Hacía ese tiempo de mediados de febrero que a los británicos les recuerda por qué muchos de sus compatriotas optan por emigrar. Había nevado intermitentemente desde octubre, el cielo era de aluminio mate y los telediarios daban noticias de riadas, niños arrastrados por las aguas y pensionistas rescatados en botes. Habíamos hablado sobre el síndrome depresivo estacional, la falta de fluidez crediticia, el incremento del paro y la posibilidad de que aumentase la tensión social.
—Lo único que digo es que no podemos sorprendernos de que las empresas extranjeras con negocios aquí traigan mano de obra de sus países cuando tienen a un montón de gente buscando trabajo allí.
—Y lo que yo digo es que hay más ingleses trabajando en Europa que europeos trabajando aquí.
—¿Visteis a ese obrero italiano insultando con el dedo a los fotógrafos?
—Sí, estoy de lo más interesado en importar mano de obra extranjera si tiene esa pinta.
—No le des más argumentos, Phil.
—Sin pretender sonar como el primer ministro o como uno de esos periódicos que no leemos, en estos momentos creo que lo suyo sería trabajos ingleses para los trabajadores ingleses.
—Y vino europeo para las esposas inglesas.
—Esto es un desatino.
—No, es un desatino por acumulación. Un suma y sigue.
—Como residente extranjero…
—Guardad silencio, que habla el representante de nuestra antigua colonia.
—… recuerdo cuando todos vosotros discutíais sobre si uniros a la moneda única. Y yo pensaba, ¿dónde está el problema? Había viajado en coche hasta la Italia meridional ida y vuelta utilizando una moneda única llamada MasterCard.
—Si nos sumáramos al euro, la libra perdería valor.
—Sin duda, si nos sumáramos al euro…
—Vaya broma.
—Tenéis los pasaportes del mismo color. ¿Por qué no dejáis de escabulliros y aceptáis que sois europeos?
—Porque entonces no podríamos permitirnos hacer chistes sobre los extranjeros.
—Lo cual es, sin duda, una tradición británica esencial.
—Mirad, id a cualquier ciudad europea y veréis que las tiendas son más o menos las mismas. A veces ya no sabes dónde estás. Las fronteras interiores son casi inexistentes. Las tarjetas están sustituyendo al dinero e internet está sustituyendo a todo lo demás. Y cada vez más y más gente habla inglés, lo cual lo hace todavía más fácil. Así que ¿por qué no aceptáis la realidad?
—Porque éste es otro hecho diferencial británico al que nos aferramos. No aceptar la realidad.
—Como la hipocresía.
—No la provoques. La última vez ya exprimisteis este tema como un limón.
—¿En serio?
—Exprimir como un limón es repetir una metáfora ya agotada.
—Por cierto, ¿cuál es la diferencia entre una metáfora y un símil?
—Mermelada.
—¿Quién de vosotros dos lleva la voz cantante?
—¿Tú has hecho la tuya?
—¿Sabes? Siempre veo las primeras naranjas amargas cuando llegan a las tiendas, pero al final nunca las compro.
—Una de las últimas frutas u hortalizas que obedece al concepto de estacional. Ojalá el mundo volviese a eso.
—No estés tan seguro. Te pasarías todo el invierno comiendo nabos a diario.
—Cuando yo era niño, teníamos una gran alacena en la cocina, con unos cajones enormes abajo y, una vez al año, de pronto aparecían repletos de botes de mermelada. Era como un milagro. Jamás vi a mi madre preparándola. Yo llegaba del colegio y allí estaba ese olor, me acercaba a la alacena y estaba repleta de botes. Todos con su etiqueta. Todavía calientes. Y nos tenían que durar todo el año.
—Querido Phil. Demos paso a la lagrimita con violines de fondo. ¿Eso era cuando te ponías papel de periódico en los zapatos para recorrer el camino hasta tu trabajo de verano en la fábrica textil?
—Vete a la mierda, Dick.
—Claude dice que ésta es la última semana para las naranjas amargas.
—Lo sé. Volveré a echarlas de menos.
—Hay un juego de palabras en Shakespeare con «Sevilla» y «civil».[1] Aunque no recuerdo cómo era.
—Ya sabes que las puedes congelar.
—Deberías ver nuestro congelador. No quiero convertirlo en un depósito de culpas todavía más grande.
—Suena como esos malditos banqueros… Cartera de valores.[2]
—Pero ellos no parecen sentirse muy culpables.
—Estaba tratando de hacer un juego de palabras, cariño.
—¿Quién es Claude?
—Nuestro frutero. Es francés. Para ser exactos, francés de origen tunecino.
—Bueno, aquí tenemos otro tema. ¿Cuántos de vuestros tenderos tradicionales siguen siendo ingleses? Por aquí cerca, por ejemplo. ¿Una cuarta parte, una tercera parte?
—Por cierto, ¿os he contado que el gobierno me hizo llegar amablemente a casa unos recipientes para analizar heces, ahora que soy oficialmente un carcamal?
—Dick, ¿es necesario?
—Prometo no resultar ofensivo, aunque la tentación es descomunal.
—Es que cuando bebes te pones tan escatológico…
—Entonces voy a ser recatado. Remilgado. Lo dejaré todo a vuestra imaginación. Me mandaron esos recipientes, con una bolsa de plástico en la que devuelves la…, ¿cómo decirlo?…, prueba requerida. Dos muestras tomadas con tres días de diferencia. Y tienes que apuntar la fecha en cada muestra.
—¿Y cómo… atrapas la muestra? ¿Tienes que pescarla?
—No, todo lo contrario. No puede haber tocado el agua.
—¿Y entonces?
—He prometido circunscribirme al lenguaje de la señorita Austen. Estoy seguro de que en aquel entonces disponían de toallitas de papel y de tubos de cartón, y probablemente había un juego infantil llamado Atrápalo Si Puedes.
—¡Dick!
—Esto me recuerda que una vez tuve que visitar a un proctólogo, y me explicó un modo de comprobar mi estado (fuese cual fuese, me olvidé deliberadamente) que consistía en acuclillarse encima de un espejo colocado en el suelo. La verdad es que pensé que prefería arriesgarme a acabar teniendo lo que fuese.
—Sin duda os estaréis preguntando por qué he sacado el tema.
—Porque cuando bebes te pones escatológico.
—Una condición necesaria, pero no suficiente. No, veréis, recogí mi primera muestra el jueves pasado y estaba a punto de recoger la segunda al día siguiente, hasta que me percaté de que era viernes 13. No es un día de buenos augurios. Así que decidí recogerla el sábado.
—Pero el sábado era…
—Exacto. San Valentín. Ámame, ama mi colon.
—¿Cada cuánto creéis que pasa esto de que a un viernes 13 le siga San Valentín?
—Paso.
—Paso.
—Cuando era niño, chaval, adolescente, creo que jamás envié ni recibí una sola tarjeta de San Valentín. Era una cosa que… nadie que yo conociese hacía. Las únicas que he recibido son de cuando ya estaba casado.
—Joanna, ¿eso no te preocupa?
—No. Se refiere a que se las mandé yo.
—Oh, qué detalle. Todo un detallazo.
—¿Sabéis?, he oído hablar de vuestra famosa reticencia emocional inglesa, pero eso pone el listón muy alto. No enviar tarjetas de San Valentín hasta estar casado.
—He leído que había una posible relación entre las naranjas amargas y el cáncer de colon.
—¿En serio?
—No, pero es el tipo de cosas que uno dice a estas horas de la noche.
—Resultas más divertido cuando no aprietas tanto.
—Recuerdo la primera vez que me metí en un váter público y leí los grafitis; había uno que decía: «No muerdas el pomo mientras aprietas.» Me llevó unos cinco años descifrarlo.
—¿Pero se refería al pomo o a la polla?[3]
—No, al pomo de la puerta.
—Cambiando radicalmente de tema, en una ocasión estaba en un retrete, tomándome mi tiempo, cuando vi que había algo escrito de manera sesgada en la parte inferior de la pared lateral. Así que me incliné hasta que fui capaz de leerlo, y ponía: «Ahora estás cagando en un ángulo de 45 grados.»
—Quería decir que la razón por la que he mencionado la mermelada…
—Aparte de su conexión con el cáncer de colon.
—… es porque es un fenómeno absolutamente británico. Larry comentaba antes que ahora todos somos iguales. Así que, en lugar de mencionar a la Familia Real u otra cosa, menciono la mermelada.
—También tenemos en Estados Unidos.
—La tenéis en tarritos para el desayuno en los hoteles. Pero no la hacéis en casa, no la entendéis.
—Los franceses también la consumen. Confiture d’orange.
—Pero sucede lo mismo. Eso no es más que confitura. Confitura de naranja.
—No, para empezar es una palabra francesa, viene de Marie malade. Esa reina de Escocia que tenía conexiones francesas.
—¿La Conexión Francesa con el Reino Unido ya existía entonces?
—Y María, reina de los escoceses, o Bloody Mary, o quien fuese, estaba enferma. Y le prepararon eso. Así que de Marie malade surge mermelada, ¿lo veis?
—Yo creo que nosotros ya estábamos allí.
—En cualquier caso, os diré por qué los británicos seguiremos siendo británicos.
—¿No os parece detestable el modo en que todo el mundo dice «el Reino Unido» o simplemente «Reino Unido» hoy en día? Por no hablar de lo de «Reino Unido S. A.» y todo eso.
—Creo que fue Tony Blair quien lo empezó.
—Pensaba que le echabas la culpa de todo a la señora Thatcher.
—No. He cambiado el chip. Ahora la culpa es de Blair.
—Lo de «Reino Unido S. A.» es honesto. Somos un país de comerciantes, siempre lo hemos sido. Eso es lo que nos reconecta con la verdadera Inglaterra, que es siempre la Inglaterra que idolatra el dinero, egocéntrica, xenófoba y que detesta la cultura. Es nuestra configuración predeterminada.
—Como estaba diciendo, ¿sabéis qué otra cosa celebramos el 14 de febrero aparte del día de San Valentín?
—¿El Día Nacional del Análisis de Heces?
—Cállate, Dick.
—No. Se celebra también el Día Nacional de la Impotencia.
—Mencanta vostro sentido delumor britániko.
—Mencanta tu acento croata.
—Pero es cierto. Y si alguien me pregunta sobre las particularidades nacionales, o sobre la ironía, para ser más concreto, eso es lo que les diría: el 14 de febrero.
—Naranjas sanguinas.
—Déjame que lo adivine. Se llaman así por Bloody Mary.[4]
—¿Os percatasteis de que hace unos años, en los supermercados, empezaron a llamar a las naranjas sanguinas «naranjas rubí»? Por si a alguien se le ocurría pensar que realmente podían contener sangre.
—Que es muy diferente de contener rubíes.
—Exacto.
—En cualquier caso, están empezando a llegar a las tiendas, así que se están solapando con las amargas, y me preguntaba si eso sucede tan a menudo como por ejemplo lo del viernes 13 precediendo al día de San Valentín.
—Joanna, ésa es otra de las razones por las que te quiero. Eres capaz de imponer coherencia narrativa a personas como nosotros a estas horas de la noche. ¿Qué puede ser más halagador que una anfitriona capaz de hacer que sus invitados se imaginen que no están divagando?
—Phil, pon esto en la tarjeta de San Valentín del próximo año.
—¿Estáis todos de acuerdo en que la ensalada de naranjas sanguinas o rubí era digna de una reina?
—Y el estofado de cuello de cordero digno de un rey.
—El último deseo de Carlos I.
—Llevaba dos camisas.
—¿Carlos I?
—El día que lo decapitaron. Hacía muchísimo frío y no quería empezar a temblar y que sus vasallos creyesen que tenía miedo.
—Eso es muy británico.
—Toda esa gente que se pone disfraces de época y recrean batallas de la guerra civil. Siempre he pensado que también eso es muy británico.
—Bueno, también lo hacemos en Estados Unidos. Y supongo que en otros muchos países.
—De acuerdo. Pero nosotros fuimos los primeros. Nosotros lo inventamos.
—Como el criquet y el fútbol y el té con pastas de Devonshire.
—Si pudiéramos ceñirnos a la mermelada por un momento.
—Le da al pato un glaseado perfecto.
—Estoy seguro de que cada uno de los presentes la hace de una manera diferente y la prefiere con una consistencia distinta.
—Líquida.
—Pringosa.
—Sue la hierve tanto que, si no tienes cuidado, se cae de la tostada. No se engancha.
—Si la dejas demasiado líquida, se escurre de la tostada.
—Tienes que poner las pepitas en una bolsita de muselina para que haya más… como se llame.
—Pectina.
—Eso.
—Fina.
—Gruesa.
—Yo la mía la paso por la Magimix.
—Tramposa.
—Mi amiga Hazel la hace en la olla a presión.
—A esto es a lo que iba. Es como lo de hervir un huevo. ¿O era freírlo? Hicieron un sondeo y descubrieron que cada cual lo hace a su manera y todo el mundo considera que la suya es la correcta.
—¿Estamos llegando a buen puerto, oh, líder de la narrativa comunitaria?
—Lo que decía Larry… Sobre que todos somos iguales. Pero no lo somos. Ni siquiera en las cosas más simples.
—La teoría de la britanidad de la mermelada.
—Por eso no deberíais tener miedo de ser europeos. Todos vosotros.
—No sé si Larry estaba en el país cuando nuestro distinguido ministro de Economía, ahora a punto de convertirse en exprimer ministro, el señor Brown, puso sobre la mesa una serie de condiciones para que considerásemos la posibilidad de sumergir nuestra entrañable libra en el sucio y foráneo euro.
—Converger. No sumergir. Las pruebas de convergencia.
—Por cierto, ¿alguien es capaz de recordarlas? ¿Una sola de ellas?
—Por supuesto que no. No estaban diseñadas para resultar comprensibles. Estaban diseñadas para ser incomprensibles y, por lo tanto imposibles de recordar.
—¿Por qué?
—Porque la decisión de unirse al euro iba a ser siempre política, no económica.
—Una observación muy lúcida e incluso es posible que correcta.
—¿Pero alguien cree que los franceses son menos franceses, o los italianos menos italianos porque se hayan sumado al euro?
—Los franceses siempre serán franceses.
—Eso mismo dicen sobre vosotros.
—¿Que siempre seremos franceses?
—De todos modos, no se necesitan naranjas amargas para hacer mermelada.
—Me alegra que volvamos al tema.
—Dick la hace con cualquier tipo de cítrico.
—Ahí va mi reputación.
—Un año la hizo mezclando…, ¿qué era?…, naranjas amargas, naranjas dulces, pomelo rosa, pomelo amarillo, limones y limas. Una mermelada de seis frutas. Yo puse las etiquetas.
—Dudo que pasasen los controles de la Unión Europea.
—Recordádmelo…, ¿té de menta, té de menta, nada, descafeinado, té de menta?
—Yo esta noche no voy a tomar nada.
—Más opciones para mí para más tarde.
—David, cariño…
—¿Sí, Sue, cariño…?
—Vale, ya que habéis sacado el tema. Sólo para hablar de un asunto no británico, ¿alguno de vosotros recuerda, recientemente, haberse levantado de la mesa de Phil y Joanna, ido a casa y…?
—«Haber echado un polvo tradicional» es lo que está intentando decir.
—¿Qué cuenta como tradicional?
—Oh, cualquier cosa que implique intromisión.
—¿No es una palabra horrible?
—Me contaron una historia sobre Lady Diana Cooper. ¿O era sobre Nancy Mitford? Una u otra, en cualquier caso, se trataba de una pija. Y estaban, estaba, en un transatlántico y la que fuese de las dos se folló a uno de los camareros una noche. Y a la mañana siguiente él se la encontró en el castillo de proa o donde fuese y la saludó amistosamente…
—Como haría cualquiera.
—Como haría cualquiera. Y ella respondió: «Una intromisión no es una introducción.»
—Oh, ¿no son encantadoras nuestras clases altas? Siempre existirá esta Inglaterra.
—Este tipo de historias me provoca el impulso de subirme a la mesa y ponerme a cantar La bandera roja.[5]
—La bandera rubí.
—Estáis todos eludiendo el tema.
—¿Cómo vamos a hacerlo si lo hemos olvidado?
—En ese caso debería caérseos la cara de vergüenza.
—No es por el alcohol ni por la falta de cafeína, ni siquiera por el cansancio. Es más bien porque cuando llegamos a casa estamos en un estado que nosotros llamamos DGPF.
—Un acrónimo que ahora nos vas a descifrar.
—Demasiado Gordo Para Follar.
—Hablemos de secretos de alcoba.
—¿Recordáis a Jerry?
—¿El tipo con los testículos de plástico?
—Suponía que recordaríais ese detalle. Bueno, Jerry estuvo en el extranjero durante varios meses, y a Kate, su mujer, empezó a preocuparle el hecho de que su tripita empezaba a decantarse hacia la gordura. Y quería estar perfecta cuando Jerry volviese, así que fue a un cirujano plástico y se interesó por la liposucción. Y el tipo dijo que sí, que podía devolverle un liso.
—¿Un liso?
—Parafraseo la jerga médica. La única pega era, según le comentó con todo el tacto que pudo, que durante varias semanas no podría aguantar ningún peso sobre el estómago.
—Oh, oh. Sólo intromisión posterior.
—¿No os parece que es realmente una historia de amor verdadero?
—A menos que sea una historia sobre la inseguridad femenina.
—Levantad las manos los que queráis saber el origen de la palabra «mermelada».
—Pensaba que todo este rato habías ido a hacer pipí.
—No tiene nada que ver con Marie malade. Viene de una palabra griega que designa un tipo de manzana injertada en un membrillo.
—Todas las grandes etimologías están equivocadas.
—¿Quieres decir que tienes otro ejemplo?
—Bueno, pijo.[6]
—A babor a la ida, a estribor a la vuelta, los camarotes más confortables para ir y volver de la India, los que en cada travesía estaban a resguardo del sol. Una palabra aplicable a Lady Diana Cooper y a Nancy Mitford.
—Me temo que no. «Origen desconocido.»
—«Origen desconocido» no es ninguna etimología.
—Dice: «posiblemente conectado con la palabra romaní para referirse al dinero.»
—Resulta muy insatisfactorio.
—Siento ser aguafiestas.
—¿Os parece que ésta es otra característica nacional?
—¿Ser aguafiestas?
—No. Inventarse etimologías extravagantes y acrónimos.
—Quizá GB en realidad signifique alguna otra cosa.
—Gran Banco europeo.[7]
—Todavía no es tan tarde, ¿no crees?
—Quizá no signifique nada en absoluto.
—Es una alegoría.
—O una metáfora.
—¿Alguien puede por favor explicarme la diferencia entre un símil y una metáfora?
—Un símil es… más similar. Una metáfora… más metafórica.
—Gracias.
—Es una cuestión de convergencia, tal como explicó el primer ministro. Por el momento, el euro y la libra están a kilómetros de distancia, así que su relación es metafórica. Incluso tal vez metafísica. Entonces se acercan, como símiles, y se produce la convergencia.
—Y por fin nos convertimos en europeos.
—Y vivimos felices y comemos perdices.
—Y a ellos les enseñamos todos los secretos de la mermelada.
—En realidad, ¿por qué demonios no os unís al euro?
—Aceptamos la introducción, pero no queríamos la intromisión.
—En aquella época estábamos demasiado gordos para follar.
—Demasiado gordos para que nos follara. Un flaco y hambriento eurócrata.
—Creo que deberíamos unirnos el día de San Valentín.
—¿Y por qué no el viernes 13?
—No, tiene que ser el 14. La celebración tanto del amor como de la impotencia. Ése es el día para convertirnos en socios con todas las cuotas pagadas del club europeo.
—Larry, ¿quieres saber cómo ha cambiado este país a lo largo de mi vida? Cuando yo era niño, no pensábamos en nosotros mismos como una nación. Había, claro, ciertas presuposiciones, pero era un signo, una prueba de cómo éramos el que no pensáramos demasiado en quiénes o qué éramos. Lo que fuéramos era lo normal…, ¿o es «lo que éramos era lo normal»? Ahora bien, eso podía deberse a las largas extensiones del poder imperial, o podría ser una muestra de lo que antes llamaste nuestra reticencia emocional. No estábamos cohibidos. Ahora sí lo estamos…, peor que cohibidos, peor que víctimas del ombliguismo. ¿Quién hablaba antes de ese proctólogo que le recomendó que se acuclillara encima de un espejo? Así es como somos ahora…, nos dedicamos a contemplarnos el culo.
—Té de menta, aquí va otro té de menta, éste es el descafeinado. He pedido dos taxis. ¿Qué es este silencio? ¿Me he perdido algo?
—Sólo un símil.
Después de esto, hablamos de las vacaciones y de adónde iba a ir cada uno, y de cómo los días se alargaban, según parece a un ritmo de un minuto por día, un dato que nadie puso en duda, y entonces alguien describió lo que se veía al mirar el interior de una campanilla de invierno y que abrías el capullo esperando que el interior también fuese blanco pero descubrías una tenue trama del verde más puro. Y que las distintas variedades de campanillas de invierno tenían diferentes tipos de tramados en su interior, unos casi geométricos, otros realmente extravagantes, pero siempre con el mismo verde, de una intensidad que te hacía sentir que la primavera estaba impaciente por llegar. Pero antes de que nadie pudiese decir nada sobre o contra esto, oímos unos insistentes e impacientes bocinazos desde la calle.