CARCASONA

En el verano de 1839 un hombre pega el ojo a un telescopio e inspecciona la ciudad costera brasileña de Laguna. Es un líder guerrillero extranjero cuyos recientes éxitos han conducido a la rendición de la flota imperial. El libertador está a bordo del capturado buque insignia, una goleta de siete cañones por banda llamada Itaparica, ahora anclada en la laguna de la que la ciudad toma su nombre. El telescopio ofrece una panorámica del montañoso barrio conocido como Barra, que cuenta con unos pocos edificios sencillos pero pintorescos. En el exterior de uno de ellos está sentada una mujer. En cuanto la ve, el hombre, tal como lo expresó después, «inmediatamente di órdenes de que prepararan el bote, porque quería ir a tierra».

Anita Ribeiro tenía dieciocho años, era descendiente de portugueses e indios, de cabellos oscuros y grandes pechos, «un porte viril y un rostro decidido». Debía de conocer el nombre de la guerrilla, ya que había ayudado a liberar su pueblo natal. Pero la búsqueda por parte del hombre de la joven y de la casa fue en vano, hasta que se topó por casualidad con un tendero al que conocía, que le invitó a entrar para tomar café. Y allí, como si le estuviese esperando, estaba ella. «Ambos permanecimos embelesados y en silencio, mirándonos fijamente como dos personas que no era la primera vez que se encontraban y que buscan en el rostro del otro algo que les facilite recordar el pasado olvidado.» Así es como él lo contó, muchos años después, en su autobiografía, en la que menciona una razón adicional para su embelesado silencio: él sabía muy poco portugués, y ella nada de italiano. Así que él la saludó finalmente en su propio idioma: «Tu devi esser mia.» Tienes que ser mía. Sus palabras superaron el problema de la inmediata comprensión: «Había creado un vínculo, pronunciado una sentencia que sólo la muerte podía anular.»

¿Puede haber un encuentro más romántico que éste? Y dado que Garibaldi fue uno de los últimos héroes románticos de la historia europea, no nos pongamos a discutir los detalles circunstanciales. Por ejemplo, él tenía que ser capaz de hablar un portugués pasable, ya que había estado combatiendo en Brasil durante años; y, por ejemplo, Anita, a pesar de su edad, no era una tímida doncella, sino una mujer que llevaba varios años casada con un zapatero local. Olvidémonos también del corazón del marido y del honor de la familia, de si hubo violencia o si se ofreció dinero cuando, varias noches después, Garibaldi bajó a tierra y se llevó a Anita. En lugar de eso, aceptemos que eso era lo que ambos deseaban con toda su alma, y que en los lugares y los tiempos en que la justicia es aproximada, la posesión es lo que cuenta.

Se casaron en Montevideo, tres años más tarde, después de haber escuchado informaciones sobre la probable muerte del zapatero. Según el historiador G. M. Trevelyan, «pasaron la luna de miel en ingenios de guerra anfibios a lo largo de la costa y en la laguna, combatiendo cuerpo a cuerpo contra graves adversidades». Tan buena a caballo como él, e igualmente valiente, ella fue su compañera en la guerra y en el matrimonio durante diez años; para sus tropas ella era talismán, estímulo, enfermera. El nacimiento de cuatro hijos no entorpeció su devoción por la causa republicana, primero en Brasil, después en Uruguay y finalmente en Europa. Estuvo junto a Garibaldi en la defensa de la República Romana, y tras la derrota, en la retirada a través de los Estados Papales hasta la costa adriática. Durante la huida, se sintió mortalmente enferma. Garibaldi, aunque se le urgió a huir solo, permaneció junto a su esposa; juntos esquivaron a los casacas blancas austriacos en las marismas de los alrededores de Rávena. En sus últimos días de vida, Anita se agarró con fuerza a la «no dogmática religión de su marido», un hecho que adquiere en Trevelyan una formidable dimensión romántica: «Al morir sobre el pecho de Garibaldi, no necesitó sacerdote alguno.»

Hace algunos años, en un congreso de libreros en Glasgow, me encontré conversando con dos australianas, una novelista y una cocinera. O más bien, escuchando, ya que estaban hablando sobre el efecto de diversas comidas en el gusto del esperma masculino. «Canela», dijo la novelista con complicidad. «No, sola no», replicó la cocinera. «Necesitas frambuesas, moras y canela, es la mejor combinación.» Y añadió que siempre reconocía a los devoradores de carne. «Créeme, lo sé. Una vez hice una cata a ciegas.» Dudando sobre si intervenir en la conversación, mencioné los espárragos. «Sí», replicó la cocinera. «Se notan en la orina, pero también en la eyaculación.» Si no hubiese transcrito poco después esta conversación, pensaría que estaba recordando un sueño erótico.

Un psiquiatra amigo mío sostiene que hay una correlación directa entre el interés por la comida y el interés por el sexo. El gourmet lujurioso es prácticamente un cliché; mientras que la aversión a la comida va a menudo acompañada de la apatía erótica. En lo que concierne a las capas medias del espectro, puedo pensar en gente que, debido a los círculos en los que se mueven, exageran su interés por la comida; a menudo son el mismo tipo de personas que (de nuevo por la presión del entorno) proclaman más interés por el sexo del que realmente tienen. Me vienen a la cabeza algunos contraejemplos: parejas cuyo apetito por comer, cocinar y probar restaurantes ha llegado a suplantar el apetito sexual, y para las que la cama, después de una comida, es un lugar de reposo, no de actividad. Pero en conjunto, diría que hay bastante de cierto en esta teoría.

La expectativa de una experiencia gobierna y distorsiona la propia experiencia. Puedo no saber nada sobre el sabor del esperma, pero sí sé sobre el sabor del vino. Si alguien te pone delante una copa de vino, es imposible acercarse a ella sin ideas preconcebidas. Para empezar, es posible que no te guste el producto. Pero suponiendo que sí, intervienen muchos factores subliminales antes de que tomes el primer sorbo. De qué color es el vino, a qué huele, en qué tipo de copa está servido, cuánto cuesta, quién lo paga, dónde estás, de qué humor estás, si has probado o no este vino antes. Es imposible no tener en cuenta toda esta información previa. El único modo de eludirla es radical. Si tienes los ojos vendados y alguien te coloca una pinza de ropa en la nariz y te entrega una copa, entonces, aunque seas el mayor experto mundial, serás incapaz de decir las cosas más básicas sobre ese vino. Ni siquiera si es tinto o blanco.

De todos nuestros sentidos, es el que tiene más amplias aplicaciones. Desde una fugaz impresión en la lengua a una docta respuesta estética a un lienzo. Es, además, el que más nos define. Podemos ser mejores personas o peores, felices o amargados, triunfadores o fracasados, pero lo que somos, dentro de estas amplias categorías, el cómo nos definimos a nosotros mismos en oposición a cómo somos genéticamente definidos, es lo que llamamos «gusto». Y sin embargo la palabra —tal vez por la amplitud de su perímetro— engaña fácilmente. «Gusto» puede implicar reflexión pausada, mientras que sus derivados —de buen gusto, el buen gusto, sin gusto, el mal gusto— nos introducen en un mundo de minúsculos matices de esnobismo, valores sociales y envoltorio. El verdadero gusto, el gusto esencial, es mucho más instintivo e irreflexivo. Dice: yo, aquí, ahora, esto, tú. Dice: arriad el bote y llevadme a tierra. Dowell, el narrador de El buen soldado de Ford Madox Ford, dice a propósito de Nancy Rufford: «Simplemente deseaba casarme con ella como algunas personas desean ir a Carcasona.» Enamorarse es la más intensa expresión de gusto que conocemos.

Y, sin embargo, nuestro idioma no parece ser capaz de plasmar ese momento adecuadamente. No tenemos un equivalente para el coup de foudre, la sacudida del rayo y el estruendo del trueno del amor. Hablamos de que hay «electricidad» entre una pareja, pero es una imagen doméstica, no cósmica, como si ambos tuviesen que ser prácticos y llevar zapatos con suelas de goma. Hablamos de «amor a primera vista», y realmente sucede, incluso en Inglaterra, pero la frase hace que suene más bien a un asunto de buenas maneras. Decimos que sus ojos se encontraron a través de una estancia repleta de gente. Una vez más, suena a algo muy mundano. A través de una estancia repleta de gente. A través de un puerto repleto de gente.

De hecho, Anita Ribeiro no murió «sobre el pecho de Garibaldi», sino de una manera mucho más prosaica y menos como si posase para una litografía. Murió cuando el libertador y tres de sus seguidores, sosteniendo cada uno de ellos una esquina de su colchón, la trasladaban de una carreta a una granja. Pese a todo, deberíamos glorificar ese momento del telescopio y todo lo que vino después. Porque ése es el momento —el momento de gusto apasionado— que todos buscamos. Pocos de nosotros disponemos de telescopios y puertos, y al rebobinar nuestra memoria podemos descubrir que incluso la más profunda y duradera relación amorosa raramente se inició con un reconocimiento total, con un «tienes que ser mía» pronunciado en una lengua extranjera. Ese momento puede estar camuflado como otra cosa: admiración, lástima, camaradería de oficina, peligro compartido, un compartido sentido de justicia. Tal vez es un momento demasiado inquietante para encararlo en ese instante; así que tal vez el idioma inglés acierta cuando evita la rimbombancia francesa. En una ocasión le pregunté a un hombre que había disfrutado de un largo y feliz matrimonio, dónde había conocido a su mujer. «En una fiesta de la oficina», respondió. ¿Y cuál había sido su primera impresión de ella? «Pensé que era muy agradable», me respondió.

¿Así que cómo sabemos que debemos confiar en ese instante de gusto apasionado, aunque se nos presente camuflado? No lo sabemos, aunque sintamos que debemos hacerlo, que debemos seguir adelanté. Una amiga me dijo en una ocasión: «Si me metieses en una habitación repleta de gente y allí hubiese un hombre con la palabra “Chalado” tatuada en la frente, me iría directamente hacia él.» Otra amiga, con dos matrimonios a sus espaldas, me confesó: «He pensado en romper mi matrimonio, pero soy tan mala eligiendo que no tendría la más mínima confianza en hacerlo mejor en la siguiente ocasión, y aceptar eso sería algo muy deprimente.» ¿Quién o qué pueden ayudarnos en el momento en el que se liberan los ecos salvajes?[15] ¿En qué confiamos: en la visión de los pies de una mujer embutidos en unas botas, en la novedad de un acento extranjero, en una falta de riego sanguíneo en las yemas de los dedos seguida de una exasperada autocrítica? En una ocasión fui a visitar a un joven matrimonio cuyo nuevo hogar estaba sorprendentemente vacío de muebles. «El problema», me explicó la mujer, «es que él carece por completo de gusto y yo sólo tengo mal gusto.» Supongo que acusarte a ti mismo de mal gusto implica la presencia latente de algún tipo de buen gusto. Pero en nuestras elecciones en lo que al amor respecta, pocos de nosotros sabemos si vamos o no a acabar en esa casa sin muebles.

Cuando por primera vez entré a formar parte de una pareja, empecé a examinar con más interés los progresos y el destino de otras parejas. Para entonces yo acababa de entrar en la treintena, y muchos de mis coetáneos que se habían conocido hacía una década ya estaban empezando a separarse. Me di cuenta de que las dos parejas cuyas relaciones parecían resistir el paso del tiempo, cuyos miembros continuaban mostrando un gozoso interés el uno por el otro eran en ambos casos —los cuatro— hombres gays de sesenta y tantos años. Eso podría ser tan sólo una anomalía estadística, pero yo me preguntaba si habría algún motivo. ¿Se debía a que habían esquivado las prolongadas tribulaciones de la paternidad que a menudo pulveriza las relaciones heterosexuales? Probablemente. ¿Era debido a algo consustancial a su homosexualidad? Probablemente no, a juzgar por otras parejas gays de mi generación. Un detalle que distinguía a esas dos parejas del resto era que durante muchos años y en muchos países su relación hubiese sido ilegal. Un vínculo creado en estas circunstancias probablemente sea más profundo: estoy poniendo mi seguridad en tus manos cada día de nuestras vidas que pasamos juntos. Tal vez haya un equivalente literario: libros escritos bajo regímenes opresivos son a menudo más valorados que libros escritos en sociedades en las que todo está tolerado. Y no estoy diciendo que un escritor debiera implorar ser oprimido o un amante vivir en la ilegalidad.

«Simplemente deseaba casarme con ella como algunas personas desean ir a Carcasona.» La primera pareja, T y H, se conocieron en los años treinta. T era de clase media alta, apuesto, talentoso y modesto. H provenía de una familia judía de Viena, tan pobres que cuando él era niño (y su padre combatía en la Primera Guerra Mundial), su madre lo metió en un hospicio durante varios años. Más adelante, en su juventud, conoció a la hija de un magnate textil inglés, que le ayudó a salir de Austria antes de la Segunda Guerra Mundial. En Inglaterra, H trabajó para la firma familiar y se prometió con la hija. Entonces H conoció a T en unas circunstancias que T, llevado por la timidez, se negó a detallar, pero que cambiaron sus vidas desde el principio. «Por supuesto», me contó T después de la muerte de H, «todo esto era muy nuevo para mí. Hasta entonces, yo no me había acostado con nadie.»

¿Y qué fue, podríais preguntar, de la prometida abandonada por H? Pero ésta es una historia feliz: T me dijo que ella poseía «una perfecta intuición» para comprender lo que estaba pasando, y a su debido tiempo se enamoró de otra persona, y los cuatro fueron buenos amigos durante el resto de sus vidas. H acabó convirtiéndose en un exitoso diseñador de moda para una importante cadena, y al morir —dado el talante liberal de su patrón—, T, que durante décadas había cometido actos ilegales con su «amigo austriaco», se encontró convertido en el receptor de una pensión de viudedad. Cuando me contó todo esto, no mucho antes de su propia muerte, me impactaron dos cosas. La primera fue la frialdad con la que relataba su historia; sus emociones más intensas emergieron cuando me contó las desgracias y las injusticias padecidas por H antes de que se conocieran. Y la segunda fue una frase que usó al describir la aparición de H en su vida. T dijo que estaba muy desconcertado. «Pero una cosa tenía clara: estaba decidido a casarme con H.»

La otra pareja, D y D, eran sudafricanos. D1 era formal, tímido, muy culto; D2 era más exuberante, más evidentemente gay, amante de las guasas y los dobles sentidos. Vivían en Ciudad del Cabo, tenían casa en Santorini y viajaban mucho. Tenían planificada hasta el último detalle su vida juntos: los recuerdo en París, explicándome que en cuanto aterrizaban en Europa siempre compraban un gran panettone que desayunaban en la habitación del hotel. (Siempre he considerado que la primera tarea de una pareja es resolver el problema del desayuno, si en este tema se consigue una solución amistosa, lo mismo sucederá con la mayor parte de los restantes trances.) En una ocasión D2 vino a Londres solo. Una noche, ya muy tarde, después de haber tomado unas copas, estábamos hablando de la Francia de provincias y de pronto me confesó: «Eché el mejor polvo de mi vida en Carcasona.» No era un comentario que se olvide fácilmente, sobre todo porque después me explicó que amenazaba tormenta y en el momento que los franceses llaman le moment suprême, se escuchó el tremendo estruendo de un trueno; realmente, un coup de foudre. No dijo que en esa ocasión estuviese con D1, y como no lo hizo, asumí que no estaba con él. Después de su fallecimiento, utilicé sus palabras en una novela, aunque con algunas dudas sobre el tiempo que acompañaba a la escena, que generaba el frecuente problema literario entre lo vrai y lo vraisemblable. Las cosas asombrosas de la vida son frecuentemente clichés en literatura. Un par de años después, hablaba por teléfono con D1, cuando mencionó esta frase y me preguntó de dónde la había sacado. Temiendo cometer una traición, admití que la fuente había sido D2. «Oh», dijo D1 con un súbito entusiasmo, «lo pasamos tan bien en Carcasona.» Sentí alivio, y también una nostalgia subrogada por el hecho de que hubiesen estado allí juntos.

Para algunos, en el telescopio brilla la luz del sol allí en la laguna; para otros no. Elegimos, nos eligen, no nos eligen. Le dije a mi amiga que siempre elegía chiflados, que tal vez debería buscarse a un chiflado agradable. Me respondió: «¿Pero cómo voy a saber que lo será?» Como la mayoría de la gente, ella se creía lo que sus amantes le decían hasta que aparecía algún buen motivo para dejar de hacerlo. Durante varios años, mantuvo una relación con un chiflado que siempre salía puntualmente para ir a la oficina; sólo hacia el final de la relación descubrió que su primera cita del día era siempre con su loquero. Le dije: «Simplemente has tenido mala suerte.» Ella respondió: «No quiero que se trate de suerte. Si es una simple cuestión de suerte, no hay nada que yo pueda hacer.» La gente dice que al final uno tiene lo que se merece, pero esta frase es un arma de doble filo. La gente dice que en las ciudades modernas hay demasiadas mujeres estupendas y demasiados hombres espantosos. La ciudad de Carcasona tiene un aspecto sólido y perdurable, pero lo que admiramos son principalmente reconstrucciones realizadas en el siglo XIX. Olvidad la incertidumbre de «si durará», y la duda de si la longevidad es en cualquier caso una virtud, una recompensa, una comodidad u otro golpe de suerte. ¿En qué medida llevamos las riendas o las llevan por nosotros en ese instante de gusto apasionado?

Y no deberíamos olvidar que Garibaldi tuvo una segunda esposa (y una tercera, aunque a ésta podemos ignorarla). Sus diez años de matrimonio con Anita Ribeiro fueron seguidos por diez años de viudez. Entonces, en el verano de 1859, durante su campaña alpina, estaba combatiendo cerca de Varese cuando una chica de diecisiete años le entregó un mensaje después de cruzar sola en un pequeño carromato las líneas austriacas. Era Giuseppina Raimondi, hija ilegítima del conde Raimondi. Garibaldi al instante se enamoró locamente, le escribió una apasionada carta y le declaró su amor arrodillándose ante ella. Admitió las dificultades que acarrearía cualquier relación entre ellos: él le triplicaba la edad, ya tenía otro hijo de una campesina y temía que la ascendencia aristocrática de Giuseppina no cuajase bien con su imagen política. Pero se convenció a sí mismo (y a ella) hasta el punto de que el 3 de diciembre de 1859, tal como lo expresó un historiador posterior a Trevelyan: «Ella dejó a un lado sus dudas y entró en la habitación de él. ¡Ya se había dado el paso!» Como Anita, ella era claramente gallarda y valiente; el 24 de enero de 1860 se casaron, en esta ocasión siguiendo escrupulosamente el dogma de la Iglesia católica.

Tennyson conoció a Garibaldi en la Isla de Wight cuatro años después. El poeta admiraba mucho al libertador, pero también escribió que poseía «la divina estupidez de un héroe». El segundo matrimonio —o más bien, las ilusiones que se hacía Garibaldi sobre él— duró (según qué fuente se considere digna de crédito) unas pocas horas o unos pocos días, el tiempo que tardó el recién casado en recibir una carta en la que se le detallaba el pasado de su nueva esposa. Resultó que Giuseppina había empezado a tener amantes con once años; había desposado a Garibaldi sólo por la insistencia de su padre; había pasado la noche previa a la boda con su último amante, del que estaba embarazada; y había precipitado los encuentros sexuales con su futuro marido para poderle escribir el 1 de enero y comunicarle que esperaba un hijo de él.

Garibaldi pidió no sólo la separación inmediata, sino la anulación del matrimonio. El nada romántico razonamiento del héroe romántico era que si se había acostado con Giuseppina sólo antes de la boda y no después, técnicamente el matrimonio no se había consumado. La justicia no quedó nada impresionada por esta sofisticada argumentación, y la apelación de Garibaldi a más altas autoridades, incluido el rey, también fracasó. El libertador se encontró atado a Giuseppina durante los siguientes veinte años.

Al final, la ley sólo puede ser derrotada por los legisladores; en lugar del romántico telescopio, el legislativo microscopio. El argumento liberador, cuando finalmente se encontró, fue éste: dado que la boda de Garibaldi se había celebrado en territorio nominalmente bajo control austriaco, la ley que lo regía debía ser la del código civil austriaco, según el cual una anulación era (y tal vez siempre había sido) posible. Así que el héroe-amante fue salvado por el mismo país contra cuyo gobierno había estado luchando en aquel entonces. El distinguido abogado que propuso esta ingeniosa solución era el mismo que, en 1860, había preparado la unificación legislativa de Italia; y ahora conseguía la separación marital del unificador de la patria. Rindamos tributo a Pasquale Stanislao Mancini.