Habían llegado a una etapa, ocho años después de iniciar su relación, en la que habían empezado a hacerse regalos útiles, que, más que expresar sus sentimientos, reafirmaban su proyecto de vida en común. Mientras desenvolvían juegos de perchas, botes de cristal para la despensa, un aparato para deshuesar aceitunas o un sacapuntas eléctrico, comentaban: «Justo lo que necesitaba», y lo decían en serio. Incluso si el regalo era ropa interior, ahora ya tenía un sentido más práctico que erótico. En una de las celebraciones de su aniversario de boda, él le había entregado una tarjeta en la que ponía: «Te he limpiado todos los zapatos», y en efecto lo había hecho, rociando todo el ante con impermeabilizador, frotando con una crema blanqueadora unas viejas zapatillas deportivas que ella todavía usaba, dándole a sus botas un brillo militar y tratando el resto de su calzado con betún, cepillo, trapo, trabajo duro, devoción y amor.
Ken había decidido renunciar a los regalos ese año, ya que su cumpleaños caía tan sólo seis semanas después de que se mudaran a la nueva casa, pero ella no quiso ser exonerada. Así que el sábado al mediodía, él palpó con cuidado los dos paquetes que tenía ante él, tratando de imaginar lo que contenían. Solía hacerlo en voz alta, pero si lo adivinaba, ella se mostraba visiblemente decepcionada, y si conjeturaba alguna tontería, ella mostraba otro tipo de decepción. Así que ahora cavilaba para sus adentros. El primero era blando: tenía que ser una prenda.
—¡Guantes de jardinero! Justo lo que necesitaba.
Se los probó, admiró su combinación de flexibilidad y resistencia, valoró las tiras de cuero que reforzaban la tela rayada en determinados puntos. Era la primera vez en sus vidas que tenían jardín y éste era su primer par de guantes.
El otro regalo era algún tipo de caja rectangular; cuando estaba a punto de sacudirla, ella le advirtió que contenía piezas delicadas. Arrancó las tiras de celo con cuidado, porque guardaban el papel de envolver para reutilizarlo. Una vez abierto, encontró un maletín verde de plástico. Con el ceño fruncido, lo abrió y vio una hilera de tubos de ensayo de cristal con sus tapones de corcho, un juego de botellas de plástico que contenían líquidos de diferentes colores, una larga paleta de plástico y un surtido de misteriosas semillas y plantadores. Si se hubiese puesto a conjeturar a lo tonto, quizá hubiera planteado que era una versión avanzada de un equipo de detección de embarazo casero que utilizaron en una ocasión, cuando todavía tenían esperanzas de tener un hijo. Pero sabía que era mejor no hacer la comparación. En lugar de eso, leyó el título del manual de instrucciones.
—¡Un equipo para analizar la tierra! Justo lo que necesitaba.
—Parece ser que son realmente útiles.
Era un buen regalo, que apelaba —¿a qué exactamente?— tal vez a esa pequeña área de masculinidad que la erosión de las diferencias entre sexos propia de la sociedad moderna todavía no había eliminado. El hombre como cerebrito, como potencial cazador-recolector, como boy scout; un poco de cada uno de ellos. En su círculo de amistades, ambos sexos compartían la compra, la cocina, las tareas de la casa, el cuidado de los niños, la conducción del coche y el ganar dinero. Aparte de ponerse su propia ropa, no había casi nada que uno de los miembros de la pareja hiciese y que el otro no fuese igualmente capaz de hacer. E igualmente desease, o detestase, hacer. Pero un equipo para analizar la tierra, eso era sin ninguna duda cosa de chicos. La brillante Martha lo ha logrado de nuevo.
El manual de instrucciones explicaba que el equipo permitía analizar el potasio, el fósforo, la potasa y el pH, fuese lo que fuese eso. Entonces se suponía que comprabas sacos con diferentes tipos de tierra y metías una muestra en las probetas. Le sonrió a Martha.
—Y supongo que también nos ayudará a saber qué puede crecer mejor aquí.
Cuando ella se limitó a devolverle la sonrisa, él supuso que ella suponía que él se estaba refiriendo exclusivamente al polémico tema de su huerto. Ese para el que ella sostenía que no había espacio suficiente, y que además resultaba del todo innecesario, dado que había un mercadillo de granjeros locales cada sábado por la mañana en el patio de la escuela cercana. Por no hablar de la cantidad de plomo que probablemente contendría cualquier verdura cultivada tan cerca de las principales carreteras de salida de Londres. Él había subrayado que la mayoría de los coches actualmente utilizaban gasolina sin plomo.
—Bueno, pues entonces diésel —había replicado ella.
Él seguía sin entender por qué no podía tener su pequeño huerto junto a la pared del fondo, donde ya había una zarzamora. Quizá pudiese cultivar patatas y zanahorias. O coles de Bruselas que, según leyó una vez, están listas para comer en cuanto la primera helada las toca. O habas. O cualquier otra cosa. Incluso lechugas. Podía plantar lechugas y hierbas aromáticas. Podía tener un cubo de compost, lo que les permitiría reciclar más de lo que ya lo hacían.
Pero Martha estaba en contra. Casi en el mismo momento en que hicieron la oferta por la casa, ella empezó a recortar y guardar artículos escritos por diversos sabios de la horticultura. La mayoría eran sobre el tema de Cómo Sacarle todo el Partido al Espacio Más Complicado, y nadie podía negar que de lo que los propietarios de casas con terraza como la suya acababan disponiendo —una larga y delgada tira delimitada por paredes de ladrillo de un amarillo grisáceo— era sin duda un espacio complicado. Los especialistas en jardinería más sofisticados tendían a sugerir que para sacarle el máximo partido, lo mejor era fragmentarlo en una serie de pequeñas parcelas pegadas unas a otras con diferentes plantas y diferentes funciones, quizá unidas por un sendero serpenteante. Fotos del antes y el después mostraban la transformación. Un recoveco destinado a atrapar el sol daría paso a una pequeña rosaleda, a un ornamento acuático, a un espacio en el que las plantas se colocaban allí sólo por el color de sus hojas, a un espacio cuadrado perfectamente delimitado y con un reloj de sol, y un montón de cosas más. En ocasiones se invocaban los principios japoneses. Ken, que como la mayoría de los vecinos de la calle se consideraba tolerante y de mente abierta en temas raciales, le dijo a Martha que pese a que los japoneses poseían muchas cualidades admirables, él no entendía por qué tenían que crear jardines japoneses, del mismo modo que no entendía por qué llevaban kimono. En privado, consideraba que todo eso era una pijotada. Una terraza para tomar el sol, preferiblemente con barbacoa, más césped, arriates y un pequeño huerto…, ésa era su idea de un jardín.
—¿No crees que quedaría muy bien con un kimono? —le había preguntado ella, dándole la vuelta al asunto.
En cualquier caso, ella le aseguró que se estaba tomando las cosas de manera demasiado literal. No iba a tener cerezos en flor, carpas koi y gongs; se trataba más bien de interpretar un principio general de una forma sensata. Además, a él le gustaba la manera en que ella preparaba las supremas de salmón marinadas en salsa de soja, ¿verdad?
—Apuesto a que los japoneses cultivan hortalizas —había replicado él, simulando malhumor.
El interés de Martha por la jardinería le había pillado por sorpresa. Cuando se conocieron, ella tenía una jardinera en la que cultivaba algunas hierbas aromáticas; después, cuando se mudaron para vivir juntos, tuvieron acceso compartido a la azotea. Ahí ella tenía unos pocos maceteros con cebollino, menta, tomillo y romero; parte de lo cual sospechaban que se lo robaban sus vecinos; y también tenían el laurel que los sentimentalmente entrometidos progenitores de ella les habían regalado como un augurio de buena fortuna matrimonial. Lo habían trasplantado en un par de ocasiones y ahora permanecía inamovible junto a su puerta en una gruesa cuba de madera.
El matrimonio era una democracia de dos, le gustaba decir a él. Había asumido que el tema del jardín se decidiría, como habían hecho con las cosas de la casa, mediante un proceso de razonables aunque entusiastas consultas en el que se enunciaban las necesidades, se consideraban los gustos mutuos y se valoraba el aspecto financiero. Como consecuencia, no había prácticamente nada en la casa que él detestase activamente, y sí en cambio muchas cosas que merecían su total aprobación. Pero ahora se encontraba a sí mismo silenciosamente ofendido ante los catálogos de muebles de teca que llegaban, las revistas de horticultura apiladas en la mesilla de noche de Martha y su hábito de pedirle que se callara cuando en la radio daban La hora de las preguntas para jardineros. Escuchaba a escondidas los comentarios sobre el geminivirus y la antracnosis, un nuevo tratamiento para la glicinia y los consejos sobre qué plantar bajo un saúco en una ladera orientada al norte. No se sentía amenazado por el nuevo interés de Martha, simplemente le parecía desmesurado.
Se enteró de que el pH era un número que indicaba el grado de acidez o alcalinidad en una determinada solución, al principio era un logaritmo de base 10 vinculado a la concentración de iones de hidrógeno, pero ahora se vinculaba con una fórmula de una solución estándar de potasio-hidrógeno-flalato, que tenía un valor entre 4 y 15 grados centígrados. Bueno, dejémoslo correr, pensó Ken. ¿Por qué no limitarse a coger una bolsa de harina de origen animal y un saco de abono orgánico y mezclarlos con la tierra? Pero Ken era consciente de ese rasgo de su carácter, una tendencia a conformarse con lo aproximativo, lo que una airada novia que tuvo llamaba «simplemente ser increíble y jodidamente perezoso», una descripción que él siempre había valorado.
Así que se leyó buena parte de las instrucciones que acompañaban a su equipo para analizar la tierra, identificó diversas localizaciones clave en el jardín y, lleno de orgullo, se puso sus guantes antes de recoger pequeñas muestras de tierra y meterlas en los tubos de ensayo. Mientras añadía unas gotas de líquido, colocaba el tapón de corcho y agitaba el contenido, echaba un vistazo de tanto en tanto a la ventana de la cocina, con la esperanza de que Martha se mostrase tiernamente divertida por su profesionalidad. Su intento de comportarse con profesionalidad, en cualquier caso. Dejó reposar cada experimento los minutos que requería, sacó un cuaderno de notas y anotó sus hallazgos, y después se dirigió a la siguiente localización. En una o dos ocasiones repitió la prueba cuando el primer resultado había sido dudoso o poco claro.
Martha notó que esa tarde él estaba de muy buen humor. Él removió el estofado de conejo, decidió dejarlo cocinándose unos veinte minutos más, llenó una copa de vino blanco para cada uno y se sentó en el brazo de la silla que ocupaba ella. Mientras miraba con complacencia un artículo sobre distintos tipos de gravilla, jugueteó con el pelo de la nuca de su mujer, y con una risueña sonrisa dijo:
—Malas noticias, me temo.
Ella levantó la vista, sin tener claro dónde había que situar su comentario en una escala entre la ligera burla y la advertencia crítica total.
—He hecho las pruebas con la tierra. En algunas zonas las he tenido que repetir más de una vez antes de estar seguro de los resultados. Pero el inspector general está en disposición de exponer sus conclusiones.
—¿Si?
—De acuerdo con los análisis, estimada señora, en su tierra no hay tierra.
—No lo entiendo.
—Es imposible consignar deficiencias en el terroir, porque en su tierra no hay tierra.
—Eso ya lo has dicho. ¿Entonces qué hay en lugar de tierra?
—Oh, principalmente piedras. Polvo, raíces, arcilla, malas hierbas, caca de perro, mierda de gato, caquitas de pájaro y cosas por el estilo.
Le gustó la manera en que dijo lo de «su tierra».
Otro sábado por la mañana, tres meses después, con el sol de diciembre tan bajo que al jardín apenas le llegaba un mínimo de calor o luz, Ken entró en casa y tiró los guantes de jardinero.
—¿Qué has hecho con la zarzamora?
—¿Qué zarzamora?
La respuesta le irritó más. El jardín no era tan grande.
—La que había junto a la pared del fondo.
—Oh, esa zarza.
—Esa zarza era una zarzamora, con moras. Arranqué dos personalmente para ti y te las puse en la boca.
—Tengo pensado algo para esa pared. Tal vez una viña del Tíbet, pero eso es un poco cobarde. En realidad estaba pensando en una clemátide.
—Has arrancado mi zarzamora.
—¿Tu zarzamora? —Siempre se sentía de lo más tranquila cuando sabía, y sabía que él lo sabía, que había hecho algo sin consultarlo. El matrimonio era una democracia de dos, excepto cuando hay empate, en cuyo caso desciende hacia la autocracia—. No era más que una vulgar zarza.
—Tenía planes para ella. Iba a mejorar su pH. La iba a podar y demás. En cualquier caso, sabías perfectamente que era una zarzamora. Y las zarzamoras —añadió con tono profesoral— producen moras.
—De acuerdo, era una zarza.
—¡Una zarza! —Todo el asunto empezaba a resultar ridículo—. Las zarzas producen confitura de moras, que se hace con moras.
—¿Crees que podrías consultar qué deberíamos clavar en el suelo para ayudar a crecer a una clemátide sobre una pared que mira al norte?
Sí, pensó él, podría abandonarte. Pero hasta entonces, olvídalo, cambiemos de tema.
—Va a ser un invierno duro. Los corredores de apuestas están ofreciendo sólo 6-4 contra unas navidades nevadas.
—Entonces deberíamos colocar esa valla de plástico para proteger lo que es vulnerable. Y quizá también un poco de paja.
—Cogeré un poco del establo más próximo. —De pronto, ya no estaba enfadado. Si ahora resultaba que ella disfrutaba con el jardín, pues habría que dejarla hacer.
—Espero que nieve copiosamente —dijo él con entusiasmo infantil.
—¿Es lo que queremos?
—Pues sí. Los buenos jardineros rezan por un invierno duro. Mata a todos los bichos.
Ella asintió, asumiendo su petición. Ambos habían llegado al jardín desde puntos de partida diferentes. Ken había crecido en el campo, y se pasó toda la adolescencia soñando con irse a Londres, estudiar en la universidad y trabajar. La naturaleza para él representaba hostilidad o tedio. Recordaba un intento de leer un libro en el jardín, y cómo la combinación de la cambiante luz del sol, el viento, las abejas, las hormigas, las moscas, las mariquitas, el canto de los pájaros y su madre metiéndole prisa habían convertido el estudio al aire libre en una pesadilla. Recordaba haber sido sobornado para cumplir con las tareas manuales que le tocaban y ante las que se mostraba reticente. Recordaba a su padre recolectando cantidades ingentes de verduras y cajas enteras de frutas. Su madre llenaba diligentemente el cajón del congelador con la sobreabundancia de judías y guisantes, frambuesas y grosellas; y cada año, con aire de culpabilidad, mientras papá estaba fuera, tiraba a la basura todas las bolsas que encontraba que tuviesen más de dos años. Su versión casera de la rotación de cultivos, se imaginaba él.
Martha era una chica de ciudad, que consideraba la naturaleza esencialmente benévola, que se maravillaba ante el milagro de la germinación y le daba la tabarra a él para que fueran de paseo por el campo. Y en los últimos meses, había desarrollado un celo de autodidacta. Él se veía a sí mismo como un aficionado con intuición, a ella la veía como una tecnócrata.
—¿Más estudio? —preguntó él con tono afable cuando se metió en la cama. Ella estaba leyendo Plantas trepadoras y de pared de Ursula Buchan.
—No hay nada malo en estudiar, Ken.
—Como yo sé muy bien para mi desgracia —replicó él, mientras apagaba la luz de su mesilla de noche.
No era una pelea, ya no; tan sólo una discrepancia asumida. Martha, por ejemplo, creía que lo más sensato al cocinar era seguir una receta. «¿No puedes hacer una tortilla sin romper el lomo de un libro de cocina?», había comentado él con tono grave en una ocasión. Él, en cambio, prefería limitarse a echar un vistazo a la receta para coger cuatro ideas y apañárselas solo. A ella le gustaban las guías de viaje, y utilizaba un mapa incluso cuando paseaba por la ciudad; él prefería guiarse por su brújula interna, los descubrimientos al azar, el placer de perderse de manera creativa. Eso generaba unas cuantas discusiones en el coche.
Ella también le señaló que, en lo referente al sexo, sus planteamientos eran contrapuestos. Él había confesado haber estudiado previamente el tema a fondo, mientras que ella, tal como lo expresó en una ocasión, había aprendido ejerciendo. Él había replicado que esperaba no tener que ahondar en las connotaciones de esa expresión. Pero no había ningún problema en su vida sexual, al menos por lo que a él respectaba. Quizá gozaban de lo que se necesita en toda asociación: un ratón de biblioteca y una persona instintiva.
Mientras pensaba en eso, notó lo que le pareció una erección monstruosa, que parecía haberle pillado desprevenido. Se volvió hacia Martha y posó la mano izquierda sobre su cadera de un modo que podía o no interpretarse como una señal, dependiendo del humor.
Al percatarse de que estaba despierto, Martha murmuró:
—Estaba pensando en plantar un Trachelospermum jasminoides, pero me temo que la tierra es demasiado ácida.
—Me parece muy bien —respondió él en un susurro.
A mediados de diciembre nevó, al principio una tramposa aguanieve que en cuanto tocaba el suelo se deshacía, aunque después se llegaron a acumular unos cinco centímetros. Cuando Ken regresó a casa del trabajo, una gruesa capa blanca colgaba de las hojas planas del laurel, lo que generaba una desconcertante visión. A la mañana siguiente, se llevó la cámara hasta la puerta de la casa.
—¡Qué cabrones! —gritó hacia el interior de la casa. Martha bajó al recibidor en bata—. Mira, qué cabrones —repitió él.
Allí sólo había una tina de roble llena de tierra hasta la mitad.
—Había oído hablar del robo de árboles de Navidad…
—Los vecinos ya nos lo advirtieron —dijo ella.
—¿Sí?
—Sí, el del número 47 nos dijo que deberíamos atarlo con una cadena a la pared. Tú le dijiste que la idea de encadenar árboles te parecía tan horrible como la de encadenar osos o esclavos.
—¿Dije eso?
—Sí.
—Me parece un poco grandilocuente.
Ella rodeó con su antebrazo cubierto del rizo de la bata el de él y juntos se metieron en casa.
—¿Deberíamos llamar a la policía?
—Sospecho que ese árbol ya debe estar plantado en alguna parte de las profundidades de Essex —respondió él.
—No es una fatalidad, ¿verdad?
—No, no es una fatalidad —dijo él con firmeza—. No creemos en la fatalidad. Simplemente algún vivales lo vio ahí, con toda esa nieve sobre las hojas, y se vio arrastrado por un inusual arrebato de goce estético.
—Te veo muy indulgente.
—Deben ser las navidades o algo por el estilo. Por cierto, ¿sabes ese ornamento acuático que querías colocar entre la rosaleda y la exhibición de hojas?
—Sí. —No reaccionó a la caricaturesca terminología empleada por él.
—¿Qué pasará con los mosquitos?
—El agua estará siempre circulando. De este modo los evitas.
—¿Cómo?
—Con una bomba. Podemos tirar un cable desde la cocina.
—En ese caso sólo tengo una objeción. ¿Podemos, por favor, te lo ruego, no llamarlo ornamento acuático? Cascada, surtidor, estanque, río en miniatura, cualquier cosa menos «ornamento».
—Ruskin decía que trabajaba mejor escuchando el sonido del agua.
—¿Y no le provocaba ganas de orinar todo el rato?
—¿Por qué iba a pasarle eso?
—Porque a los tíos nos pasa. Tendrías que instalar un lavabo cerca.
—Estás de muy buen humor.
Probablemente era por la nieve, que siempre le levantaba el ánimo. Pero también se debía a que en secreto había mandado una solicitud para un huerto de alquiler situado entre la planta de purificación de agua y las vías del tren. Alguien le había comentado que la lista de espera no era demasiado larga.
Dos días después, al salir para ir al trabajo, cerró la puerta y se dirigió directamente hacia el montón de tierra.
—¡Los muy cabrones! —Esta vez lo dijo para que lo oyesen en toda la calle.
Habían vuelto y se había llevado la tina de roble, dejando sólo la tierra.
La primavera estuvo marcada por una serie de visitas al centro de jardinería local los sábados por la mañana. Ken dejaba a Martha en la puerta principal, llevaba el coche al aparcamiento y dedicaba más tiempo del necesario a bajar el asiento trasero para dejar espacio para el abono, la arcilla, la turba, las astillas de madera o la grava que hubiera que comprar siguiendo los consejos de la última lectura de su mujer. Después, él se sentaba en el coche un rato más, con la excusa de que de todos modos no le era de gran ayuda en la elección de lo que había que comprar. Estaba encantado de pagar por la abultada carga del carrito de plástico amarillo que normalmente acompañaba a Martha hasta la caja. De hecho, a él le parecía el trato perfecto: la acompañaba hasta allí, se sentaba en el coche a esperarla, se encontraba con ella en la caja y pagaba, después regresaban a casa en coche y pagaba de nuevo, esta vez el riesgo de padecer una hernia al sacar todas las compras del maletero y arrastrarlas por la casa hasta el jardín.
Sin duda, tenía algo que ver con su infancia, con recuerdos envenenados de recorridos por guarderías mientras sus padres elegían plantas para trasplantar. No es que Ken considerase razonable echarles la culpa de todo a sus padres a esas alturas; si hubiesen sido gastrónomos y latosos amantes del vino, él podía haber acabado convertido en un vegano abstemio, pero aun así sería su responsabilidad. Con todo, había algo sobre los centros de jardinería —esos abastecedores de rus in urbe, con sus tinas, tiestos y enrejados, sus paquetes de semillas, germinados y arbustos, sus ovillos de cordel y alambre de espino envuelto en plástico verde, su veneno en gránulos para babosas, artilugios para ahuyentar zorros, sistemas de riego y velas para jardín, todos esos pasillos rebosantes de verdor y llenos de esperanzas y promesas, a lo largo de los cuales desfilaba gente amigable de piel quemada por el sol y ataviados con sandalias, mostrándose unos a otros botellas de plástico rojo de fertilizante para tomates—, algo sobre todo eso que verdaderamente le tocaba las narices.
Y siempre le devolvía al final de la adolescencia, una época en la que el miedo y la desconfianza hacia el mundo estaba a punto de transformarse en titubeante amor, cuando la vida estaba lista para dar irremisiblemente un tumbo en una u otra dirección, cuando, ahora era plenamente consciente de ello, uno tenía la última oportunidad de ver con claridad antes de ser arrojado al exigente trabajo de ser tú mismo entre los demás, momento a partir del cual todo sucedía demasiado rápido para poder ser analizado adecuadamente. Pero entonces, justo entonces, él se había especializado en ver a través de la hipocresía y las mentiras de la vida adulta. Lo cierto es que su pueblo de Northamptonshire no incluía a ningún evidente Rasputín o Himmler, de modo que el mapa de la gran falla moral de la humanidad tenía que trazarse a partir del probablemente poco representativo ejemplo de los progenitores de sus amigos. Pero eso hacía que sus hallazgos fuesen más valiosos. Y le había satisfecho detectar el vicio oculto en la aparentemente inocua, por no decir saludable, ocupación de la jardinería. Envidia, codicia, resentimiento, la estreñida negación del elogio y su falsa generosidad, ira, concupiscencia, codicia y otros varios pecados capitales que no lograba recordar. ¿Asesinato? Bueno, ¿por qué no? Sin duda cierto holandés había exterminado a varios holandeses para conseguir la posesión de un bulbo o tubérculo o como se llamaran —sí, bulbo— durante el tiempo que duró esa locura conocida como tulipomanía.
Y, en una escala de maldad más normal y a la altura de la decencia inglesa, había notado cómo incluso viejos amigos de sus padres se volvían herméticos y mezquinos cuando les enseñaban el jardín, con un aluvión de comentarios del tipo «¿Cómo habéis conseguido que florezca tan pronto?» y «¿Dónde habéis encontrado esto?» y «Estáis de suerte con la tierra que tenéis». Recordaba a una corpulenta vieja con unos pantalones de montar de tweed que dedicó cuarenta minutos al examen matutino del escaso cuarto de hectárea de sus padres y al acabar se limitó a emitir este remilgado comunicado: «Está claro que a ustedes la helada les ha llegado antes que a nosotros.» Había leído historias sobre ciudadanos por lo demás irreprochables que penetraban en los grandes jardines de Inglaterra con tijeras de podar ocultas y bolsillos furtivos en los que escondían su botín. No era de extrañar que ahora hubiese cámaras de vigilancia y guardas uniformados en algunos de los parajes más silvestres y bucólicos de la campiña. El secuestro de plantas estaba muy extendido, y tal vez la rapidez con la que se había recuperado del robo de su laurel no había tenido nada que ver con la alegría de la nevada invernal, sino con que confirmaba uno de los descubrimientos morales clave de su adolescencia.
Habían pasado la tarde del día anterior sentados en el banco de teca de jardín que les habían entregado recientemente, con una botella de vino rosado en medio. Por una vez, no se escuchaba ninguna música estúpida procedente de la casa de algún vecino, ninguna alarma de coche, ni el estruendo de ningún avión, tan sólo el silencio, en este caso únicamente roto por un grupo de ruidosos pájaros. Ken no estaba muy al día sobre los temas relacionados con los pájaros, pero sabía que se habían producido algunos cambios importantes: había muchos menos gorriones y estorninos que antes, aunque lo cierto es que no los echaba precisamente de menos; y lo mismo sucedía con las golondrinas y otros bichos por el estilo; todo lo contrario que con las urracas. No sabía lo que eso podía significar, ni cuál era la causa. ¿La polución, el veneno en gránulos, el calentamiento global? Tal vez esa vieja ladina llamada evolución. También se había producido un incremento del número de loros —a menos que fuesen periquitos— en muchos parques de Londres. Un par de ejemplares en cautividad habían escapado y se habían multiplicado, arreglándoselas para sobrevivir durante los suaves inviernos ingleses. Ahora chillaban desde la copa de los plátanos; él incluso había visto uno agarrado al comedero para pájaros de un vecino.
—¿Por qué son tan ruidosos estos malditos pájaros? —preguntó en un tono meditativo y de simulado enojo.
—Son mirlos.
—¿Ésa es la respuesta a mi pregunta?
—Sí —replicó ella.
—¿Te importa explicárselo a un simple chaval de pueblo? ¿Por qué tienen que ser tan jodidamente ruidosos?
—Tiene que ver con marcar su territorio.
—¿Y no puedes defender tu territorio sin hacer tanto ruido?
—No si eres un mirlo.
—Humm.
De todos modos, pensó él, también los seres humanos defienden su territorio, pero disponen de herramientas y máquinas para hacer ruido. Había arreglado el enladrillado allí donde la argamasa se había desprendido y había colocado un enrejado que elevaba el muro de separación. Había colocado unas rústicas mamparas de madera trenzada para dividir las diversas secciones del jardín. Incluso había contratado a una persona para que trazase un sinuoso caminito y tendiese cable eléctrico hasta donde, al pulsar un interruptor, el agua manaría sobre grandes piedras ovaladas importadas desde una lejana playa escocesa.
Esa primavera también mejoró la calidad de la tierra allí donde se requería y tal como debía hacerse. Cavó donde Martha le pidió que cavase. Inició lo que prometía ser una larga campaña contra las malas hierbas. Se preguntó si amaba a Martha tanto como siempre, o si simplemente estaba interpretando una rutina marital que invitaba a los demás a deducir lo mucho que la amaba. Le informaron de que estaba el tercero en la lista de espera para el huerto. Imitaba las voces de los expertos de La hora de las preguntas de los jardineros hasta que Martha le dijo que ya no resultaba gracioso.
Le importunó un golpeteo cerca de su oreja. Abrió los ojos. Martha había arrastrado hasta el aparcamiento el carrito de plástico amarillo, lleno hasta los topes.
—He intentado avisarte con el móvil…
—Disculpa, cariño. No lo he traído. Está a kilómetros de aquí. ¿Has pagado?
Martha se limitó a asentir. No estaba exactamente enfadada. Ya se esperaba que él desertase en cuanto llegasen al centro de jardinería. Ken bajó del coche y empezó a cargar el botín impetuosamente. Esta vez no había nada capaz de provocar una hernia, pensó.
A Martha las barbacoas le parecían una vulgaridad. No utilizaba esa palabra, pero tampoco era necesario. A Ken no había nada que le gustase más que el olor de la carne cocinándose sobre carbón encendido. A ella no le gustaba ni el acontecimiento ni el equipo requerido. Él había sugerido comprar uno de esos pequeños artilugios —¿cómo se llamaban?—, sí, un hibachi, que, de hecho, ¿no era un invento japonés y por lo tanto apropiado para esta pequeña conspiración de la tierra de Dios? A Martha apenas le hizo gracia su nueva incursión en los chistes japoneses, pero no dijo nada. Al final aceptó la adquisición de un pequeño y lustroso artilugio de terracota con forma de barril en miniatura colocado verticalmente; era una especie de horno étnico en oferta especial a través del Guardian. Ken tuvo que prometer no utilizar jamás en él combustible para encender barbacoas.
Ahora que había llegado el verano, estaban correspondiendo a la hospitalidad recibida cuando su casa era un caos. A las ocho de la tarde todavía había luz cuando llegaron Marion, Alex, Nick y Anne, pero el calor del día, aunque tampoco había sido extremo, empezaba a disiparse. Las dos invitadas lamentaron de inmediato no haberse puesto medias y haberse ataviado con ropa excesivamente veraniega, y pensaron que era poco hospitalario por parte de Martha haberse puesto la ropa apropiada para lidiar con el fresco del anochecer. Pero como les habían invitado para cenar en la terraza, cenar en la terraza es lo que harían. Hicieron bromas sobre el ponche caliente de vino y especias y sobre el espíritu del Blitz, y Alex simuló calentarse las manos en el pequeño horno de terracota, y mientras lo hacía casi lo vuelca.
Mientras Ken maniobraba con los muslos de pollo, pinchando con una brocheta para ver si estaban hechos, Martha obsequió a sus huéspedes con «una visita al jardín». Como nunca se alejaban más allá de unos pocos metros, Ken escuchaba todos los halagos consagrados a la ingenuidad de Martha. Por unos instantes, se sintió de nuevo como un adolescente rebotado, tratando de evaluar la sinceridad o hipocresía de cada interlocutor. Entonces sus enrejados cosecharon elogios, unas alabanzas que él consideró que eran completamente sinceras. Un instante después, escuchó a Martha explicando que el fondo del jardín «era un mero amasijo de horribles zarzas cuando llegamos».
Empezaba a oscurecer cuando se inclinaron sobre el entrante de pera, nueces y gorgonzola. Alex, que manifiestamente no había prestado la menor atención durante la visita, dijo:
—¿Os habéis dejado un grifo abierto en algún lado?
Ken miró a Martha, pero decidió no aprovecharse.
—Debe ser en la casa de al lado —dijo—. Los vecinos son un desastre.
Martha parecía agradecida, así que Ken pensó que podía contar la historia del equipo para analizar la tierra. La exageró un poco, autorretratándose como un científico loco y posponiendo el golpe de efecto todo lo posible.
—Y entonces entré y le dije a Martha: «Malas noticias, me temo. En tu tierra no hay tierra.»
Se produjeron unas risas gratificantes. Y Martha se sumó a ellas; él supo que de ahora en adelante ésta se convertiría en una de sus anécdotas recurrentes.
Sintiéndose respaldado, Ken decidió encender las velas del jardín, unas torres de cera de casi un metro que prendieron rápidamente y le hicieron pensar vagamente en las ceremonias de los triunfos romanos. También aprovechó para cerrar lo que para sus adentros sería siempre el ornamento acuático.
Ahora el fresco se había convertido en frío. Ken sirvió más vino tinto y Martha propuso pasar dentro, sugerencia que todos rechazaron amablemente.
—¿Dónde está todo ese calentamiento global cuando lo necesitamos? —preguntó Alex con tono festivo.
Después discutieron sobre los hornillos para terrazas —que la verdad es que calentaban un montón, pero eran tan poco ecológicos que resultaba antisocial comprarse uno—, la huella de carbono, la pesca sostenible, los mercados de granjeros locales, los coches eléctricos frente al biodiésel, los parques eólicos y la energía solar. Ken escuchó el amenazador zumbido de un mosquito cerca de su oreja, no hizo caso, y ni siquiera hizo una mueca de dolor cuando notó la picadura. Permaneció allí sentado y disfrutó de haberse salido con la suya.
—He conseguido un huerto de alquiler —anunció. El cobarde ardid marital de dar la noticia en una reunión con amigos. Pero Martha no dejó entrever ni sorpresa ni despecho, se limitó a sumarse al brindis para celebrar la loable nueva afición de Ken. Le preguntaron sobre el precio y la ubicación, sobre la calidad de la tierra y sobre lo que pretendía cultivar allí.
—Moras —dijo Martha antes de que él pudiera responder. Y le sonrió con ternura.
—¿Cómo lo has adivinado?
—Cuando envié el catálogo de Marshalls. —Martha le había pedido que comprobase si sus cálculos eran correctos; no es que ella no estuviese segura de su competencia sumando, pero había un montón de pequeñas cantidades que a menudo acababan en 99 peniques, y además ése era el tipo de asuntos de los que se encargaba Ken. Como también de escribir el cheque, lo cual había hecho después de añadir un par de cosas al pedido. Entonces se lo había devuelto a Martha, porque ella era la Guardiana de los Sellos—. Y me di cuenta de que habías encargado dos matas de zarzamora. Creo recordar que de una variedad llamada Lago Tay.
—Eres un horror para los nombres —dijo él, mirándola de reojo—. Un horror y una maga.
Se produjo un breve silencio, como si se hubiese desvelado por error algo íntimo.
—Ya sabes lo que podríamos plantar en ese huerto —empezó Martha.
—¿A qué viene esa mierda de podríamos, Rostro Pálido? —respondió él antes de que ella pudiese continuar. Era una de sus bromas conyugales, siempre lo había sido; pero al parecer no les era familiar a este grupo de amigos, que no sabían si hacía referencia a alguna vieja pelea. De hecho, tampoco él lo tenía claro; últimamente le sucedía a menudo.
Como el silencio se prolongaba, Marion dijo:
—No me gusta tener que comentarlo, pero me están picando las chinches. —Tenía una mano sobre el tobillo.
—¡A nuestros amigos no les gusta nuestro jardín! —gritó Ken, con un tono de voz que trataba de dejar claro a todo el mundo que no había entre ellos ninguna pelea. Pero había algo histérico en la inflexión, una señal que provocó que sus invitados intercambiasen una mirada conyugal llena de sobreentendidos, declinaran una selección de tés y cafés, y preparasen sus últimos cumplidos.
Más tarde, desde el lavabo, él preguntó:
—¿Tienes un poco de esa crema Hc45?
—¿Te han picado?
Él se señaló un lado del cuello.
—Por el amor de Dios, Ken, tienes cinco picaduras. ¿No te las habías notado?
—Sí, pero no iba a comentarlo. No quería que nadie criticase tu jardín.
—Pobrecito. Todo un mártir. Te deben haber picado porque tu carne es dulce. A mí me han dejado tranquila.
Ya en la cama, demasiado cansados para leer o hacer el amor, resumieron ociosamente la velada, cada uno alentando al otro a concluir que había sido un éxito.
—Oh, soy gilipollas —dijo él—. Creo que me he dejado un trozo de pollo en el barrilito. Quizá será mejor que baje y lo entre.
—No te preocupes —dijo ella.
Durmieron hasta tarde la mañana del domingo, y cuando él corrió un poco la cortina para ver qué tiempo hacía, vio que el horno de terracota se había volcado y que la tapa se había partido en dos.
—Malditos zorros —dijo en voz baja, sin estar seguro de si Martha estaba o no despierta—. O malditos gatos. O malditas ardillas. Maldita naturaleza en cualquier caso.
Permaneció junto a la ventana, sin saber si volver a la cama o bajar y poco a poco empezar un nuevo día.