—Creo que ha ido muy bien —dijo Jane, acariciando su bolso mientras las puertas del tren se cerraban con un golpe neumático. Su vagón estaba casi vacío y el ambiente cargado.
Alice supo interpretar el comentario como una pregunta que buscaba la reafirmación:
—Sin duda estabas en buena forma.
—Oh, para variar me dieron una buena habitación. Eso siempre ayuda.
—Les gustó esa historia tuya sobre Graham Greene.
—Suele ser así —replicó Jane con cierto aire de complacencia.
—Siempre he querido preguntártelo, ¿es cierta?
—¿Sabes?, ya nunca me preocupo por eso. Sirve para llenar un hueco.
¿Cuándo se conocieron? Ninguna de las dos lo recordaba exactamente. Debió de ser cuarenta años atrás, durante esa época de fiestas intercambiables: el mismo vino blanco, el mismo histérico nivel de ruido, los mismos parlamentos de los editores. Quizá fue en una reunión del PEN, cuando fueron finalistas al mismo premio literario. O tal vez durante aquel largo y alcohólico verano en el que Alice se había estado acostando con el agente de Jane, por motivos que ya no era capaz de recordar o, incluso, justificar ni siquiera en aquel entonces.
—En cierto modo es un alivio que no seamos famosas.
—¿Tú crees? —Jane parecía perpleja y un poco consternada, como si creyese que sí lo eran.
—Bueno, supongo que tenemos lectores que vienen a vernos más de una vez. Y esperarán anécdotas nuevas. Creo que ninguna de nosotras ha contado una anécdota nueva desde hace años.
—De hecho, hay gente que viene a vernos una y otra vez. Sólo que menos que si… fuésemos famosas. En cualquier caso, creo que les gusta escuchar las mismas anécdotas. Cuando subimos a un escenario, no hacemos literatura, representamos una comedia de situación. Tienes que tener latiguillos.
—Como tu anécdota sobre Graham Greene.
—Creo que eso es algo más que… un latiguillo, Alice.
—No te piques, querida. No te sienta bien.
Alice no pudo evitar fijarse en el brillo de sudor en el rostro de su amiga. Consecuencia del esfuerzo de ir desde el taxi hasta el andén y desde el andén hasta el tren. ¿Y por qué las mujeres con unos kilitos de más creían que los estampados de flores eran la solución? En opinión de Alice, lo llamativo casi nunca funcionaba con la ropa, al menos a partir de cierta edad.
Cuando se hicieron amigas, ambas estaban casadas y acababan de publicar sus libros. Cuidaron mutuamente de sus hijos, estrecharon lazos con sus respectivos divorcios, recomendaban los libros de la otra como lectura navideña. En privado, a ambas el trabajo de la otra les gustaba un poco menos de lo que decían en público, pero también les pasaba con los libros de todos los demás escritores, así que la hipocresía no se interpuso en su amistad. Jane se sentía incómoda cuando Alice se refería a sí misma como artista más que como escritora, y pensaba que sus libros parecían más intelectuales de lo que en realidad eran. Alice consideraba el trabajo de Jane bastante informe y en ocasiones impúdicamente autobiográfico. Las dos habían tenido un poco más de éxito de lo que habían imaginado, pero menos, pensaban al volver la vista atrás, del que merecían. Mike Nichols había comprado una opción para la adaptación cinematográfica de Triple seco de Alice, pero al final abandonó el proyecto; lo retomó un periodista de la tele e hizo una versión vulgar, llena de sexo. Aunque Alice jamás lo expresaba así; decía, con una sonrisa apenas perceptible, que la adaptación había «escatimado la contención del libro», un comentario que algunos encontraban desconcertante. Jane, por su parte, había sido la segunda favorita para el Booker con El sendero de las prímulas, se había gastado una fortuna en un vestido, había ensayado su discurso con Alice y al final había perdido ante un modernillo de las antípodas.
—¿A quién le has oído decir que no tiene ningún interés?
—¿El qué?
—La anécdota de Graham Greene.
—Oh, a ese tipo…, ya sabes, a ese tipo que nos publicaba a ambas.
—¿Jim?
—Sí, el mismo.
—Jane, ¿cómo se te puede olvidar el nombre de Jim?
—Bueno, me pasa. —El tren atravesó a toda velocidad el apeadero de algún pueblo, demasiado rápido para poder fijarse en el cartel. ¿Por qué tenía que ser Alice tan severa? Tampoco es que ella estuviera libre de pecado—. Por cierto, ¿te acostaste alguna vez con él?
Alice frunció el ceño ligeramente.
—En realidad, para ser completamente sincera, no me acuerdo. ¿Y tú?
—Yo tampoco me acuerdo. Pero supongo que si tú lo hiciste, entonces probablemente yo también.
—¿No me hace parecer un poco fulana?
—No lo sé. Pensaba que era a mí a la que le hacía parecer más fulana. —Jane se rio, para disimular su inseguridad.
—¿Crees que es bueno o malo… el hecho de que no podamos acordarnos?
Jane se sintió como si estuviese de nuevo sobre el escenario, teniendo que responder a una pregunta para la que no estaba preparada. Así que reaccionó como solía hacerlo allí arriba, y le pasó la pelota a Alice, la líder del equipo, la cabecilla, la autoridad moral.
—¿Tú qué crees?
—Bueno, sin duda.
—¿Por qué?
—Oh, creo que lo mejor es tener una visión zen de este tipo de cosas.
En ocasiones, el aplomo de Alice podía hacerla demasiado tendenciosa para el común de los mortales.
—¿Me estás diciendo que olvidar con quién te has acostado es budista?
—Podría serlo.
—Pensaba que el budismo iba de cosas que vuelven en sucesivas vidas.
—Bueno, eso explicaría por qué nos hemos acostado con tantos cerdos.
Se miraron compasivamente. Formaban un buen equipo. Cuando las empezaron a llamar para acudir a festivales literarios, no tardaron en darse cuenta de que sería más divertido aparecer juntas. Juntas habían subido al escenario en Hay y en Edimburgo, en Charleston y en King’s Lynn, en Dartington y en Dublín, incluso en Adelaida y en Toronto. Viajaban juntas, ahorrándoles a sus editores el coste de un acompañante. Sobre el escenario, una acababa las frases de la otra, se cubrían las meteduras de pata, eran satíricamente castigadoras con los entrevistadores masculinos que intentaban tratarlas con condescendencia, y animaban a los que hacían colas para las firmas de ejemplares a comprar el libro de la otra. El British Council las había enviado al extranjero unas cuantas veces, hasta que Jane, no del todo sobria, había hecho unos comentarios poco diplomáticos en Múnich.
—¿Qué es lo peor que te han hecho?
—¿Seguimos hablando de cosas de cama?
—Mmm.
—Jane, vaya pregunta.
—Está claro que tarde o temprano nos lo preguntarán. Tal como va todo…
—Nunca me han violado, si es a eso a lo que te refieres. Al menos —continuó Alice reflexivamente—, no lo que un tribunal consideraría violación.
—¿Y entonces?
Como Jane no respondía, Alice dijo:
—Voy a contemplar el paisaje mientras piensas.
Observó, con vaga benevolencia, los árboles, los campos, los setos, el ganado. Siempre había sido urbanita, y su interés por el campo era en gran parte pragmático, un rebaño de ovejas no representaba para ella más que cordero asado.
—No es algo… evidente. Pero te diré que fue Simon.
—Simon el novelista, el editor o un Simon al que no conocías.
—Simon el novelista. Fue poco después de divorciarme. Me telefoneó y me propuso pasar por mi casa. Dijo que traería una botella de vino. Y así lo hizo. Cuando quedó bastante claro que no iba a obtener lo que había venido a buscar, le puso el tapón de corcho a la botella empezada y se la llevó a casa.
—¿Qué era?
—¿A qué te refieres?
—Bueno, ¿era champán?
Alice pensó un instante.
—No podía ser champán, porque no puedes volver a meter el tapón en la botella. ¿Preguntas si era francés o italiano, o blanco o negro?
Jane podía deducir por el tono que Alice estaba irritada.
—En realidad, no sé lo que estoy preguntando. Qué mal.
—¿Qué es lo que está mal? ¿No acordarte de lo que estás preguntando?
—No, volver a poner el tapón a la botella. Es horrible. —Hizo una pausa de ex-actriz—. Supongo que fue algo simbólico.
A Alice le dio la risa tonta y Jane supo que el momento había sido sólo un pequeño tropiezo. Animada, puso su voz de comedia de situación.
—Es mejor reírse, ¿no?
—Supongo que sí —replicó Alice—. Es eso o abrazar la religión.
Jane debería haber dejado pasar el momento. Pero la referencia de Alice al budismo la había alentado, y, además, ¿para qué están las amigas? Así que mientras miraba por la ventanilla confesó:
—En realidad lo he hecho, si te interesa saberlo. Un poco, al menos.
—¿En serio? ¿Desde cuándo? O más bien, ¿por qué?
—Hace uno o dos años. De algún modo hace que las cosas tengan sentido. Hace que todo parezca menos… desolador. —Jane acarició su bolso, como si también necesitase consuelo.
Alice estaba perpleja. Según su visión del mundo, todo era desolador, pero tenías que afrontarlo. Y no tenía mucho sentido modificar tus creencias a esas alturas. Pensó si debía responderle seriamente o a la ligera, y se decidió por la última opción.
—Mientras tu dios permita beber, fumar y fornicar.
—Oh, todo eso le entusiasma.
—¿Y qué me dices de la blasfemia? Siempre he pensado que ésa es la prueba del nueve para un dios.
—Le es indiferente. Está por encima de eso.
—Entonces lo apruebo.
—Eso es lo que él hace. Aprueba.
—Es todo un cambio. Para un dios, me refiero. Fundamentalmente lo que hacen es desaprobar.
—No creo que quisiese un dios que desaprueba. Ya tengo bastante de eso en mi vida. Misericordia y perdón y comprensión, eso es lo que todos necesitamos. Más la idea de algún tipo de plan supremo.
—¿Te encontró él a ti o fuiste tú quien lo encontró a él?, si es que te parece una pregunta razonable.
—Absolutamente razonable —replicó Jane—. Supongo que podríamos decir que fue algo mutuo.
—Eso suena… agradable.
—Sí, la mayor parte de la gente no cree que un dios deba ser agradable.
—¿Qué quiere decir eso? Algo tipo «Dios me perdonará, ¿no es ése su trabajo?».
—Exacto. Creo que hemos complicado en exceso a Dios a lo largo de los siglos.
Pasó el carrito de los sándwiches y Jane pidió un té. Sacó de su bolso una rodaja de limón en una caja de plástico y una botellita de coñac del minibar del hotel. Le gustaba jugar a un pequeño juego secreto con sus editores: cuanto mejor era la habitación, menos saqueaba. La noche pasada había dormido bien, así que se contentó con la de coñac y otra de whisky. Pero una vez, en Cheltenham, después de un público escaso y un colchón repleto de bultos, estaba tan irritada que arrasó con todo: el alcohol, los cacahuetes, las chocolatinas, el abridor, incluso la bandeja de cubitos de hielo.
El carrito se alejó traqueteando. Alice se sorprendió a sí misma lamentando la desaparición de los vagones restaurante, con su cubertería de plata y sus camareros con chaquetilla blanca adiestrados en el arte de servir las verduras con un tenedor y una cuchara diligentemente sujetos mientras tras la ventana el paisaje daba bandazos. La vida, pensó, consistía en una gradual pérdida de placeres. Ella y Jane habían abandonado el sexo casi al mismo tiempo. Ya no le interesaba la bebida; a Jane había dejado de importarle la comida, o al menos su calidad. Alice cuidaba su jardín; Jane hacía crucigramas, en ocasiones ahorrando tiempo al escribir algunas respuestas que era imposible que fueran correctas.
A Jane le alegraba que Alice no le hubiese reprochado que tomara un trago tan temprano. Sintió un arrebato de afecto por esa amiga cabal y disciplinada que siempre se aseguraba de que no perdieran el tren.
—Era un encanto el chico que nos entrevistó —dijo Alice—. Irreprochablemente respetuoso.
—Lo fue contigo. Pero a mí me hizo eso.
—¿El qué?
—¿No te diste cuenta? —Jane soltó un suspiro autocompasivo—. Cuando mencionó todos esos libros en los que mi última novela le hacía pensar. Y no podías decir que algunos de ellos no los habías leído, porque ibas a parecer una inculta. Así que lo dejas correr y entonces todo el mundo llega a la conclusión de que de ahí has sacado todas tus ideas.
A Alice todo eso le pareció excesivamente paranoico.
—No pensaban eso, Jane. Más bien estarían anotando que el chico era un engreído. Y les encantó cuando él mencionó Moby Dick y tú volviste la cabeza y dijiste: «¿Es esa de la ballena blanca?»
—Sí.
—Jane, ¿no me estarás diciendo que no has leído Moby Dick?
—¿Tengo cara de no haberla leído?
—No, en absoluto.
—Estupendo. Bueno, no estaba mintiendo del todo. He visto la película. Con Gregory Peck. ¿Era buena?
—¿La película?
—No, la novela, boba.
—Ahora que lo dices, yo tampoco la he leído.
—¿Sabes?, Alice, eres una amiga de verdad.
—¿Tú lees a estos jovencitos de los que todo el mundo habla?
—¿Quiénes?
—Esos de los que todo el mundo habla.
—No. Creo que ya tienen suficientes lectores, ¿no te parece?
Sus propias ventas se aguantaban, más o menos. Un par de miles en tapa dura, unos veinte mil en bolsillo. Sus nombres todavía gozaban de cierto reconocimiento. Alice escribía una columna semanal sobre las incertidumbres y pesares de la vida, aunque Jane consideraba que mejoraría mucho con más referencias a la propia vida personal de Alice y menos a Epicteto. A Jane seguían invitándola cuando los programas de radio necesitaban a alguien que les cubriese el nicho de Sociedad/Política/Mujer/No profesional/Humor; aunque un productor había añadido con firmeza MPLM a su ficha de contacto, siglas que significaban «Mejor Por La Mañana».
Jane quería mantener el buen humor reinante.
—¿Y qué me dices de las jovencitas de las que todo el mundo habla?
—Supongo que dedico un poco más de esfuerzo a fingir que las he leído del que les dedico a los chicos.
—Igual que yo. ¿Eso es malo?
—No, yo diría que es camaradería.
Jane se estremeció con la sacudida provocada por la ráfaga de aire que se formó al cruzarse con un tren que venía en la dirección contraria. ¿Por qué demonios colocarían las vías tan juntas? Y al instante, su cabeza se llenó de imágenes de telediario tomadas desde un helicóptero: vagones aplastados —siempre utilizaban este verbo, haciendo que sonara más violento—, trenes desparramados al fondo de terraplenes, luces parpadeantes, equipos desplegados, y, al fondo, un vagón montado sobre otro como bestias metálicas apareándose. Su mente continuó con accidentes aéreos, asesinatos en masa, cáncer, estrangulamientos de ancianas solitarias y la probable inexistencia de la inmortalidad. El Dios que Bendecía las Cosas carecía de poder para borrar estas visiones. Echó la última gota de coñac en su té. Tenía que conseguir que Alice la distrajese.
—¿En qué piensas? —preguntó, tímida como una primeriza en una cola de firma de libros.
—De hecho, me estaba preguntando si alguna vez habías estado celosa de mí.
—¿Por qué te lo preguntabas?
—No lo sé. Una de esas ideas que te vienen sin más a la cabeza.
—Vale. Porque no es muy agradable que digamos.
—¿No?
—Bueno, si admito que he sentido celos, eso me convierte en una amiga mezquina. Y si digo que no, suena como si fuese tan petulante que no encuentro nada en tu vida o en tus libros capaz de provocarme celos.
—Jane, lo siento. Me comporto como… una perra. Perdóname.
—Aceptado. Pero ya que preguntas…
—¿Estás segura de que ahora voy a querer escucharlo? —Era sorprendente cómo de vez en cuando la subestimada Jane sacaba pecho.
—… no sé si «celosa» es la palabra adecuada. Pero me entró una envidia de mil demonios con lo del asunto de Mike Nichols, hasta que quedó en nada. Y me sentí realmente indignada cuando te acostaste con mi marido, pero creo que era rabia, no celos.
—Supongo que fue poco diplomático por mi parte. Pero entonces ya era tu exmarido. Y en aquella época todo el mundo se acostaba con todo el mundo, ¿no? —Bajo tanta mundanidad, Alice sintió una apremiante irritación. ¿Otra vez con eso? Como si no lo hubiesen discutido hasta el agotamiento en su momento. Y después. Y Jane había escrito esa maldita novela sobre el tema, pretendiendo que «David» estaba a punto de volver con «Jill» cuando se interpuso «Ángela». Lo que no contó en la novela es que hacía dos años, y no dos meses, que «David» se estaba follando a la mitad de la población femenina del oeste de Londres, además de a «Angela».
—Lo que fue poco diplomático es que me lo contaras.
—Sí. Supongo que esperaba que me detuvieses. Necesitaba que alguien me detuviese. En aquella época mi vida era un caos, ¿verdad? —También habían hablado de eso. ¿Por qué algunas personas olvidaban lo que debían recordar y recordaban lo que harían mejor olvidando?
—¿Estás segura de que ése fue el motivo?
Alice respiró hondo. Estaba perdida si tenía que continuar pidiendo disculpas durante el resto de su vida.
—No, no recuerdo cuál fue el verdadero motivo en aquel entonces. Sólo estaba haciendo suposiciones. A toro pasado —añadió, como si eso sonase más riguroso y zanjase el asunto. Pero Jane no se daba por vencida tan fácilmente.
—Me pregunto si Derek lo hizo porque quería ponerme celosa.
Ahora sí que Alice se enfadó de verdad.
—Bueno, gracias por el comentario. Yo pensé que lo hizo porque no se pudo resistir a los muchos encantos que yo poseía en aquella época.
Jane recordó los pronunciados escotes que lucía entonces Alice. Ahora en cambio vestía elegantes trajes pantalón, jersey de cachemir y pañuelo de seda anudado al cuello cisne. Años atrás, era más bien como alguien que te ofreciera ante tus narices un cuenco rebosante de fruta. Sí, los hombres eran seres primarios, y Derek era más primario que la mayoría, así que tal vez todo se redujera a un provocativo sujetador.
Sin cambiar del todo de tema, se sorprendió preguntando:
—Por cierto, ¿vas a escribir tus memorias?
Alice negó con la cabeza.
—Demasiado deprimente.
—¿Recordarlo todo?
—No, no el recordarlo… o el organizarlo. La publicación, el mostrarlo todo. Puedo vivir con el hecho de que sólo a un grupo claramente limitado de personas les interesa leer mis novelas. Pero imagínate ponerte a escribir tu autobiografía, intentando resumir todo lo que has conocido y visto y sentido y aprendido y sufrido en tus cincuenta y tantos años…
—¡Cincuenta!
—Sólo empecé a contarlos a los dieciséis, ¿lo sabías? Antes no me sentía afectada por cómo era, no digamos ya responsable.
Tal vez ése fuera el secreto del admirable e incansable aplomo de Alice. Cada pocos años trazaba una línea por debajo de las cosas pasadas y declinaba cualquier responsabilidad. Como hizo con Derek.
—Continúa.
—… sólo para descubrir que no había ahí fuera ningún lector extra interesado en saberlo. O incluso menos lectores.
—Podrías incluir un montón de sexo. Les encanta la idea de viejas…
—¿Macizorras? —Alice arqueó una ceja—. ¿Maledicentes?
—… maledicentes como nosotras hablando con franqueza sobre sexo. Los viejos suenan jactanciosos cuando recuerdan sus conquistas. Las viejas quedan como valientes.
—Pero para que tenga interés contarlo, te tienes que haber acostado con alguien famoso. —A Derek jamás se le podrá acusar de ser famoso. Ni a Simon el novelista, por no hablar del editor de una—. O eso o que hayas hecho algo particularmente asqueroso.
Jane pensó que su amiga estaba siendo deshonesta.
—¿John Updike no es famoso?
—Sólo me lanzó una mirada cargada de intención.
—¡Alice! Te vi con mis propios ojos sentada sobre su rodilla.
Alice dejó escapar una leve sonrisa. Lo recordaba con claridad: el apartamento de alguien en Little Venice, las caras habituales, un LP de los Byrds en el tocadiscos, un olorcillo a porro en el ambiente, el escritor famoso de visita, su repentino atrevimiento.
—Me senté sobre su rodilla, tal como dices. Y él me lanzó una mirada cargada de intención. Fin de la historia.
—Pero tú me dijiste…
—No, no lo hice.
—Pero me diste a entender…
—Bueno, una tiene su orgullo.
—Lo que me estás diciendo es…
—Lo que te estoy diciendo es que me comentó que al día siguiente tenía que madrugar. París, Copenhague, donde sea. Una gira promocional. Ya sabes.
—La excusa del dolor de cabeza.
—Exacto.
—Bueno —dijo Jane, tratando de ocultar una repentina oleada de felicidad—. Siempre he creído que los escritores sacan más de lo que se tuerce que de lo que fructifica. Es la única profesión en la que se le puede sacar partido al fracaso.
—No creo que «fracaso» describa exactamente mi momento con John Updike.
—Claro que no, querida.
—Y, si no te importa que te lo diga, te estás poniendo un poco en plan libro de autoayuda. —O como sonabas en La hora de las mujeres, diciéndoles a los demás alegremente qué tenían que hacer con sus vidas.
—¿En serio?
—La cuestión es que aunque el fracaso personal pueda ser debidamente transformado en arte, te sigue dejando en el mismo punto en el que estabas cuando empezaste.
—¿Y cuál es ese punto?
—No haberse acostado con John Updike.
—Bueno, si te sirve de consuelo, estoy celosa de que te lanzase una mirada cargada de intención.
—Eres una amiga de verdad —replicó Alice, pero el tono la traicionó.
Se quedaron en silencio. Pasaron por una estación grande.
—¿Acabamos de pasar Swindon? —preguntó Jane, como para dejar claro que no se estaban peleando.
—Probablemente.
—¿Crees que tenemos muchos lectores en Swindon?
—Oh, vamos, Alice, no te enfurruñes conmigo. O, más bien, no nos enfurruñemos las dos.
—¿Tú qué crees?
Jane no sabía qué pensar. Sintió cierta angustia. Echó mano de algo que recordó repentinamente.
—Es la ciudad más grande de Inglaterra sin universidad.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Alice, tratando de parecer envidiosa.
—Oh, es el tipo de cosas que sé. Supongo que lo aprendí en Moby Dick.
Se rieron con satisfacción y complicidad. Después, un nuevo silencio. Al cabo de un rato pasaron por Reading y ambas se concedieron recíprocamente el mérito de no señalar la cárcel o ponerse a hablar de Oscar Wilde. Jane fue al servicio, o tal vez a comprobar las existencias del minibar de su bolso. Alice se puso a reflexionar sobre si era mejor tomarse la vida en serio o a la ligera. ¿O se trataba de una falsa antítesis, una simple forma de sentirse superior? Jane, según le parecía a ella, se tomaba la vida a la ligera hasta que algo se torció cuando empezó a buscar soluciones serias como Dios. Mejor tomarse la vida en serio y echar mano de soluciones ligeras. La sátira, por ejemplo; o el suicidio. ¿Por qué la gente se agarraba tan rápido a la vida, esa cosa que se les concedía sin haberles consultado? Todas las vidas eran fracasos, tal como Alice leía el mundo, y la perogrullada de Jane de convertir el fracaso en arte era una ingenua fantasía. Cualquiera que entendiese un poco sobre arte sabía que jamás alcanzaba aquello con lo que su creador había soñado. El arte siempre se quedaba corto, y el artista, lejos de rescatar algo del desastre de la vida, estaba por lo tanto condenado a un doble fracaso.
Cuando Jane regresó, Alice estaba doblando las partes del periódico que quería guardar para leer mientras cenaba su huevo pasado por agua de las noches dominicales. Resultaba extraño comprobar cómo, a medida que envejecías, la vanidad dejaba de ser un vicio y se transformaba en casi lo contrario: una necesidad moral. Sus madres habrían llevado una faja o un corsé, pero sus madres llevaban mucho tiempo muertas, y con ellas sus fajas y corsés. Jane siempre había tenido sobrepeso, era una de las cosas de las que Derek se quejaba; y su costumbre de criticar a su exesposa, tanto antes como poco después de que él y Alice se acostasen, había sido otra de las razones para romper definitivamente con él. No se trataba de falta de complicidad femenina, sino más bien del rechazo a la falta de clase en el hombre. Por lo tanto, Jane había engordado más, sumando su afición a la bebida y su entusiasmo por los bollos a la hora del té. ¡Bollos! Verdaderamente, había unas cuantas cosas de las que las mujeres deberían prescindir. Aun cuando los pequeños vicios encandilasen a las multitudes cuando se confesaban tímidamente ante un micrófono. Y, en cuanto a Moby Dick, le había quedado perfectamente claro a todo el mundo que Jane jamás había leído una sola palabra de esa novela. Con todo, ésa era la constante ventaja de compartir escenario con Jane. Hacía que ella, Alice, pareciese más brillante: lúcida, sobria, leída y delgada. ¿Cuánto tardaría Jane en publicar una novela sobre una escritora con sobrepeso y problemas con el alcohol que encuentra a un dios que le da su visto bueno? Zorra, pensó Alice para sus adentros. Te podrías apañar con el azote de una de esas viejas religiones punitivas. El ateísmo estoico es demasiado neutral moralmente para ti.
El remordimiento la impulsó a darle un abrazo algo más prolongado a Jane cuando se acercaban al inicio de la cola de los taxis en Paddington.
—¿Vas a ir a la fiesta de los Autores del Año en Hatchards?
—Fui una de las Autoras del Año el año pasado. Este año soy una Autora Olvidada.
—Vamos, no te pongas lacrimógena, Jane. Pero como tú no vas, yo tampoco iré. —Alice lo dijo con firmeza, aun siendo consciente de que podía acabar cambiando de opinión.
—¿Y adónde nos toca ir la próxima vez?
—¿A Edimburgo?
—Es posible. Aquí está tu taxi.
—Adiós, socia. Eres la mejor.
—Tú también.
Se volvieron a besar.
Más tarde, después de su huevo pasado por agua, la mente de Alice saltó de las páginas culturales a Derek. Sí, era un zopenco, pero que la deseaba tanto que parecía que no merecía la pena ponerse quisquillosa. Y en aquel entonces a Jane no parecía importarle; fue más tarde cuando empezó a sentirse ofendida. Alice se preguntó si todo eso tuvo algo que ver con Jane, o formaba parte del signo de los tiempos; pero no logró dar con una respuesta y volvió al periódico.
Jane, mientras tanto, en otra parte de Londres, estaba viendo la televisión y picoteando queso con tostadas sin importarle dónde cayesen las migas. De tanto en tanto, su mano se desplazaba hacia la copa de vino. Una política europea que aparecía en las noticias le recordó a Alice, y pensó en su larga amistad y en que cuando estaban sobre un escenario, Alice siempre llevaba la voz cantante y ella lo consentía. ¿Era debido a que tenía una naturaleza servil o porque creía que eso la hacía a ella, Jane, parecer más simpática? A diferencia de Alice, jamás le importó reconocer su debilidad. Así que quizá era ya el momento de admitir sus carencias lectoras. Podía empezar en Edimburgo. Era un viaje que le apetecía. Imaginó esas excursiones de ambas continuando en el futuro hasta… ¿cuándo? La pantalla del televisor fue sustituida por una imagen de sí misma desplomándose muerta en un tren semivacío de regreso de quién sabe dónde. ¿Qué se hacía en esos casos? ¿Detenían el tren —en Swindon, por ejemplo— y bajaban el cadáver, o lo colocaban en el asiento, como si estuviera dormida o borracha y continuaban hasta Londres? Debía haber un protocolo escrito en alguna parte. ¿Pero cómo asignaban un lugar del fallecimiento si la persona en cuestión estaba en un tren en movimiento en ese momento? ¿Y qué haría Alice si bajaban su cadáver? ¿Acompañaría lealmente a su amiga muerta, o encontraría algún sofisticado argumento para continuar el viaje en el tren? De pronto le pareció muy importante asegurarse de que Alice no la abandonaría. Fijó la mirada en el teléfono, preguntándose qué estaría haciendo Alice en ese momento. Pero entonces se imaginó el silencio reprobador antes de que Alice le respondiese, un silencio que de algún modo daría a entender que su amiga era una persona necesitada de cariño, melodramática y con sobrepeso. Jane suspiró, cogió el mando y cambió de canal.