El pequeño bimotor iba sólo medio lleno cuando despegaron de Glasgow: unos pocos isleños que regresaban de Inglaterra, más algunos turistas tempraneros de fin de semana, con sus botas de senderismo y su mochila. Durante casi una hora volaron justo por encima de la inestable alfombra de nubes. Después iniciaron el descenso y el dentado contorno de la isla apareció debajo de ellos.
Siempre había adorado ese momento. El cuello del cabo, la larga playa atlántica de Traigh Eais, el enorme bungalow blanco sobre el que ritualmente pasaban zumbando para después efectuar un lento giro sobre la pequeña isla de Orosay con su perfil en forma de joroba y, finalmente, enfilar la lisa y refulgente explanada de Traigh Mhòr. En los meses de verano, estaba prácticamente garantizado que se oiría la bulliciosa voz de algún foráneo, tal vez empeñado en impresionar a su novia, gritando por encima del ruido de las hélices. «¡Es la única pista de aterrizaje en el mundo para vuelos comerciales situada en una playa!» Pero con los años se había vuelto indulgente hasta con esto. Ya formaba parte del folclore de venir aquí.
Aterrizaron con un golpe brusco en la playa llena de conchas de berberechos y el agua que salpicaba pasaba entre las riostras de las alas mientras se deslizaban a gran velocidad por charcos poco profundos. Después el avión giró para dirigirse al minúsculo edificio de la terminal y un minuto después los pasajeros descendían por la desvencijada escalerilla metálica hasta la playa. Un tractor con un remolque plano esperaba cerca para cargar el equipaje los diez metros que los separaban de una húmeda losa de cemento que hacía las funciones de cinta transportadora de maletas. Sus, suyos: en lugar de eso, sabía que debía empezar a acostumbrarse al pronombre singular. Ésa iba a ser en adelante la gramática de su vida.
Calum le estaba esperando, mirando por encima de su hombro, escudriñando al resto de pasajeros. La misma figura delgada, de cabellos canos con una cazadora verde que los iba a buscar cada año. Como era Calum, no preguntó nada; esperó. Se conocían y se trataban con íntima formalidad desde hacía unos veinte años. Ahora esa regularidad, esa reiteración y todo lo que implicaba se habían roto.
Mientras la furgoneta avanzaba con parsimonia por la calzada de carril único y después esperaba educadamente en la zona de estacionamiento, le contó a Calum la historia que ya estaba harto de repetir. La repentina fatiga, los mareos, el análisis de sangre, los escáneres, el hospital, más hospital, la residencia para terminales. La rapidez con la que sucedió todo, el proceso, la despiadada sucesión de acontecimientos. Se lo contó sin lágrimas, con un tono de voz neutro, como si le hubiese sucedido a otra persona. A esas alturas, era el único modo en que era capaz de hacerlo.
Al llegar a la casa de campo de piedra oscura, Calum tiró del freno de mano. «Descanse en paz», dijo en voz baja, y se hizo cargo de la bolsa de viaje.
La primera vez que fueron a la isla todavía no estaban casados. Ella llevaba un anillo de compromiso como concesión a… ¿qué?, ¿a su imaginaria versión de la moralidad isleña? Les hacía sentirse a ambos superiores e hipócritas al mismo tiempo. Su habitación en el Bed & Breakfast de Calum y Flora era de paredes encaladas, gotas de lluvia secándose en la ventana y vista del prado calcáreo hasta la afilada elevación del Beinn Mhartainn. La primera noche descubrieron que los muelles de la cama chirriaban ante cualquier actividad más agitada que el mínimo movimiento requerido para la sobria concepción de descendencia. Se encontraron cómicamente limitados. Sexo isleño, lo llamaron, riéndose calladamente mientras se abrazaban.
Él había llevado unos prismáticos nuevos especialmente para ese viaje. En el interior de la isla había alondras y pardillos, culiblancos y lavanderas. En la línea de la costa, frailecitos y bisbitas. Pero a él los que más le gustaban eran los pájaros marinos, los cormoranes y alcatraces, cormoranes moñudos y petreles. Solía pasarse una hora quieto y con el trasero humedecido en la cima de los acantilados, con los dedos pulgar y corazón dedicados a enfocar sus zambullidas en molinete y su vuelo libre. Los petreles eran sus favoritos. Pájaros que se pasaban toda su vida en el mar y sólo pisaban la tierra para anidar. Ponían un único huevo, criaban al polluelo y volvían al mar, rozando las olas, elevándose con las corrientes de aire, sin ataduras.
Ella prefería las flores a los pájaros. Claveles silvestres, crestas de gallo, vicias villosas, lirios amarillos. Existía algo, recordaba, llamado autocuración. Hasta ahí llegaban sus conocimientos, sus recuerdos. Ella nunca había cogido ni una sola flor ni aquí ni en ningún otro sitio. Cortar una flor era acelerar su muerte, solía decir. Odiaba los floreros. En el hospital, los otros pacientes, al ver la mesa rodante metálica vacía a los pies de su cama, pensaban que sus amigos eran negligentes y le ofrecían su excedente de ramos. Fue algo que se repitió hasta que la trasladaron a una habitación individual y entonces el problema se acabó.
En esa primera visita, Calum les enseñó la isla. Una tarde, en una playa en la que le gustaba escarbar en busca de navajas, apartó la mirada y dijo, casi como si le hablase al mar:
—¿Saben?, mis abuelos se casaron de manera informal. Antes no se necesitaba nada. Si había aprobación familiar te casabas de manera informal. Te casabas cuando la luna estaba en cuarto creciente y la marea bajaba, eso daba buena suerte. Y después de la boda se ponía un colchón tosco en el suelo de una edificación anexa. Para la primera noche. La idea era iniciar la convivencia matrimonial con humildad.
—Oh, eso es maravilloso, Calum —había dicho ella. Pero a él le sonó a reproche, por sus modales ingleses, su osadía, su silenciosa mentira.
El segundo año, regresaron pocas semanas después de casarse. Querían decírselo a todas las personas con las que se encontraban, pero en ese lugar no podían hacerlo. Quizá había sido positivo para ellos, rebosar de felicidad y estar obligados a callarlo. Tal vez fuese su propia manera de iniciar la convivencia matrimonial con humildad.
Él, sin embargo, tenía la sensación de que Calum y Flora lo sospechaban. Lo cierto es que no era muy difícil, dado su repertorio de ropa nueva y risa tonta. La primera noche, Calum les ofreció whisky de una botella sin etiqueta. Tenía muchas botellas de ésas. En aquella isla se bebía mucho más whisky del que se vendía, eso seguro.
Flora había sacado del cajón un viejo jersey de su abuelo. Lo extendió sobre la mesa de la cocina y lo alisó con ambas manos. En tiempos, explicó, las mujeres de estas islas contaban historias a través de las prendas que tejían. El dibujo de ese jersey mostraba que su abuelo había venido de Eriskay, mientras que los detalles y adornos hablaban de pesca y fe, del mar y la arena. Y esos zigzags sobre el hombro —este de aquí, mirad— representaban los altibajos del matrimonio. Eran, literalmente, las líneas del matrimonio.
Zigzags. Como cualquier pareja de recién casados, intercambiaron una mirada de astuta confianza, seguros de que para ellos no habría malos momentos, o al menos no como esos vividos por sus padres, o por amigos que ya estaban cometiendo los estúpidos errores habituales y predecibles. Ellos serían diferentes; ellos serían diferentes de cualquiera que se hubiese casado antes.
—Explícales lo de los botones, Flora —dijo Calum.
El dibujo del jersey te indicaba de qué isla provenía su propietario; los botones del cuello te contaban con precisión a qué familia pertenecía. Debía de ser como pasearse por ahí vestido con tu código postal, pensó él entonces.
Uno o dos días después, le había dicho a Calum:
—Ojalá todo el mundo siguiese llevando esos jerséis. —Careciendo como carecía de sentido de la tradición, le gustaba que otra gente lo tuviese y mostrase.
—Resultaban muy útiles —replicó Calum—. Había muchos ahogados a los que sólo se podía reconocer por el jersey. Y por los botones. Así se sabía quién era.
—No había caído en eso.
—Bueno, no hay razón para hacerlo. Usted no tiene por qué saberlo. No tiene por qué pensar en eso.
Había momentos en que tenía la sensación de que aquella isla era el lugar más remoto al que jamás hubiera llegado. Los isleños hablaban su misma lengua, pero eso no era más que una extraña coincidencia geográfica.
Esta vez, Calum y Flora le trataron como se esperaba: con el tacto y la modestia que en el pasado, estúpidamente, británicamente, había confundido con deferencia. No estaban encima de él, ni convertían su simpatía en un espectáculo. Se trataba simplemente de una mano sobre su hombro, de un plato depositado ante él, de un comentario sobre el tiempo.
Cada mañana, Flora le preparaba un sándwich envuelto en papel vegetal, un trozo de queso y una manzana. Él atravesaba el prado calcáreo y subía el Beinn Mhartainn. Subió hasta la cima, desde donde podía ver la isla y su dentada línea de costa, donde se podía sentir solo. Después, con los prismáticos en la mano, se dirigiría a los acantilados para contemplar a los pájaros marinos. En una ocasión, Calum le había contado que en algunas islas, hacía algunas generaciones, elaboraban aceite para las lámparas con los petreles. Resultaba extraño el modo en que él siempre le ocultó a ella este detalle, durante veinte años o más. El resto del año nunca pensaba en eso. Pero entonces llegaban a la isla, y él se decía que no debería explicarle lo que hacían con los petreles.
El verano en que ella casi había roto con él (¿o fue él quien casi había roto con ella?, hacía tanto tiempo que era difícil recordarlo), él se fue a buscar navajas por la playa con Calum. Ella les había dejado enfrascados en su pasatiempo y había preferido dar un paseo por la húmeda y ondulada playa de la que el mar acababa de retirarse. Allí, donde los guijarros eran apenas más grandes que granos de arena, a ella le gustaba buscar cristalitos de colores, pequeños fragmentos de botellas rotas, redondeados y pulidos por la acción del agua y el tiempo. Durante años él había contemplado cómo caminaba encorvada, se acuclillaba inquisitivamente, recogía, descartaba y atesoraba en la ahuecada palma de su mano izquierda.
Calum le explicó que había que buscar un pequeño desnivel en la arena, cuando lo encontrabas echabas un poco de sal y esperabas a que la navaja asomase unos pocos centímetros de su guarida. Llevaba en la mano izquierda un guante para horno para protegerse de la afilada concha que emergía. Había que tirar de ella rápidamente, le dijo, agarrándola antes de que volviese a desaparecer.
La mayoría de las veces, pese a la pericia de Calum, no se producía ningún movimiento y ellos pasaban al siguiente huequecillo en la arena. Él, por el rabillo del ojo, la veía a ella deambulando a lo lejos por la playa, dándole la espalda, autosuficiente, satisfecha con lo que estaba haciendo, sin pensar en él ni un segundo.
Mientras le pasaba a Calum más sal y observaba el guante de horno quieto al acecho, se sorprendió a sí mismo diciendo, de hombre a hombre:
—Es un poco como el matrimonio, ¿no le parece?
Calum frunció ligeramente el ceño.
—¿A qué se refiere?
—Oh, a lo de esperar a ver si asoma algo de la arena. Resulta que puede que no haya nada ahí o que aparezca algo que te hará un corte en la mano si no tienes muchísimo cuidado.
Había sido un comentario estúpido. Estúpido porque realmente no lo pensaba, más estúpido porque era impertinente. El silencio le dio a entender que a Calum esa conversación le parecía ofensiva, para él, para Flora y para los isleños en general.
Caminaba cada día y cada día la lluvia le calaba. Se comía el sándwich empapado y observaba a los petreles rozando el mar. Fue hasta Greian Head y contempló las rocas planas donde a las focas les gustaba congregarse. Un año habían visto a un perro ir nadando hasta allí desde la playa, ahuyentar a las focas y desfilar arriba y abajo por su roca como si fuese un nuevo terrateniente. Este año no había ningún perro.
En el vertiginoso flanco del Greian se situaba parte de un insólito campo de golf en el que, año tras año, jamás había visto a ningún golfista. Había un pequeño green circular, rodeado por un cercado para mantener a raya a las vacas. En una ocasión, cerca de allí, apareció una inesperada manada de bueyes que se precipitó hacia ellos y le pegó a ella un susto de muerte. Él se quedó donde estaba, agitó con fuerza los brazos e instintivamente gritó los nombres de los líderes políticos a los que más detestaba y de algún modo no le sorprendió que eso los apaciguase. Este año no había bueyes a la vista y los echó de menos. Supuso que hacía mucho que habían ido a parar al matadero.
Recordó a un arrendatario en Vatersay que les habló del lecho perezoso.[12] Levantabas un pedazo de prado, colocabas las patatas en la tierra que quedaba al aire, recolocabas el bloque de hierba boca abajo encima de las patatas, y eso era todo. El tiempo, la lluvia y el calor del sol hacían el resto. Lechos perezosos…, él vio que ella se reía porque le estaba leyendo la mente y después le comentó que ésa debía de ser la idea que él tenía de la jardinería, ¿verdad que sí? Él recordaba sus ojos brillando como los húmedos cristalitos de bisutería con los que se llenaba la palma de la mano.
La mañana del último día, Calum le llevó en la furgoneta de vuelta a Traigh Mhòr. Los políticos habían estado prometiendo una nueva pista de aterrizaje en la que los aviones más modernos pudiesen aterrizar. Se hablaba de desarrollo turístico y de regeneración de la isla, mezclado con advertencias sobre el coste de las subvenciones. Calum no quería nada de todo eso, y él tampoco. Sabía que necesitaba que la isla permaneciese tan tranquila e inalterable como fuese posible. No volvería si empezaban a aterrizar reactores sobre una pista asfaltada.
Facturó su bolsa de viaje en el mostrador y salieron al exterior. Apoyado contra un muro bajo, Calum encendió un cigarrillo. Contemplaron la arena húmeda y ondulante de la playa repleta de conchas de berberechos. Había nubes bajas y nada de viento.
—Esto es para usted —dijo Calum, ofreciéndole media docena de postales. Debía haberlas comprado en el café hacía un momento. Eran panorámicas de la isla, la playa, el prado calcáreo, y hasta una del mismo avión que esperaba para llevárselo de allí.
—Pero…
—Necesitará recuerdos.
Unos minutos después, el bimotor despegó atravesando Orosay en dirección al mar. No hubo una panorámica de despedida de la isla antes de que el mundo que quedaba abajo desapareciera. Mientras volaban envueltos por una nube, él pensó en las líneas del matrimonio y en botones; en navajas y en sexo isleño; en bueyes desaparecidos y en petreles convertidos en aceite; y entonces, por fin, brotaron las lágrimas. Calum sabía que no volvería. Pero las lágrimas no eran por eso, o por él, ni siquiera por ella, por sus recuerdos de pareja. Eran lágrimas por su propia estupidez. Y por su arrogancia.
Había creído que podría revivir y empezar a despedirse. Había creído que el dolor podía aplacarse, o si no aplacarse, al menos conseguir que acelerase un poco su retirada, regresando al lugar en el que habían sido felices. Pero él no dominaba al dolor. El dolor lo dominaba a él. Y en los meses y años por venir, esperaba que el dolor le enseñase otras muchas cosas. Ésta era tan sólo la primera.