EL RETRATISTA[13]

El señor Tuttle se había mostrado discutidor desde el principio, sobre la tarifa —doce dólares—, el tamaño de la tela y la perspectiva que debía mostrarse a través de la ventana. Afortunadamente hubo un rápido acuerdo sobre la pose y el vestuario. Con respecto a eso, Wadsworth se sentía satisfecho de imponerle su criterio al recaudador de impuestos de la aduana; satisfecho de darle la apariencia, hasta donde alcanzaba su destreza, de un caballero. En eso consistía, después de todo, su trabajo. Era un retratista, pero también un artesano, y cobraba una tarifa de artesano para crear lo que su cliente quería ver. Dentro de treinta años, muy pocos recordarían el aspecto del recaudador de impuestos de la aduana; el único vestigio de su apariencia física después de que se hubiera encontrado con su Creador sería este retrato. Y la experiencia le decía a Wadsworth que para sus clientes era más importante ser retratados como hombres y mujeres sobrios y temerosos de Dios, que el hecho de que el retrato fuese más o menos fidedigno. No era algo que le quitase el sueño.

Por el rabillo del ojo, Wadsworth vio que su cliente había dicho algo, pero no despegó la mirada de la punta del pincel. Lo que hizo fue señalar el cuaderno en el que muchos modelos habían escrito comentarios, expresando sus elogios y críticas, su sabiduría y fatuidad. También podía abrir el cuaderno por cualquier página y pedirle a su cliente que identificase un comentario dejado por un predecesor, diez o veinte años atrás. Las opiniones de su recaudador de impuestos de la aduana hasta ese momento habían sido tan predecibles como los botones de su chaleco, aunque menos interesantes. Por fortuna, a Wadsworth le pagaban por representar chalecos, no opiniones. Evidentemente, era un poco más complicado: representar el chaleco, la peluca y los pantalones bombachos era representar una opinión, de hecho un completo corpus de ellas. El chaleco y los bombachos mostraban el cuerpo que había debajo, del mismo modo que la peluca y el sombrero mostraban el cerebro; aunque en algunos casos era una exageración pictórica sugerir que ahí debajo había algo parecido a un cerebro.

Le encantaría dejar esta ciudad, guardar sus pinceles y telas, sus pigmentos y su paleta en el carrito, ensillar su yegua y tomar los senderos del bosque que en tres días le llevarían de vuelta a casa. Allí podría descansar, reflexionar y tal vez tomar la decisión de vivir de un modo diferente, sin las permanentes tribulaciones de un itinerante. Una vida de vendedor ambulante, también de suplicante. Como siempre, había venido a esta ciudad, tomado una habitación para dormir y puesto un anuncio en el periódico, indicando sus capacidades, sus precios y su disponibilidad. «Si en seis días no recibe ningún encargo», acababa el anuncio, «el señor Wadsworth abandonará la ciudad.» Había pintado a la hija pequeña de un representante de telas, y después al diácono Zebediah Harries, que le había ofrecido cristiana hospitalidad en su casa, y le había recomendado al recaudador de impuestos de la aduana.

El señor Tuttle no le había ofrecido alojamiento, pero el retratista durmió de buen grado en el establo con su yegua por compañía, y comió en la cocina. Y entonces se había producido ese incidente la tarde del tercer día, ante el que él no había tenido el arrojo —o se sintió incapaz— de protestar. Le había provocado un sueño inquieto. Y habría dañado su reputación, si la verdad llegaba a saberse. Debería haber borrado de su lista al recaudador de impuestos por zopenco y bravucón —ya había pintado suficiente durante todos esos años— y olvidarse del asunto. Quizá realmente debería tomar en consideración la posibilidad de retirarse, dejar que su yegua engordase y vivir de lo que pudiese cultivar y de los animales que lograse criar. Siempre podría pintar puertas y ventanas en lugar de a personas para ganarse un dinero; eso no le parecía indigno.

Al final de la primera mañana, Wadsworth se había visto obligado a enseñarle al recaudador de impuestos de la aduana el cuaderno. El tipo, como muchos otros, había imaginado que bastaría con abrir más la boca para lograr la comunicación. Wadsworth había contemplado cómo la pluma viajaba a través de la página y después el índice golpeaba impacientemente en ella. «Si Dios es piadoso», había escrito el hombre, «tal vez en el Cielo usted oirá.» En respuesta al comentario, él había mostrado una media sonrisa y asentido fugazmente, de lo que podía inferirse sorpresa y gratitud. Había leído ese pensamiento otras muchas veces. A menudo era una sincera expresión de sentimiento cristiano y amable esperanza; en ocasiones, como ahora, representaba la apenas oculta consternación ante la evidencia de que el mundo incluía a personas con tan frustrantes deformidades. El señor Tuttle era de esos amos que preferían que sus criados fuesen mudos, sordos y ciegos, excepto cuando por lo que fuese le convenía lo contrario. Evidentemente, amos y criados se habían convertido en ciudadanos y en personas contratadas a su servicio en cuanto se proclamó la república de los justos. Pero los amos y los criados no desaparecieron sin más, como no lo hicieron las inclinaciones primarias del ser humano.

Wadsworth no consideró que estuviese juzgando al recaudador de impuestos de una manera poco cristiana. Se había formado una impresión a primera vista y la confirmó la tercera tarde. El incidente había sido de lo más cruel, ya que involucraba a un niño, un ayudante de jardinero que apenas había entrado en la edad del raciocinio. El retratista siempre había sentido afecto por los niños: por sí mismos, por el gratificante hecho de que pasaban por alto su deformidad y también porque él mismo no tenía descendencia. Jamás había contado con la compañía de una esposa. Quizá todavía estaba a tiempo de buscarse una, aunque debería asegurarse de que ya no estaba en edad fértil. No quería infligir el castigo de su deformidad a otros. Algunos habían intentado explicarle que sus miedos eran infundados, ya que su dolencia no le acompañaba al nacer, sino que había sido consecuencia de un ataque de fiebre eruptiva cuando tenía cinco años. Además, le insistían, ¿no se había abierto el camino en el mundo? ¿No sería capaz de hacer lo mismo su hijo, fuese como fuese físicamente? Tal vez fuera así, pero ¿y si tenía una hija? La idea de una niña viviendo como una marginada era demasiado para él. Era cierto que siempre podía quedarse en casa y se establecería entre ellos una gran complicidad. ¿Pero qué sería de una niña así después de que él falleciese?

No, volvería a casa y pintaría a su yegua. Ésa había sido siempre su intención, y quizá ahora la llevase a cabo. Ella llevaba veinte años acompañándole, le entendía con facilidad y no prestaba la menor atención a los ruidos que brotaban de su boca cuando estaban solos en el bosque. Éste era el plan: pintarla en una tela del mismo tamaño que la que estaba utilizando para el retrato del señor Tuttle, aunque girada para hacerla apaisada, y después cubrirla con una manta y descubrirla sólo cuando la yegua muriese. Resultaba presuntuoso comparar la realidad diaria de las criaturas vivas creadas por Dios con un simulacro humano producido por una mano inadecuada, aunque ése fuese el propósito para el cual le contrataban sus clientes.

No contaba con que fuese sencillo pintar a la yegua. Carecería de la paciencia, la vanidad y las ganas de posar para él con una pezuña orgullosamente adelantada. Pero, por otro lado, tampoco mostraría su yegua la vanidad de acercarse para contemplar el lienzo, incluso mientras estaba trabajando en él. El recaudador de impuestos lo estaba haciendo ahora, inclinado sobre su hombro, mirando detenidamente y señalando. Había algo que no merecía su aprobación. Wadsworth levantó la mirada, contemplando alternativamente el rostro inmóvil y el vivo. Aunque conservaba recuerdos lejanos de haber hablado y escuchado, y le habían enseñado a escribir, nunca había aprendido a leer los labios. Wadsworth apartó el más fino de sus pinceles del botón del chaleco del retratado, y dirigió su mirada hacia el cuaderno, mientras el recaudador entintaba la pluma. «Más dignidad», escribió el hombre, y después subrayó las palabras.

Wadsworth consideró que ya le había dado suficiente dignidad al señor Tuttle. Había aumentado su estatura, reducido su estómago, hecho caso omiso de los lunares con pelos que salpicaban el cuello del tipo, y en conjunto había tratado de transformar la hosquedad en diligencia, la irascibilidad en rigor moral. ¡Y ahora quería más! Era una petición nada cristiana, y sería un acto nada cristiano por parte de Wadsworth acceder a ella. No le haría ningún favor a ese hombre ante los ojos de Dios si el retratista le permitía aparecer henchido de toda la dignidad que pedía.

Había pintado a bebés, niños, hombres y mujeres, incluso cadáveres. En tres ocasiones había espoleado a su yegua para llegar a tiempo a un lecho de muerte en el que se le pedía que ejecutase una resurrección, que pintase como vivo a alguien que acababa de encontrarse con la muerte. Si era capaz de hacer eso, sin duda lograría capturar los rápidos movimientos de su yegua mientras ésta movía la cola para espantar las moscas, o alzaba el cuello con impaciencia mientras él preparaba el carrito de las pinturas o le taladraba los oídos con los ruidos que hacía mientras estaba en el bosque.

En una ocasión había intentado comunicarse con sus mortales conciudadanos mediante gestos y sonidos. Era verdad que unas pocas acciones sencillas se podían imitar fácilmente: podía mostrar, por ejemplo, cómo debía posar un cliente. Pero otros gestos se convertían en humillantes juegos de adivinanzas, mientras que los sonidos que era capaz de proferir no lograban transmitir ni sus peticiones ni su compartida naturaleza de ser humano que, aunque forjado de otra manera, formaba parte también de la creación del Todopoderoso. A las mujeres los sonidos que producía les resultaban embarazosos, a los niños les generaban un benévolo interés y los hombres los tomaban como una prueba de estupidez. Había intentado avanzar en este terreno, pero no lo había conseguido, así que se había refugiado en el mutismo que los demás esperaban, y tal vez preferían. Fue en ese momento cuando adquirió su cuaderno con tapas de cuero, en el que cabían todas las aseveraciones y opiniones humanas. ¿Cree usted, mi querido señor, que habrá pintura en el Cielo? ¿Cree usted, mi querido señor, que en el Cielo se oirá algo?

Pero su comprensión del género humano, tal como se había desarrollado, venía menos de lo que sus clientes escribían, que de su muda observación. Los hombres —y también las mujeres— creían que podían modificar sus voces y lo que éstas expresaban sin que sus rostros reflejasen este cambio. Pero se engañaban. Su propio rostro, mientras contemplaba el carnaval humano, era tan inexpresivo como su lengua, pero su mirada captaba más cosas de las que ellos podían sospechar. En el pasado llevaba, dentro del cuaderno, un juego de tarjetones escritos a mano que contenían respuestas útiles, precisas sugerencias y corteses correcciones a determinadas propuestas. Incluso tenía un tarjetón especial para cuando su interlocutor mostraba hacia él una condescendencia que sobrepasaba lo que él consideraba apropiado. Decía: «Señor, la comprensión no deja de funcionar cuando los portales de la mente están cerrados.» En ocasiones se lo aceptaban como una justa reprimenda, pero en otras se lo tomaban como una impertinencia de un mero artesano que dormía en el establo. Wadsworth había dejado de utilizarlo no por las reacciones que provocaba, sino porque presuponía demasiados conocimientos. Los que pertenecían al mundo de los que sí poseían voz contaban con todas las ventajas: eran quienes le pagaban, ejercían la autoridad, formaban parte de la sociedad, intercambiaban ideas y opiniones de manera natural. Y sin embargo, con todo, Wadsworth no veía que el hablar fuese en sí mismo un generador de virtud. El sólo poseía dos ventajas: que podía representar sobre una tela a aquellos que hablaban y que podía observar en silencio su comportamiento. Y sería un disparate prescindir de esta segunda ventaja.

El tema del piano, por ejemplo. Wadsworth había preguntado al principio, señalando su lista de precios, si el recaudador de impuestos quería un retrato de la familia al completo, un juego de retratos de él y su esposa, o un retrato de pareja, tal vez con miniaturas de los hijos. El señor Tuttle, sin mirar a su esposa, se había señalado el pecho y había anotado en la lista de precios: «Yo solo.» Después miró fugazmente a su esposa, se llevó la mano al mentón y añadió: «Junto al piano.» Wadsworth se había percatado de la presencia del elegante instrumento construido en madera de palisandro y le preguntó con un gesto si podía acercarse a él. Ensayó diversas poses: desde sentarse en actitud informal junto al teclado abierto y con la partitura de su canción favorita colocada en el atril, hasta posar de pie en actitud más formal junto al instrumento. Tuttle tomó el lugar de Wadsworth, ensayó una pose, adelantó un pie, y después, tras pensarlo unos instantes, cerró la tapa del teclado. Wadsworth dedujo de ese gesto que sólo la señora Tuttle tocaba el piano, y además que el deseo del señor Tuttle de incluir el instrumento en el retrato era un modo indirecto de incluirla a ella. Indirecto y además menos caro.

El retratista le había enseñado al recaudador de impuestos algunas miniaturas de niños, con la esperanza de que cambiase de opinión, pero Tuttle se limitó a negar con la cabeza. Wadsworth se sintió decepcionado, en parte por las implicaciones económicas, pero sobre todo porque su entusiasmo por pintar niños se había incrementado en la misma proporción en que había declinado el de pintar a los progenitores de éstos. Los niños eran más moldeables que los adultos, más delicuescentes en su forma, eso era cierto. Pero además le miraban a los ojos, y cuando eres sordo, escuchas con los ojos. Los niños le sostenían la mirada, y él lograba así percibir su esencia. Los adultos a menudo la apartaban, fuese por pudor o por un deseo de ocultación; aunque algunos, como el recaudador, le devolvían la mirada desafiantes; con una falsa franqueza, por decirlo de algún modo. Por supuesto que mis ojos son encubridores, pero tú careces de la inteligencia necesaria para darte cuenta. Esos clientes consideraban la afinidad de Wadsworth con los niños una prueba de que poseía una capacidad intelectual limitada, como la de los niños. Mientras que Wadsworth encontraba en la afinidad que ellos mostraban con él la prueba de que veían el mundo con la misma claridad que él.

Cuando empezó en este oficio, llevaba sus pinceles y pigmentos cargados a la espalda y recorría los caminos como un vendedor ambulante. Iba por libre, confiando en las recomendaciones y los anuncios. Pero era trabajador, y siendo de naturaleza sociable, agradecía que su oficio le permitiese el acceso a la vida de otras personas. Entraba en un hogar, y aunque lo alojasen en el establo, con el servicio o, muy de vez en cuando, y sólo en las moradas más cristianas, le tratasen como a un invitado, tenía durante esos días una función y un reconocimiento. Eso no significaba que fuese tratado con menos condescendencia que otros artesanos, pero al menos lo juzgaban como a un ser humano normal, es decir, uno que merecía condescendencia. Fue feliz, quizá por primera vez en su vida.

Y entonces, sin ninguna ayuda más allá de su perspicacia, empezó a entender que no se limitaba a cumplir una función, sino que manejaba su propia fuerza. No era algo que quienes le contrataban admitirían, pero sus ojos le decían que era así. Poco a poco comprendió la verdad sobre su oficio: que el cliente era el amo, excepto cuando él, James Wadsworth, era el amo del cliente. Para empezar, era el amo del cliente cuando su mirada adivinaba lo que el cliente preferiría que él no supiese. El desdén de un marido. La insatisfacción de una esposa. La hipocresía de un diácono. El sufrimiento de un niño. La autocomplacencia de un hombre al disponer del dinero de su esposa para gastarlo. El deseo de un marido por una criada. Grandes temas en pequeños reinos.

Y, además de eso, se percató de que, cuando se levantaba en el establo, se sacudía de la ropa los pelos del caballo, y después se dirigía a la casa y cogía un pincel hecho con el pelo de otro animal, se convertía en alguien más importante de lo que los demás pensaban. Quienes posaban para él y le pagaban, en realidad no sabían qué iba a comprar su dinero. Sabían lo que se había acordado —el tamaño de la tela, la pose y los elementos decorativos (el cuenco de frambuesas, el pajarillo sobre una cuerda, el piano, la vista desde la ventana)— y de ese acuerdo deducían que ellos eran los amos. Pero ése era el preciso instante en el que el dominio pasaba al otro lado de la tela. Hasta ese momento, en sus vidas se habían contemplado a sí mismos en grandes espejos y espejos de mano, en el dorso de una cuchara y, difusamente, en el agua limpia y quieta. Incluso se decía que los amantes eran capaces de verse reflejados en los ojos del otro, pero el retratista carecía de experiencia en este terreno. No obstante, todas esas imágenes dependían de una persona situada frente al espejo, la cuchara, el agua o el ojo. Cuando Wadsworth les mostraba a los clientes sus retratos, normalmente era la primera vez que se veían a sí mismos tal como otra persona los veía. A veces, cuando les enseñaba el cuadro, el retratista detectaba un repentino escalofrío que atravesaba la piel del modelo, como si estuviese pensando: ¿o sea que así es como realmente soy? Era un momento de impenetrable solemnidad: era con esa imagen como sería recordado tras su muerte. Y había una solemnidad todavía mayor. A Wadsworth no le parecía presuntuoso por su parte pensar que, según le revelaba su mirada, a menudo la siguiente reflexión del modelo era: ¿y es tal vez así como también me ve el Todopoderoso?

Quienes no tenían la honestidad de dejarse sacudir por estas dudas tendían a comportarse como el recaudador lo hacía ahora: pedir retoques y mejoras, decirle al retratista que su mano y su ojo eran imperfectos. ¿Tendrían la vanidad de quejarse también ante Dios? «Más dignidad, más dignidad.» Una orden aún más repugnante si cabe, dado el comportamiento del señor Tuttle en la cocina hacía dos noches.

Wadsworth estaba cenando, satisfecho del trabajo realizado durante la jornada. Acababa de terminar el piano. La fina pata del instrumento, que descendía en paralelo a la más gruesa extremidad del señor Tuttle, acababa en una garra dorada que a Wadsworth le había costado reproducir. Pero ahora podía relajarse, recostarse junto al fuego, comer y observar a los criados. Había allí más de los esperables. Un recaudador de impuestos de la aduana podía ganar unos quince dólares semanales, suficiente para tener una criada. Pero Tuttle también contaba con una cocinera y un chico que se encargaba del jardín. Dado que el recaudador no parecía un hombre generoso con su dinero, Wadsworth dedujo que era la fortuna de la señora Tuttle la que permitía tal despliegue de servidumbre.

Una vez acostumbrados a su tara, la servidumbre lo trataba con amabilidad, como si su sordera lo convirtiera en su igual. Era una paridad que a Wadsworth le gustaba aceptar. El pequeño jardinero, un elfo con ojos negros como el tizne, se empeñaba en divertirlo con algunos trucos. Era como si imaginase que el pintor, al estar privado de palabras, careciese de diversiones. No era el caso, pero él aceptó esa indulgencia del chico y sonreía cuando éste daba volteretas, se acercaba sigilosamente a la cocinera cuando se inclinaba para sacar algo del horno o le retaba a él con un juego consistente en esconder una bellota en uno de sus puños cerrados.

El retratista se había acabado el caldo y se estaba calentando ante el fuego —un elemento con el que el señor Tuttle no era generoso en ninguna estancia de la casa— cuando se le ocurrió una idea. Cogió un palo con la punta quemada de entre las cenizas, posó su mano sobre el hombro del pequeño jardinero para indicarle que no se moviese y sacó de su bolsillo un pequeño cuaderno de dibujo. La cocinera y la criada quisieron ver qué estaba haciendo, pero él las mantuvo a raya con un gesto de la mano, como indicándoles que este particular truco, que le ofrecía al chico como agradecimiento a sus propios trucos, no funcionaría si miraban. Era un boceto basto —no podía ser de otro modo, dada la tosquedad del instrumento utilizado—, pero conseguía cierto parecido. Arrancó la hoja del cuaderno y se la ofreció al chico. Éste le miró con asombro y gratitud, puso el boceto sobre la mesa, tomó la mano con la que Wadsworth lo había dibujado y la besó. Debería pintar siempre niños, pensó el retratista, mirando al chico a los ojos. Apenas se percató de la algarabía de risas que estalló cuando las otras dos personas presentes examinaron el dibujo y después del repentino silencio que se produjo cuando el recaudador de impuestos, intrigado por el repentino jaleo, entró en la cocina.

El retratista contempló a Tuttle, un pie adelantado, como en el retrato, la boca abriéndose y cerrándose de un modo que no sugería dignidad. Contempló cómo la cocinera y la criada adoptaban una actitud más decorosa. Contempló cómo el chico, atento a la mirada de su patrón, cogía el dibujo y con modestia y orgullo se lo entregaba. Contempló cómo Tuttle cogía el papel con calma, lo examinaba, miraba al muchacho, después a Wadsworth, asentía, rompía con parsimonia el boceto en cuatro pedazos, lo tiraba al fuego, esperaba a que ardiese, decía algo más al retratista mientras le mostraba un perfil de tres cuartos y después se marchaba. Y contempló cómo el chico lloraba.

El retrato estaba terminado: tanto el piano de madera de palisandro como el recaudador de impuestos de la aduana brillaban. El pequeño edificio blanco de la aduana llenaba la ventana que se abría detrás del codo del señor Tuttle; no es que allí hubiese ventana alguna ni, de haberla habido, algún edificio de aduanas visible a través de ella. Pero todo el mundo podía aceptar esta pequeña alteración de la realidad. Y tal vez el recaudador, en su fuero interno, tan sólo pedía una alteración de la realidad similar cuando le pedía más dignidad. Seguía inclinado sobre Wadsworth, gesticulando ante la representación de su rostro, pecho y pierna. No importaba lo más mínimo que el retratista no pudiera escuchar lo que estaba diciendo. Sabía perfectamente de qué se trataba, y lo poco que importaba. Realmente era una ventaja no oír, ya que esos comentarios sin duda hubiesen conseguido que su enojo fuese todavía mayor de lo que ya era.

Tomó su cuaderno de notas. «Señor», escribió, «acordamos cinco días para mi trabajo. Debo partir mañana al amanecer. Acordamos que me pagaría usted esta noche. Págueme, deme tres velas y por la mañana tendrá usted las mejoras que me pide.»

Era raro en él tratar a un cliente con tan poca deferencia. Podía ser negativo para su reputación a lo largo del país, pero ya no le importaba. Le ofreció la pluma al señor Tuttle, que no hizo amago de cogerla. En lugar de eso, abandonó la habitación. Mientras esperaba, el retratista examinó su obra. Estaba bien pintada: las proporciones eran equilibradas; los colores, armónicos, y el parecido estaba dentro de lo razonable. El recaudador debería estar satisfecho, la posteridad impresionada y su Creador —siempre suponiendo que se le concediera ir al Cielo— no mostrarse demasiado crítico.

Tuttle volvió y le entregó seis dólares —la mitad del pago acordado— y dos velas. Sin duda su coste se restaría de la segunda mitad del pago cuando llegase el momento de efectuarlo. Si es que llegaba a efectuarse. Wadsworth contempló largo rato el retrato, que para él había llegado a equipararse como realidad a su modelo de carne y huesos, y tomó varias decisiones.

Cenó como de costumbre en la cocina. Sus compañeros habían sido avasallados la noche anterior. No creía que le culpasen a él por el incidente con el pequeño jardinero; como mucho, pensarían que su presencia les había llevado a un error de juicio a consecuencia del cual habían recibido un escarmiento. Así era al menos como Wadsworth veía las cosas, y no consideraba que le resultaran más claras si pudiese oír o leer los labios; de hecho, quizá sucediese justo lo contrario. Si su cuaderno con anotaciones de los pensamientos y reflexiones de los hombres servía como parámetro, el conocimiento que el mundo tenía de sí mismo, cuando se hablaba y escribía no aumentaba mucho.

En esta ocasión eligió el pedazo de carboncillo con más cuidado y con ayuda de su navaja pulió la punta para lograr asemejarlo a un lápiz afilado. Hecho esto, mientras el chico permanecía sentado frente a él, inmóvil más por temor que por sentido del deber de modelo, el retratista volvió a dibujarlo. Cuando acabó, arrancó la hoja y, sin que el chico dejase de mirarlo ni un instante, hizo el gesto de escondérsela bajo su camisa y se la ofreció por encima de la mesa. El chico se la guardó de inmediato copiando el gesto del pintor y sonrió por primera vez esa noche. Después, sacándole punta a su carboncillo antes de cada nueva tarea, Wadsworth dibujó a la cocinera y a la criada. Ambas aceptaron su retrato y lo escondieron sin mirarlo. Finalmente, el retratista se levantó, les dio la mano, abrazó al pequeño jardinero y volvió a su tarea nocturna.

Más dignidad, repetía para sí mientras encendía las velas y tomaba su pincel. Bien, pues un hombre dignificado es alguien cuya apariencia permite entrever una vida dedicada a la reflexión; alguien cuya frente lo expresa. Sí, he aquí una mejora por hacer. Midió la distancia entre la ceja y el arranque de sus cabellos, y en el punto medio entre una y otro, en la vertical del ojo derecho, retocó la frente: una dilatación, un pequeño montículo, casi como si algo estuviese empezando a desarrollarse. Después hizo lo mismo sobre el ojo izquierdo. Sí, así estaba mejor. Pero la dignidad también se deducía de la posición del mentón del sujeto. No es que hubiese nada manifiestamente insatisfactorio en la mandíbula de Tuttle. Pero tal vez la discernible presencia de una incipiente barba pudiese ayudar; unos pocos toques por toda la superficie del mentón. Nada que resultase demasiado evidente, mucho menos ofensivo; tan sólo una insinuación.

Y tal vez era necesaria otra insinuación. Siguió toda la pierna sólidamente dignificada del recaudador hasta su pantorrilla cubierta por el calcetín y el zapato con hebilla. A continuación siguió la paralela pata del piano desde la tapa cerrada del teclado hasta la garra dorada que tanto tiempo le había llevado pintar. ¿Tal vez se hubiese podido evitar ese problema? El recaudador no había especificado que el piano tuviese que representarse fielmente. Si se había permitido ciertas licencias con la ventana y el edificio de la aduana, ¿por qué no también con el piano? Con más razón, ya que la presencia de una garra junto a un oficial de aduanas podía sugerir una naturaleza codiciosa y rapaz, que ningún cliente desearía ver insinuada, hubiese o no pruebas de ello. Así que Wadsworth borró la garra felina y la sustituyó por una más pacífica pezuña, de color gris y ligeramente bifurcada.

El hábito y la prudencia le apremiaban a apagar las dos velas con las que había sido premiado; pero el retratista decidió dejarlas encendidas. Ahora eran suyas, o al menos pronto las habría pagado. Limpió los pinceles en la cocina, guardó su caja de pinturas, ensilló su yegua y le ató el carrito de las pinturas. El animal parecía tan feliz como él de marcharse. Mientras salían del establo, el retratista vio las ventanas silueteadas por la luz de las velas. Montó, la yegua empezó a cabalgar y él notó el aire frío en la cara. Cuando amaneciera, al cabo de una hora, su penúltimo retrato sería examinado por la criada, que apagaría las velas derrochadas. Esperaba que en el Cielo existiese la pintura, pero todavía esperaba más que en el Cielo existiese la sordera. La yegua, que pronto se convertiría en el modelo de su último cuadro, supo seguir por sí misma el camino. Pasado un rato, ahora que la casa del señor Tuttle ya quedaba lejos, Wadsworth gritó en el silencio del bosque.