Cuando de niño me cogía hipo, mi madre iba a buscar la llave de la puerta trasera, me abría el cuello de la camisa y me deslizaba el frío metal por la espalda. En aquel entonces, yo creía que ése era el procedimiento médico —o maternal— normal. Sólo años más tarde empecé a preguntarme si el remedio funcionaba simplemente por crear una distracción o si, tal vez, había alguna explicación más científica, si un sentido podía afectar directamente a otro.
Cuando tenía veintisiete años, quiméricamente enamorado de una mujer casada que desconocía por completo mi cariño y mi pasión, padecí una enfermedad cutánea cuyo nombre no recuerdo. Mi cuerpo adquirió un tono escarlata desde las muñecas hasta los tobillos; primero me provocó una comezón que la loción de calamina no logró aplacar, después la piel se me escamó ligeramente y finalmente se peló por completo, hasta que mudé de piel como un reptil. Pedazos de mí se adhirieron a mi camisa y mis pantalones, a las sábanas y a la alfombra. Las únicas zonas que no se quemaron y pelaron fueron la cara, las manos, los pies y la entrepierna. No le pregunté al médico por qué me había sucedido eso y jamás la hablé a esa mujer del amor que sentía por ella.
Cuando me divorcié, Ben, mi amigo médico, me obligó a enseñarle las manos. Le pregunté si la medicina moderna, además de volver a utilizar las sanguijuelas, también iba a recuperar la quiromancia, y, de ser así, si después tardarían en incorporarse la astrología, el magnetismo y la teoría de los humores. Me respondió que podía deducir por el color de mis manos y de las yemas de mis dedos que bebía demasiado.
Tiempo después, con la duda de si me había enredado para que lo dejase, le pregunté si me había tomado el pelo o lo había adivinado. Me giró las palmas de las manos hacia arriba, asintió afirmativamente y me dijo que me buscaría alguna doctora sin compromiso a la que le pudiese parecer no demasiado repulsivo.
La segunda vez que nos encontramos fue en una fiesta de Ben; ella había traído a su madre. ¿Os habéis dedicado alguna vez a observar a madres e hijas juntas en fiestas, intentando dilucidar quién se ocupa de quién? ¿La hija le facilita a la madre una salida nocturna, la madre controla el tipo de hombres a los que atrae su hija? O ambas cosas al mismo tiempo. Aunque jueguen a ser grandes amigas, suele producirse un destello extra de formalidad añadida a la relación. La desaprobación o bien no se expresa o se exagera con una mirada hacia el techo, una mueca teatral y un «De todos modos, ella nunca me hace el menor caso».
Estábamos de pie, en un reducido círculo con una cuarta persona que se me ha borrado de la memoria. Ella estaba frente a mí y su madre a mi izquierda. Yo intentaba ser yo mismo, sea lo que sea lo que signifique eso, y al mismo tiempo trataba de hacer aceptable, si no realmente agradable, esa personalidad. Digamos que agradable para su madre; yo no era lo bastante atrevido para intentar resultarle agradable a ella directamente, al menos no en presencia de testigos. No recuerdo de qué hablamos, pero la conversación parecía fluir; tal vez la olvidada cuarta persona ayudaba. Lo que sí recuerdo es esto: ella mantenía el brazo derecho pegado al cuerpo, y cuando me pilló mirándola, discretamente hizo el gesto de fumar, ya sabéis, los dedos índice y corazón extendidos y ligeramente separados, los restantes dedos doblados y ocultos. Pensé: una doctora que fuma, eso es una buena señal. Mientras la conversación seguía su curso, saqué mi cajetilla de Marlboro Lights y, sin mirar —mi actividad también se desarrollaba al nivel de la cintura—, extraje un cigarrillo, volví a guardarme la cajetilla en el bolsillo, cogí el cigarrillo por la parte del filtro, lo pasé por detrás de la espalda de su madre y noté cómo me lo cogía de entre los dedos. Al percatarme de un momentáneo silencio en su conversación, volví a deslizar la mano en el bolsillo, saqué una caja de cerillas, la cogí por el borde rasposo y sentí de nuevo cómo me la cogía de entre los dedos, vi cómo encendía el cigarrillo, aspiraba, cerraba la caja de cerillas y me la devolvía por detrás de la espalda de su madre. Yo la recibí con delicadeza, cogiéndola por el mismo borde con el que se la había ofrecido.
Debería añadir que a su madre le resultó perfectamente evidente lo que estábamos haciendo. Pero no dijo nada, ni suspiró, no lanzó una mirada mojigata, ni me echó una reprimenda por ser un traficante de drogas. Me gustó de inmediato por eso y deduje que daba su aprobación a la complicidad que se había creado entre su hija y yo. Supongo que deliberadamente podía guardarse para sí misma su desaprobación por razones estratégicas. Pero no me importaba, o más bien no creí que me importase, prefiriendo asumir que me aprobaba. Aunque no es eso lo que trataba de contaros. Lo importante no era su madre. Lo importante eran esos tres momentos en los que un objeto había pasado de las yemas de los dedos de una mano a otra.
Eso fue lo más cerca de ella que estuve esa noche, y durante las semanas siguientes.
¿Habéis jugado alguna vez a ese juego en el que te sientas en un círculo y cierras los ojos, o te los tapan, y tienes que adivinar qué objeto te pasan sólo con el tacto? Y después se lo pasas a la siguiente persona y también tiene que adivinarlo. O cada uno se guarda lo que ha pensado hasta que todo el mundo ha palpado el objeto y entonces lo anunciáis todos a la vez.
Ben asegura que en una ocasión en que él jugó, pasó de mano en mano una bola de mozzarella y tres personas dedujeron que era un implante mamario. Puede deberse simplemente a que eran estudiantes de medicina; pero verdaderamente hay algo en eso de cerrar los ojos que te hace más vulnerable, o que conduce a la imaginación hacia el terreno de lo gótico, sobre todo si el objeto que se pasa es blando y gelatinoso. De las ocasiones en que jugué, el objeto misterioso con más éxito, el que estaba garantizado que horripilaría a cualquiera, era un lichi pelado.
Recuerdo una producción del Rey Lear que fui a ver hace algunos años —¿diez, quince?—, interpretada ante un telón de fondo de ladrillo visto, con una puesta en escena brutalista. No recuerdo quién la dirigía, ni quién interpretaba el papel protagonista; pero lo que sí recuerdo es la escena en la que ciegan a Gloucester. Habitualmente se representa con el conde atado y echado hacia atrás en una silla. Cornwall les dice a sus criados: «Muchachos, sujetad la silla», y después a Gloucester: «Posaré mi pie sobre tus ojos.» Le arranca un ojo y Regan hace este escalofriante comentario: «Un lado se mofará del otro; el otro también.» Y entonces, un poco después, llega el famoso «Fuera, gelatina vil», y reincorporan a Gloucester, mientras la sangre de atrezo le gotea por la cara.
En el montaje que vi, el cegamiento se llevaba a cabo fuera de escena. Creo recordar las piernas de Gloucester sacudiéndose desde una de las esquinas del muro de ladrillo, aunque tal vez esto lo haya imaginado yo después. Pero lo que sí recuerdo con seguridad son sus gritos, y que me parecieron todavía más aterradores porque se producían fuera de escena; quizá lo que no puedes ver te aterroriza más que lo que sí puedes ver. Y entonces, después de arrancarle el primer ojo, lo lanzaban al escenario. En mi memoria —en el ojo de mi mente— lo recuerdo rodando por la tarima con un brillo apagado. Más gritos, y el segundo ojo era lanzado desde un lateral.
Eran —sospechaba uno— lichis pelados. Y entonces sucedía esto: desgarbado y brutal, Cornwall reaparecía en escena, localizaba los rodantes lichis y plantaba el pie sobre los ojos de Gloucester por segunda vez.
Otro juego, éste de cuando era un niño que hipaba en la escuela primaria. En la hora del recreo solíamos hacer carreras con coches de juguete en el suelo asfaltado del patio. Eran de unos diez centímetros de largo, de metal fundido, y llevaban neumáticos de caucho de verdad que podías sacar de los ejes si querías simular una parada en boxes. Estaban pintados en colores brillantes, los mismos que lucían las escuderías de coches de carreras de la época: un escarlata Maserati, un verde Vanwall, un azul… tal vez alguna marca francesa.
El juego era sencillo: el coche que llegaba más lejos ganaba. Presionabas con el pulgar justo en el centro del largo capó, levantando los restantes dedos con el puño ligeramente cerrado, y cuando se daba la señal, dejabas de presionar hacia abajo y presionabas rápidamente hacia delante, lanzando el coche cuanto más lejos mejor. Había que aplicar cierta técnica para lograr la máxima propulsión; el peligro era que el nudillo del dedo corazón, que estaba sólo unos milímetros por encima del suelo, rozase contra el asfalto, se te levantase la piel y eso te arruinase la carrera. La herida crearía una costra y tendrías que ajustar la posición de la mano, apartando el nudillo del dedo corazón de la zona de peligro. Pero de este modo jamás podrías conseguir la misma velocidad, así que volvías a la técnica habitual y a menudo te arrancabas la costra recién formada.
Vuestros padres nunca os advirtieron sobre los temas importantes, ¿verdad? O tal vez sólo podían advertiros sobre los temas inmediatos y puntuales. Te vendaban el nudillo del anular derecho y te advertían del peligro de que se infectase. Te explicaban cosas sobre el dentista y sobre que el dolor se calmaría pasado un rato. Te enseñaban el código de circulación, o al menos lo referente a los peatones más jóvenes. Mi hermano y yo estábamos a punto de cruzar la calle cuando mi padre, con voz firme, nos instruyó: «Deteneos en el bordillo.» Estábamos en esa edad en la que un conocimiento primario de la lengua se entrecruza con cierto vértigo sobre sus posibilidades. Nos miramos y gritamos: «Manazas[14] en el bordillo», y nos acuclillamos con las manos apoyadas sobre el bordillo. A papá le pareció una tontería; sin duda se puso de inmediato a calcular cuánto podría durar la broma.
La Naturaleza nos lanzaba advertencias, nuestros padres nos lanzaban advertencias. Nosotros acumulábamos conocimientos sobre los rasguños en los nudillos y sobre el tráfico. Aprendimos a tener cuidado con los tramos sueltos de alfombra de la escalera, porque la abuela una vez casi se rompe la crisma cuando las varillas de latón que la sujetaban fueron retiradas para la limpieza anual y una de ellas no se recolocó bien. Aprendimos cosas sobre las finas capas de hielo, la congelación y los niños malvados que metían piedrecitas e incluso a veces cuchillas de afeitar en las bolas de nieve; aunque ninguna de estas advertencias estaba justificada por algo que hubiese sucedido. Aprendimos sobre ortigas y cardos, y sobre cómo la hierba, que parecía inofensiva, podía provocarte un inesperado arañazo, como el papel de lija. Nos advirtieron acerca de cuchillos y tijeras, y de los peligros de un cordón desatado. Nos advirtieron sobre extraños que podían intentar atraernos hacia coches o camiones; aunque nos llevó años descubrir que «extraño» no significaba «estrafalario, jorobado, babeante, con bocio» —o como fuese que definamos el concepto de «extraño»—, sino simplemente «desconocido». Nos advirtieron sobre los chicos malos y, más tarde, sobre las chicas malas. Un incómodo profesor de ciencias nos advirtió sobre las enfermedades venéreas, informándonos engañosamente de que eran provocadas por la «indiscriminada práctica del sexo». Nos advirtieron sobre la gula y la pereza, sobre los peligros de abandonar la escuela, sobre la avaricia y la codicia y los peligros de abandonar a nuestra familia, sobre la envidia y la ira y los peligros de abandonar a nuestro país.
Nunca nos advirtieron sobre los ataques de corazón.
He utilizado la palabra «complicidad» hace un rato. Me gusta esta palabra. Un entendimiento sin palabras entre dos personas, cierto espíritu si lo preferís. Es la primera pista que puedes recibir, antes de enfrentarte al nervioso recorrido para descubrir si «compartís los mismos intereses», o tenéis un metabolismo similar, o sois sexualmente compatibles, o ambos queréis tener hijos, o cualquier cosa que justifique conscientemente nuestras decisiones inconscientes. Pasado un tiempo, al volver la vista atrás, convertiremos en un fetiche y celebraremos la primera cita, el primer beso, las primeras vacaciones juntos, pero lo que de verdad cuenta es lo que sucedió antes de que esta historia fuese oficial: ese momento, más de impulso que de reflexión, en el que surge el Sí, tal vez sea ella la persona que busco, y el Sí, tal vez sea él la persona que busco.
Intenté explicarle esto a Ben, unos días después de su fiesta. Ben es de los que adoran los crucigramas y consultan los diccionarios, un pedante. Me dijo que «complicidad» significa una participación compartida en un crimen, en un pecado o en un acto nefando. Significa planear hacer algo malo.
Prefiero quedarme con el significado que yo le doy. Para mí significa planear hacer algo bueno. Ella y yo éramos dos adultos libres, capaces de tomar nuestras propias decisiones. Y nadie planea hacer algo malo en esos momentos, ¿no es cierto?
Fuimos a ver una película juntos. Yo todavía no tenía muy claro cuáles eran su temperamento y sus hábitos. Si era puntual o impuntual, tranquila o irascible, alegre o depresiva, cuerda o chiflada. Sé que puede parecer una forma grosera de exponerlo, pero es que además resulta que entender a otro ser humano no consiste exactamente en ir marcando casillas con respuestas claras y precisas. Es perfectamente posible ser alegre y depresivo al mismo tiempo, tranquilo e irascible. Lo que quiero decir es que yo en ese momento seguía descifrando el marco difuso de su carácter.
Era una tarde gélida del mes de diciembre; llegamos al cine en coches diferentes, porque ella estaba de guardia y la podían avisar por el busca de que tenía que volver al hospital. Yo me senté allí, viendo la película, pero igualmente atento a sus reacciones: una sonrisa, silencio, lágrimas, un estremecimiento por una escena violenta; cualquier detalle podía ser como una llamada silenciosa del busca que me proporcionara información. La calefacción de la sala estaba muy baja y mientras permanecíamos allí sentados, codo con codo en el brazo de las butacas, me sorprendí a mí mismo proyectando mis pensamientos fuera de mí y hacia ella. La manga de la camisa, el jersey, la chaqueta, la gabardina, el chaquetón marinero, suéter… ¿y después qué? ¿Nada más antes de llegar a la piel? Así que había seis capas entre nosotros, o tal vez siete si ella llevaba algo con mangas debajo del suéter.
Acabó la película; su busca no vibró; me gustó su forma de reír. Ya había oscurecido cuando salimos. Habíamos recorrido la mitad del camino hacia nuestros coches cuando se detuvo y levantó la palma de su mano izquierda hacia mí.
—Mira —dijo.
Yo no sabía qué tenía que buscar: ¿un signo de su alcoholismo, su línea de la vida? Me acerqué y descubrí, con la ayuda ocasional de los faros de los coches que pasaban, que las puntas de sus dedos índice, corazón y anular habían adquirido una tonalidad ligeramente amarillenta.
—Veinte metros sin guantes —dijo—. Y me pasa esto.
Me dijo el nombre del síndrome. Era un problema de circulación deficiente, el frío provocaba que la sangre se concentrase en zonas más importantes y se retirase de las extremidades.
Encontró sus guantes: eran marrón oscuro, lo recuerdo. Se los puso sin prestar mucha atención y después estiró los dedos para empujar hasta que la lana tocase las puntas. Seguimos caminando, comentando la película, se produjo un silencio, sonreímos, un nuevo silencio y nos separamos; mi coche estaba aparcado a unos diez metros del suyo. Cuando estaba a punto de abrirlo, miré hacia atrás. Ella seguía de pie en medio de la calle, mirando hacia el suelo. Esperé unos instantes, decidí que algo iba mal y volví sobre mis pasos.
—Las llaves del coche —dijo ella sin mirarme. No había mucha luz y ella rebuscaba en su bolso, no sólo mirando sino también palpando para encontrarlas. Y entonces, con una repentina irritación, añadió—: Venga, idiota.
Por un momento pensé que se refería a mí. Pero enseguida me percaté de que tan sólo estaba indignada consigo misma, avergonzada de sí misma, y más avergonzada todavía porque su incapacidad de dar con las llaves —y también, quizá, su rabia— estaba siendo presenciada por mí. Pero yo no iba a cuestionarla. Mientras permanecí allí, observando cómo rebuscaba en su bolso, sucedieron dos cosas: sentí lo que podría describir como ternura si eso no fuese tan contundente, y mi polla aumentó de tamaño con una sacudida.
Recordé la primera vez que un dentista me puso una inyección; salió de la sala mientras la anestesia hacía su efecto, volvió con aire eficiente, deslizó un dedo en mi boca, lo pasó por la base del diente que iba a empastar y me preguntó si notaba algo. Recordé la insensibilidad que notas cuando te pasas demasiado rato sentado con las piernas cruzadas. Recordé historias de médicos que clavaban alfileres en la pierna del paciente sin que éste reaccionase en absoluto.
Lo que yo quería saber era esto: si hubiera sido más audaz, si hubiera levantado mi mano derecha y la hubiese acercado a su mano izquierda, posando suavemente palma contra palma, dedo contra dedo, en una versión amorosa del choca esos cinco, y si entonces hubiese apretado las yemas del índice, el corazón y el anular contra sus dedos, ¿ella hubiese sentido algo? ¿Qué se siente cuando no hay sensibilidad? ¿Qué siente ella y qué siento yo? ¿Ella ve mis dedos apoyados en los suyos, pero no siente nada; yo veo mis dedos apoyados en los suyos, y yo sí los noto, pero sé que ella no siente nada?
Y evidentemente yo me hacía esta pregunta en un sentido más amplio e inquietante.
Pensé en una persona con guantes y la otra sin; en qué se siente cuando la piel palpa la lana y qué se siente cuando la lana palpa la piel.
Traté de imaginar todos los guantes que podía llevar, tanto ahora como en el futuro, si es que iba a haber un futuro en el que yo estuviese presente.
Había visto un par de guantes de lana marrones. Decidí, dada su dolencia, equiparla con un buen número de pares extra de diferentes colores. Y para los días y noches más fríos algunos de más abrigo, de ante: los imaginé negros (a juego con su cabello), con gruesos pespuntes blancos a lo largo de los dedos y un forro de piel de conejo beis. Y tal vez también un par de esos guantes tipo manopla, con un espacio individual para el pulgar y una amplia bolsa para el resto de los dedos.
En el trabajo presumiblemente llevaba guantes quirúrgicos, finos, de látex, que supusieran la mínima barrera entre el médico y el paciente; y sin embargo, cualquier barrera destruye esa esencial sensación de piel sobre piel. Los cirujanos usan guantes muy ajustados; otro personal sanitario, guantes más holgados, como esos que usan en las charcuterías cuando pides jamón y vas viendo cómo la cuchilla giratoria va cortando las lonchas.
Me pregunté si era aficionada, o alguna vez lo sería, a la jardinería. Podría llevar guantes de látex para los trabajos más ligeros en la tierra bien labrada, para arreglar radículas, plantas de semillero y delicadas plantas decorativas. Pero también necesitaría un par más fuertes —imaginé el dorso de algodón amarillo y la parte interior y los dedos de cuero gris— para los trabajos más duros: podar, arar la tierra, arrancar enredaderas y raíces de ortigas.
Me pregunté si les encontraría alguna utilidad a los mitones. Yo nunca les he visto la gracia. ¿Quién los lleva, aparte de los conductores de trineo rusos y los avaros en las adaptaciones televisivas de Dickens? Y dado lo que les sucedía a las puntas de sus dedos, con más razón estaba claro que no los debía usar.
Me pregunté si la circulación de sus pies también era deficiente, en cuyo caso: calcetines para dormir. ¿Cómo serían? ¿Grandes y de lana, tal vez los calcetines de rugby de un exnovio, que se le bajarían y le quedarían arrugados alrededor de los tobillos al levantarse? ¿O bien ceñidos y de mujer? En algún suplemento sobre estilos de vida yo había visto calcetines para dormir de colores chillones y con espacios individuales para cada dedo. Me pregunté si me parecerían una prenda neutral, cómica o de algún modo erótica.
¿Qué más? ¿Tal vez esquiase y tuviese un par de guantes gruesos a juego con el grueso anorak? Oh, y por supuesto guantes para fregar platos; todas las mujeres tienen. Y siempre en esos desagradecidos colores horteras: amarillo, rosa, verde pálido, azul claro. Tienes que ser un pervertido para encontrar eróticos los guantes de fregar platos. Dales todos los toques exóticos que quieras —magenta, azul marino, teca, rayas, cuadros Príncipe de Gales—, jamás me dirán nada.
Nadie dice: «Palpa este trozo de parmesano», ¿verdad? Excepto, tal vez, los productores de parmesano.
A veces, cuando estoy solo en un ascensor, deslizo suavemente los dedos por los botones. Sin ejercer la presión necesaria para cambiar el piso al que voy, tan sólo para sentir los irregulares puntos del Braille. Y para imaginar cómo debe ser leer así.
La primera vez que vi a alguien que llevaba un dedil, no podía creerme que debajo había un dedo de verdad.
Causa el más ligero daño al menos importante de los dedos, y toda la mano quedará afectada. Hasta las acciones más sencillas —ponerse un calcetín, abotonarse, cambiarse de ropa— se complican y requieren toda tu atención. No podrás introducirla en el guante, tendrás que pensar bien cuándo lavártela, deberás tener cuidado de no aplastarla mientras duermes, etcétera.
Imaginaos cómo debe de ser intentar hacer el amor con una mano rota.
Tuve un repentino y agudo deseo de que jamás le sucediese nada malo a ella.
Una vez vi a un hombre en un tren. Yo tenía once o doce años e iba solo en mi compartimento. Él pasó por el pasillo, miró el interior del compartimento, vio que estaba ocupado y siguió su camino. Me percaté de que el brazo que llevaba pegado al cuerpo acababa en un garfio. En ese momento, lo único que me vino a la mente fueron piratas y una sensación de amenaza; más tarde, pensé en todo lo que uno no podía hacer con ese brazo, y todavía más tarde, en el dolor fantasma que sienten los amputados.
Nuestros dedos tienen que funcionar juntos, nuestros sentidos también. Actúan para sí mismos, pero también como presentidos para los otros. Palpamos una fruta para comprobar su madurez; presionamos con los dedos un trozo de carne para comprobar si está cocida. Nuestros sentidos trabajan juntos para el bien común: son cómplices, como a mí me gusta decir.
Esa noche llevaba el pelo peinado en un moño, sostenido por un par de peinetas de carey y un alfiler de oro. No era tan negro como sus ojos, pero más que su chaqueta de lino, desteñida y arrugada. Estábamos en un restaurante chino y los camareros le prestaban toda su atención. Quizá su cabello parecía un poco chino, o tal vez sabían que era más importante contentarla a ella que a mí, que contentarla a ella era contentarme a mí. Me rogó que pidiese yo y elegí con criterio conservador. Ensalada de algas, rollitos de primavera, judías verdes en salsa de judías amarillas, pato crujiente, berenjenas estofadas y arroz blanco hervido. Una botella de Gewürztraminer y agua del grifo.
Mis sentidos estaban más alerta que de costumbre esa noche. Cuando la había seguido desde el coche, noté el leve perfume floral; pero fue rápidamente ahogado por los olores del restaurante en cuanto pasó junto a nuestra mesa una pila de relucientes costillas. Y cuando nos sirvieron la comida, se produjo la amable competición de sabores y texturas. La textura como de papel de las hojas cortadas de algas; las crujientes judías bañadas en su salsa; la cucharada de salsa de ciruelas con las tiras de cebolla tierna y el reseco trozo de pato, todo ello envuelto en su crep apergaminada.
La música de fondo ofrecía un contraste más benigno de texturas: desde música de ascensor china a hilo musical occidental. Era mayormente anodina, excepto cuando irrumpía un tema archiconocido de la banda sonora de una película. Sugerí que si oíamos el Tema de Lara del Doctor Zhivago, deberíamos tratar de huir juntos y declarar ante el juez que nos sentimos coaccionados. Ella preguntó si la coacción era un eximente ante la justicia. Yo seguí con el tema, que ya no daba para más, y después hablamos sobre los puntos de contacto entre nuestras profesiones: el punto en el que la justicia entraba en el terreno de la medicina, y la medicina en el de la justicia. Eso nos llevó a hablar sobre el tabaco y sobre el preciso instante en que nos apetecería encender un cigarrillo si no estuviese prohibido. Estuvimos de acuerdo en que después del segundo plato y antes del postre. Ambos nos declaramos fumadores moderados y cada uno creyó a medias al otro. Después hablamos un poco, aunque con recelo, sobre nuestras infancias respectivas. Le pregunté qué edad tenía cuando se percató por primera vez de que las puntas de sus dedos se volvían amarillas con el frío, y si tenía muchos pares de guantes, lo cual por algún motivo la hizo reír. Tal vez yo había dado con una de las verdades sobre su ropero. Estuve a punto de pedirle que me describiera sus guantes favoritos, pero pensé que podía malinterpretarlo.
Y mientras continuábamos cenando, decidí que la cosa iba a funcionar, aunque con «la cosa» me refería tan sólo a la cita de esa noche. Era incapaz de ver más allá. Y ella debía sentir lo mismo, porque cuando el camarero nos preguntó si queríamos postre, no consultó el reloj para excusarse, sino que dijo que podía hacer un hueco para alguna cosilla más, siempre que no fuese pringosa ni llenase mucho, así que optó por los lichis. Y yo decidí no contarle nada sobre aquel juego de tanto tiempo atrás, ni sobre aquella producción del Rey Lear. Y entonces desafié momentáneamente al futuro y pensé que si volvíamos allí alguna vez, quizá se lo contaría. También confié en que ella nunca hubiese jugado a ese juego con Ben ni le hubiesen pasado una bola de mozzarella.
Justo cuando estaba pensado esto, el Tema de Lara brotó de los bafles. Nos miramos y nos reímos, y ella escenificó el gesto de echar hacia atrás la silla y levantarse. Quizá vio inquietud en mis ojos, porque se volvió a reír y, continuando con el juego, lanzó la servilleta sobre la mesa. El gesto hizo que adelantase su mano hasta más allá de la mitad del mantel. Pero no se levantó, ni echó su silla hacia atrás, se limitó a seguir sonriendo y dejó caer la mano sobre la servilleta, con los nudillos levantados.
Y entonces la toqué.