EN CASA DE PHIL Y JOANNA 4: UNO DE CADA CINCO

Estábamos a finales de octubre, pero Phil se había empeñado en encender el fuego con unos troncos de manzano que se habían traído del campo. La chimenea, que se utilizaba en contadas ocasiones, no tiraba muy bien y de tanto en tanto el aromático humo se dispersaba por la habitación. Ya habíamos vuelto a hablar de las primas de los banqueros y de los continuos problemas de Obama, y del hecho de que el alcalde de Londres no parecía haber apartado del servicio ningún autobús de dos pisos, así que nos sentimos casi aliviados cuando surgió el tema de la nueva mesa de madera de arce que Joanna se había comprado.

—No, es vistosa y muy sufrida.

—Como el resto de nosotros.

—¿Tienes que aplicarle aceite a menudo?

—Hay una fórmula: una vez al día durante una semana, una vez a la semana durante un mes y una vez al mes durante un año, y a partir de ahí sólo cuando creas que le vendrá bien.

—Parece la fórmula del sexo en el matrimonio.

—Dick, no seas cafre.

—No me extraña que te hayas casado tantas veces, mi querido amigo.

—Lo cual me recuerda…

—¿No os parecen las tres palabras más siniestras de nuestra lengua: «Lo cual me recuerda»?

—¿… vamos a informar sobre los deberes que nos pusieron en nuestra pasada reunión?

—¿Deberes?

—Lo de si uno se lanzaba al desenfreno copulativo al volver a casa.

—¿Eso eran los deberes? No lo recuerdo.

—Oh, pasemos a otro tema.

—Sí, ¿os importa si establecemos una moratoria sobre temas sexuales por una noche?

—Sólo si antes respondes a la siguiente pregunta. ¿Crees que la gente, dejando a un lado a los presentes, miente más sobre sexo que sobre cualquier otra cosa?

—¿Se supone que es así?

—Diría que hay un considerable volumen de pruebas circunstanciales.

—Yo incluso diría que hay evidencias científicas.

—¿Te refieres a gente que admite en una encuesta que en encuestas anteriores mintieron sobre temas relacionados con el sexo?

—Después de todo, no hay testigos.

—No, a menos que practiques el cancaneo.

—¿El cancaneo?

—¿No tenéis eso en Estados Unidos, Larry? Una pareja que se lo monta en un coche en un área de descanso o en algún sitio público, para que otra gente pueda acercarse a hurtadillas y mirarlos. Es una vieja tradición inglesa, como nuestras danzas folclóricas.

—Bueno, quizá en Virginia Occidental…

—Vale, ya es suficiente, chicos.

—El tema clave es ¿cómo podemos saber si eran sinceros en sus respuestas?

—¿Cómo sabemos que cualquier cosa es verdad?

—¿Es una pregunta de filosofía de altos vuelos?

—Más bien de filosofía práctica a ras de suelo. En general. ¿Cómo lo sabemos exactamente? Recuerdo a uno de esos intelectuales discutiendo por la radio el inicio de la Segunda Guerra Mundial, y llegando a la conclusión de que lo único que se podía asegurar era que «algo pasó». Yo me quedé estupefacto.

—Oh, venga. A este ritmo, vamos a acabar en lo de ¿murieron realmente seis millones? O en lo de que las fotos del alunizaje estaban trucadas como demuestra la sombra supuestamente imposible. O en lo de que el 11-S fue planeado por la administración Bush.

—Bueno, sólo los fascistas cuestionan lo primero y sólo los chiflados se creen lo segundo.

—Y es imposible que la administración Bush planease los ataques del 11-S, porque no fracasaron.

—Larry se nos pone autóctono…, un chiste, y muy cínico, sobre ese asunto. Felicidades.

—A donde fueres…

—No, de lo que yo estoy hablando es de por qué nosotros, que no somos ni fascistas ni chiflados, nos creemos lo que nos creemos.

—¿Qué nos creemos?

—Cualquier cosa, desde que dos y dos son cuatro hasta que Dios está en el cielo y que todo va estupendamente en el mundo.

—Pero no nos creemos que todo vaya estupendamente en el mundo ni que Dios esté en el cielo. Todo lo contrario.

—¿Y entonces por qué nos creemos lo contrario?

—O bien porque hemos llegado a esa conclusión por nosotros mismos, o bien porque nos lo han explicado especialistas en el tema.

—¿Pero por qué nos creemos a los especialistas a los que creemos?

—Porque confiamos en ellos.

—¿Y por qué confiamos en ellos?

—Bueno, yo confío más en Galileo que en el Papa, así que me creo que la Tierra gira alrededor del Sol.

—Pero no nos creemos al propio Galileo, por la sencilla razón de que ninguno de nosotros ha leído sus pruebas. Asumo que es así. Así que en quién o en qué confiamos es un segundo nivel de especialistas.

—Que probablemente saben incluso más que Galileo.

—He aquí la paradoja. Todos nosotros leemos el periódico, y la mayoría de nosotros nos creemos la mayor parte de lo que nuestro periódico nos dice. Pero al mismo tiempo, todas las encuestas dicen que a los periodistas generalmente se los considera poco fiables. Están en el nivel más bajo de credibilidad, junto con los agentes de la propiedad inmobiliaria.

—Son los demás periódicos los que no son fiables. El nuestro sí lo es.

—Un genio escribió en una ocasión que cualquier frase que empezase con «Uno de cada cinco de nosotros cree o piensa esto y lo otro» es automáticamente sospechosa. Y la frase que menos posibilidades tiene de ser cierta es la que empieza con «Tal vez un promedio de uno de cada cinco…».

—¿Quién era ese genio?

—Un periodista.

—¿Sabéis lo de las cámaras de vigilancia? ¿Que al parecer en Inglaterra hay más cámaras por habitante que en ningún otro lugar del mundo? Todos lo sabemos, ¿verdad? Pues un periodista lo refutó en un periódico, diciendo que era un cúmulo de chorradas y paranoia, y lo probó, o al menos lo intentó. Pero a mí no me convenció, porque es uno de esos periodistas con los que siempre estoy en desacuerdo. Así que me negué a aceptar que pudiese tener razón sobre este asunto. Y entonces me pregunté si no le creí porque en realidad quiero vivir en un país con el mayor número de cámaras de vigilancia del mundo. Y no he logrado dilucidar si era porque me hacía sentirme más seguro o porque de algún modo disfrutaba un poco de sentirme paranoico.

—¿Y cuál es el punto o la línea a partir del cual una persona razonable deja de creerse la verdad y empieza a dudar de ella?

—¿Normalmente no se produce una acumulación de pruebas que conducen a la duda?

—Como lo que pasa con un marido, que siempre es el primero en sospechar y el último en saber.

—O con una esposa.

Mutatis mutandis.

In propria persona.

—Ésa es otra característica de los británicos. Bueno, de los británicos como vosotros. Que habláis latín.

—¿Lo hablamos?

—Supongo que sí. Homo homini lupus.

Et tu, Brute.

—Y en caso de que creas que estamos haciendo ostentación de nuestra educación, no es así. Es algo más desesperado. Probablemente seamos la última generación capaz de utilizar estas frases. En el crucigrama del Times ya no hay referencias clásicas. O citas de Shakespeare. Cuando nosotros fallezcamos, ya nadie volverá a decir nunca más cosas del tipo Quis custodiet ipsos custodes?

—Y será una pérdida, ¿verdad?

—No sé si lo dices con ironía o no.

—Yo tampoco lo sé.

—¿Quién era aquel general británico que en una de las guerras en la India conquistó la provincia de Sind y envió un telegrama al cuartel general con una única palabra? Decía: «Peccavi»… Oh, veo algunos rostros inexpresivos. Es como se dice en latín «He pecado».

—Personalmente estoy absolutamente encantado de que esa época se haya acabado.

—Seguramente preferirías «Misión cumplida», o lo que sea que digan.

—No, es sólo que detesto los chistes imperialistas sobre matanzas.

—Disculpad mi latinajo.

—De acuerdo. Volvamos rápidamente al asunto de Galileo. Lo de que la Tierra gira alrededor del Sol es algo absolutamente probado. ¿Pero qué me decís, por ejemplo, del cambio climático?

—Bueno, todos creemos en eso, ¿no es así?

—¿Os acordáis de cuando Reagan dijo que los árboles emitían carbono y la gente colgaba en los troncos de las secoyas cartelitos en los que se leía «Perdón» y «Soy el único culpable»?

—O «Peccavi».

—En efecto.

—Pero Reagan se creía cualquier cosa, ¿no? Como que había liberado no sé qué campo de concentración durante la guerra, cuando todo lo que hizo fue quedarse en Hollywood rodando películas patrióticas.

—Aunque, eso sí, Bush hizo que Reagan pareciese bueno, incluso un tipo con clase.

—Alguien dijo que Reagan era simplote pero no tonto.

—No está mal.

—Sí, sí que está mal. Es un sofisma, una fórmula de asesor de imagen. Escuchad lo que os digo: simplote es tonto.

—¿Entonces todos nos creemos lo del cambio climático?

—Sí.

—Sin duda.

—¿Pero creemos, por ejemplo, que hay tiempo de sobra para que los científicos encuentren una solución, o que hemos llegado a un punto de inflexión y que en dos, cinco o diez años ya será demasiado tarde, o que ya hemos sobrepasado este punto de no retorno y ya hemos tomado carrerilla para irnos directos al infierno?

—La segunda opción, ¿no? Por eso todos intentamos reducir nuestra huella de carbono, aislar térmicamente mejor nuestras casas y reciclar.

—¿Tiene algo que ver el reciclaje con el calentamiento global?

—¿Lo preguntas en serio?

—Bueno, lo pregunto porque llevamos veintitantos años reciclando y en aquel entonces nadie hablaba del calentamiento global.

—A veces, cuando recorremos con el coche el centro de Londres al anochecer y veo todos esos edificios de oficinas con todas las luces resplandeciendo, pienso que es un poco absurdo andar preocupándose por si dejamos la tele y el ordenador en standby.

—Los pequeños detalles marcan la diferencia.

—Pero los grandes marcan mayores diferencias.

—¿Visteis esa horrible estadística del mes pasado, que algo así como el setenta por ciento de los pasajeros de vuelos en la India eran personas que volaban por primera vez gracias a las aerolíneas de bajo coste?

—Y tienen todo el derecho a hacerlo. Nosotros lo hemos hecho. Y la mayoría lo seguimos haciendo, ¿no es así?

—¿Pretendes decir que movidos por cierto sentido de juego limpio tenemos que permitir que todos los demás acaben siendo tan guarros y contaminantes y emisores de carbono como hemos sido nosotros, y sólo entonces tendremos el derecho moral de sugerirles que dejen de hacerlo?

—No estoy diciendo esto. Sólo digo que no podemos esperar que, de entre todo el mundo, aprendan lecciones precisamente de nosotros.

—¿Sabéis qué creo que es lo más repugnante, moralmente, de los últimos veintitantos años? El comercio con las emisiones contaminantes. ¿No os parece una idea repugnante?

—Hay tantas cosas que considerar…

—Lo que no soporto es la hipocresía.

—Sois todos unos cafres. Pero sobre todo tú, Dick.

—Hay algo que realmente me mosquea. Sacas todo lo que has reciclado y lo metes en contenedores separados, y entonces vienen con el camión de la basura y lo recogen de cualquier manera, mezclándolo todo otra vez.

—Pero si realmente pensamos que estamos en el punto de inflexión, ¿qué posibilidad creemos que tenemos de que el mundo se recomponga?

—¿Quizá tanto como una oportunidad entre cinco?

—El interés personal. Eso es lo que hace que las cosas funcionen. La gente reconocerá que es por su propio interés. Y por el de las generaciones venideras.

—Las generaciones venideras no votan a los políticos de hoy.

—Qué ha hecho por mí la posteridad, como alguien preguntó en una ocasión.

—Pero los políticos saben que a la mayoría de los «votantes» les importan las generaciones venideras. Y la mayoría de los políticos son padres.

—Creo que uno de los grandes problemas es que aun aceptando el interés propio como un útil principio rector, hay una brecha entre lo que realmente es tu interés propio y lo que tú mismo crees que es.

—Y también entre el interés propio a corto y a largo plazo.

—¿No fue Keynes?

—¿Quien hizo qué?

—Quien dijo eso sobre la prosperidad.

—Tiene que haber sido él, u Oliver Wendell Holmes o el juez Learned Hand o Nubar Gulbenkian.

—No sé de quién o de qué estáis hablando.

—¿Habéis visto lo de esas cavas de champán francesas que están pensando en trasladar sus viñedos a Inglaterra porque en breve allí el clima será demasiado cálido?

—Bueno, en tiempos de los romanos…

—Había viñedos a lo largo de la muralla de Adriano. Siempre nos estás contando eso, señor Tostón Vitícola.

—¿En serio? Bueno, vale la pena repetirlo porque quizá pruebe que sólo se trata del gran ciclo de la naturaleza, que vuelve una y otra vez.

—El gran reciclaje de la naturaleza.

—Sólo que sabemos que no lo es. ¿Visteis ese mapa del calentamiento global en el periódico el otro día? Decía que un aumento de cuatro grados sería absolutamente desastroso; no quedaría ni una gota de agua en la mayor parte de África, aumentarían los ciclones, las epidemias, subiría el nivel del mar, Holanda y la costa sudeste de Inglaterra quedarían sumergidas.

—¿No podemos confiar en los holandeses para que den con una solución? Ya lo hicieron hace años.

—¿De qué lapso de tiempo estamos hablando?

—Si no llegamos a un acuerdo ya, podríamos tener un aumento de temperatura de cuatro grados hacia 2060.

—Ah.

—¿Sabéis?, sospecho que me vais a machacar por lo que voy a decir, pero a veces resulta casi glamouroso formar parte de la última generación.

—¿Qué última generación?

—La última en usar coletillas latinas. Sunt lacrimae rerum.

—Bueno, observando al animal humano y su huella histórica, es perfectamente posible que esta vez no logremos salir airosos. Así que… la última generación realmente descuidada, realmente despreocupada.

—No sé si podemos plantearlo así. Qué me decís del 11-S y el terrorismo, del sida y…

—La gripe A.

—Sí, pero son fenómenos locales, y a largo plazo, menores.

—A largo plazo, todos estaremos muertos… Vaya, esto sí que es keynesiano.

—¿Y qué me decís de las bombas sucias y la guerra nuclear en Oriente Medio?

—Local, local. De lo que yo hablaba es de una sensación de que todo está fuera de control, de que es demasiado tarde, de que ya no podemos hacer nada…

—Que ya hemos sobrepasado el punto de inflexión…

—… y en el pasado la gente miraba hacia el horizonte y vislumbraba el nacimiento de una civilización, el descubrimiento de nuevos continentes, la comprensión de los secretos del universo, ahora lo que vemos es una panorámica de una colosal inversión y de un inevitable y espectacular declive, en el que el homo volverá a ser un lupus para el homini. Tal como fue al principio, así será al final.

—Caramba, realmente hoy estás apocalíptico.

—Pero antes has hablado de glamour. ¿Qué tiene de glamouroso un mundo que se está consumiendo?

—Que tú, nosotros, disfrutamos del mundo antes de que empezase esta fase, o antes de que nos diésemos cuenta de que estaba entrando en ella. Somos como esa generación que conoció el mundo de antes de 1914, con todo su esplendor. De ahora en adelante, todo se reduce a…, ¿cuál es la frase?…, un declive administrado.

—¿Entonces vosotros no recicláis?

—Claro que lo hacemos. Soy un buen chico, como todo el mundo. Pero también entiendo el planteamiento de Nerón. Bien puedo tocar el violín mientras arde Roma.

—¿Alguien se cree que lo hizo? ¿No es como esas famosas sentencias que después resulta que nadie ha dicho jamás?

—¿Tú crees? ¿No hubo testigos que relataron que Nerón se puso a tocar el violín? ¿No lo cuenta Suetonio?

Res ipsa loquitur.

—Tony, basta.

—No sabía que en la antigua Roma tuviesen violines.

—Joanna, por fin una observación pertinente.

—¿Stradivarius no es un nombre de la antigua Roma? Suena como de esa época.

—¿No es asombroso cuántas cosas desconocemos?

—O cuánto conocemos, pero cuán poco nos creemos.

—¿Quién dijo aquello de que tenían opiniones contundentes débilmente argumentadas?

—Me rindo.

—Yo tampoco lo sé, sólo me acuerdo de la frase.

—¿Sabéis?, nuestro ayuntamiento ha empezado a contratar a fisgones del reciclaje. ¿Os lo podéis imaginar?

—No hasta que nos expliques qué hacen.

—Se pasean por ahí, observando tus botes de basura reciclable, y comprueban si estás reciclando suficiente cantidad de esto o lo otro…

—¿Y se meten en tu propiedad? Podría demandar a los fisgones por invadir una propiedad privada.

—… y entonces, si por ejemplo descubren que no has metido suficientes latas, te meten un folleto por debajo de la puerta en el que te explican cómo mejorar tu comportamiento.

—Vaya jeta. ¿Por qué no se gastan el dinero en contratar más enfermeras o algo por el estilo?

—Esto es en lo que se va a convertir la Inglaterra Apocalíptica. Fisgones abriendo de una patada tu puerta para comprobar si has dejado la tele en standby.

—No encontrarían muchas latas en nuestra basura para reciclar, porque apenas compramos. La mayoría tienen demasiada sal, conservantes y demás.

—Ah, pero cuando los fisgones entren en tu vida, comprarás latas y tirarás el contenido para poder mantener tu cuota de reciclaje.

—¿Y no pueden sustituir a los fisgones por cámaras de vigilancia?

—¿No nos estamos alejando del tema?

—¿Y eso es una novedad?

—Stradivari.

—¿Perdón?

—Stradivarius es un instrumento, Stradivari es el lutier.

—De acuerdo. Absolutamente de acuerdo.

—Cuando era joven, detestaba el modo como los viejos gobernaban el mundo, porque era muy evidente que estaban fuera de órbita y demasiado enfrascados en la historia. Ahora los políticos son tan jodidamente jóvenes que están fuera de órbita de un modo distinto, y ya no los odio sino que los temo, porque probablemente son incapaces de entender suficientemente el mundo.

—Cuando era joven, me gustaban los libros cortos. Ahora que soy mayor y me queda menos tiempo, resulta que me gustan los libros largos. ¿Alguien es capaz de encontrar una explicación?

—El autoengaño animal. Una parte de ti finge que te queda más tiempo del que realmente te queda.

—Cuando era joven y empezaba a escuchar música clásica, solía preferir los movimientos rápidos y me aburrían los movimientos lentos. Sólo esperaba a que acabasen. Ahora me pasa todo lo contrario. Prefiero los movimientos lentos.

—Eso probablemente tiene que ver con el hecho de que la sangre circula más lentamente.

—¿Hay un momento en que la sangre empieza a circular lentamente? Lo pregunto sólo por curiosidad.

—Si no lo hace, debería.

—Otra cosa que desconocemos.

—Si no lo hace, al menos es una buena metáfora, y como tal, es algo verdadero.

—Ojalá el calentamiento global fuese una metáfora.

—Los movimientos lentos son más conmovedores. Ésa es la razón. Los otros contienen ruido, excitación, comienzo, conclusión. Los movimientos lentos son pura emoción. Elegiacos, transmiten una sensación del paso del tiempo, de inevitable pérdida…, eso es lo que son para ti los movimientos lentos.

—¿Phil sabe de qué están hablando?

—Siempre sé de lo que hablo a estas horas de la noche.

—¿Pero por qué deberíamos emocionarnos más ahora? ¿Sentimos las emociones más profundamente?

—En aquel entonces los movimientos rápidos te alborozaban y excitaban.

—¿Estás diciendo que el depósito de las emociones siempre tiene el mismo volumen, pero vierte su contenido en diferentes direcciones según los diferentes momentos?

—Podría decirse así.

—Pero sin duda vivimos nuestras emociones más intensas cuando éramos jóvenes: enamorarse, casarse, tener hijos.

—Pero ahora quizá vivimos emociones más prolongadas.

—O nuestras emociones más fuertes son ahora de distinto tipo: pérdida, arrepentimiento, una sensación de cosas que se acaban.

—No te pongas tan fúnebre. Espera a tener nietos. Te sorprenderán.

—«Todo el placer y ninguna responsabilidad.»

—Otra vez no.

—Lo tenía apuntado en mi cuaderno de citas.

—Y una sensación de que la vida continúa que no acabé de tener cuando tuve mis propios hijos.

—Eso es porque tus nietos todavía no te han decepcionado.

—Oh, no digas eso.

—De acuerdo, no lo he dicho.

—¿Entonces creemos que hay alguna esperanza para el planeta? ¿Pese al calentamiento global, a la incapacidad de identificar nuestros propios intereses y a que los políticos sean tan jóvenes como los policías?

—La humanidad ha salido airosa de otros apuros.

—Y los jóvenes son más idealistas de lo que lo fuimos nosotros. O al menos de lo que somos.

—Y Galileo sigue ganando al Papa. Es una suerte de metáfora.

—Y yo todavía no tengo cáncer de colon. Es una suerte de hecho.

—Dick, algo para acabar de inclinar la balanza. El mundo es ahora un buen lugar para vivir.

—Simplemente pasaremos un poco más de calor.

—¿Y quién va a echar de menos los Países Bajos? Mientras trasladen los Rembrandts a lugares más elevados.

—Y seremos un poco más pobres porque los banqueros nos han robado el dinero.

—Y nos tendremos que volver todos vegetarianos, porque la producción cárnica contribuye al calentamiento global.

—Y no podremos viajar tanto, excepto a pie o a caballo.

—«A pata», la gente volverá a usar esta expresión.

—¿Sabéis?, siempre he envidiado esos tiempos en que incluso la gente que podía permitirse viajar al extranjero, lo hacía sólo una vez en su vida. Por no hablar del pobre peregrino con su bastón y su concha colgada del cuello haciendo la gran peregrinación de su vida.

—Te estás olvidando de que en esta mesa somos del bando de Galileo.

—Entonces podéis ir en peregrinación a ver su telescopio en Florencia o donde sea que lo tengan guardado. A menos que el Papa lo quemase.

—Y volveremos a cultivar nosotros mismos más comida para autoconsumo, que además será más sana.

—Y a reparar las cosas como solíamos hacer.

—Y a crear nuestros propios entretenimientos, y a mantener verdaderas conversaciones durante las comidas familiares, y a tener verdadero respeto a la abuela que en una esquina tejerá calcetines para el bebé a punto de nacer y nos contará cuentos sobre los tiempos de antaño.

—No hace falta que vayamos tan lejos.

—Bueno, mientras podamos seguir viendo la tele y las familias nucleares sean opcionales.

—¿Y qué me decís de usar el trueque en lugar de dinero?

—Al menos eso atornillaría a los banqueros.

—No contéis con ello. No tardarían en encontrar la forma de hacerse indispensables. Habrá un mercado de futuros llueva o haga sol.

—Ya lo hay, querido amigo.

—¿Os acordáis de lo que solían decir: «Los pobres siempre están de nuestro lado»?

—¿Y?

—Bueno, debería haber sido «Los ricos siempre están de nuestro lado», «Los banqueros siempre están de nuestro lado».

—Acabo de caer en la cuenta de por qué se llama la familia nuclear.

—Porque es fisible y siempre está a punto de explotar e irradiar a la gente.

—Pero iba a decirlo yo.

—Demasiado tarde.

—Hmm, el olor de esta leña de manzano…

—Pregunta: ¿de cuál de nuestros cinco sentidos nos sería más fácil prescindir?

—Es demasiado tarde para adivinanzas.

—Responderemos la próxima vez.

—Hablando de lo cual…

—La comida estaba exquisita.

—Eso ha sido lo mejor.

—Y nadie ha mencionado la palabra de cuatro letras que empieza por C.

—Ni nos ha puesto deberes sexuales.

—En lugar de eso, dejadme que proponga un brindis.

—En esta mesa no brindamos. Son normas de la casa.

—No pasa nada, no va por ninguno de los presentes. Esto es lo que propongo: por el mundo en 2060. Que disfruten tanto como hemos disfrutado nosotros.

—Por el mundo en 2060.

—Por el mundo.

—Que disfruten.

—¿Creéis que en 2060 la gente seguirá mintiendo cuando hable de sexo?

—Tal vez uno de cada cinco lo hará.

—Por cierto, fue A. J. P. Taylor.

—¿Quien hizo qué?

—Quien dijo eso de las opiniones contundentes débilmente argumentadas.

—Bueno, alzo mi copa en silencio también en homenaje a él.

Se produjo el habitual arrastrar de pies, ponerse los abrigos, abrazarse y darse besos, y entonces salimos en tropel y bajamos en dirección a la parada de taxis y el metro.

—Me ha encantado el olor de ese fuego —dijo Sue.

—Y no hemos tenido que comer nada procedente de la boca de una vaca —dijo Tony.

—Se hace raro pensar que todos estaremos muertos en 2060 —dijo Dick.

—Oh, preferiría que no hicieras este tipo de comentarios —dijo Carol.

—Alguien tiene que decir lo que los demás no dicen —dijo David.

—Nos vemos, chicos —dijo Larry—. Yo me despido aquí.

—Nos vemos —respondimos la mayoría.