Por una vez, la temperatura permitía cenar al aire libre, alrededor de una mesa cuyo tablero de listones estaba empezando a combarse. Al poner la mesa habían encendido unas velas resguardadas en farolillos de hojalata, que ahora empezaban a resultar útiles. Habíamos discutido sobre los primeros cien días de Obama, y sobre más cosas: su rechazo a la tortura como instrumento al servicio del Estado, la complicidad británica en la interpretación de la extraterritorialidad, las primas de los banqueros y cuánto podía faltar para las siguientes elecciones generales. Habíamos intentado establecer paralelismos entre el amenazante brote de gripe de origen porcino y la gripe aviar que nunca llegaba, pero nos faltaba alguien que pudiese ejercer de algo parecido a un epidemiólogo. Y entonces se produjo un silencio.
—Estaba pensando que… la última vez que nos reunimos…
—Ante este desvencijado tablero…
—Preparado para nosotros por… Rápido, sugeridme algunos clichés…
—Perfecta anfitriona.
—Un auténtico Trimalción.
—La señora Quickly.[8]
—No me convencen. Así que… Phil y Joanna, llamémosles así, los epítomes de la hospitalidad.
—Esa lengua, por cierto…
—¿Era lengua? Dijiste que era ternera.
—Bueno, lo era. La lengua es ternera. Lengua de buey, lengua de ternera.
—Pero…, pero a mí no me gusta la lengua. Ha estado en la boca de una vaca muerta.
—Y la última vez que nos reunimos aquí, vosotros dos…, tortolitos desposados, nos hablasteis de enviar tarjetones de San Valentín. Y sobre esa amiga vuestra que se iba a grapar el estómago para cuando su marido volviese a casa.
—De hecho era una liposucción.
—Y alguien preguntó si eso era amor o vanidad.
—Inseguridad femenina, creo que fue la opción elegida.
—Detalle informativo. ¿Eso se produjo antes o después de que su semental se sometiese a su radical testectomía o como se llame?
—Oh, mucho antes. Y de todos modos al final ella no se lo hizo.
—¿No?
—Pensaba que os lo había dicho.
—Pero estuvimos hablando sobre…, ¿cuál fue la expresión de Dick?…, intromisión posterior.
—Bueno, pues al final no se lo hizo. Estoy segura de que os lo dije.
—Y, para volver al tema al que iba, alguien preguntó si alguno de nosotros se sentía con ganas de hacer el amor al llegar a casa después de irse de aquí.
—Pregunta que mayormente no obtuvo respuesta.
—¿Es ahí adonde quieres llevarnos, David, con este socrático prólogo?
—No. Quizá sí. No, no exactamente.
—Guíanos, pues, Macduff.[9]
—Esto me hace pensar en cuando tienes a un montón de tiarrones alrededor de una mesa y alguien comenta que el tamaño del nabo está directamente relacionado con… Dick, ¿por qué escondes las manos?
—Porque sé cómo acaba la frase. Y porque, sinceramente, no quiero incomodar a nadie obligándolo a deducir la magnificencia de mí, como tú dices, nabo.
—Sue, una pregunta. La clase aprendió en la última lección la diferencia entre un símil y una metáfora. Pues bien, ¿qué figura retórica consideras que plasma mejor la comparación entre el tamaño de las manos de un hombre y el tamaño de su nabo?
—¿Hay una figura retórica llamada fanfarronería?
—Existe esa figura para comparar lo más pequeño con lo más grande. La parte con el todo. ¿Litotes? ¿Endíadis? ¿Anacoluto?
—A mí todos estos términos me suenan a centros de vacaciones griegos.
—Tal como estaba tratando de explicar, no hablamos de amor.
—…
—…
—…
—…
—…
—…
—A eso me refiero.
—Un amigo mío decía que no creía que fuese posible ser feliz durante más de dos semanas seguidas como mucho.
—¿Quién era ese miserable cabrón?
—Un amigo mío.
—Muy sospechoso.
—¿Por qué?
—Bueno, un amigo mío… ¿Alguien recuerda a Matthew? ¿Sí? ¿No? Era un gran coureur de femmes.
—Traducción, por favor.
—Oh, follaba por Inglaterra. Una energía asombrosa. Y un constante… interés. En cualquier caso, hubo un momento en el que, ¿cómo lo diría?, bueno, en que las mujeres empezaron a utilizar sus manos, sus dedos, sobre sus propios cuerpos mientras hacían el amor.
—¿Y cuándo exactamente fecharías este acontecimiento?
—¿Entre el levantamiento de la prohibición de El amante de Lady Chatterley y el primer LP de los Beatles?
—No, ya que lo preguntas. Fue más tarde. Más bien en los setenta…
—Y Matthew se percató de este… cambio sociológico antes que la mayoría, ya que era más diligente en el trabajo de campo, y decidió ponerlo en práctica con una mujer que conocía…, no una novia, o una ex, sino alguien con quien podía hablar de todo. Una confidente. Así que, mientras tomaban una copa, le dijo como quien no quiere la cosa: «Un amigo mío me dijo el otro día que había caído en la cuenta de que ahora las mujeres usan más las manos mientras hacen el amor.» Y esa mujer respondió: «Bueno, tu amigo debe tener una polla muy pequeña. O no debe ser muy bueno usándola.»
—Un guantazo en plenos morros, ¿eh?
—El tipo murió, muy joven. De un tumor cerebral.
—Un amigo mío…
—¿Es «un amigo mío» o «un amigo mío»?
—Will. ¿Te acuerdas de él? Tuvo un cáncer. Era un gran bebedor, un gran fumador y un gran seductor. Y recuerdo a qué órganos había afectado el cáncer cuando se lo detectaron: hígado, pulmones y uretra.
—La figura retórica para esto es: justicia poética.
—Pero resulta un poco inquietante, ¿no os parece?
—¿Estás diciendo que Matthew murió de un tumor cerebral porque follaba mucho? ¿Cómo se come eso?
—Tal vez tenía el sexo en el cerebro.
—El peor sitio para tenerlo, como sentenció un sabio.
—El amor.
—Jesús. Gesundheit.
—Leí en alguna parte que en Francia cuando un tipo llevaba la bragueta bajada, la manera educada de que otro le llamase la atención al respecto era decir: «Vive l’Empereur.» Aunque nunca he oído a nadie decirlo. Ni entiendo cuál es la relación.
—Quizá se supone que la punta del falo se parece a la parte superior de la cabeza de Napoleón.
—Habla por ti.
—O a ese sombrero que siempre lleva en las caricaturas.
—Odio la palabra «nabo». Y todavía más cuando se usa hablando de copular: «le metió el nabo», puaj.
—El amor.
—…
—…
—…
—Bien. Me alegro de haber captado vuestra atención. Es de eso de lo que no hablamos. Del amor.
—Guau. Tranquilo, muchacho. No vayamos a provocar una estampida.
—Larry corroborará lo que digo. En calidad de residente extranjero.
—Sabéis, cuando llegué aquí por primera vez, lo que más me llamó la atención fue que os pasabais el día haciendo chistes y que utilizabais con frecuencia esa palabra de cuatro letras que empieza por C.
—¿En Estados Unidos no la usáis?
—Yo diría que sin duda la evitamos cuando hay mujeres presentes.
—Qué curioso. Y qué soberanamente irónico, si no te importa que lo diga.
—Pero Larry, has demostrado mi teoría. Contamos chistes en lugar de hablar en serio, y hablamos de sexo en lugar de hablar de amor.
—Creo que los chistes son una buena manera de hablar en serio. A menudo la mejor manera.
—Sólo un inglés puede pensar así, o decirlo.
—¿Quieres que me disculpe por ser inglés o algo por el estilo?
—No te pongas a la defensiva.
—¿Por casualidad me estás llamando gilipollas?
—Los hombres hablan de sexo, las mujeres hablan de amor.
—Y un huevo.
—Bueno, ¿y por qué ninguna mujer ha abierto la boca desde hace un buen rato?
—Me estaba preguntando si el tamaño de las manos de una mujer estará relacionado con la cantidad de veces que tiene que utilizarlas cuando se acuesta con su marido.
—Dick, haz el favor de cerrar el pico.
—Chicos. Shhh. Los vecinos. A estas horas de la noche todo se oye mucho más.
—Joanna, dinos qué opinas tú.
—¿Por qué yo?
—Porque te lo he preguntado.
—Muy bien. No creo que haya habido una época, al menos no durante mi vida, en la que hombres y mujeres se reunieran en grupo y se pusieran a hablar sobre el amor. Es cierto que hablamos mucho más sobre sexo, o al menos nosotras os escuchamos mucho más a vosotros hablar sobre sexo. También creo…, bueno ahora es prácticamente un cliché, que si las mujeres supiesen lo que dicen de ellas los hombres a sus espaldas, no les parecería muy alentador. Y si los hombres supieran lo que dicen de ellos las mujeres a sus espaldas…
—Se les marchitaría la polla.
—Las mujeres pueden simularlo. Los hombres no. Es la ley de la selva.
—La ley de la selva es la violación, no la simulación del orgasmo.
—El ser humano es la única criatura que puede reflexionar sobre su propia existencia, imaginar su propia muerte y simular un orgasmo. No somos los elegidos de Dios por casualidad.
—Un hombre puede simular el orgasmo.
—¿En serio? ¿Quieres compartir un secreto?
—Una mujer no siempre sabe si el hombre se ha corrido. Me refiero por sensibilidad interna.
—Éste es otro momento de vamos-a-esconder-las-manos-debajo-de-la-mesa.
—Bueno, pero de todos modos un hombre no puede simular una erección.
—La polla nunca miente.
—El sol también se levanta.
—¿Cuál es la conexión?
—Oh, los dos parecen títulos de libros. Pero sólo uno lo es.[10]
—Pero en realidad la polla miente.
—¿Estáis seguros de que queremos seguir por ahí?
—Los nervios de la primera vez. No es que tú no tengas ganas, simplemente es que tu polla te deja colgado. Miente.
—El amor.
—Una vieja amiga nuestra, neoyorquina, después de ejercer como abogada durante años y años, decidió reciclarse apuntándose a una escuela de cine. En aquel entonces ya estaba en la cincuentena. Y se encontró rodeada de chavales treinta años más jóvenes. Ella les escuchaba y a veces le hacían confidencias sobre sus vidas, ¿y sabéis a qué conclusión llegó? Que no se lo pensaban dos veces para acostarse con alguien, pero sentían verdadero pánico a intimar, o a que alguien intimase con ellos.
—¿Y cuál es la conclusión?
—Que les aterraba el amor. Les aterraba… depender de alguien. O que alguien dependiese de ellos. O ambas cosas.
—Les aterraba el sufrimiento.
—Más bien les aterraba cualquier cosa que pudiese interferir en sus carreras. Ya sabéis, Nueva York…
—Quizá. Pero creo que Sue tiene razón. Les aterraba el sufrimiento.
—En la última cena, o en la anterior, alguien preguntó si existía el cáncer de corazón. Por supuesto que sí. Y se llama amor.
—¿Son tambores lejanos y chillidos de monos lo que oigo?
—Mis condolencias a tu cónyuge.
—Vamos. Dejaos de ironías. Dejad de pensar en con quién estáis casados o al lado de quién estáis sentados. Pensad en lo que ha representado el amor en vuestras vidas y el papel que ha tenido en las vidas de otras personas.
—¿Y?
—Sufrimiento.
—Como dice el dicho, no hay ganancia sin dolor.
—Yo he conocido el dolor sin ganancia alguna. La mayor parte de las veces, de hecho. «El dolor os hará hombres»…, siempre he sabido que era una mentira cargada de moralina. El sufrimiento empequeñece al individuo. El dolor lo degrada.
—Bueno, yo me he sentido humillado, he sufrido, porque la última vez que estuvimos aquí os conté con mucha discreción lo de los recipientes para analizar heces para detectar el cáncer de colon…
—Que dijiste que enviaste el día de San Valentín.
—Y ningún cabrón ni ninguna golfa ha tenido el detalle de preguntarme si ya tengo los resultados.
—Dick, ¿ya tienes los resultados?
—Sí, una carta de alguien cuyo cargo, según constaba debajo de la ilegible firma, era…, no os lo vais a creer, director del Sistema Radial.
—No entraremos en esto.
—Y en la carta me decía que mis resultados eran normales.
—Ajá.
—Eso es estupendo, Dick.
—Y después, en el siguiente párrafo, la carta me informaba, y cito de memoria (¿aunque de qué va a citar uno sino de memoria?), que, cito: ningún análisis es cien por cien fiable, de modo que un resultado normal no garantiza que no tenga, o no vaya a padecer jamás, un cáncer de colon.
—Bueno, realmente no pueden garantizarlo, ¿no?
—Todo esto es para evitar demandas.
—Hoy en día todo es para evitar demandas.
—Por lo tanto, por ejemplo, un acuerdo prematrimonial…, para volver a encarrilar lo que estábamos hablando. Larry, ¿tú dirías que un acuerdo prematrimonial es una prueba de amor o de inseguridad?
—No lo sé, nunca he firmado uno. Supongo que la mayoría de las veces es cosa de los abogados que velan por el patrimonio familiar. Quizá no tenga nada que ver con cómo te sientes, no es más que un protocolo social. Como lo de simular que te crees todo lo que se dice durante la celebración de la ceremonia nupcial.
—Yo me lo creí. Hasta la última palabra.
—«Prometo quererte y respetarte…», oh, qué recuerdos. Vaya, Joanna me está mirando con el ceño fruncido otra vez.
—El cáncer de corazón, no de colon, es el tema.
—Tú sostienes que amar es sufrir, ¿verdad, Joanna?
—No, sólo estoy pensando en algunas personas…, hombres, sí, de hecho son todos hombres, que jamás han sufrido por amor. Que de hecho son incapaces de sufrir por amor. Que montan un sistema de evasión y control que les garantiza que jamás sufrirán.
—¿Y es eso tan poco razonable? Parece el equivalente emocional de un acuerdo prematrimonial.
—Puede que sea razonable, pero confirma lo que estoy diciendo. Algunos hombres pueden coger todo el lote: sexo, matrimonio, paternidad, cariño, sin sufrir de verdad lo más mínimo. Sentirán frustración, vergüenza, aburrimiento, enojo…, eso es todo. Su idea del sufrimiento es cuando una mujer no les corresponde con sexo a una invitación a cenar.
—¿Quién dijo que los hombres eran más cínicos que las mujeres?
—No soy cínica. Todos podemos mencionar a un par de personas que son así.
—¿Pretendes decir que si no sufres no estás enamorado?
—Por supuesto que no quiero decir eso. Lo único que pretendo decir es que, bueno, es como con los celos. No puede existir el amor sin la posibilidad de los celos. Si tienes suerte, puede que nunca los sientas, pero si la posibilidad, si la capacidad de sentirlos no está ahí, entonces es que no estás enamorado. Y lo mismo sucede con el sufrimiento.
—¿Entonces Dick no iba tan mal encaminado después de todo?
—¿…?
—Bueno, no tiene cáncer de colon, pero existe la posibilidad de que pueda tenerlo, ahora o en el futuro.
—Gracias. Me siento reivindicado. Sabía que sabía de qué estaba hablando.
—Tú y el director del Sistema Radial.
—Estáis hablando de Pete, ¿verdad?
—¿Qué Pete? ¿El director del Sistema Radial?
—No, Pete, el tipo que jamás sufría.
—Pete es uno de esos que llevan la cuenta. Ya sabéis, del número de mujeres. Recordaba el día exacto en que llegó a la decena y el día en que alcanzó las cincuenta.
—Bueno, todos llevamos la cuenta.
—¿En serio?
—Sí, yo recuerdo perfectamente cuando llegué a dos.
—En mi caso, yo he contabilizado un buen número de medias tintas, ya me entendéis.
—Demasiado bien. Pues eso sí que te habrá hecho sufrir.
—No, eso es lo que Pete llamaría sufrir. Pero no es más que orgullo mancillado. Él padece orgullo mancillado y ansiedad. Es lo más que se acerca al sufrimiento.
—Un tío sensible. ¿Cómo no va a despertarnos simpatía? ¿Se casó alguna vez?
—Dos. Las dos acabaron mal.
—¿Por qué?
—Fastidio, cierta autocompasión, hastío. Pero nada más contundente.
—Entonces, según tú, ¿jamás ha amado?
—Efectivamente.
—Pero él nunca lo admitiría. Diría que ha estado enamorado. En más de una ocasión.
—Sí, probablemente diría que docenas de veces.
—Lo que no soporto es la hipocresía.
—Yo no sería capaz de decir una cosa así, ¿verdad?
—Bueno, quizá no esté tan mal.
—¿El qué?
—El creer que has estado enamorado, o que estás enamorado. ¿No es eso algo bueno?
—No si no es verdad.
—Un momento. Me parece detectar cierto corporativismo por aquí. Sólo nosotras hemos estado enamoradas porque sólo nosotras hemos sufrido.
—No estaba diciendo eso.
—¿Seguro?
—¿Crees que las mujeres aman más que los hombres?
—Más… ¿en el sentido de más a menudo o de más intensamente?
—Es una pregunta que sólo se le puede ocurrir a un hombre.
—Bueno, es lo que soy…, un pobre hombre.
—No, después de una cena en casa de Phil y Joanna no lo eres. Ya nos hemos dado cuenta.
—¿En serio?
—Oh, Dios, espero que no nos hagas ir a todos a casa y echar un casquete para demostrar…
—También detesto lo de «echar un casquete».
—Recuerdo uno de esos programas de televisión estadounidenses…, ya sabéis, resolvemos tus problemas emocionales y sexuales poniéndote frente al público que llena el estudio y convirtiendo tu vida en un espectáculo, para al final mandar al público a sus casas sintiéndose absolutamente felices de no estar en tu piel.
—Ésa es una denuncia muy británica.
—Bueno, sigo siendo británico. En cualquier caso, allí estaba aquella mujer hablando de que su matrimonio o su relación no funcionaba, y, evidentemente, enseguida entraron en el tema del sexo, y uno de los supuestos expertos, un terapeuta televisivo con mucha labia, le preguntó: «¿Tiene usted grandes orgasmos?»
—¡Patapum! Directo al punto G.
—Y ella miró fijamente a ese terapeuta y dijo con una modestia bastante encantadora: «Bueno, al menos a mí me lo parecen.»
—Bravo. Eso es lo que decimos todos.
—¿Y adónde quieres llegar?
—A que no deberíamos creernos necesariamente superiores a Pete.
—¿Y creemos serlo? Yo no. Y si ha superado el récord de cincuenta, me quito el sombrero.
—¿Crees que Pete deja a las mujeres porque es incapaz de convivir con ellas?
—No, simplemente creo que se aburre fácilmente.
—Si estás enamorado no te aburres.
—En mi opinión puedes estar enamorado y aburrido al mismo tiempo.
—¿Tengo que empezar a temerme otro momento de manos-escondidas-debajo-de-la-mesa?
—No te pongas tan a la defensiva.
—Bueno, lo estoy. Vengo aquí para atiborrarme con vuestra deliciosa comida y vuestro vino, no para ser sometido a un interrogatorio bajo tortura.
—Canta para que te den de cenar.
—«Y obtendrás un desayuno…»[11]
—Lo que digo, en defensa de ese Pete al que no conozco, es simplemente que tal vez es amado o se enamora tanto como se lo permite su naturaleza, y entonces, ¿por qué vamos a sentirnos superiores por eso?
—Hay cierta gente que no se enamoraría si no hubiesen leído sobre el tema previamente.
—Ahórranos tu sabiduría afrancesada por una noche.
—¿Ya podemos sacar las manos de debajo de la mesa sin peligro?
—Siempre hay algún peligro. Ése es el tema.
—¿Y cuál es el tema, por cierto?
—Dejadme que os lo resuma. Para los que no son capaces de seguir todo el desarrollo. Los aquí reunidos ratifican que los ingleses utilizan esa palabra de cuatro letras que empieza por C con demasiada libertad; que los hombres hablan de sexo porque son incapaces de hablar de amor; que las mujeres y los franchutes comprenden los misterios del amor mejor que los ingleses; que amar es sufrir, y que cualquier hombre que se haya cepillado más mujeres que yo, aparte de ser un cabrón con suerte, en realidad no entiende a las mujeres.
—Brillante, Dick. Secundo la moción.
—¿Secundas la moción de Dick? Deberías ser el director del centro radial.
—Oh, cerrad el pico, chicos. Me ha parecido un resumen muy masculino.
—¿Querrías hacernos un resumen femenino?
—Probablemente no.
—¿Estás sugiriendo que resumir es un deleznable rasgo masculino?
—No exactamente. Aunque mi resumen haría referencia a lo muy pasivo-agresivos que se ponen los hombres cuando hablan de temas que les hacen sentirse inseguros.
—«Pasivo-agresivo.» Detesto esa palabra, o frase, o lo que sea. Sospecho que tiene un noventa o noventa y cinco por ciento de uso femenino. Ni siquiera sé qué significa. O más bien qué se supone que significa.
—¿Qué decíamos antes de hablar de lo «pasivo-agresivo»?
—¿Qué me dices de «bien educado»?
—«Pasivo-agresivo» indica un estado psicológico.
—Y también «bien educado». Y un estado muy saludable.
—¿Alguien cree en serio, si atravesásemos el metafórico puerto a estas alturas y las señoras se retirasen, que ellas se sentarían a hablar de amor y nosotros nos pondríamos a hablar de sexo?
—Cuando era un chaval, antes de saber nada sobre las chicas, los anhelaba por igual.
—¿Te refieres a los chicos y las chicas?
—Joder. No, al amor y al sexo.
—Esas voces. Hablad más bajo.
—¿Creéis que hay algo comparable a eso en el campo del esfuerzo emocional humano? ¿A la fuerza de anhelar el sexo y el amor cuando todavía no los has experimentado?
—Lo recuerdo todo demasiado bien. La vida parecía simplemente… imposible. Vaya, eso sí era sufrimiento.
—Y sin embargo, al final las cosas no nos han ido tan mal. Todos hemos conocido el amor y el sexo en alguna ocasión, a veces incluso al mismo tiempo.
—Y ahora nos pondremos los abrigos, nos iremos a casa y tendremos o de lo uno o de lo otro y la próxima vez mostraremos las manos.
—O las ocultaremos.
—Los chicos nunca dejan de ser chicos, ¿no es así?
—¿Eso se puede calificar de pasivo-agresivo?
—Si lo prefieres, puedo practicar el activo-agresivo.
—Déjalo ya, cariño.
—¿Sabéis?, hoy es una de esas noches en las que no quiero ser el primero en marcharme.
—Vayámonos todos juntos, así Phil y Joanna podrán hablar sobre nosotros mientras recogen la mesa.
—En realidad no lo hacemos.
—¿No?
—No, tenemos un ritual. Phil recoge, yo meto las cosas en el lavaplatos. Ponemos un poco de música. Yo lavo las cosas que no caben en el lavaplatos, Phil las seca. No hablamos sobre vosotros.
—Qué anfitriones más encantadores. Unos verdaderos Trimalción y señora Quickly.
—Lo que Jo quiere decir es que ahora estamos agotados. Ya hablaremos sobre vosotros mañana durante el desayuno. Y durante la comida. Y ya que estamos, probablemente también durante la cena.
—Phil, eres un cabrón.
—No me fío de nadie para conducir.
—Yo tampoco me fío de nadie para conducir. Sólo de mí.
—¿En serio?
—No soy un completo idiota. Vamos todos caminando, o cogemos un taxi.
—En realidad, nos vamos a quedar plantados en la acera hablando sobre vosotros dos durante un rato.
—Por cierto, ¿eso era realmente lengua?
—Desde luego.
—Pero a mí no me gusta la lengua.
Después de cerrar la puerta, Phil puso una canción de Madeleine Peyroux, besó a su mujer en la tira del delantal que le rodeaba el cuello, subió hasta el dormitorio a oscuras, se acercó con cautela a la ventana, vio a sus amigos parados en la acera y no les quitó el ojo hasta que se dispersaron.