Habían cenado bien en el 261 de la Landstrasse y pasaron con impaciencia a la sala de música. Los íntimos de M. habían tenido en alguna ocasión la suerte de que Gluck, Haydn o ese joven prodigio llamado Mozart tocasen para ellos; pero podían sentirse igualmente privilegiados cuando su anfitrión se sentaba detrás de un violonchelo e indicaba con señas a uno de ellos que tocase con él. En esta ocasión, sin embargo, la tapa del klavier estaba cerrada y el violonchelo no se veía por ningún lado. En lugar de eso, se encontraron ante una caja rectangular de palisandro sostenida por unas patas con forma de liras a juego; en una de las puntas había una rueda y detrás un pedal. M. plegó la tapa curva del artilugio y dejó a la vista tres docenas de esferas de cristal unidas por un eje central y parcialmente sumergidas en un recipiente con agua. Él se sentó en el centro y abrió un estrecho cajón a cada lado. Uno contenía un cuenco poco profundo con agua y el otro un plato con tiza en polvo.
—Si me permiten una sugerencia —dijo M., mirando a sus invitados—, aquellos de ustedes que todavía no hayan escuchado nunca el instrumento de la señorita Davies, deberían probar a cerrar los ojos.
Era un hombre alto, atlético, que vestía una casaca azul con botones metálicos. Los rasgos de su rostro, poderoso y con papada, eran los de un impasible suabo. Y si su porte y su voz no hubiesen indicado claramente su alcurnia, se le podría haber tomado por un próspero granjero. Pero fueron sus maneras, corteses pero persuasivas, las que impulsaron a algunos que ya le habían oído tocar a cerrar también los ojos.
M. metió las puntas de los dedos en el agua, los sacudió para mantener sólo una ligera humedad y se los embadurnó de tiza. Al pisar el pedal con el pie derecho, el eje hizo girar los brillantes pistones de metal. Acercó los dedos a las esferas de cristal giratorias y empezó a emerger un sonido agudo y cadencioso. Era sabido que el instrumento le había costado cincuenta ducados de oro, y los más escépticos entre la audiencia se preguntaban por qué su anfitrión había pagado tanto para reproducir el maullido de un gato en celo. Pero en cuanto se acostumbraron al sonido, empezaron a cambiar de opinión. Empezaba a ser claramente perceptible una melodía; tal vez una composición del propio M. o quizá un amistoso tributo o incluso un plagio de Gluck. Jamás habían escuchado esa música, y el hecho de que desconociesen el método mediante el cual llegaba hasta ellos enfatizaba su rareza. No les habían dicho con qué se iban a encontrar, de modo que, guiados sólo por sus razonamientos y sus sentimientos, se preguntaban si esos sonidos tan poco terrenales no eran precisamente eso, sobrenaturales.
Cuando M. dejó de tocar durante unos instantes, ocupado en pasar una pequeña esponja por los cristales esféricos, uno de los invitados, sin abrir los ojos, comentó:
—Es la música de las esferas.
M. sonrió.
—La música busca la armonía —respondió—, igual que el cuerpo humano busca la armonía.
Ésa era, y al mismo tiempo no era, la respuesta; en lugar de llevar la voz cantante, prefería dejar que otros, en su presencia, encontrasen su propio camino. La música de las esferas se escuchaba cuando todos los planetas se movían en el cielo en concierto. La música de la tierra se oía cuando todos los instrumentos de una orquesta tocaban juntos. La música del cuerpo humano se escuchaba cuando también éste estaba en un estado de armonía, los órganos en paz, la sangre fluyendo libremente y los nervios alineados a lo largo de sus trayectorias naturales.
El encuentro entre M. y Maria Theresia von P. se produjo en la ciudad imperial de V., entre el invierno de 177- y el verano del año siguiente. Estas pequeñas supresiones de detalles habrían sido un rutinario manierismo literario en esa época; pero también una sutil constatación de la parcialidad de nuestros conocimientos. Cualquier filósofo que proclamase que su campo de conocimiento había sido completado, y que le ofrecía al lector una definitiva y armoniosa síntesis de verdad, habría sido denunciado como charlatán; y también esos filósofos del corazón humano que comercian con la narración de historias habrían sido —y deberían seguir siendo— suficientemente sensatos como para no tener tampoco esas pretensiones.
Podemos saber, por ejemplo, que M. y Maria Theresia von P. se habían conocido antes, doce años atrás; pero no podemos saber si guardaban algún recuerdo de aquel encuentro. Podemos saber que ella era la hija de Rosalia Maria von P., hija a su vez de Thomas Cajetan Levassori della Motta, maestro de danza de la corte imperial, y que Rosalia Maria se había casado con el secretario imperial y consejero de la corte Joseph Anton von P. en la Stefanskirche el 9 de noviembre de 175-. Pero no podemos saber lo que la mezcla de esas dos sangres diferentes supuso, y si fue de alguna manera la causa de la catástrofe que le sobrevino a Maria Theresia.
Y, del mismo modo, sabemos que fue bautizada el 15 de mayo de 175-, y que aprendió a colocar los dedos sobre un teclado casi al mismo tiempo que aprendió a poner los pies en el suelo. Según el testimonio de su padre, la salud de la niña era normal hasta la mañana del 9 de diciembre de 176-, cuando se despertó ciega; tenía entonces tres años y medio. Se consideró un caso de manual de amaurosis; es decir, no había ningún fallo detectable en el órgano mismo, pero la pérdida de visión era total. Los médicos convocados para examinarla atribuyeron la causa a un fluido que pudiese provocar esas consecuencias, o a algún susto que la niña hubiese podido sufrir durante la noche. Sin embargo, ni los padres ni los sirvientes fueron capaces de recordar suceso significativo alguno a este respecto.
Dado que la niña era querida y de buena cuna, no fue abandonada. Se la animó a desarrollar su talento musical y atrajo tanto el patronazgo como el afecto de la mismísima emperatriz. A los padres de Maria Theresia von P. se les asignó una pensión de doscientos ducados de oro, aparte del pago de su educación. Aprendió a tocar el clavicémbalo y el pianoforte con Kozeluch, y a cantar bajo la tutela de Righini. Cuando tenía catorce años, encargó un concierto de órgano a Salieri; a los dieciséis, su presencia era reclamada en salones y sociedades de conciertos.
Para algunos de los que miraban boquiabiertos a la hija del secretario imperial mientras tocaba, la ceguera aumentaba su atractivo. Pero los padres de la chica no querían que se la tratase como un equivalente social de una atracción de feria. Desde el principio, ambos habían buscado insistentemente su curación. El profesor Stoerk, médico de la corte y decano de la Facultad de Medicina, la visitaba regularmente, y también se consultó al profesor Barth, célebre por sus operaciones de cataratas. Se probaron una sucesión de curas, pero como todas y cada una fracasaron en el intento de curar la enfermedad de la chica, ésta se volvió propensa a la irritación y la melancolía, y sufría ataques que provocaban que sus globos oculares sobresalieran de sus órbitas. Se podía predecir que la confluencia de música y medicina propiciaría el segundo encuentro ente M. y Maria Theresia.
M. nació en Iznang, en el lago Constanza, en 173-. Era hijo de un guardabosques del episcopado, estudió teología en Dillingen e Ingolstadt y después hizo un doctorado en filosofía. Llegó a V. y se doctoró en derecho antes de dirigir su atención a la medicina. Tal peripecia intelectual no era, sin embargo, síntoma de inconstancia, y mucho menos la materialización del alma de un diletante. Por el contrario, M. buscaba, como el Doctor Fausto, llegar a dominar todas las formas de conocimiento humano, y como en el caso de otros muchos antes que él, su meta —o sueño— era dar con la llave universal, aquella que le permitiría la comprensión definitiva de lo que unía los cielos a la tierra, el espíritu al cuerpo, todas las cosas unas con otras.
En el verano de 177- un distinguido extranjero y su esposa estaban de visita en la ciudad imperial. La mujer enfermó, y su marido —como si ése fuese el procedimiento médico normal— dio instrucciones a Maximilian Hell, astrónomo (y miembro de la Compañía de Jesús) para que preparase un imán que aplicarían en la zona afectada por la enfermedad. Hell, amigo de M., le mantuvo informado sobre el encargo; y cuando la dolencia de la dama se consideró curada, M. se apresuró a visitarla en su lecho para conocer el procedimiento seguido. Poco tiempo después, inició sus propios experimentos. Encargó la fabricación de numerosos imanes de distintos tamaños: algunos para aplicar sobre el estómago, otros sobre el corazón y otros sobre la garganta. Para su propio asombro y gratitud de sus pacientes, M. descubrió que había curas más allá de la ortodoxia médica que en ocasiones podían dar buenos resultados; los casos de Fräulein Oesterlin y el profesor de matemáticas Bauer fueron especialmente notables.
Si M. hubiese sido un charlatán de feria y sus pacientes crédulos campesinos hacinados en una infecta barraca, tan dispuestos a ser aliviados de sus ahorros como de su dolor, la sociedad no hubiese prestado la más mínima atención. Pero M. era un hombre de ciencia, con vastas inquietudes y ninguna inmodestia, que no reivindicaba nada sobre lo que no pudiese rendir cuentas.
—Funciona —había comentado el profesor Bauer, al ir notando que respiraba mejor y era capaz de levantar los brazos por encima de la posición horizontal—. ¿Pero cómo funciona?
—Todavía no lo entiendo —respondió M.—. Cuando en el pasado se utilizaban imanes, se decía que atraían hacia ellos la enfermedad del mismo modo que atraían los objetos de hierro. Pero hoy en día no podemos seguir sosteniendo esta teoría. Ya no vivimos en la época de Paracelso. La razón guía nuestro pensamiento, y debemos aplicar la razón, con más motivo si cabe cuando nos enfrentamos a fenómenos que merodean bajo la piel.
—Mientras no pretenda usted diseccionarme para encontrar la explicación… —replicó el profesor Bauer.
En esos primeros meses, la cura magnética era tanto materia de indagación científica como una práctica médica. M. experimentaba con la posición y el número de imanes que se aplicaban al paciente. Él mismo solía llevar un imán en una bolsita de cuero colgada del cuello para incrementar su fuerza, y utilizaba un palo, o una vara, para indicar el curso del realineamiento de los nervios, la sangre y los órganos que quería conseguir. Magnetizó piscinas llenas de agua y les pedía a los pacientes que sumergieran las manos, los pies y en ocasiones todo el cuerpo en el líquido. Magnetizó las tazas y los vasos en los que bebían. Magnetizó la ropa que vestían, sus sábanas, sus espejos. Magnetizó instrumentos musicales para que surgiera de ellos una doble armonía al tocarlos. Magnetizó gatos, perros y árboles. Construyó un baquet, una cuba de roble con dos filas de botellas llenas de agua magnetizada. Las barras de acero que emergían de los agujeros practicados en la tapa se colocaban sobre las partes enfermas del cuerpo. En ocasiones, se animaba a los pacientes a cogerse de las manos y formar un círculo alrededor del baquet, ya que M. suponía que la corriente magnética podía aumentar su fuerza si circulaba simultáneamente a través de varios cuerpos.
—Por supuesto que recuerdo a la gnädige Fräulein de mis días de estudiante de medicina, cuando en ocasiones se me permitía acompañar al profesor Stoerk. —Ahora el propio M. era miembro de la facultad, y la niña era casi una mujer; regordeta, con los labios un poco caídos y la nariz respingona—. Y aunque recuerdo la descripción de su estado en aquel entonces, de todos modos me gustaría hacerle algunas preguntas que me temo que habrá usted respondido ya muchas veces.
—Por supuesto.
—¿No existe la posibilidad de que Fräulein fuese ciega desde su nacimiento?
M. notó que la madre estaba impaciente por responder, pero se contenía.
—Ninguna —contestó el marido—. Veía tan bien como sus hermanos y hermanas.
—¿Y no estuvo enferma antes de padecer la ceguera?
—No, siempre fue una niña muy sana.
—¿Y pudo recibir algún tipo de impacto emocional en el momento de la desgracia o poco antes?
—No. Es decir, ninguno del que ni nosotros ni nadie fuésemos conscientes.
—¿Y después?
En esta ocasión fue la madre quien respondió:
—Ha estado toda su vida tan protegida de impactos emocionales como nos ha sido posible. Me arrancaría los ojos si supiese que haciéndolo le devolvería la visión a Maria Theresia.
M. miraba a la chica, que no mostraba reacción alguna. Era probable que ya hubiese oído hablar de esta improbable solución.
—¿Entonces su estado ha permanecido constante?
—Su ceguera ha sido permanente —intervino de nuevo el padre—, pero hay periodos en que sus ojos se mueven convulsivamente sin tregua. Y los globos oculares, como usted mismo podrá apreciar, presentan protrusión, como si quisieran escapar de sus cuencas.
—¿Es usted consciente de esos periodos, Fräulein?
—Sí, por supuesto. La sensación es como de agua que gotea poco a poco hasta llenarme la cabeza, como si fuera a desmayarme.
—Y, después de esos ataques, se le resienten el hígado y el bazo. Le funcionan mal.
M. asintió. Debería estar presente durante uno de esos ataques para poder deducir sus causas y analizar su evolución. Se preguntó cómo haría para conseguirlo.
—¿Puedo hacerle una pregunta al médico? —Maria Theresia había levantado ligeramente la cabeza, girándola hacia sus padres.
—Por supuesto, querida.
—¿Su procedimiento causa dolor?
—Ninguno que inflija yo. Aunque sucede a menudo que los pacientes deben ser conducidos hasta cierto… límite, antes de que la armonía pueda ser restituida.
—Me refiero a si sus imanes producen descargas eléctricas.
—No, eso puedo garantizárselo.
—Pero si no provoca usted dolor, ¿entonces cómo cura? Todo el mundo sabe que no se puede arrancar un diente sin causar dolor, no se puede recolocar un miembro fracturado sin causar dolor. Un médico provoca dolor, eso es algo que todo el mundo sabe. Y también lo sé yo.
Desde que era pequeña, los mejores médicos habían empleado con ella los más acreditados métodos. Le habían provocado ampollas, le habían cauterizado y le habían aplicado sanguijuelas. Durante dos meses le habían recubierto la cabeza con un yeso que debía provocar supuración y expulsar el veneno de sus ojos. Le habían administrado incontables purgantes y diuréticos. Más recientemente, también se había recurrido a la electricidad y durante un periodo de doce meses se le habían aplicado en los ojos unas tres mil descargas eléctricas, en algunos casos hasta un centenar en una sola sesión.
—¿Está usted completamente seguro de que el magnetismo no me provocará dolor?
—Completamente seguro.
—¿Y entonces cómo va a curarme?
A M. le satisfacía vislumbrar el cerebro que había tras esos ojos ciegos. Un paciente pasivo, que se limitaba a esperar que un omnipotente médico se ocupase de su dolencia, resultaba tedioso; él prefería a los que actuaban como esta jovencita, los que desplegaban su temperamento más allá de los buenos modales.
—Déjeme que se lo exponga de este modo. Desde que se quedó usted ciega, ¿ha soportado mucho dolor de manos de los mejores médicos de la ciudad?
—Sí.
—Y sin embargo no está usted curada.
—No.
—Entonces tal vez el dolor no sea el único camino hacia la curación.
En los dos años que llevaba practicando la curación mediante magnetismo, M. había cavilado constantemente sobre la pregunta de cómo y por qué funcionaba. Una década antes, en su tesis doctoral De planetarum influxu, había sugerido que los planetas influenciaban las acciones humanas y el cuerpo humano por medio de algún tipo de gas o líquido invisible en el que todos los cuerpos estaban sumergidos y al que a falta de un término mejor llamó gravitas universalis. Ocasionalmente el hombre podía vislumbrar esa conexión global y sentirse capaz de asir la armonía universal que reinaba más allá de las discordancias locales. En este caso, el hierro magnetizado llegaba a la tierra en forma de meteoro que caía de los cielos. Una vez aquí, desplegaba sus singulares propiedades, el poder de reordenar. ¿No podía uno conjeturar, por tanto, que el magnetismo era la gran fuerza universal que aglutinaba la armonía estelar? Y de ser así, ¿no era razonable esperar que en el mundo sublunar tuviese el poder de aplacar ciertas discordancias corporales?
Era evidente, claro está, que el magnetismo no podía sanar todos los cuerpos enfermos. Había probado ser más eficaz en casos de dolor de estómago, gota, insomnio, problemas de oído, desórdenes hepáticos y menstruales, espasmos e incluso parálisis. No podía sanar un hueso roto, curar la deficiencia mental o la sífilis. Pero en problemas relacionados con el sistema nervioso, a menudo lograba mejorías sorprendentes. Pero no podía dominar a un paciente obcecado en el escepticismo y la incredulidad, o a uno cuyo pesimismo y melancolía minaban cualquier posibilidad de recuperar la salud. Es necesario que haya una voluntad de aceptar y recibir con entusiasmo los efectos del proceso.
Con este fin, M. ambicionaba crear en su consulta del número 261 de la Landstrasse una atmósfera adecuada para generar esta aceptación. Unas gruesas cortinas impedían que penetrasen allí la luz del sol y los ruidos del exterior; el personal tenía prohibido hacer movimientos bruscos; todo estaba bañado por la calma y la luz de las velas. Se podía escuchar una suave música procedente de otra habitación; algunas veces el propio M. tocaba la armónica de cristal de la señorita Davies, recordándoles tanto a los cuerpos como a las mentes la armonía universal que, en esta pequeña parte del mundo, él estaba intentando restaurar.
M. inició el tratamiento el 20 de enero de 177-. Un examen externo confirmó que los ojos de Maria Theresia evidenciaban severas malformaciones: estaban fuera del alineamiento normal, terriblemente inflamados y protuberantes. Interiormente, la chica parecía estar en un punto límite donde las pasajeras fases de histeria podían desembocar en un trastorno crónico. Dado que había sufrido catorce años de esperanzas frustradas, catorce años de incurable ceguera, no era una respuesta descabellada por parte de un cuerpo y una mente jóvenes. M. por tanto empezó recalcando de nuevo lo diferente que era este procedimiento con respecto a los otros; que no se trataba en este caso de restablecer el orden mediante el uso de violencia externa, sino más bien de una colaboración entre el médico y el paciente, enfocada a restituir el alineamiento natural del cuerpo. M. hablaba en términos generales; la experiencia le había enseñado que no ayudaba al paciente ser permanentemente consciente de lo que supuestamente debía suceder. No le habló de la crisis que esperaba provocar, ni predijo el alcance previsto de la cura. Incluso a los padres de la chica tan sólo les expresó su modesta ambición de aliviar la flagrante protrusión ocular.
Explicó cuidadosamente sus intervenciones iniciales, para que no causaran sorpresa. Después se centró en los loci de sensibilidad en la cabeza de Maria Theresia. Colocó sus manos, ahuecadas, sobre las orejas de la chica; le sacudió el cráneo desde la base del cuello hasta la frente; le puso los pulgares sobre las mejillas, justo debajo de los ojos, e hizo movimientos circulares alrededor de las órbitas afectadas. Después colocó con sumo cuidado su palo, o vara, sobre las cejas. Y mientras lo hacía, alentó con voz queda a Maria Theresia a informarle de cualquier cambio o movimiento que advirtiese en su interior. Y entonces depositó un imán sobre cada sien. Inmediatamente, M. sintió que el calor se agolpaba en las mejillas de la chica, y ella le confirmó que en efecto era así; también advirtió que la piel se le enrojecía y que brazos y piernas le temblaban. Ella describió entonces una fuerza creciente en la base de su cuello, que le hacía mover la cabeza hacia delante y hacia atrás. Mientras se producían estos movimientos, M. se percató de que los espasmos en los ojos de la chica eran más acusados y en algunos momentos convulsivos. Y entonces, mientras esa pequeña crisis llegaba a su fin, el rubor abandonó sus mejillas, la cabeza recuperó su posición normal, los temblores cesaron y a M. le pareció que los ojos se habían colocado en un mejor alineamiento y estaban menos inflamados.
Repitió el proceso cada día a la misma hora, y cada día la breve crisis conducía a una evidente mejora, hasta que al final de cuarto día se había recuperado el correcto alineamiento de los ojos y no se notaba ninguna protrusión. El ojo izquierdo parecía más pequeño que el derecho, pero a medida que el tratamiento avanzaba, los tamaños se fueron equilibrando. Los padres de la chica estaban atónitos: M. había cumplido su promesa, y su hija ya no mostraba la deformidad que podía inquietar a quienes la veían tocar. M., sin embargo, estaba ya preocupado por la condición interna de la paciente, que consideraba que se estaba moviendo hacia la necesaria crisis. Mientras él continuaba con sus procedimientos diarios, ella le comentó la presencia de agudos dolores en el occipital, que penetraban hasta invadir toda su cabeza. El dolor seguía entonces el nervio óptico, produciendo continuos alfilerazos mientras viajaba y se multiplicaba por la retina. Estos síntomas iban acompañados por sacudidas nerviosas de la cabeza.
Durante muchos años, Maria Theresia había perdido el sentido del olfato, y su nariz no producía mucosidad. Ahora, repentinamente, había aparecido una visible tumefacción en los conductos nasales, y una enérgica liberación de sustancia verde y viscosa. Poco después, para mayor vergüenza de la paciente, se produjeron descargas adicionales, esta vez en forma de copiosa diarrea. Los dolores en sus ojos continuaron, e informó de que sufría vértigos. M. reconoció que estaba en un momento de máxima vulnerabilidad. Una crisis no era nunca un acontecimiento neutral: podía ser benigna o maligna, no en su naturaleza, sino en sus consecuencias, conduciendo a un progreso o a un retroceso. M. propuso por ello a sus padres, que la chica se instalase, durante un breve periodo de tiempo, en el 261 de la Landstrasse. Recibiría los cuidados de la esposa de M., aunque podía traerse a su propia sirvienta si lo consideraban necesario. Ya había dos pacientes de sexo femenino alojadas en la casa, por lo que no fue necesario sacar a colación los temas relativos al decoro. Este nuevo plan fue rápidamente aceptado.
En el segundo día de Maria Theresia en la casa, y todavía en presencia de su padre, M., después de tocarle la cara y el cráneo como en anteriores ocasiones, colocó a la paciente frente a un espejo. Tomo la vara y señaló con ella el reflejo. Entonces, mientras él movía la vara, la cabeza de la chica giró ligeramente, como si siguiese sus movimientos en el espejo. M., que notó que Herr Von P. estaba a punto de verbalizar su asombro, le rogó con un gesto que guardase silencio.
—¿Eres consciente de que mueves la cabeza?
—Sí.
—¿Hay algún motivo por el que mueves la cabeza?
—Es como si estuviese siguiendo algo.
—¿Es un sonido lo que estás siguiendo?
—No, no es un sonido.
—¿Es un olor lo que estás siguiendo?
—Sigo sin tener sentido del olfato. Estoy simplemente… siguiendo. Eso es cuanto puedo decir.
—Es suficiente.
M. le garantizó a Herr Von P. que su casa estaría siempre abierta para él y su esposa, pero que creía que el progreso sería lento durante los días siguientes. A decir verdad, consideraba que la curación de la chica sería más probable si podía tratarla sin la presencia de un padre que a él le parecía autoritario, y de una madre que, acaso por su sangre italiana, parecía responsable de la histeria de la chica. Pero seguía siendo posible que la ceguera de Maria Theresia estuviese provocada por una atrofia del nervio óptico, en cuyo caso no había nada que el magnetismo ni ningún otro procedimiento conocido pudieran hacer por ella. Pero M. tenía dudas al respecto. Las convulsiones de las que había sido testigo y los síntomas que le habían explicado, todo ello hablaba de una alteración del sistema nervioso debida a algún potente impacto emocional. Ante la ausencia de testigos, o de recuerdos almacenados en la memoria de la paciente, era imposible determinar de qué tipo de impacto podía tratarse. Pero eso no preocupaba demasiado a M.: era el efecto lo que estaba tratando, no las causas. De hecho, podía ser una suerte que Fräulein no fuese capaz de recordar la naturaleza precisa del hecho que lo desencadenó todo.
Durante los dos años precedentes, se había hecho cada vez más evidente para M. que al conducir al paciente al necesario punto de crisis, el contacto con una mano humana era de una importancia central, estimulante. Al principio, cuando tocaba al paciente en el momento en que lo sometía al magnetismo, la finalidad era tranquilizar, o en el mejor de los casos enfatizar. Si, por ejemplo, los imanes se colocaban a ambos lados de la oreja, parecía un gesto natural golpear esa oreja como un modo de confirmar el reajuste que se buscaba. Pero M. no podía evitar observar que cuando se habían creado todas las condiciones favorables para una sanación, con un círculo de pacientes alrededor del baquet, bajo la suave luz de las velas, a menudo resultaba que cuando él, como músico, levantaba sus dedos de la giratoria armónica de cristal y, como médico, los colocaba sobre la zona enferma del cuerpo, el paciente se veía inmediatamente arrastrado hacia una crisis. M. se sentía en ocasiones inclinado a cavilar sobre en qué medida esa reacción era provocada por el magnetismo y en qué medida por el propio magnetizador. Maria Theresia no estaba al corriente de todas estas reflexiones, como tampoco se le pidió que se uniese al resto de pacientes alrededor de la cuba de roble.
—Su tratamiento provoca dolor.
—No. Lo que está provocándote dolor es que estás empezando a ver. Cuando miras al espejo, ves la vara que yo sostengo en la mano y giras la cabeza para seguirla. Te dices a ti misma que hay una forma en movimiento.
—Pero usted me está tratando. Y yo siento dolor.
—El dolor es un signo de una respuesta positiva a la crisis. El dolor muestra que tu nervio óptico y tu retina, tanto tiempo en desuso, están volviendo a ser activos.
—Otros doctores me decían que el dolor que me causaban era necesario y beneficioso. ¿Es usted también doctor en filosofía?
—Lo soy.
—Los filósofos tienen explicaciones para todo.
M. no se ofendió, de hecho le gustaba esa actitud.
Era tal la sensibilidad de la chica a la luz, que tenía que taparle los ojos con un triple vendaje, que mantenía colocado en todo momento cuando no la estaba tratando. Había empezado mostrándole, a cierta distancia, objetos del mismo tipo, blancos o negros. Ella se percataba de la presencia de los objetos negros sin dificultad, pero se estremecía ante los objetos blancos, y aseguraba que el dolor que le provocaban en los ojos era equivalente a que le pasasen un cepillo suave por la retina; y también le causaban una sensación de mareo. M. apartó por tanto todos los objetos blancos.
A continuación, la introdujo en los colores intermedios. Maria Theresia era capaz de distinguirlos, aunque incapaz de describir cómo aparecían ante ella, excepto el negro, que era, decía, la imagen de su pasada ceguera. Cuando llegó el momento de asignar a cada color su nombre, a menudo erraba al dar el nombre de un color la siguiente ocasión en que se le mostraba. Y tampoco era capaz de calcular a qué distancia estaban los objetos de ella, ya que siempre creía que se encontraban al alcance de su mano, y por ello estiraba los brazos para coger objetos que tenía a seis metros de ella. También sucedía, en esos primeros días, que la imagen que un objeto dejaba en su retina permanecía fijada hasta un minuto. Y ella se veía entonces obligada a taparse los ojos con las manos hasta que la imagen iba perdiendo intensidad; de no hacerlo, se le confundiría con el siguiente objeto situado ante sus ojos. Además, como los músculos oculares llevaban años inactivos, carecía de la práctica necesaria para desplazar la mirada para buscar objetos, para focalizar sobre ellos y poder indicar su posición.
Tampoco el júbilo que invadió tanto a M. como a los padres de la chica cuando empezó a percibir luces y formas fue compartido por la propia paciente. Lo que se había introducido en su vida no era, como había esperado, un panorama del mundo tanto tiempo oculto para ella y hasta entonces descrito por otros; y mucho menos tenía ahora ante sí las herramientas para entender ese mundo. Muy al contrario, ahora una confusión mayor se sumaba a la confusión ya existente; un estado agravado por los dolores oculares y la sensación de vértigo. La melancolía, que era el anverso de su natural alegría, hacía su aparición con mucha más frecuencia.
Al tomar conciencia de esta situación, M. decidió ralentizar el ritmo del tratamiento, y también que las horas de ocio y descanso fueran lo más gratas posible. La animó a relacionarse con las otras dos jóvenes pacientes que vivían en la casa: Fräulein Ossine, la hija de dieciocho años de un oficial del ejército, que padecía tisis purulenta y una irascible melancolía, y una chica de diecinueve años llamada Zwelferine, que perdió la visión con dos años y a la que M. había encontrado en un orfanato y trataba, corriendo él con los gastos. Cada una de ellas tenía algo en común con las otras dos: Maria Theresia y Fräulein Ossine eran ambas de buena familia y recibían pensiones imperiales; Maria Theresia y Zwelferine eran ambas ciegas; Zwelferine y Fräulein Ossine periódicamente vomitaban sangre.
Esas compañías eran una útil distracción, pero M. consideraba que Maria Theresia también necesitaba varias horas al día dedicadas a una rutina tranquila y sistemática. Por eso convirtió en un hábito el sentarse con ella, hablar de temas alejados de sus problemas más inmediatos y leerle libros de su biblioteca. A veces tocaban música juntos, ella con los ojos vendados al klavier, y él al violonchelo.
Él también se servía de esos momentos para conocer mejor a la chica, para evaluar su sinceridad, su memoria y su temperamento. Se percató de que ni siquiera cuando estaba pletórica, era testaruda, ni mostraba la arrogancia de su padre o la obstinación de su madre.
Él podía preguntar: «¿Qué te gustaría hacer esta tarde?»
Y ella respondería: «¿Qué me propone usted?»
O él podía preguntar: «¿A qué te gustaría jugar?»
Y ella respondería: «¿A qué le gustaría usted que jugase?»
Superadas estas gentiles respuestas, él descubrió que ella tenía opiniones claras, a las que había llegado usando la razón. Pero también llegó a la conclusión de que, más allá de la obediencia normal en los niños, Marie Theresia estaba habituada a hacer aquello que le ordenaban: sus padres, sus profesores, sus médicos. Tocaba maravillosamente el piano y memorizaba muy bien las partituras, y M. intuyó que sólo cuando estaba ante el klavier, inmersa en una pieza que ya conocía bien, sólo entonces se sentía realmente libre, y se permitía ser juguetona, expresiva, amable. Mientras contemplaba su perfil, sus ojos vendados y su firme y tiesa postura, a él le vino de golpe la idea de que la misión en la que se había embarcado no estaba exenta de ciertos peligros. ¿Entraba dentro de lo posible que su talento, y el evidente placer que éste le proporcionaba, pudiesen estar ligados a su ceguera de algún modo que él no podía comprender plenamente? Y entonces, mientras seguía los movimientos de sus manos ejercitadas y ágiles, a veces enérgicos y dúctiles, otras pausados como los de los helechos mecidos por la brisa, se sorprendió pensando cómo podía afectarle la primera visión de un teclado. ¿Acaso las teclas blancas la sumirían en la confusión y las negras tan sólo le recordarían su ceguera?
El trabajo diario continuó. Hasta ahora a Maria Theresia le había mostrado una mera sucesión de objetos estáticos; su objetivo hasta ese momento había sido establecer el contacto visual y que se acostumbrara a la forma, el color, la localización y la distancia. Ahora decidió introducir el concepto de movimiento, y con él la presencia de un rostro humano. Aunque ella estaba ya muy acostumbrada a la voz de M., hasta ahora él siempre se había mantenido fuera de los márgenes de percepción visual de ella. Con sumo cuidado, desanudó las vendas y le pidió de inmediato que se tapase los ojos con las manos. Él se movió hasta situarse frente a ella, colocándose a unos pocos centímetros de donde estaba sentada. Le pidió que apartase las manos y empezó a mover la cabeza lentamente, mostrándole primero un perfil y después el otro.
Ella se rio. Y con las manos que había apartado de los ojos se tapó la boca. El entusiasmo como médico de M. se sobrepuso a su vanidad como hombre ante la reacción que provocaba en ella. Ella retiró las manos de la boca y las volvió a colocar sobre sus ojos, y pasados unos segundos, le miró de nuevo. Y de nuevo se rio.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando.
—¿Esto?
—Sí, eso. —Seguía riéndose de un modo que, en otras circunstancias, él habría considerado maleducado.
—Es una nariz.
—Es ridícula.
—Eres la única persona lo bastante cruel para haber hecho este comentario —le dijo él, simulando haberse ofendido—. A los demás les parece aceptable, incluso agradable.
—¿Y todas… las narices son así?
—Hay pequeñas diferencias, pero, querida Fräulein, debo advertirte que ésta no es en absoluto nada fuera de lo común, en lo que a narices se refiere.
—Entonces voy a tener muchas ocasiones para reírme. Tengo que contarle a Zwelferine esto de las narices.
Él decidió acometer un experimento adicional. Maria Theresia siempre había disfrutado de la compañía y el afecto del perro de la casa, un animal grande y afectuoso de una raza incierta. M. fue hasta la puerta tapizada, la abrió un poco y silbó.
Veinte segundos después, Maria Theresia comentaba:
—Oh, un perro es una visión mucho más agradable que un ser humano.
—Por desgracia, no eres la única que opina así.
Siguió una época en la que la progresiva recuperación de la visión proporcionó grandes alegrías, mientras que la tosquedad y escasa armonía del rostro de este mundo recién descubierto la sumió en la melancolía. Una noche, M. la condujo al exterior, al jardín ya a oscuras, y le pidió que echase la cabeza hacia atrás. Esa noche el cielo era todo resplandor. M. pensó por un instante: de nuevo blanco y negro, aunque por suerte mucho más negro que blanco. Pero Maria Theresia no mostró ansiedad alguna en su reacción. Permaneció allí pasmada, con la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta, girando de vez en cuando, señalando, sin decir palabra. Hizo caso omiso de la oferta de M. de decirle el nombre de las constelaciones; no quería que las palabras interfirieran con la magia del momento y siguió mirando hasta que le dolió la nuca. A partir de esa noche, cualquier fenómeno visual digno de atención era automáticamente comparado con la noche estrellada, y nunca estaba a la altura.
Aunque cada mañana M. continuaba con su tratamiento exactamente igual que antes, ahora lo llevaba a cabo con simulada concentración. Interiormente se debatía entre dos líneas de pensamiento y entre las dos partes de su formación intelectual. El doctor en filosofía argumentaba que el elemento universal que subyacía en todo sin duda había aflorado gracias al magnetismo. El doctor en medicina argumentaba que el magnetismo tenía menos relevancia en la mejora de la paciente que el poder del tacto, y que incluso la imposición de manos tenía un poder meramente simbólico, como el de la colocación de los imanes y la vara. Lo que realmente estaba produciéndose era algún tipo de colaboración entre el médico y la paciente, de modo que la presencia y autoridad de él le posibilitaban a ella curarse a sí misma. No comentó con nadie esta segunda explicación, y mucho menos con la paciente.
Los padres de Maria Theresia estaban tan asombrados por los nuevos progresos de su hija como ella lo estaba por el cielo estrellado. A medida que las noticias circularon, amigos y admiradores empezaron a aparecer por el 261 de la Landstrasse para ser testigos del milagro. Los transeúntes a menudo merodeaban un rato por el exterior de la casa, con la esperanza de vislumbrar a la famosa paciente; y diariamente llegaban cartas pidiendo a su médico que acudiese a visitar lechos de enfermos por toda la ciudad. Al principio, M. estaba encantado de permitir a Maria Theresia que demostrase su capacidad para distinguir colores y formas, aunque algunas de las asociaciones con la palabra correspondiente no estuvieran exentas de errores. Pero estas exhibiciones la fatigaban mucho y decidió restringir drásticamente el número de visitantes permitidos. La repentina aplicación de esta nueva norma provocó el aumento tanto de los rumores sobre una curación milagrosa como de las sospechas que abrigaban algunos miembros de la Facultad de Medicina. El caso empezaba a incomodar a la Iglesia, debido a que la versión popular decía que a M. le bastaba con tocar la parte afectada de la persona enferma para curar la enfermedad. Que alguien que no fuese Jesucristo pudiese tener la capacidad de sanar a una persona simplemente imponiéndole las manos, a muchos clérigos les parecía blasfemo.
M. era consciente de estos rumores, pero confiaba en el apoyo del profesor Stoerk, que había acudido al 261 de la Landstrasse y se había mostrado públicamente impresionado por la eficacia de la nueva cura. ¿Qué importaba entonces si otros miembros de la facultad murmuraban contra él, o incluso dejaban caer la calumnia de que la recién adquirida capacidad de su paciente de nombrar los colores y objetos no era más que el resultado de un riguroso adiestramiento? Los conservadores, los mediocres y los envidiosos existían en todas las profesiones. A la larga, una vez que los métodos de M. se comprendiesen y el número de sanaciones aumentase, todos los hombres razonables se verían obligados a creerle.
Un día en que Maria Theresia estaba especialmente tranquila, M. invitó a sus padres a asistir a la sesión de esa tarde. Después le propuso a su paciente que tocase su instrumento sin acompañamiento y sin vendas en los ojos. Ella aceptó entusiasmada y los cuatro se dirigieron a la sala de música. Se habían colocado sillas para Herr Von P. y su esposa, mientras que M. se sentó en un taburete cerca del klavier, la mejor posición para observar las manos, los ojos y la actitud de Maria Theresia. Ella respiró profundamente varias veces y, tras una pausa apenas soportable, las primeras notas de una sonata de Haydn llegaron a los oídos de los presentes.
Fue un desastre. Uno hubiese podido pensar que la chica era una principiante y la sonata, una pieza que jamás había tocado. La digitación era torpe, el ritmo, imperfecto; toda la gracia, la chispa y la ternura habían desaparecido de la música. Cuando el primer movimiento llegó atropelladamente a un confuso final, se produjo un silencio durante el cual M. pudo notar cómo los padres intercambiaban miradas. Y entonces, súbitamente, la misma música arrancó de nuevo, esta vez tocada con confianza, brillo y perfección. Él se volvió hacia los padres, pero ellos sólo tenían ojos para su hija. Al volverse de nuevo hacia el klavier, M. se percató del motivo de la repentina excelencia: la chica mantenía los ojos cerrados y la barbilla alzada sobre el teclado.
Cuando Maria Theresia llegó al final del movimiento, abrió los ojos, bajó la mirada y volvió a empezar. El resultado fue, de nuevo, el caos, y en esta ocasión M. pensó que podía adivinar el motivo: la chica seguía los movimientos de sus manos petrificada. Y parecía que el mero acto de mirar bloqueaba su destreza. Fascinada por sus propios dedos y la manera como se movían a lo largo del teclado, era incapaz de mantenerlos bajo su control. Contempló su desobediencia hasta el final del movimiento y entonces se levantó y corrió hacia la puerta.
Se produjo otro silencio.
Finalmente M. dijo:
—Era de esperar.
Herr Von P., rojo de ira, replicó:
—Es una catástrofe.
—Llevará tiempo. Cada día habrá una mejoría.
—Es una catástrofe. Si la noticia empieza a difundirse, será el final de su carrera.
Con muy poco tacto, M. planteó la pregunta:
—¿Prefiere usted que su hija pueda ver o que pueda tocar?
Herr Von P., ahora colérico, estaba en pie, con su esposa a su lado.
—Señor, no recuerdo que usted nos plantease la necesidad de elegir cuando se la trajimos.
Después de que sus padres se marchasen, M. encontró a la chica en un estado deplorable. Puso todo su empeño en tranquilizarla, diciéndole que era previsible que la visión de los dedos la desconcentrase al tocar.
—Y si era previsible, ¿por qué no me lo advirtió usted?
Él le recordó que su vista había estado mejorando prácticamente a diario, así que también era previsible que su forma de tocar también mejoraría una vez se hubiese habituado a la presencia de sus dedos sobre el teclado.
—Por eso toqué la pieza por tercera vez. Y fue peor que la primera.
M. no le discutió este punto. Sabía por experiencia propia que, en lo que al arte se refiere, los nervios tenían un papel fundamental. Si tocabas mal, te desanimabas; si estabas desanimado, tocabas peor, y así sucesivamente cuesta abajo. En cambio, M. destacó la amplia mejoría en el estado general de Maria Theresia. Pero eso a ella tampoco la satisfizo.
—Cuando estaba ciega, la música era todo el consuelo que tenía. Volver a ver la luz y de inmediato perder mi capacidad para tocar sería una cruel forma de justicia.
—Esto no va a suceder. No es una opción. Debes confiar en mí si te digo que esto no pasará.
La miró y vio cómo fruncía el ceño y después relajaba el gesto. Finalmente, ella replicó:
—Aparte del tema del dolor, usted siempre me ha merecido confianza. Lo que ha dicho que sucedería, ha sucedido. Así que de acuerdo, confío en usted.
Durante los siguientes días, M. tomó conciencia de que su previo desprecio de las opiniones del mundo exterior había sido una ingenuidad. Llegó una propuesta de ciertos miembros de la Facultad de Medicina para que la aprobación de la práctica de la sanación mediante magnetismo se concediera sólo si M. podía reproducir sus efectos con un nuevo paciente, a plena luz y en presencia de seis verificadores de la facultad, unas condiciones que M. sabía que arruinarían la eficacia del método. Las lenguas viperinas ya estaban preguntando si en el futuro todos los médicos irían equipados con varitas mágicas. Y todavía más peligroso, algunos ya cuestionaban la probidad moral del sistema. ¿Ayudaba al prestigio y la respetabilidad de la profesión que uno de sus miembros se llevase a jovencitas a su casa, las enclaustrase detrás de cortinas cerradas y colocase sus manos sobre ellas entre botellas de agua magnetizada y acompañado por los maullidos de una armónica de cristal?
El 29 de abril de 177- Frau Von P. apareció en el estudio de M. Estaba claramente nerviosa y no quiso sentarse.
—He venido para llevarme a mi hija y apartarla de usted.
—¿Ha dicho ella que deseara abandonar el tratamiento?
—Que ella deseara… Este comentario, señor, es una impertinencia. Sus deseos están subordinados a los «deseos» de sus padres.
M. la miró sin perder la calma.
—Entonces iré a buscarla.
—No. Llame a un sirviente. No quiero que usted la manipule dándole instrucciones sobre lo que debe responder.
—Muy bien.
Llamó. Trajeron a Maria Theresia, que miró ansiosamente a ambos.
—Tu madre quiere que dejes el tratamiento y vuelvas a casa.
—¿Qué opina usted?
—Opino que si eso es lo que deseas, no puedo oponerme a ello.
—No es eso lo que le he preguntado. Le pregunto por su opinión como médico.
M. lanzó una mirada a la madre.
—Mi… opinión como médico es que estás todavía en una fase inestable. Sigo pensando que es muy posible que podamos conseguir una sanación completa. Y al mismo tiempo, que es muy posible que los avances conseguidos, si no los afianzamos, se pierdan para siempre.
—Ha sido usted muy claro. Entonces opto por quedarme. Quiero quedarme.
De inmediato la madre empezó a desplegar un repertorio de patadas al suelo y gritos, como jamás había visto M. en la ciudad imperial de V. Era un ataque de ira que iba más allá de la natural predisposición a ellos que pudiese tener Frau Von P. por su sangre italiana, y hubiese incluso podido resultar cómico, de no ser porque su frenesí nervioso provocó un ataque de convulsiones espasmódicas a su hija.
—Señora, debo pedirle que se controle —le dijo en voz baja.
Pero eso hizo aumentar todavía más la rabia de la madre, y con dos fuentes de provocación ante ella, mostró su indignación por la insolencia, tozudez e ingratitud de su hija. Cuando M. trató de poner una mano sobre su antebrazo, Frau Von P. se volvió hacia Maria Theresia, la cogió y la empujó bruscamente contra la pared. Por encima de los gritos de la mujer, M. llamó a sus empleados, que agarraron a la arpía justo cuando estaba a punto de atacar al propio doctor. De pronto, una nueva voz se añadió al zafarrancho.
—¡Devuélvame a mi hija! ¡Resístase y es hombre muerto!
La puerta se había abierto violentamente y allí estaba Herr Von P., su silueta encuadrada por el marco, espada en alto. Entró en tromba en el estudio y amenazó con descuartizar a cualquiera que se interpusiese en su camino.
—En ese caso, señor, tendrá que descuartizarme a mí —dijo M. con firmeza. Herr Von P. se detuvo, sin tener claro si abalanzarse sobre el médico, rescatar a su hija o consolar a su esposa. Incapaz de decidirse, se conformó con repetir las amenazas. La hija lloraba, la madre gritaba, el médico trataba de discutir racionalmente y el padre prometía a voz en grito caos y muerte. M. se mantuvo lo suficientemente sereno como para que se le ocurriese pensar que el joven Mozart habría podido poner música a este cuarteto operístico.
Finalmente, el padre fue reducido y desarmado. Se marchó maldiciendo y pareció olvidar a su esposa, que permaneció allí de pie durante unos instantes, dirigiendo su mirada alternativamente a M. y a su hija varias veces, hasta que también ella abandonó la habitación. Inmediatamente, y durante el resto del día, M. se dedicó a calmar a Maria Theresia. Y mientras lo hacía, llegó a la conclusión de que su sospecha inicial se había confirmado: la ceguera de Maria Theresia había sido sin duda una reacción histérica al igualmente histérico comportamiento de uno de sus progenitores o de ambos. Que una niña sensible, de temperamento artístico, ante tal ataque emocional, pudiese instintivamente cerrarse al mundo, parecía razonable e incluso inevitable. Y los iracundos padres, responsables de entrada del estado de la chica, ahora lo estaban agravando.
¿Qué podía haber causado ese súbito y destructivo arrebato? Sin duda algo más que el simple desacato a la voluntad de los progenitores. Por eso M. intentó imaginarlo desde el punto de vista de ellos. Una niña se queda ciega, todas las curas conocidas fallan hasta que, después de una docena de años, un nuevo médico con un nuevo procedimiento consigue que empiece a ver de nuevo. La prognosis es optimista, y los padres reciben por fin una recompensa a su amor, sensatez y valentía médica. Pero entonces la chica toca el piano y todo su mundo queda patas arriba. Antes, tenían a su cargo a una virtuosa del piano; ahora la recuperación de la visión la ha convertido en una intérprete mediocre. Si continuase tocando como ahora, su carrera estaría acabada. Pero aun en el caso de que recuperase todo su dominio técnico anterior, ya no poseería la peculiaridad de ser ciega. Sería tan sólo una pianista más entre otras muchas. Y la emperatriz ya no tendría por qué seguir otorgándole una pensión. Doscientos ducados de oro habían significado una notable diferencia en sus vidas. Y, sin eso, ¿cómo iban a encargar obras a los más prestigiosos compositores?
M. entendía el dilema que tenían ante sí, pero ésa no podía ser su preocupación principal. Él era médico, no empresario musical. En cualquier caso, estaba convencido de que en cuanto Maria Theresia se acostumbrase a la visión de sus manos sobre un teclado, en cuanto su contemplación dejase de alterar la interpretación, su destreza técnica no sólo volvería, sino que se desarrollaría y mejoraría. Porque ¿cómo iba a ser una ventaja su ceguera? Además, la chica había elegido abiertamente desafiar a sus padres y continuar con el tratamiento. ¿Cómo podía él defraudar sus esperanzas? Aunque para ello tuviese que repartir garrotes entre sus sirvientes, defendería el derecho de la chica a vivir bajo su techo.
Y, sin embargo, no eran los iracundos padres los únicos que amenazaban la casa. La opinión pública en la corte y en la calle se había vuelto contra el médico que había recluido a una joven y ahora se negaba a devolvérsela a sus padres. Que la propia chica se negase a irse con ellos, no ayudaba a M.; a ojos de algunos, no hacía más que confirmar que era un mago, un hechicero cuyos poderes hipnóticos podían no curar, pero sin duda lograban subyugar la voluntad. Se mezclaron la culpa moral con la culpa médica, dando pie al escándalo. Se extendió por la ciudad imperial tal miasma de insinuaciones que el profesor Stoerk consideró que tenía que tomar cartas en el asunto. Retirando su previo apoyo a las actividades de M., el 2 de mayo de 177- escribió pidiendo que M. cesase en su «impostura» y devolviese a la chica.
De nuevo, M. se negó. Maria Theresia von P., respondió, sufría convulsiones y desvaríos delirantes. Se envió a un médico de la corte a examinarla y éste informó a Stoerk de que en su opinión la paciente no estaba en condiciones de volver a casa. Y conseguido el aplazamiento, M. se dedicó las siguientes semanas enteramente a su caso. Con palabras, con magnetismo, con la imposición de sus manos, y con la confianza que ella depositaba en él, logró controlar la histeria nerviosa de la paciente en nueve días. Es más, se hizo evidente que su visión era ahora mejor que en ningún periodo anterior, lo cual sugería que las etapas recorridas con los ojos y con el cerebro se habían afianzado. Pero él no le preguntó si quería volver a tocar, ni ella sugirió hacerlo.
M. sabía que no sería posible mantener allí a Maria Theresia von P. hasta que estuviese completamente curada, pero no quería entregarla hasta que hubiese adquirido suficiente fortaleza para mantener el mundo a raya. Tras cinco semanas de asedio, se llegó a un acuerdo: M. entregaría a la chica a sus padres y éstos permitirían a M. seguir tratándola como y cuando fuese necesario. Con este tratado de paz en vigor, Maria Theresia fue entregada a sus progenitores el 8 de junio de 177-.
Ése fue el último día que M. la vio. Súbitamente, los Von P. rompieron su palabra y mantuvieron a su hija bajo rigurosa vigilancia, impidiendo cualquier contacto con M. No podemos saber lo que se dijo, o se hizo, en esa casa; tan sólo podemos saber sus predecibles consecuencias: Maria Theresia von P. recayó inmediatamente en la ceguera, un estado del que no volvería a salir en los cuarenta y siete años que le quedaban de vida.
No disponemos de ningún testimonio de la angustia de Maria Theresia, de su sufrimiento moral y su reflejo mental. Pero el mundo de la perpetua oscuridad al menos le era familiar. Podemos suponer que abandonó toda esperanza de curarse, y también de escapar de sus padres; podemos saber que retomó su carrera, primero como pianista y cantante, después como compositora y finalmente como profesora. Aprendió a utilizar una tabla de composición que inventó para ella su amanuense y libretista, Johann Riedinger; también poseía una máquina de imprimir manual para su correspondencia. Su nombre corrió por toda Europa; tenía memorizados sesenta conciertos, y los tocó en Praga, Londres y Berlín.
En cuanto a M., fue expulsado de la ciudad imperial de V. por la Facultad de Medicina y el Comité para el Mantenimiento de la Moral, una combinación que aseguraba que sería recordado allí como mitad charlatán, mitad seductor. Se retiró primero a Suiza y después se estableció en París. En 178-, siete años después de que se vieran por última vez, Maria Theresia von P. fue a tocar a la capital francesa. En las Tullerías, ante Luis XVI y Maria Antonieta, presentó el concierto que Mozart había escrito para ella. M. y ella no se encontraron, y tampoco podemos saber si alguno de ellos hubiera deseado que ese encuentro se produjera. Maria Theresia siguió viviendo en la oscuridad, provechosamente, cosechando fama, hasta su fallecimiento en 182-.
M. había muerto nueve años antes, a los ochenta y uno, sin que ni su capacidad intelectual ni su entusiasmo por la música hubieran mermado. Mientras agonizaba en Meersburg, a orillas del lago Constanza, mandó llamar a su joven amigo F., un seminarista, para que tocase para él la armónica de cristal que le había acompañado en todos sus viajes desde que dejó el 261 de la Landstrasse. Según un testimonio, logró apaciguar las convulsiones de su agonía al escuchar por última vez la música de las esferas. Según otro, el seminarista se retrasó, y M. murió antes de que F. pudiese tocar con sus dedos embadurnados de tiza el cristal rotatorio.