Cuando él y Cath rompieron, él pensó en unirse a la Asociación Excursionista, pero parecía una decisión demasiado obviamente patética. Imaginó la conversación:
—Hola, Geoff. Una lástima lo tuyo con Cath. ¿Qué tal estás?
—Oh, bien, gracias. Me he unido a la Asociación Excursionista.
—Buena idea.
Y podía imaginarse el resto: recibir la revista, mirarse las propuestas abiertas a todos —Nos encontraremos el sábado 12 a las 10.30 en el aparcamiento cercano a la capilla metodista—, limpiar las botas la noche antes, preparar un sándwich extra por si acaso, tal vez llevar también una mandarina extra y presentarse en el aparcamiento con (pese a todas las advertencias que se hacía) el corazón rebosante de esperanzas. Un corazón rebosante de esperanzas a sabiendas de que acabaría magullado. Y la cosa acabaría consistiendo en hacer la caminata, despedirse con aire risueño y cenar el sándwich y la mandarina que le habían sobrado. Y eso sí que sería triste.
Claro que él seguía con sus caminatas. La mayor parte de los fines de semana, sin importarle el tiempo que hiciese, salía a caminar con sus botas y su mochila, su cantimplora y su mapa. No iba a dejar de hacer las caminatas que hasta entonces había compartido con Cath. Después de todo, no eran las caminatas «de ellos dos», y si lo fueron, ahora las reclamaba como suyas. El circuito desde Calver no era propiedad de ella: pasando por Derwent, atravesando el bosque de Froggatt hasta Grindleford, tal vez un desvío hasta el Grouse Inn para comer y después pasando junto al círculo de la Edad del Bronce, semioculto durante los meses de verano entre los helechos, hasta llegar a la espléndida sorpresa del lindero de Curbar. No era propiedad de ella, no era propiedad de nadie.
Después escribió una nota en su diario de caminatas. 2 hrs. 45 min. Con Cath solía llevarles 3 hrs. 30 min, y otros 30 min extra si se acercaban al Grouse a por un sándwich. Esa era una de las ventajas de volver a estar soltero: ahorrabas tiempo. Andabas más rápido, llegabas a casa y te tomabas una cerveza más rápido y cenabas más rápido. Y después, la sesión de sexo contigo mismo también era más rápida. Ganabas todo ese tiempo extra, pensó Geoff…, un tiempo extra para estar solo. Basta, se dijo a sí mismo. No te está permitido ser un tipo triste; no te está permitido estar triste.
—Creía que íbamos a casarnos.
—Por eso no lo estamos —había replicado Cath.
—No lo entiendo.
—No, en efecto.
—¿Me lo puedes explicar, por favor?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque ése es el problema. Si eres incapaz de verlo por ti mismo, si te lo tengo que explicar…, ése es el motivo por el que no vamos a casarnos.
—No estás siendo razonable.
—Ni tampoco voy a casarme.
Olvídalo, olvídalo, ya se ha acabado. Por un lado, a ella le gustaba que tú tomases las decisiones; por el otro, te consideraba excesivamente controlador. Por un lado, le gustaba vivir contigo; por el otro, no quería seguir viviendo contigo. Por un lado, sabía que serías un buen padre; por el otro, no quería parir a tus hijos. Lógico, ¿no? Olvídalo.
—Hola. —Se sorprendió a sí mismo. No saludaba a las mujeres que no conocía en la cola de la hora de comer. Sólo saludaba a mujeres que no conocía en los caminos para practicar senderismo, recibías un saludo con un movimiento de la cabeza o una sonrisa y alzabas el bastón a modo de respuesta. Pero, de hecho, la conocía.
—Eres del banco.
—Correcto.
—Lynn.
—Muy bien.
Un golpe de genio, al recordar la credencial de plástico que pudo ver a través del cristal a prueba de balas. Y también ella iba a tomar la lasaña vegetariana. ¿Le importaba si…? No, por supuesto. Sólo quedaba una mesa libre y era fácil llegar hasta ella. Él sabía que ella trabajaba en el banco, ella sabía que él daba clases en la escuela. Ella se había mudado al pueblo hacía un par de meses, y no, todavía no había subido al Tor. ¿Se sentiría cómoda con unas zapatillas deportivas?
El sábado siguiente ella llevaba tejanos y un jersey; parecía medio divertida, medio preocupada cuando él sacó del coche sus botas y su mochila y se puso la chaqueta de Gore-tex con un dibujo de trama de malla escarlata.
—Necesitarás agua.
—¿Sí?
—A menos que no te importe compartirla.
Ella asintió, y se pusieron en marcha. Mientras iban ascendiendo y alejándose del pueblo, la vista se fue ampliando hasta incluir tanto el banco de ella como el colegio de él. Él dejó que ella marcase el ritmo. Caminaba a buen paso. Él quería preguntarle qué edad tenía y si iba al gimnasio, y decirle que parecía mucho más alta que cuando permanecía sentada detrás del cristal. En lugar de hacerlo, señaló las ruinas de una vieja construcción en pizarra y la poco común variedad de ovejas —eran de raza Jacob, ¿no?— que Jim Henderson había estado criando desde que la gente de más al sur empezó a pedir cordero que no supiese a cordero, y estaban encantados de pagarlo.
A mitad de camino empezó a lloviznar y él comenzó a inquietarse al pensar en cómo se agarrarían las deportivas de ella al húmedo suelo pizarroso cerca de la cima. Se detuvo, abrió la mochila y le ofreció un impermeable que llevaba de más. Ella lo aceptó como si fuese lo más normal del mundo que él lo hubiese traído. A él le gustó ese detalle. Ella tampoco preguntó de quién era, quién se lo había dejado olvidado.
Él le ofreció la cantimplora; ella bebió y limpió el borde.
—¿Qué más llevas ahí?
—Sándwiches, mandarinas. A menos que prefieras dar media vuelta.
—Mientras no hayas traído uno de esos horribles pantalones de plástico…
—No.
Obviamente, sí que los llevaba. Y no sólo los suyos, sino también los de Cath, que había traído para ella. Algo en su interior, una mezcla de audacia y timidez, parecía impulsarle a decir: «De hecho, llevo unos bóxers de Coolmax de la marca North Cape con un botón en la bragueta.»
Cuando empezaron a acostarse, él la llevó a Deportes de Naturaleza. Compraron unas botas para ella —un par de botas Brasher—, y mientras ella se ponía en pie con ellas, se las probaba caminando arriba y abajo ante un espejo y daba unos pasos de claqué, él pensó en lo increíblemente sexys que podían resultar unos pequeños pies de mujer embutidos en unas botas de senderismo. También para ella compraron tres pares de calcetines ergonómicos de trekking diseñados para absorber la máxima presión, y ella puso unos ojos como platos al descubrir que esos calcetines tenían pie izquierdo y derecho exactamente igual que los zapatos. También tres pares de calcetines interiores. Una mochila para un día, o una bolsa para un día, como el empleado cachas se empeñaba en llamarla, momento en el cual Geoff consideró que el tipo empezaba a mear fuera del tiesto. Le había enseñado a Lynn cómo colocarse el cinturón que la ceñía a la cintura, a acomodar las tiras sobre los hombros y ajustar los tensores; ahora estaba dando palmaditas a la mochila y jugueteando con ella con demasiadas confianzas.
—Y una cantimplora —pidió Geoff con firmeza, para cortar de raíz todo aquello.
Eligieron un impermeable verde oscuro que resaltaba el fulgor de sus cabellos; después él esperó a que el cachas sugiriera unos pantalones impermeables y ella se carcajease de la sugerencia. En la caja, él sacó su tarjeta de crédito.
—No, no puedo aceptarlo.
—Quiero hacerlo. De verdad que quiero.
—¿Pero por qué?
—Quiero hacerlo. Tu cumpleaños tiene que ser pronto. Bueno, será en algún momento durante los próximos doce meses. Tiene que serlo.
—Gracias —dijo Lynn, pero él se dio cuenta de que la situación la incomodaba un poco—. ¿Los volverás a envolver cuando sea mi cumpleaños?
—Haré mucho más que eso. Te haré una limpieza especial de tus Brasher. Oh, sí —le dijo a la cajera—, y nos llevaremos un poco de betún. El tono marrón clásico, por favor.
Antes de emprender la siguiente caminata, él engrasó las botas de ella para flexibilizar el cuero e impermeabilizarlas. Al meter la mano en las botas, que olían a nuevo, se volvió a percatar, como ya había hecho en la tienda, de que calzaba medio número menos que Cath. ¿Medio número? A él le daba la sensación de que era un número menos.
Recorrieron Hathersage y Padley Chapel; Calke Abbey y Staunton Harold; Dove Dale en la parte en que se estrecha y se hunde hasta Milldale; Lathkill Dale desde Alport hasta Ricklow Quarry; Cromford Canal y el High Peak Trail. Subieron desde Hope a Lose Hill, y después recorrieron la cadena montañosa en lo que él le prometió que era el paseo con vistas más impresionantes de todo Peak District, hasta llegar a Mam Tor, donde se reunían los que practicaban el parapente; hombres fornidos subían sudando la colina, cargando enormes fardos en sus espaldas, desplegaban sus doseles como si fuesen colada en la ladera cubierta de hierba y esperaban a que la corriente ascendente los alzase hasta dejar de tocar con los pies en el suelo directos hacia el cielo.
—¿No te parece emocionante? —dijo ella—. ¿No te gustaría hacerlo?
A Geoff se le vinieron a la cabeza imágenes de hombres hospitalizados, con la columna vertebral rota y tetrapléjicos. Imaginó choques en pleno vuelo con ultraligeros. Se imaginó incapaz de controlar la fuerza del viento y siendo empujado más y más arriba hasta meterse en una nube, para después descender en un paraje desconocido, sentirse perdido, tener miedo y orinarse encima. O en un sendero sin sus botas y sin un mapa a mano.
—Más o menos —respondió.
Para él, la libertad estaba en el suelo. Le contó lo de la invasión de la propiedad privada en Kinder Scout en los años treinta: que los paseantes y los excursionistas habían partido a cientos de Manchester en dirección al coto de urogallos del duque de Devonshire, para protestar contra la falta de acceso a la campiña; que fue un día pacífico, excepto cuando un guardabosques ebrio se disparó a sí mismo con su arma; que la invasión de la propiedad llevó a la creación de los parques nacionales y al reconocimiento del derecho de paso; y que los que llevaron a cabo esa hazaña habían ido falleciendo en los últimos años, pero quedaba todavía un superviviente, que ahora tenía ciento tres años y que vivía en una residencia de ancianos metodista no muy lejos de allí. Geoff consideraba que su relato planeaba mejor que cualquier maldito parapente.
—¿Y se pusieron a pisotear las tierras del duque así sin más?
—A pisotear no. A patear quizá. —Geoff estaba encantado con su matización.
—¿Pero eran sus tierras?
—Técnicamente, sí. Históricamente, a lo mejor no.
—¿Eres socialista?
—Estoy a favor del derecho a deambular libremente —respondió con cautela. No quería meter la pata precisamente ahora.
—Está bien. A mí me parece bien. Sea lo que sea.
—¿Y tú qué eres?
—Yo no voto.
Envalentonado, él dijo:
—Yo soy laborista.
—Lo suponía.
En su diario de caminatas, él anotaba los caminos que tomaban, la fecha, el tiempo, la duración, y acababa con una L en rojo por Lynn. Lo contrario que la C azul de Cath. La situación era muy parecida, más allá de la inicial.
¿Debía comprarle un bastón de trekking? No quería forzarlo…, ella había rechazado todos sus ofrecimientos de un sombrero, pese a que él le había explicado los pros y los contras. Aunque no había ningún contra. Aunque eso sí, era mejor no llevar nada a ponerse una gorra de béisbol. Él era incapaz de tomarse en serio a un excursionista con una gorra de béisbol, fuera hombre o mujer.
Podía regalarle una brújula. Pero él ya tenía una y rara vez la consultaba. Si alguna vez se rompía un tobillo y, sobreponiéndose al dolor, tenía que decirle a ella que buscase el camino de vuelta a través del páramo, tomando como punto de referencia ese aprisco en ruinas y yendo siempre en dirección norte-noreste —enseñándole cómo girar el instrumento y establecer un recorrido—, entonces ya tenía la suya para ese propósito. No, una brújula para dos, eso era de algún modo lo correcto. Era algo simbólico, se podría decir.
Hicieron el circuito de Kinder Downfall: el aparcamiento de Bowden Bridge, la presa, tomar el Pennine Way hacia la cascada, desviarse a la derecha en Red Brook y descender pasado la Tustead House y las Kinderstones. Él le explicó cuál era la precipitación media y cómo, cuando helaba, la cascada se convertía en una acumulación de carámbanos. Era todo un espectáculo para disfrute de los que hacían la ruta en invierno.
Ella no respondió. Bueno, de todos modos, tendría que conseguirle un forro polar si iban a ascender unos seiscientos metros en pleno invierno. Él todavía guardaba el número de Country Walking que llevaba una valoración de modelos de forro polar.
En el aparcamiento, consultó el reloj.
—¿Llegamos tarde a algún sitio?
—No, sólo estaba comprobando lo que hemos tardado. Cuatro horas y cuarto.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Es bueno porque estoy contigo.
Y también era bueno porque cuatro horas y cuarto era lo que solían tardar él y Cath, y, más allá de otras consideraciones, había que reconocer que Cath estaba en forma.
Lynn encendió un Silk Cut, como hacía al finalizar cada paseo. No fumaba mucho y a él francamente no le importaba, aunque consideraba que era un hábito bastante estúpido. Justo cuando ella acababa de reactivar su sistema cardiovascular… Sin embargo, a él su experiencia como profesor le había enseñado que a veces había que enfrentarse y, otras, era más aconsejable tomar un camino menos directo.
—Podemos volver a subir pasadas las navidades. Por año nuevo. —Sí, y podía darle el forro polar como regalo.
Ella le miró y dio una profunda calada al cigarrillo.
—Bueno, si hace suficiente frío. Para que haya carámbanos.
—Geoff —dijo ella—, estás invadiendo mi espacio.
—Yo sólo…
—Estás invadiendo mi espacio.
—Sí, duquesa de Devonshire.
Pero a ella el comentario no le pareció gracioso, e hicieron todo el camino de regreso a casa en el coche prácticamente en silencio. Tal vez la había hecho caminar demasiado. Era una ascensión dura, de seiscientos metros o más.
Él metió las pizzas en el horno, puso la mesa y estaba tirando de la anilla de su primera lata de cerveza cuando ella dijo:
—Mira, estamos en junio. Nos conocimos en… ¿febrero?
—El 29 de enero —replicó él automáticamente, como hacía cuando un alumno conjeturaba erróneamente que 1079 era el año de la batalla de Hastings.
—El 29 de enero —repitió ella—. Mira, no creo que pueda pasar las navidades contigo.
—Por supuesto. Tienes a tu familia.
—No, no me refiero a que tengo familia. Claro que tengo familia. Pero no puedo pasar las navidades contigo.
Cuando Geoff, a pesar de que por principios no creía en eso, se veía enfrentado a lo que sólo podía entenderse como una flagrante muestra de irracionalidad femenina, tenía tendencia a guardar silencio. En determinado momento estabas marchando por un sendero, sin apenas notar el peso sobre los hombros, y de pronto te encontrabas en una zona de matorrales, sin ninguna señal de orientación, con la niebla descendiendo y el suelo cada vez más cenagoso bajo tus pies.
Pero ella no continuó, así que él trató de echarle un cable:
—A mí las navidades tampoco me gustan mucho. Tanto comer y beber. Pero aun así…
—Quién sabe dónde estaré en navidades.
—¿Quieres decir que el banco te puede trasladar de oficina? —No se le había ocurrido esa posibilidad.
—Geoff, escucha. Nos conocimos en enero, tal como tú has señalado. Las cosas van… bien. Yo me lo estoy pasando bien, bastante bien.
—Ya te capto. Sí. —Era ese rollo otra vez, ese asunto, ese asunto que él seguía sin entender bien—. No, claro que no. No quería decir eso. En cualquier caso, voy a subir la temperatura del horno. Para que la base quede crujiente. —Echó un trago a su cerveza.
—Es sólo que…
—No hace falta que sigas. Lo sé, ya te entiendo. —Estaba a punto de añadir lo de «duquesa de Devonshire» otra vez, pero no lo hizo, y más tarde, al pensar en ello, supuso que no hubiese ayudado.
En septiembre la convenció para que se tomase un día libre para poder recorrer el circuito desde Calver. Era mejor evitar el fin de semana, cuando todos los excursionistas y escaladores enfilarían hacia Curbar Edge.
Aparcaron en el callejón sin salida al lado del Bridge Inn e iniciaron la caminata y pasaron junto a la fábrica de algodón de Calver, situada en la orilla opuesta del Derwent.
—Se supone que eso lo construyó Richard Arkwright —comentó él—. Creo que en 1785.
—Ya no es una fábrica.
—No, bueno, como puedes ver, son oficinas. O quizá apartamentos. O un poco de cada.
Siguieron el curso del río más allá de la presa, atravesaron Froggatt y el bosque de Froggatt hasta Grindleford. Cuando salieron del bosque, el sol otoñal, aunque apagado, hizo que él agradeciese llevar sombrero. Lynn seguía negándose a comprarse uno, y él supuso que no se lo volvería a mencionar hasta la primavera. Durante el verano, ella se había bronceado y sus pecas resaltaban más que cuando la conoció.
Había una subida muy pronunciada después de Grindleford, que ella hizo sin chistar; a continuación él abrió camino campo a través hasta el Grouse Inn. Se sentaron en la barra para comer un sándwich. Después el camarero preguntó:
—¿Café?
—Sí —dijo ella.
—No —dijo él.
Él no consideraba adecuado tomar café durante una excursión. Lo único que necesitabas era agua para evitar la deshidratación. El café era un estimulante y toda la… teoría consistía en que el paseo tenía que resultar suficientemente estimulante sin ayuda de nada más. Alcohol: una estupidez. Incluso se había cruzado con excursionistas que fumaban canutos.
Le comentó algunas de estas consideraciones, lo cual quizá fue un error, porque entonces ella dijo:
—Sólo me estoy tomando un café, ¿de acuerdo? —Y encendió un Silk Cut. Sin esperar al final de la excursión. Y le miró.
—¿Y bien?
—No he dicho nada.
—No es necesario.
Geoff suspiró.
—Me he olvidado de enseñarte el poste indicador cuando hemos llegado a Grindleford. Es de época. Tiene unos cien años. No quedan muchos en Peak District.
Ella le echó el humo a la cara, se diría que deliberadamente.
—Y bien, también he leído en alguna parte que los cigarrillos bajos en alquitrán son de hecho tan perjudiciales como el resto, porque te obligan a inhalar con más fuerza para aspirar la nicotina, así que al final resulta que estás introduciendo más toxinas en tus pulmones.
—Entonces debería volver a los Marlboro Lights.
Volvieron sobre sus pasos, retomaron el camino, cruzaron una carretera y siguiendo la indicación giraron a la izquierda hacia Eastern Moors Estate.
—¿Es allí donde está ese círculo de la Edad del Bronce?
—Creo que sí.
—¿Y eso qué quiere decir?
Vale. Pero, por otro lado, no tiene ningún sentido no ser uno mismo, ¿verdad? Tenía treinta y un años, sus propias opiniones, conocimientos sobre ciertas cosas.
—El círculo está a mano izquierda. Pero no creo que esta vez debamos acercarnos hasta allí.
—¿Esta vez?
—Está cubierto de helechos.
—Y quieres decir que no se ve muy bien.
—No, no quiero decir eso. Bueno, sí, se ve mejor en otras épocas del año. Pero lo que quiero decir es que entre agosto y octubre no es recomendable acercarse a los helechos. O al menos acercarse con el viento de cara.
—Me vas a explicar por qué, ¿verdad?
—Ya que me lo preguntas, si te mantienes entre los helechos durante diez minutos, es probable que ingieras hasta cincuenta mil esporas. Son demasiado grandes para ir a parar a tus pulmones, así que acabarán en tu estómago. Y se ha probado que son cancerígenas para los animales.
—Suerte que las vacas no fuman.
—También hay garrapatas que transmiten la enfermedad de Lyme, así que…
—¿Qué?
—Que si tienes que caminar entre helechos, te metes los pantalones por dentro de los calcetines, te bajas las mangas y te pones una mascarilla.
—¿Una mascarilla?
—Respro fabrica una. —Bueno, ella había preguntado, así que estaba obteniendo su maldita respuesta—. Se llama Pañuelo de bandido Respro.
Cuando ella estuvo segura de que la explicación había concluido, dijo:
—Gracias. Pues déjame tu pañuelo.
Se metió los pantalones por dentro de los calcetines, se bajó las mangas, se ató el pañuelo al estilo bandido tapándole la cara y puso rumbo a los helechos. Él esperó a barlovento. Otra cosa que se podía hacer era ponerse veneno para chinches por los pantalones y los calcetines. Mataba a las garrapatas en cuanto entraba en contacto con ellas. Aunque él no lo había probado. Todavía.
Cuando ella regresó, emprendieron en silencio el camino de vuelta bordeando el precipicio de esmeril que se llamaba Froggatt Edge o Curbar Edge o ambas cosas, en ese momento a él le traía sin cuidado. La hierba era mullida allí arriba y llegaba justo hasta donde la ladera caía a plomo lo que se intuía que eran varios cientos de metros. Resultaba siempre sorprendente: sin tener la sensación de haber ascendido mucho, te encontrabas a una altura que asustaba, kilómetros por encima del soleado valle con sus minúsculos pueblos. No era necesario lanzarse en un maldito parapente para disfrutar de una vista como aquélla. Había habido canteras por allí, de allí provenían muchos de los mojones repartidos por todo el país. Pero él no se lo explicó.
Adoraba aquel lugar. La primera vez que vino, estaba contemplando el valle, ni un alma en varios kilómetros a la redonda y, de pronto, a sus pies, asomó la cabeza con un casco de un escalador barbudo que trepaba como salido de la nada hasta alcanzar la ladera rebosante de hierba. La vida estaba llena de sorpresas, ¿no es así? Escaladores, espeleólogos, practicantes de parapente. La gente creía que si ibas por los aires eras libre como un maldito pájaro. Bueno, pues no lo eras. También había normas ahí arriba, como en todos lados. Lynn, en su opinión, estaba demasiado cerca del precipicio.
Geoff no dijo nada. De hecho, no sentía nada. Perplejidad, por supuesto, pero ya se le pasaría. Retomó el camino, sin preocuparle si ella le seguía o no. Casi un kilómetro por ese elevado páramo y después un descenso rápido hasta Calver. Había empezado a pensar en el trabajo de la próxima semana cuando la oyó gritar.
Volvió corriendo sobre sus pasos, con la mochila golpeándole y el agua de la cantimplora batiéndose sonoramente.
—Dios mío, ¿estás bien? ¿Ha sido el pie? Debería haberte advertido sobre las madrigueras de conejos.
Pero ella se limitó a mirarlo, con una mueca inexpresiva. Probablemente en estado de shock.
—¿Estás herida?
—No.
—¿Te has torcido el tobillo?
—No.
Él bajó la mirada hasta sus Brasher: había trozos de helechos en los ojetes y habían perdido el brillo del cepillado matutino.
—Disculpa… No lo entiendo.
—¿El qué?
—Por qué has gritado.
—Porque me apetecía.
Ah, otra vez ante el camino sin señalizar.
—¿Y por qué te apetecía?
—Porque sí.
No, debía haber oído mal, o entendido mal, o… algo así.
—Escucha, lo siento, quizá te he hecho caminar demasiado…
—Ya te he dicho que estoy bien.
—¿Ha sido porque…?
—Ya te he dicho que me apetecía.
Se alejaron del precipicio de esmeril y bajaron en silencio hasta donde habían dejado el coche. Cuando él empezó a desatarse las botas, ella encendió un cigarrillo. Bueno, lo sentía, pero iba a llegar al fondo del asunto.
—¿Tenía algo que ver conmigo?
—No, tenía que ver conmigo. Soy yo la que ha gritado.
—¿Te apetece volver a hacerlo? ¿Ahora?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que si te apeteciese volver a gritar, ahora, ¿cómo sería?
—Geoff, sería como si me apeteciese volver a gritar, ahora.
—¿Y cuándo crees que lo volverás a hacer?
Ella no respondió, y ninguno de los dos se mostró sorprendido. Aplastó el Silk Cut con una de sus botas y empezó a desatarse los cordones, tirando trozos de helecho sobre el asfalto.
«4 hrs. inc. almuerzo Grouse», anotó él en su cuaderno. «Buen tiempo.» Añadió una L en rojo en la última columna, debajo de una reiterada línea vertical de eles. Esa noche, en la cama, durmió en diagonal y pensó que era una suerte. A la mañana siguiente, mientras desayunaba, hojeó un ejemplar de Country Walking y rellenó el formulario para inscribirse en la Asociación Excursionista. Ponía que podía pagar con cheque o en efectivo. Se lo pensó durante un rato y optó por el efectivo.