensé: mamá es la persona a la que acudimos cuando algo va mal, así que ¿a quién acudiremos cuando algo vaya mal en el proceso de una enfermedad? Mientras tanto —a la espera de respuestas—, papá y yo hablamos de las necesidades diarias de mamá; quién cuidaría de ella, cómo estaría de ánimo, qué diría, y el tema de la medicación (o más bien de la falta de ella, y si debíamos presionar para que le recetaran Riluzole). Podíamos, y lo hicimos, discutir sobre estos temas una y otra vez. Pero la catástrofe en sí misma —su repentina aparición, la duda de si deberíamos haber sido capaces de verla venir, cuánto tiempo hacía que mamá padecía la enfermedad, la prognosis, el inevitable final— sólo éramos capaces de abordarla muy de vez en cuando. Quizá estuviésemos demasiado agotados. Necesitábamos hablar de cosas triviales, como el efecto que tendría en la economía local la propuesta de construir una carretera de circunvalación. O le preguntaba a papá por su anosmia y ambos fingíamos que seguía siendo un tema interesante. Al principio, los antibióticos habían funcionado, provocando que los olores volviesen en tromba; pero rápidamente —al cabo de unos tres días— dejaron de hacer efecto. Papá, comportándose como solía, al principio no me dijo nada; me dijo que le parecía una broma irrelevante comparado con lo que le estaba pasando a mamá.
Leí en alguna parte que a las personas próximas a alguien gravemente enfermo a menudo les da por ponerse a hacer crucigramas o rompecabezas en las horas que pasan fuera del hospital. Por una razón: carecen de la concentración necesaria para hacer nada más serio; pero hay otro motivo. Consciente o inconscientemente necesitan centrarse en algo que tenga reglas, respuestas y una solución final; algo que se puede controlar. Evidentemente, la enfermedad tiene sus leyes y normas, y a veces sus respuestas, pero uno no la ve así cuando está sentado junto al lecho del enfermo. Y después está la inamovible esperanza. Incluso cuando se ha agotado toda esperanza en la curación, queda la esperanza en otras cosas, algunas concretas, otras no. La esperanza implica incertidumbre, y persiste incluso cuando te han dicho que sólo hay una respuesta, una certeza, única e inaceptable.
Yo no hacía crucigramas ni rompecabezas; no tengo cabeza, o paciencia, para este tipo de cosas. Pero me obsesioné más con mi programa de ejercicios. Levantaba más pesas y aumenté mi permanencia en la máquina para correr. En las marchas de los viernes, pasé a la primera fila del pelotón, con los cachas que no mantienen conversaciones. Me sentía cómodo allí. Llevaba mi pulsómetro, comprobaba mi pulso, consultaba el reloj y de vez en cuando hablaba de las calorías que había quemado. Acabé estando más en forma que en ningún otro momento de mi vida. Y a veces —por disparatado que pueda parecer— eso parecía ser la solución a todo.
Subarrendé mi apartamento y me instalé de nuevo en casa de mis padres. Sabía que mamá estaría en contra —por mí, no por ella—, así que me limité a presentárselo como un fait accompli. Papá pidió una excedencia en su oficina; yo corté con toda actividad extracurricular; pedimos ayuda a amigos y después a enfermeras. La casa se llenó de pasamanos y después de rampas para la silla de ruedas. Trasladamos a mamá a la planta baja. Papá no pasó ni una noche lejos de ella, hasta que la internaron en el hospital para enfermos terminales. Recuerdo esa época como de pánico absoluto, pero también como un periodo pautado por una rigurosa lógica diaria. Uno seguía esa lógica y eso parecía mantener el pánico bajo control.
Mamá era asombrosa. Sé que estadísticamente quienes padecen la Enfermedad de las Motoneuronas tienen menos tendencia a sentirse deprimidos por su situación que los pacientes de otras enfermedades degenerativas, pero aun así… No pretendía ser más valiente de lo que era; no le daba apuro llorar delante de nosotros; no hacía bromas para intentar animarnos. Afrontaba lo que le estaba pasando con sobriedad, sin acobardarse ni dejar que la superase esa cosa que iba a aplastarle todos los sentidos, uno a uno. Rememoraba detalladamente para sí misma —y para nosotros— su vida y nuestras vidas. Jamás mencionó a Janice ni aludió a sus esperanzas de que finalmente yo le hubiese dado nietos. No nos exigía nada, ni nos pedía que le prometiésemos cumplir con algo cuando ella ya no estuviese. Hubo una fase en la que se debilitó dramáticamente, y su respiración parecía la de alguien que está subiendo a la cima del Everest; entonces me pregunté si pensaba en aquel lugar de Suiza donde puedes acabar tus días decentemente. Pero lo descarté: no querría causarnos tantas molestias. Ese era otro signo de que seguía llevando las riendas —hasta donde le era posible— de su propia muerte. Fue ella quien se aseguró de que la plaza en el hospital de terminales estuviese reservada, y nos dijo que era mejor ir allí cuanto antes, porque nunca puedes predecir cuándo se liberan camas.
Cuanto más importante es el tema, menos se puede decir. No sentir, pero sí decir. Porque está tan sólo el hecho en sí mismo y tus sentimientos acerca de ese hecho. Nada más. Mi padre, enfrentado a su agnosia, podía encontrar razones para que esa desventaja, vista desde la perspectiva adecuada, se convirtiese en una ventaja. Pero la enfermedad de mi madre entraba en una categoría que estaba mucho más allá de todo esto, más allá de la racionalidad; era algo enorme, mudo y enmudecedor. No había contraargumento posible. Ni se trataba de un problema de no dar con las palabras adecuadas. Las palabras están siempre ahí, y son siempre las mismas palabras, palabras sencillas. Mamá se muere, pero papá la pierde. Siempre lo decía con un «pero» en medio, no con una «y».
Me llevé una sorpresa al recibir una llamada de Janice.
—Me he enterado de lo de tu madre y lo siento muchísimo.
—Vale.
—¿Hay algo que pueda hacer?
—¿Quién te lo ha contado?
—Jake.
—No estás viéndote con Jake, ¿verdad?
—No me estoy viendo con él en el sentido en el que tú lo estás preguntando. —Pero lo dijo con un tono juguetón, como si le excitase la posibilidad, incluso en estos momentos, de provocarme un ataque de celos.
—No, no te pregunto nada.
—Acabas de hacerlo.
La Janice de siempre.
—Gracias por tu apoyo —dije, con un tono tan formal como fui capaz—. No, no hay nada que puedas hacer, y no, a ella no le gustaría que la visitases.
—Así sea.
El verano en que mamá agonizaba era caluroso, y papá llevaba esas camisas de manga corta que solía usar. Las lavaba a mano y después bregaba con la plancha de vapor. Una tarde en que me percaté de que estaba agotado e intentaba, sin éxito, colocar el canesú de la camisa sobre el borde en punta de la tabla de plancha, le dije:
—Sabes que las podrías llevar a la lavandería, ¿verdad?
No me miró, se limitó a seguir planchando la camisa húmeda.
—Soy perfectamente consciente —respondió finalmente— de que esos negocios existen. —Un ligero sarcasmo adquiría en mi padre la fuerza de la ira en cualquier otra persona.
—Disculpa, papá.
Entonces sí se detuvo y me miró.
—Es muy importante —me dijo— que ella me vea pulido y arreglado. Si empezase a ir desaliñado, ella se daría cuenta, y pensaría que no soy capaz de valerme por mí mismo. Y no debe pensar que no soy capaz de hacerlo. Porque eso la contrariaría.
—Tienes razón, papá. —Me sentí reprendido. Me sentí, por una vez, como un niño.
Después se acercó y se sentó conmigo. Yo tomaba una cerveza; él, un prudente dedo de whisky. Mamá llevaba tres días en el hospital de terminales. Esa tarde parecía tranquila, y nos mandó a casa con un simple guiño.
—Por cierto —dijo papá, dejando su vaso sobre un posavasos—. Siento que a tu madre no le gustase Janice. —Ambos escuchamos el tiempo verbal. «Guste» era el que él pretendía utilizar en la frase, pero ya era demasiado tarde.
—No lo sabía.
—Ah. —Mi padre hizo una pausa—. Perdón. Ahora… —No fue necesario que continuase.
—¿Por qué no?
Frunció los labios, como supongo que hacía cuando algún cliente le contaba alguna insensatez, como: «Sí, después de todo, yo estaba en la escena del crimen.»
—Vamos, papá. ¿Fue por lo del incidente del garaje? Lo del pinchazo.
—¿Qué pinchazo?
Así que no se lo había contado.
—A mí siempre me gustó Janice. Tenía… chispa.
—Sí, papá. Has dado en el clavo.
—Tu madre decía que, en su opinión, Janice era el tipo de chica que sabía cómo hacer que la gente se sintiese culpable.
—Sí, era particularmente buena en eso.
—Solía quejarse a tu madre de lo difícil que era vivir contigo, dando a entender de algún modo que eso era culpa de tu madre.
—Debería haber estado agradecida. Hubiera sido mucho más difícil vivir conmigo de no ser por el amor de mamá. —Otro error provocado por la fatiga—. De vosotros dos, quiero decir.
Mi padre no se tomó la corrección a mal. Dio un sorbo a su bebida.
—¿Y qué más, papá?
—¿No es suficiente?
—Tengo la sensación de que te callas algo.
Mi padre sonrió.
—Sí, hubieras sido un buen abogado. Bueno, eso sucedió hacia el final de…, de tu…, cuando Janice ya no era ella misma.
—Pues suéltalo y nos reiremos juntos.
—Le dijo a tu madre que creía que tú eras un poco psicópata.
Puede que sonriera, pero no me reí.
Vimos a tanta gente en el hospital y en el hospital para desahuciados que ya no recuerdo quién nos dijo que cuando alguien se está muriendo, cuando todo el sistema está apagándose, los últimos sentidos que siguen funcionando normalmente son el oído y el olfato. En aquel entonces mi madre estaba ya prácticamente inmóvil, y la cambiaban de postura cada cuatro horas. Llevaba una semana sin hablar, y ya no mantenía los ojos abiertos. Había dejado claro que cuando el movimiento reflejo de tragar se debilitase, no quería que le pusiesen una sonda gástrica. El cuerpo agonizante puede seguir funcionando bastante tiempo sin la papilla de nutrientes que les gusta bombear hacia su interior.
Mi padre me contó que había ido al supermercado y había comprado varios paquetes de hierbas frescas. En el hospital de desahuciados corrió las cortinas alrededor de la cama. No quería que nadie más fuese testigo de ese momento de intimidad. No le daba vergüenza —a mi padre nunca le había avergonzado mostrar en público el amor que sentía por su mujer—, simplemente quería privacidad. La privacidad de la pareja.
Me los imagino juntos, mi padre sentado en la cama, besando a mi madre, sin estar seguro de si ella lo notaba, hablándole, sin saber si ella escuchaba sus palabras, ni si, en caso de escucharlas, las entendía. No tenía forma de saberlo, ella no podía hacérselo saber de ningún modo.
Me lo imagino preocupado por el ruido del plástico al rasgarse en el momento de abrir las bolsitas y lo que ella pudiese pensar que estaba sucediendo. Me lo imagino solventando el problema con unas tijeras que habría llevado con él para abrir las bolsas. Me lo imagino diciéndole que le había llevado algunas hierbas para que las oliese. Me lo imagino enrollando con dos dedos una hoja de albahaca hasta convertirla en un rollito para colocársela justo debajo de las fosas nasales. Me lo imagino aplastando tomillo entre el pulgar y el índice, y después romero. Me lo imagino nombrando cada una de las hierbas, convencido de que ella podía olerías, y aferrado a la esperanza de que le proporcionasen regocijo, le recordasen el mundo y lo mucho que había disfrutado en él, tal vez incluso una ocasión en una ladera o pendiente llena de matorrales en un país extranjero cuando sus pisadas levantaron un aroma de tomillo. Me lo imagino aferrado a la esperanza de que recibiese esos olores como una terrible burla, al recordarle el sol que ya no podía ver, los jardines por los que ya no podía caminar, las aromáticas comidas de las que ya no podía disfrutar.
Tengo la esperanza de que no imaginase estas últimas cosas. Tengo la esperanza de que estuviese convencido de que en sus últimos días a ella sólo se le otorgó lo mejor, los pensamientos más felices.
Un mes después del fallecimiento de mi madre, mi padre acudió a su última cita con el otorrinolaringólogo.
—Me dijo que podía operarme, pero que no podía prometerme más de un 60/40 de posibilidades de éxito. Le dije que no quería operarme. Me dijo que en mi caso se resistía a tirar la toalla, sobre todo porque mi anosmia era sólo parcial. Creía que mi olfato estaba esperando a que alguien lo trajese de vuelta.
—¿Cómo?
—Más de lo mismo. Antibióticos y espray nasal. Con unas dosis ligeramente diferentes. Le di las gracias, pero le dije que no, gracias.
—Muy bien. —No dije nada más. Era su decisión.
—¿Sabes?, si tu madre…
—No pasa nada, papá.
—No, sí que pasa. Si ella…
Le miré, vi cómo reprimía las lágrimas detrás de los cristales de sus gafas y después las dejaba ir y se deslizaban por sus mejillas hasta la barbilla. Dejaba que cayeran, estaba acostumbrado a ellas, no le incomodaban. Tampoco a mí.
Volvió a empezar:
—Si ella… Entonces yo no…
—Claro, papá.
—Creo que eso ayuda, en cierto modo.
—Claro, papá.
Levantó las gafas de los pliegues de piel sobre los que reposaban, y las últimas lágrimas resbalaron por los flancos de su nariz. Se pasó el dorso de la mano por las mejillas.
—¿Sabes lo que me dijo ese maricón de otorrino cuando le dije que no quería operarme?
—No, papá.
—Se sentó y meditó un momento. Y entonces me dijo: «¿Tiene usted alarma contra incendios?» Le respondí que no. Y él dijo: «Creo que podría conseguir que el ayuntamiento se la pagase. Con sus fondos para personas discapacitadas.» Le dije que no sabía nada de eso. Y él continuó: «Pero supongo que yo le recomendaría una alarma de la máxima calidad, y ellos no querrían asumir el coste.»
—Parece una conversación de lo más surrealista.
—Lo fue. Después me dijo que no quería pensar en que yo estaba durmiendo y que sólo me daba cuenta de que la casa estaba en llamas cuando el calor me despertara.
—¿Le arreaste un puñetazo, papá?
—No, hijo. Me levanté, le di la mano y le dije: «Supongo que eso sería una solución.»
Me imagino a mi padre allí, sin enfadarse, levantándose, dándole la mano, volviéndose, marchándose. Me lo imagino.