Parado en el centro de la habitación, delante de la ventana, Ignacio Abel ve alejarse por el sendero entre los árboles las luces posteriores del coche que lo ha traído a la casa de invitados. El sonido del motor se disuelve poco a poco en el silencio del bosque, en el que ahora oye los picotazos secos de un pájaro carpintero. Bajo las copas espesas de los árboles ya ha anochecido. Por encima de ellas dura en el cielo una claridad azul pálido en la que se distingue débilmente la estrella vespertina. Son árboles de hoja perenne, pinos o abetos de copas verticales mucho más altos que la casa. Desde la ventana no se ve ningún otro edificio. No recuerda haberse encontrado nunca sumergido en un silencio tan profundo. En un estado de estupor, de alivio, de agotamiento, de hipnosis, permanece inmóvil delante de la ventana, sin quitarse la gabardina, el sombrero en la mano izquierda, la maleta en el suelo, hacia el que se ha deslizado sin que él se diera cuenta, notando ahora en la palma de la mano izquierda el dolor de haber apretado tanto tiempo el asa, en un gesto reflejo adquirido a lo largo de su viaje, tan instintivo ahora como el de palparse los bolsillos en busca del pasaporte o el de volverse creyendo que alguien lo ha llamado por su nombre o lo está siguiendo.
No se hace a la idea de haber llegado a su destino. No es capaz de calcular los días exactos que han transcurrido desde que salió de Madrid. Ni se acuerda ahora del día de la semana que es ni de la fecha en que vive, este día cerca del final de octubre. Trenes, hoteles, camarotes, puestos fronterizos, nombres de estaciones, se le confunden en la memoria fatigada como una secuencia continua de lugares, sensaciones, rostros, días y noches, que sin embargo no tienen ninguna conexión entre sí. Ni siquiera él mismo es ya del todo quien era cuando empezó el viaje. Lo que durante tanto tiempo fue el sonido de un nombre y un pequeño círculo negro en un mapa ahora es lo que han visto sus ojos desde que llegó a la estación, lo que mira todavía de pie al otro lado de la ancha ventana: prados en los que pastan caballos o vacas, casas de madera y vallas pintadas de blanco, graneros, carreteras estrechas, bosques otoñales en los que sigue vibrando la luz a pesar del crepúsculo. No habrá refugiados harapientos huyendo por estos caminos, caballos muertos en las cunetas con los vientres hinchados y las patas tiesas, humo negro de incendios en el horizonte, maletas tiradas en la carretera, abiertas al caer, su contenido saqueado o esparcido por las ruedas, las pisadas de los animales, los pasos de los fugitivos. Rhineberg fue una promesa y un enigma y un lugar inalcanzable y tan difícil de imaginar en Madrid y ahora es esta casa con un porche de columnas de madera en un claro de un bosque, con grandes ventanas rectangulares sin visillos ni rejas, construida tal vez a finales de siglo por algún potentado con un gusto más neoclásico que victoriano. Tocó una de las columnas al salir del coche —Stevens se había apresurado a abrirles las puertas traseras, primero a él, luego a Van Doren, que no hizo ademán de moverse hasta que se abrió la de su lado— y le complació sentir en la palma de la mano, bajo la pintura lisa, que estaba hecha de madera maciza, de un tronco tan ancho y vertical como los de los árboles que cercaban el claro. Como el que acaba de bajar de un barco después de una larga travesía siente que el firme suelo entarimado vibra bajo sus pies, hinchados por el cansancio en el interior de los zapatos que ha llevado demasiado tiempo. Su cuerpo entero conserva la inercia del movimiento incesante, igual que en sus oídos zumba todavía un estruendo sordo de máquinas en marcha, ruedas de trenes, puentes de hierro, émbolos de turbinas. Qué lejana ahora la noche en que salió de Madrid en la caja de un camión que avanzaba por la carretera de Valencia con los faros apagados, rodeado por bultos de hombres que fumaban en la oscuridad o dormían recostados sobre fardos, cubriéndose con mantas viejas y abrigos, apretando igual que él asas de maletas. En el pasillo del tren nocturno atestado de viajeros que lo llevaba hacia París se durmió sentado en el suelo y un policía de paisano lo despertó de una patada, porque estorbaba el paso, y le exigió con malos modos la documentación. Se puso en pie, entumecido por el frío, aturdido de cansancio y de sueño, y al principio no lograba encontrar el pasaporte en ninguno de los bolsillos que palpaba con alarma creciente, mientras la voz grosera repetía, papiers, papiers. Luego el policía le acercaba mucho la linterna a la cara para compararla con la foto, y el pelo le olía a brillantina y el aliento a tabaco.
Nada más sucedidas las cosas, desconectadas del presente, retroceden a toda velocidad hacia el pasado lejano: las últimas horas en la casa a punto de ser abandonada, la salida de Madrid, el viaje por Francia a través de la noche, los seis días mirando el horizonte invariable del mar, los cuatro de espera casi inmóvil y la angustia creciente en Nueva York, las dos horas de tren de esta tarde a la orilla del Hudson. La mano palpa por instinto la libreta flexible del pasaporte en el bolsillo interior de la gabardina, como si auscultara el corazón. Nadie va a pedírselo ahora, esta noche. Nadie le pedirá sus papeles en América, le ha dicho risueñamente Van Doren cuando entraron al vestíbulo de la casa y él pensó que habría un mostrador de recepción y sacó su pasaporte. Puede vaciarse tranquilamente los bolsillos y guardar sus cosas en los cajones del escritorio o de la mesa de noche sin miedo a que le roben algo muy importante olvidado y no tener ya la ocasión de volver. Puede colgar el traje de repuesto en el armario de modo que no esté muy arrugado cuando mañana mismo tenga que ponérselo para acudir a los primeros y temidos compromisos sociales, después de sumergirse en el agua caliente de una bañera por primera vez en no recuerda cuánto tiempo y de afeitarse y peinarse delante del espejo del lavabo, respetable de nuevo, arquitecto, profesor invitado, visiting professor. Pero aún no hace nada: ha llegado físicamente a su destino pero en el cuerpo le dura la tensión del viaje, el instinto retráctil de no confiarse, de seguir vigilando. Parado en el centro de la habitación Ignacio Abel apura la novedad de la quietud y el silencio, mientras las luces traseras del coche se apagan como dos brasas en la oscuridad creciente de los árboles. Provisionalmente está a salvo de incertidumbres inmediatas. Ningún plazo urgente, ningún tren que tomar. En los peldaños de madera recia que suben hacia la habitación no escuchará pasos esa noche y cuando se duerma nadie lo despertará golpeando con urgencia en la puerta. La casa entera lo ha acogido desde que entró en ella con una austeridad cordial: la amplitud de los espacios, la desnudez de los muros pintados de un color crema claro, la sugestión de fortaleza de los materiales, que se transmite al tacto a través de las manos que rozaban la baranda, al cuerpo entero a través de las suelas posadas sobre planchas de madera. Vigas sólidas y pilares poderosos hechos de grandes troncos de árboles; cimientos de piedra hundiéndose en la oscura tierra fértil y en la profundidad de la roca viva. Desde el coche ha observado esa clase de piedra aflorando de la tierra y le ha gustado su tonalidad, no tan oscura como el esquisto de las rocas en Central Park: de un gris verdoso, como de bronce viejo, que se corresponde sutilmente con los colores de los árboles. Aun así perdura en sus piernas un rastro de vibración y de vértigo: en sus sienes un zumbido como de cables eléctricos. «La casa entera es para usted», le ha dicho Philip Van Doren antes de marcharse con un gesto enfático de propietario (probablemente lo es, o lo fue: alguien de su familia donó el edificio a la universidad). «Me he asegurado de que no habrá ningún invitado más en los próximos días. Encienda el fuego, use la biblioteca, toque el piano, prepárese la cena si lo desea. En la nevera y en la despensa hay comida de sobra. Hay papel de cartas y sobres y tinta en los tinteros. Hay una máquina de escribir y un buen gramófono en la biblioteca, una colección de discos. Ese piano lo tocó Rubinstein hace sólo unos meses. Ahora tendrá usted la impresión de que en Burton College vivimos como pioneros en medio de estos bosques pero ya verá cuántos invitados eminentes nos visitan. Hay un buen aparato de radio, aunque me temo que no tan bueno que pueda captar emisiones españolas…»
En la distancia oye el fragor de un tren que tarda mucho en pasar, tal vez subiendo por la orilla del Hudson, emitiendo ese sonido de sirena de buque que tienen los trenes en América. El sol poniente habrá relucido en sus ventanillas y en el morro de su locomotora, curvado como el de un aeroplano. Le parece mentira no ir él en ese tren ni en ningún otro, no tener por delante la urgencia y la incertidumbre de otro viaje. Se acostumbrará con gratitud a escuchar en mitad de la noche esos trenes que siguen pasando mucho rato, a veces durante varios minutos, los largos trenes de mercancías que vienen de los extremos del continente, revelando con su fragor lejano la anchura de los espacios que cruzan. Es muy raro ahora no anticipar ningún sobresalto, no encontrarse perdido, no saberse anónimo. Con cierta ansiedad de halagarlo Stevens le ha citado en el coche obras suyas y artículos firmados por él en algunas revistas internacionales de arquitectura y ha tenido la sensación de que oía hablar de otro. Tantos años de estudio, de trabajo, de ambición, de vanidad, se le disuelven en nada entre las manos vacías; las manos con las uñas sucias asomando de los puños gastados de una camisa que no se ha cambiado en varios días; con los pies doloridos de caminar por Nueva York se sentó una mañana al sol en un banco de Union Square y pensó que nadie podría distinguirlo de los otros hombres solitarios y dignamente pobres que leían en los periódicos las páginas de ofertas de trabajo o escarbaban con disimulo en los cestos de basura (alzó los ojos y una pancarta extendida entre dos farolas era estremecida por la brisa suave de octubre: SUPPORT THE STRUGGLE OF THE SPANISH PEOPLE AGAINST THE FASCIST AGGRESSION).
Ha sido un alivio que lo dejen solo tan pronto en la casa, y que no le hayan preparado ningún compromiso para esta noche. Carteles pegados en las farolas de Union Square anunciaban un mitin a favor de la República Española para esa misma tarde. Si Judith estaba en Nueva York no era improbable que asistiera a él. Mañana por la mañana Stevens le dará un paseo por el campus y si no está muy cansado le mostrará la colina y el claro en el bosque donde dentro de no mucho tiempo, esperan todos en el college, se levantará el nuevo edificio de la Van Doren Library (quizás no blanco, después de todo, demasiado visible: quizás del color de esa piedra que aflora en la tierra cultivada o en los bosques y de la que están hechas algunas vallas de granjas). Por la tarde el presidente del college dará una cena en su honor para un grupo muy restringido de invitados (Stevens sonríe, como inseguro todavía de contarse entre ellos). En unos días le será asignada una vivienda conveniente para todo el curso, mucho más cerca del campus. Pero hoy no tiene que preocuparse por nada, ha dicho Stevens, volviéndose hacia él mientras conducía con una sola mano por aquellos caminos rurales que conoce de memoria: sólo descansar bien de un viaje tan largo (Stevens lo mira y le habla como a un enfermo, piensa, inseguro del tono que debe emplear con un hombre que acaba de salir de un país en guerra, de un lejano sufrimiento europeo que para él tendrá algo de exótico). Y no tiene que asustarse si oye ruidos extraños por la noche, dice luego, cuando ya se despide, e Ignacio Abel comprende, no sólo por la expresión de impaciencia de Van Doren, que esa broma la ha repetido Stevens idéntica a otros huéspedes: la casa es antigua y de noche suele crujir la estructura de madera pero él puede asegurar que no está embrujada, It is not a haunted house as far as we know, aunque sí es posible que se acerque algún animal del bosque, un hurón, un ciervo. En invierno merodean a veces de noche osos y lobos. Qué descanso oír que se cerraba la puerta exterior, que el motor del coche se iba alejando al mismo tiempo que se debilitaban las luces traseras. Permanece quieto, el cansancio de las últimas horas y de tantos días disolviéndose en una lenta flojera muscular, los ojos hechizados por el paisaje en la ventana, el bosque de grandes coníferas donde ya es de noche más allá del claro en el que se levanta la casa y el cielo de un azul gradualmente más oscuro, contra el que se recortan con precisión las copas de los árboles, las ramas curvadas hacia arriba como tejados de pagodas. Ignacio Abel no ha sentido nunca un silencio como éste. El silencio es una campana de cristal, una bóveda bajo la cual hubiera resonado la pisada más cautelosa, el roce más leve. Su habitación en el hotel de Nueva York daba a un patio sombrío en el que de noche y de día retumbaban maquinarias y a intervalos regulares las paredes y el suelo se estremecían porque pasaba cerca un tren elevado (contaba en el insomnio los días de espera, la cantidad de dinero que llevaba gastado desde que salió de Madrid, el que le quedaba). El silencio tiene una hondura, una extensión oceánica, tan ilimitada como estos bosques que se extenderán hacia el frío del Círculo Polar, hacia los grandes lagos y las cataratas del Niágara, imagina, hacia las orillas en las que ahora mismo golpea el Atlántico. El silencio gravita tan poderosamente sobre él que amortigua hasta las voces que no han dejado de sonar en su memoria en los últimos tiempos. Pero su conciencia aún no se apacigua, no llega a ceder la tensión de su cuerpo. Ni siquiera ha dejado el sombrero sobre la cama ni se ha quitado la gabardina. Antes de dejarlo solo Stevens ha encendido la lámpara de la mesa de noche, como el botones de un hotel que le enseña la habitación a un huésped recién llegado: le ha mostrado el cuarto de baño, el funcionamiento de los grifos de agua fría y caliente. Al caer en la bañera el chorro de agua ha empezado en seguida a desprender vapor. Ha abierto el armario, del que viene un olor a barniz y a madera de pino. Stevens se mueve ágilmente, con un exceso de flexibilidad y activismo, con un punto de rapidez algo histérica, como la de un bailarín vestido de calle en una película musical. La cara roja, los ojos muy claros tras las gafas de montura dorada, consciente siempre de la presencia irónica o censora o sólo desdeñosa de Philip Van Doren, ante el cual actúa como sometiéndose siempre a una prueba de aptitud para la que en el fondo no está preparado; más ansioso cuando Van Doren calla que cuando dice algo, cuando sin abrir la boca hace visible su desagrado o su aprobación con un gesto muy breve, que puede no ser percibido por el observador inexperto. El profesor Stevens circula elásticamente por la habitación y explica pormenores sobre los horarios de la casa de invitados y el funcionamiento de la cafetera y de la tostadora en la cocina mientras Ignacio Abel, aturdido, muerto de cansancio, asiente sin entender demasiado, impaciente por quedarse solo, los pies doloridos bajo el peso de su cuerpo inmóvil. Después de tantos días sin tener una verdadera conversación con nadie le cuesta trabajo prestar atención a las palabras veloces de Stevens o a los comentarios de Van Doren, contestar en inglés y con algo de solvencia a sus preguntas, si bien cuando lograba urdir una respuesta Stevens ya no la escuchaba, o era que él hablaba demasiado bajo, aún no se acostumbraba a calibrar el volumen de voz requerido para una conversación. Cuando Van Doren decía algo un rubor rojizo se le extendía desigualmente a Stevens por su cara equina, por la frente alta de la que se apartaba a cada momento el flequillo.
Inspecciona la habitación, poco a poco tomando conciencia de ella, mientras en el exterior ya es de noche y a los picotazos del pájaro carpintero se agrega el aullido metódico de un búho. La cama alta, con un cabezal de madera lisa, con almohadas blancas muy mullidas, con un edredón blanco sobre el cual ha dejado la maleta todavía sin abrir, los cantos metálicos maltratados de tanto ir de un sitio a otro, durante tanto tiempo. Probar la blandura del colchón es casi como sumergir la mano en un agua honda y tibia, muy quieta. Recobra el deleite perdido de la ropa blanca bien almidonada, de las sábanas fragantes y el abrigo cálido de las cosas domésticas. Es al rozar la tela del embozo cuando advierte lo sucias que tiene las uñas. Qué rápido se pierde todo, se disgrega, se olvida. Cómo sería tener a Judith Biely con él en esta habitación: Judith que tal vez ahora mismo está en algún lugar de ese continente de bosques oscuros que se ondula más allá de la ventana (volvió por la tarde a Union Square a la hora del mitin; una multitud rodeaba una tribuna sobre la que había colgadas banderas americanas, banderas rojas, banderas de la República; se abrió paso entre la gente, mirando una cara tras otra, escuchando sin comprender demasiado los discursos en los altavoces, el antiguo clamor familiar de los himnos). Cómo habrían explorado la casa sus hijos, Miguel y Lita persiguiéndose por las escaleras, saliendo al bosque para imaginarse que vivían en una novela de Fenimore Cooper, en una película de soldados con casacas y tricornios y pieles rojas con tomahawks y crestas tiesas y caras pintadas. Hay un escritorio ancho y sólido, de madera barnizada, delante de la ventana. Cuando enciende la lámpara de latón dorado y pantalla verde que hay sobre ella la oscuridad del paisaje exterior se convierte en espejo y ve en él su cara inesperada, parcialmente en sombras, contra el fondo anchuroso de la habitación. Quién te ha visto y quién te ve: quién te reconocería si te viera ahora. La cara con una sombra áspera de barba, un filo de mugre en el cuello de la camisa, el nudo de la corbata hecho de cualquier modo. La cara que han visto Van Doren y Stevens, que él ha distinguido en las miradas de ellos, detrás de la cortesía, de la cordialidad algo reverencial y exagerada de Stevens. No se abandona al descanso, ni siquiera abre todavía la maleta, no la alza del suelo. Viene de lejos el sonido de un tren que tarda mucho en pasar: ventanillas iluminadas entre los árboles, reflejándose en la corriente marítima del río. En Madrid se hizo de noche hace varias horas y aún falta mucho para que empiece a amanecer. El temblor de la batalla persiste en la lejanía y en la oscuridad igual que el estrépito del tren. Rebel Forces Expected to Further Tight their Grip over Loyalist Capital, decía ayer o anteayer un periódico. De pie ante la ventana Ignacio Abel se vacía los bolsillos de toda la escoria menuda del viaje, y la va dejando sobre la mesa: billetes de tren, facturas de hotel, monedas francesas y españolas, centavos americanos, recibos de restaurantes automáticos de Nueva York, cabos de lápices, el telegrama de Stevens llegado al hotel al cabo de tres días, cuando ya pensaba que lo iban a expulsar por falta de pago, billetes sueltos de un franco, uno muy arrugado de cinco pesetas, los pocos dólares a los que ahora se reduce todo su capital. Cosas olvidadas, como restos arqueológicos de un tiempo perdido: las llaves de su casa de Madrid, familiares e inútiles, dos entradas para la misma sesión de cine una tarde de principios de junio, la carta que ha decidido varias veces romper y sin embargo ha conservado, Querido Ignacio, me permitirás que te llame así porque a pesar de todo soy tu mujer y tengo derecho y te sigo queriendo a pesar de todo. La carta de Adela y la de Judith, la cartera hinchada y algo deforme por el uso dentro de la cual están la foto de Judith y la de sus hijos, su carnet del Partido Socialista, el de la Unión General de Trabajadores, su cédula de identidad, su cuaderno de dibujo, en el que ha traído los primeros esbozos para la biblioteca, vanas líneas y manchas a lápiz, conatos inseguros de formas que se vuelven irrelevantes por comparación con el poderío y la escala de este paisaje: qué podrá hacer él que no sea trivial y ridículo con su medrosa imaginación española, anulada aquí, igual que en Nueva York, por una desmedida amplitud que resalta igual en las obras humanas que en la naturaleza, que requiere una energía, un brío, una desmesura para las cuales él no está preparado. Lleva un largo rato solo en la habitación y aún no se acomoda a ella, ni lo serena su anchura ni su silencio. Se percibe a sí mismo como un cuerpo extraño, potencialmente infeccioso, propagando el desorden, los olores que se le han ido pegando a la ropa a lo largo del viaje, la ropa sucia rebosando ahora de la maleta abierta sobre la cama y las cosas de los bolsillos encima de la mesa, el silencio agobiándolo, la oscuridad exterior, agravando las dimensiones de la lejanía.
Un ruido metálico lo despierta, martillazos o golpes de llave inglesa, silbidos de vapor. En fracciones de segundo la conciencia alerta pero todavía aturdida va descartando lugares sucesivos: el dormitorio de Madrid, el camarote diminuto en el barco, en el que eran tan frecuentes las resonancias de metal y los gorgoteos de vapor, la habitación del hotel en Nueva York, la de París. Con sobresaltos de tuberías anticuadas la calefacción se ha puesto en marcha. Recuerda que soñaba con voces pero se disuelven antes de que pueda identificarlas. Alguna de ellas decía su nombre entre el ruido de la gente, lo murmuraba en su oído; alguna otra le pedía auxilio desde el otro lado de una puerta cerrada. Ignacio, por lo que más quieras, ábreme. De lo que no tiene recuerdos es de haberse acostado: encima de la colcha, sin quitarse los zapatos, tapándose de cualquier modo con la gabardina, como si se hubiera tendido a dormir en el banco de una sala de espera. Es consciente de su cuerpo pero lo percibe desde fuera. Sabe que si se lo propone puede mover una de las manos apoyadas sobre el pecho o abrir un poco más los párpados o cerrarlos otra vez del todo o contraer una pierna pero no hace nada, y en su inacción hay una forma de desapego o distancia física, como si hubiera suspendido temporalmente las conexiones nerviosas entre el cerebro y los músculos. No es que haya perdido la sensibilidad, como cuando se entumece un miembro por una mala postura. Nota la presión del cuerpo sobre el colchón muy mullido y el calor de las manos una sobre otra, hasta el peso tenue de los párpados sobre los globos oculares. El cuerpo pesa y flota al mismo tiempo, sobre el colchón de plumas, que es a la vez consistente y liviano. Pesa el cuerpo pero no el pensamiento, no el flujo de la conciencia ni la percepción de las cosas. En algún momento mientras él dormía y se adensaba la noche, el pico del pájaro carpintero ha dejado de percutir sobre el tronco, pero el grito o el silbido del búho no ha cesado, aunque regresa idéntico tras intervalos más largos de silencio. ¿Será así estar muerto, cuando ya se ha detenido el corazón pero aún queda según dicen un último destello de lucidez en el cerebro, cuando la bala acaba de desgarrar el pecho y la cabeza seccionada ha caído en el cesto de la guillotina? Si al menos el profesor Rossman hubiera conocido un último momento de piedad como éste, tirado boca arriba en el suelo, el cuerpo desmadejado reposando sobre la gran anchura de la tierra, más allá del miedo y del dolor, bajo un cielo de verano en el que estuviera empezando a clarear, aunque él no lo vería, porque le habían quitado las gafas o las había perdido. Cada pie pesa, dentro de los zapatos, apretado por ellos, hinchado ahora por la inmovilidad y más dolorido, como llevando en sí, en las plantas, la fracción de fatiga de cada paso, los millones de pasos de los itinerarios del viaje, y más allá los de los últimos meses en Madrid, desde que se quedó sin automóvil, las suelas gastadas de tantas caminatas, rozadas por adoquines y aceras, por la tierra de los descampados al final de la ciudad, manchados por el polvo, en alguna ocasión por la sangre de algún cadáver que no se había secado del todo (se sentaba en la cama y Judith arrodillada delante de él le quitaba los zapatos, con deliberación y lentitud, desatando los cordones, uno y luego el otro, quitándole los calcetines, masajeando con sus dedos expertos los pies doloridos). Percibe el aire entrando más rápido por las aletas de la nariz: saliendo un instante después, ahora más cálido, con temperatura de aliento. Con un ritmo distinto al de la respiración pero igual de ajeno a la voluntad se contrae y dilata el corazón en el pecho, sus golpes resonando en la almohada, las olas de sangre en los oídos, la pulsación en las sienes, una presión en los huesos del cráneo que no llega a ser un dolor de cabeza.
Quién te ha visto y quién te ve. Quién eres esta noche, suspendido en la nada de un lugar demasiado extraño y lejano como para haber calado todavía en la conciencia, en esta gran casa vacía, en medio de este océano de silencio, de un bosque oscuro en el que alguien que pase por la carretera distinguirá la luz de esta ventana. Mientras dormía ha escuchado pasar trenes. Así pasaban, filtrándose en el sueño, en las siestas y en las noches de verano en la Sierra, yendo y viniendo de Madrid, los expresos que iban hacia el norte a medianoche y los que se aproximaban a la capital cerca del amanecer después de una noche entera de viaje. Y también los otros, los trenes lentos de corto recorrido que no iban más allá de Segovia y de Ávila, los que tomaban los padres de familia durante los veranos para ir a trabajar a Madrid y regresar a la Sierra el sábado por la tarde, tan reconocibles con sus trajes claros y sus sombreros de paja y sus carteras bajo el brazo entre los viajeros de los pueblos, boinas y fajas, caras oscuras sin afeitar, mujeres con tocas negras y pañuelos en la cabeza, rústicas mercancías de vendedores ambulantes, cántaros de miel que pregonarían por las calles de Madrid, sacos de lona llenos de quesos, jaulas de gallinas y hasta de cochinillos recién destetados. Parecía que todo hubiera durado desde siempre y que sería siempre así, el paso y el silbido de los trenes tan regular como el curso del sol o las campanadas en la iglesia del pueblo: ahora no pasarán trenes cerca de la casa, estremeciendo el pavimento y los cristales cada hora. Ahora los trenes viejos y lentos que tomaban los veraneantes y los campesinos salen de Madrid atestados de milicianos ruidosos, con siglas pintadas a brochazos en los vagones y banderas o pancartas colgando de las locomotoras, y llegan sólo hasta la mitad de su recorrido, hasta las últimas estaciones de este lado de la Sierra, casi en la línea del frente. Sólo es octubre todavía y los milicianos ya tiritan de frío en cuanto cae la noche. No hay mantas suficientes, dijo Negrín, no hay ropa de lana, ni gorros, ni siquiera hay botas, no hay camiones suficientes para mantener la primera línea abastecida de alimentos y de munición, para asegurar los relevos. Dolor invariable de la áspera pobreza española: en las fotos de escenificado heroísmo que publican los periódicos los hombres avanzan o se tiran al suelo vestidos cada uno de cualquier manera, con alpargatas, con gorros o cascos que parecen desechos de diversos ejércitos, con chaquetas viejas. Tiritan de noche refugiados en chozas de pastores, en los huecos entre los grandes riscos graníticos. Cómo será si la guerra no ha terminado cuando de verdad entre el invierno. Ahora mismo, en la Sierra, es la hora de más frío y todavía falta para que amanezca. No encienden hogueras para no delatar sus posiciones al enemigo, que está muy cerca pero al que no ven, sólo algún fogonazo, el reflejo de un arma en las rocas más altas o entre los pinos cuando ha salido el sol. Oyen un ruido cualquiera y empiezan a disparar en la oscuridad, desperdiciando una munición escasa; el tiroteo se extiende sin motivo a lo largo de la línea del frente. Al otro lado lo oirán sus hijos. Pero según los mapas detallados que vienen en los periódicos la casa está demasiado cerca de las líneas: los nombres de la geografía de todos los veranos ahora pertenecen a otro país y al vocabulario de la guerra. Sin duda la familia se habrá ido a Segovia: otro país, casi de repente, como una imagen invertida del Madrid bolchevique y libertario que surgió de la noche a la mañana a finales de julio; militares y curas por las calles, procesiones de santos y no desfiles con banderas rojas, manos abiertas de saludo fascista y no puños cerrados, rigores eclesiásticos de provincia española del siglo pasado. Mis hijos en ese mundo, tragados sin remedio por la negrura clerical de la que yo no podré rescatarlos, por el tufo de cirios, novenas, escapularios, sotanas, en el que su familia materna los sumergía en cuanto yo me descuidaba, o en cuanto desistía, demasiado débil de voluntad, falto de la intransigencia necesaria, del grado de intransigencia que habría necesitado para resistir a la de ellos, coaccionado por Adela, por su complacencia obediente hacia todo lo que viniera de los suyos, si no es que en el fondo lo comparte también, que no lo ha mostrado abiertamente para no contrariarme, para no resaltar más aún el abismo que nos ha separado siempre, desde el mismo principio, el malentendido monstruoso al que ninguno de los dos quiso asomarse, dos extraños entre sí que sin embargo engendran hijos y duermen cada noche en la misma cama y podrán pasar la vida entera juntos, sin un solo día en el que no haya algo de suplicio, sin otro lazo en común que una resignación indistinguible del aburrimiento. Ni te ha importado nunca que yo te quisiera ni has tenido gratitud por el cariño que te daban mis padres y sólo has sentido desprecio hacia ellos (la carta también ahora sobre la mesa, al alcance de la mano, casi sabida de memoria, oculta en el interior del sobre y destilando tan lejos su queja y su veneno, irradiándolos, como el uranio en el laboratorio de Madame Curie, contaminando las cosas). En Segovia don Francisco de Asís es propietario de una casa con un blasón labrado en piedra sobre el dintel de la puerta de entrada; la llama «el solar de mis antepasados», aunque en realidad no es muy antigua y llegó a sus manos hace muchos años gracias a una subasta, y el blasón de piedra con un escudo coronado por un morrión y una cruz de Santiago lo compró él mismo en un derribo. Te marchas y es inútil, se te gastan las suelas caminando por ciudades y pasas una semana encerrado con náuseas en un camarote estrecho de un buque que atraviesa el Atlántico y es como si te extenuaras caminando sobre uno de esos túneles giratorios de las barracas de feria, el tubo de la risa, nunca llegas a moverte del mismo lugar. Te vas y una parte de ti se queda desgarrada por la distancia y la culpa y la otra sin embargo continúa padeciendo el agobio de no poder irse, la imposibilidad de poner tierra por medio, continentes y océanos que no llegan a aflojar los nudos de un cautiverio sin huida. Porque has de saber que hagas lo que hagas sigues siendo mi marido y el padre de tus hijos porque esos lazos aunque la gente se empeñe no pueden romperse nunca y ni los animales tienen conciencia para abandonar a sus criaturas. Desde tan lejos los ve, confabulados en el círculo familiar, en torno a una mesa camilla, como en esas fotos en las que él nunca aparece aunque rondara cerca, en el salón de la casa de Segovia, con cuadros tenebrosos de santos en las paredes, don Francisco de Asís y doña Cecilia y Adela y sus dos hijos y tal vez también el tío sacerdote, que no estando él se atreverá a darles estampas religiosas a los chicos y a sugerirles que recen de noche y que vayan a confesar y a comulgar, aunque sólo sea para darles una alegría a los abuelitos; los ve como un muerto que regresara invisible, como una de esas ánimas del Purgatorio en las que doña Cecilia dice creer, a las que enciende lamparillas de aceite que según ella se apagan cuando las roza el paso de un ánima, el ala de un ángel. Pero lo más sagrado de todo no son los sacramentos y el amor que tú y yo nos hemos tenido no es un engaño mío porque dos hijos como dos soles son la prueba. Rezan todos el rosario, murmurando, las cabezas bajas, Miguel y Lita haciéndose guiños furtivos o dándose patadas por debajo de la mesa, don Francisco de Asís y doña Cecilia y Adela ofreciendo sus oraciones y jaculatorias por el hijo y hermano que no saben si estará vivo o muerto, y quizás también por él y el yerno desaparecido desde el 19 de julio, aunque con algo de reparo, porque les desconcierta o les parece inadecuado rezar por alguien que no tiene creencias: pero han de dar ejemplo a los chicos, severos en el casi luto por dos ausentes de los que hace meses que no saben nada, el hijo y hermano, el marido y yerno al que Adela escribió esa carta atravesada de rencor que ha tardado tanto tiempo en llegar a su destino y sin embargo ha acertado con una puntería de flecha envenenada. Qué tendrá de malo que tus hijos que son tan míos como tuyos o más todavía porque yo los he parido y los he criado y he estado con ellos y me he pasado las noches sin pegar ojo cuando se morían de fiebre qué daño puede hacerles que se eduquen en la fe católica. Los adoctrinarán, habrán caído de nuevo en manos de curas y monjas, los forzarán a confesar y a comulgar los domingos y tal vez los señalen en la escuela siniestra en la que habrán empezado el nuevo curso, niños laicos hijos de un enemigo que no saben repetir en voz alta las oraciones ni cantar los himnos eclesiásticos, y menos aún los himnos fascistas que también les estarán enseñando.
Tendido en la cama en la que el agotamiento y el silencio lo sumen en una inmovilidad hechizada mientras que la memoria cobra una agudeza afilada por la añoranza y la culpa que tiene algo de adivinación Ignacio Abel viaja con la liviandad de los sueños a la casa de la Sierra junto a la que ya no pasan los trenes y desde la que tal vez se oyen los tiroteos del frente, entre el rumor de los pinos y las matas de jara. Quizás ha quedado abandonada o la han convertido en cuartel, igual que la Residencia de Estudiantes, un cuartel de los otros, de esa especie abstracta y no del todo humana a la que los periódicos llaman el Enemigo, con una palabra, cae ahora en la cuenta, de inspiración teológica. En su antiguo colegio ahora convertido en un solar de ruinas calcinadas los curas llamaban el Enemigo al demonio y advertían que era preciso escribirlo siempre con mayúscula. El Enemigo ocupará ahora el jardín descuidado que para sus hijos fue una selva donde escenificaban aventuras copiadas de las novelas y donde recogían insectos y plantas para sus clases prácticas de biología en el Instituto-Escuela; el jardín con el columpio herrumbroso en el que todavía estuvieron meciéndose el domingo de hace tres meses en que los vio por última vez, aunque ya no están en la edad, ninguno de los dos, Lita con su pecho perfilado, sus piernas de ciclista y sus cortos calcetines blancos a la moda, Miguel con un pantalón corto que no volverá a usar después de este verano. Está cambiando tan rápido que cuando vuelva a verlo no lo reconoceré. Tendrá una sombra de bigote, se peinará con raya, se echará hacia atrás el flequillo que le caía sobre los ojos: un adolescente que se parecerá más a su tío Víctor, sus nuevos rasgos usurpados por esa gente igual que su alma alejándolo de mí hacia una edad adulta en la que quizás yo, su padre, no existiré. Si es que no he dejado de existir ya, borrado por la distancia, por la falta de noticias, por la ausencia muy probable de las postales que les he ido mandando desde que salí de Madrid, igual que cuando eran más pequeños y hacía algún viaje: la plaza de la República en Valencia, la playa de la Malvarrosa, la torre Eiffel, el Trocadéro recién inaugurado, Notre-Dame desde un puente del Sena, el bulevar de Saint-Nazaire que termina en el puerto, el S.S. Manhattan navegando de noche por alta mar con todos los ojos de buey iluminados y guirnaldas de bombillas sobre la cubierta, la Estatua de la Libertad, las arcadas de la estación de Pennsylvania, el hotel de Nueva York donde me hospedé cuatro días (pasaba el tiempo y nadie aparecía ni llamaba; no había mensajes en recepción, ni un telegrama; el recepcionista lo miraba con aire de sospecha como si hubiera adivinado los pocos dólares que le quedaban en el bolsillo), con su letrero vertical a lo largo de toda la fachada y una pequeña marca a lápiz sobre una ventana del piso 14, ésta es mi habitación, el Empire State Building coronado por un dirigible (pero esa postal no ha llegado a mandarla: le puso el sello y se olvidó de ella, con la urgencia de no perder el tren). Lita tiene una caja de lata llena de postales y de cartas ordenadas por fechas. Se la llevó a la Sierra al principio de las vacaciones, en la maleta que había designado como suya para mantenerla a salvo del desorden de Miguel, junto a sus libros y sus cuadernos de diario. Miguel llevó consigo los libros de texto de las asignaturas suspendidas en junio: los cuadernos con los trabajos que habría hecho a última hora y de cualquier manera, llenos de las marcas de lápiz rojo del profesor, de faltas de ortografía subrayadas y manchas de tinta. Pero no se habrá podido presentar a los exámenes de septiembre. En ese aspecto la guerra ha sido un respiro para él. Perderá el curso, y lo perderá también Lita, si la guerra no acaba pronto.
Ya no es posible eludir la palabra: la vio en los periódicos franceses, obscena en la tinta roja y negra de los titulares, GUERRE EN ESPAGNE; la ha visto en los diarios de Nueva York que unas veces buscaba con ansiedad al bajar de su habitación en el kiosco de cigarrillos y de prensa y otras eludía, o intentaba eludir, LATEST NEWS ON THE WAR IN SPAIN. Como una enfermedad congénita de la que él no puede curarse y a la que quienes hacían los periódicos y quienes los compraban distraídamente fuesen inmunes, igual que a nuestra pobreza y a nuestro atraso pintoresco, a nuestras vírgenes barrocas con lágrimas de cristal y corazones de plata atravesados por puñales y al colorido de bárbaro matadero de nuestra fiesta nacional, THE KILLINGS AT THE BULLFIGHTING RING IN BADAJOZ. Nuestros nombres tan sonoros y exóticos resaltando entre las palabras de otro idioma, los bardales en ruinas, los páramos, las alpargatas y los pantalones sujetos con trozos de cuerda en las fotografías de nuestra guerra de pobres, nuestras mujeres con pañolones negros y fardos sobre las cabezas a la manera de las mujeres africanas huyendo por los caminos en llanuras sin árboles, empujadas a culatazos en la frontera por los gendarmes franceses, mientras yo miraba hacia otro lado y no hacía nada y sentía el privilegio mezquino de mi traje formal y mis papeles en regla, que sin embargo no me eximían de la enfermedad española, porque los funcionarios de la aduana registraron con calculada grosería mi maleta y estuvieron un rato examinando los dibujos y los bocetos de planos, y luego, de nuevo, el pasaporte que ya habían revisado una vez, la foto a la que ya estaba empezando a no parecerme, la página con el visado para los Estados Unidos. Quién iba a aceptar sin sospecha ese título inscrito en letras doradas sobre la cubierta, sobre el escudo con su corona de almenas, República Española, si en cualquier momento esa república podía dejar de existir, y si a unos pasos de allí, en el lado español de la frontera, no había guardias y empleados de uniforme, sino milicianos con patillas de bandoleros o de figurantes de Carmen que habían arriado la bandera tricolor para izar en el mástil una bandera roja y negra. En él, a pesar de todo, mientras intentaba esperar dignamente erguido a que los gendarmes le devolvieran su pasaporte y le permitieran cerrar la maleta, estaba el orgullo de ser ciudadano de una República española y la rabia contra la indiferencia de esos franceses y británicos que la veían revolverse torpe e indefensa contra sus agresores: pero también el sentimiento de inferioridad por pertenecer a un país así, y el deseo de escapar de él y la culpa por alimentar ese deseo y por haber salido huyendo, por no haber sabido ser útil en nada, ni remediar nada.
Se acuerda de la plaza de Oriente, una mañana, la última, cuando la huida ya era segura y fue a despedirse de Moreno Villa. Batida por el viento y la lluvia la plaza parecía más grande, el Palacio Nacional más lejano en su tamaño desmedido contra las perspectivas finales de Madrid, más agrisado que blanco sobre el fondo de los nubarrones que venían del oeste, sobre los verdes severos del campo de Moro y la Casa de Campo, desleídos en la niebla. En los jardines franceses había un campamento de refugiados que se protegían de la lluvia debajo de sus carros o de los mantones de lona tendidos entre los setos y los árboles. En la mitad de octubre el invierno anticipaba su llegada a Madrid como traído por la cercanía de la guerra, que se aproximaba poco a poco por la carretera del sudoeste, la de Extremadura, visible desde los balcones del palacio. Qué raro imaginar con tanta claridad lo que yo no he vivido, lo que sucedía hace más de setenta años, la plaza con el campamento de toldos y chabolas entre los setos, alrededor de la estatua ecuestre de Felipe IV, apoyada tan sólo en las patas traseras, ingrávida contra el cielo gris y la lluvia, esgrimiendo una bandera roja empapada; Ignacio Abel atravesándola, una solitaria silueta burguesa bajo un paraguas, acercándose al cuerpo de guardia, donde unos soldados con uniformes impecables del batallón presidencial —cascos de acero, correajes, botas relucientes, caras bien afeitadas— lo dejarán pasar sin más formalidad que comprobar su nombre en una lista mecanografiada. Pasos y órdenes resonaban en las cavidades graníticas del vestíbulo. En una garita, detrás de una puertecilla de cristales, se escuchaba una radio y una máquina de escribir, y olía a rancho. Sin que lo acompañara o lo vigilara nadie subió amplias escalinatas de granito y luego de mármol en las que no había alfombras que amortiguaran los pasos. Cruzó salones con tapices y relojes y remolinos de mitologías pintadas en los techos y corredores desnudos que daban a patios con arcos de piedra cubiertos por bóvedas de cristal en las que repicaba la lluvia. Moreno Villa estaba en un despacho diminuto, detrás de una puerta de cuarterones con el dintel muy bajo, una oficinilla invadida de libros y legajos en medio de tanta magnificencia de espacios desiertos. Pensó que a lo largo de su vida Moreno Villa habría guardado un modelo invariable de cuarto de trabajo, idéntico en el Palacio Nacional y en la Residencia de Estudiantes, en cualquier sitio a donde lo llevara el azar de un porvenir que ahora se le había vuelto de repente inseguro. Hacía un frío insidioso, que se iba apoderando poco a poco de uno, primero de las puntas de los dedos y de la nariz, de las plantas de los pies. En un rincón del despacho había una pequeña estufa eléctrica. Pero la corriente era débil y la resistencia tenía un brillo tan enfermizo como el de la lámpara sobre el escritorio donde trabajaba Moreno, ensimismado en sus legajos, en sus indagaciones sobre los bufones y los locos que sirvieron a los reyes en los tiempos de Velázquez, tan ajeno al presente en las horas en que lo embriagaba su erudición como a la realidad de Madrid más allá de los muros del palacio, en este reino hechizado en el que sigue habiendo ujieres con patillas blancas, calzones y medias y en el que los relojes pueden marcar la hora de hace uno o dos siglos. La barba blanca le había crecido puntiaguda, como a un personaje del Greco. Estaba aún más flaco que la última vez, en verano, y ahora llevaba unas gafas de leer que le hacían mayor.
—Por fin se va usted, Abel. Le parecerá mentira tener todos los papeles en regla. A usted se le nota que es un hombre que quiere irse, que sabe irse, si me permite la expresión. Yo si pudiera no me movería nunca.
—¿Todavía duerme usted en la Residencia?
—¿Y adónde voy a ir si no, Abel? Es mi casa. Mi casa provisional, pero he vivido en ella tantos años que no me imagino en ningún otro sitio. Se llevaron la guarnición y ahora han puesto un hospital de sangre. No sabe usted cómo gritan esos pobres muchachos. Las heridas atroces que traen. Uno cree que sabe que la guerra es espantosa pero no tiene idea de nada hasta que no lo ve. La imaginación no sirve, es impotente y cobarde. Vemos a los soldados caer en las películas y nos creemos que es así, que todo acaba rápido, a lo mejor con una mancha de sangre en el pecho. Pero hay cosas peores que morir. Ve usted un muchacho que está vivo pero que le falta la mitad de la cara, que se ha quedado sin las dos piernas, sin brazos, que no tiene nariz. Dígame usted qué clase de sinrazón es ésa, para qué puede servir ese sufrimiento horrible. Uno aparta los ojos porque si mira le darán arcadas. Y el olor, Dios mío. El olor de la gangrena y el de las heces en los intestinos reventados. El olor de la sangre cuando las enfermeras le ponen encima hojas de periódicos o serrín. Me digo a veces que tendría que dibujar estas cosas, pero no sé cómo hacerlo, hasta me daría vergüenza intentarlo. Yo creo que nadie lo ha hecho, nadie se ha atrevido de verdad, ni esos alemanes de la Gran Guerra, ni siquiera Goya. Goya se acercó más que nadie, pero hasta a él le faltaba valor. Me acuerdo muchas veces de ese título que puso en uno de los Desastres: No se puede mirar. Usted por lo menos ya no tendrá que hacerlo.
Ya no tenía que seguir esperando. Estaba allí despidiéndose de Moreno Villa y ya era como si hubiera empezado el viaje postergado tantas veces, por culpa de trámites tortuosos, de papeles o sellos o rúbricas que faltaban, de cartas prometidas que no venían, retardadas o extraviadas en el correo por el desorden de la guerra. Antes de ir en busca de Moreno Villa había recogido el último documento necesario y lo llevaba ahora como un tesoro frágil en el bolsillo interior de la chaqueta, un salvoconducto con membrete del Ministerio de Hacienda firmado por Negrín, en su condición reciente de ministro, autorizando el viaje a Valencia y desde allí a Francia y sugiriendo una vaga misión oficial: por si surgían dificultades nuevas y no bastaba el pasaporte con el visado americano y con el visado de tránsito francés, porque el camión en el que viajaría hasta Alcázar de San Juan o el tren que tomaría allí para Valencia podían ser interceptados por patrullas de control que a veces detenían a los viajeros o los obligaban a regresar, acusándolos de desertores, de señoritos privilegiados o burgueses que huían de la revolución y no tenían coraje para luchar en la guerra; o podía ocurrir que al llegar a la frontera los milicianos anarquistas que ahora la controlaban se negaran a dejarlo salir, como hacían a veces, si les daba el capricho, dijo Negrín, a pesar de pasaportes, documentos, cartas oficiales y salvoconductos, peor aún si el sospechoso hacía ostentación de ellos. «Somos un gobierno que casi no existe», le dijo Negrín, en su gran despacho del Ministerio de Hacienda, por fin un espacio que se correspondía con su envergadura física: la mesa enorme y antigua, el ventanal a la calle de Alcalá, la alfombra espesa en la que se hundían silenciosamente los pasos (deshilachada en algunos tramos; con quemaduras de cigarrillos). «Damos órdenes a un ejército de divisiones fantasmas en el que los pocos militares que han permanecido leales a la República no tienen tropas que mandar. Al pobre Prieto le han hecho ministro de Marina pero los pocos barcos de guerra viejos que tiene la República se pierden sin que sepamos dónde están porque los marineros mataron a todos los oficiales y los tiraron al mar y no dejaron a nadie que sepa leer una carta marina o fijar un rumbo. Redactamos decretos que no cumple nadie. Ni siquiera somos capaces de controlar las fronteras de nuestro propio país. Los gobiernos que debían ser nuestros aliados no quieren saber nada de nosotros. Enviamos telegramas a nuestras embajadas o ponemos conferencias telefónicas y los embajadores y los secretarios se han pasado al enemigo. Somos el gobierno legítimo de un país miembro de la Sociedad de Naciones y hasta nuestros camaradas franceses del Frente Popular nos tratan como si fuéramos apestados. No quieren que por culpa nuestra se les malogren sus relaciones excelentes con Mussolini y con Hitler, y menos todavía con los británicos, que no sé por qué nos detestan mucho más que a los facciosos. No quieren vendernos armas. No tenemos aviones, no tenemos carros de combate, no tenemos artillería. Apenas una parte del material viejo de la Gran Guerra que esos ladrones de franceses no querían y nos estuvieron vendiendo hasta hace sólo unos meses. Pues ni siquiera eso nos venden ahora. Ni los cascos del año 14, ni los mosquetones de la guerra francoprusiana…»
Pero extrañamente la lucidez de Negrín ante la magnitud de la catástrofe no lo inducía al desánimo, sino que después de una tregua de abatimiento desataba más aún sus energías eufóricas. Cuando Abel entró en su despacho lo encontró dictando a toda velocidad una carta en francés a una secretaria; de pie, moviéndose de un lado a otro, las manos a la espalda, sacando a veces del bolsillo abultado alguna cosa que se llevaba a la boca, tan rápido que Ignacio Abel no distinguía lo que era, una píldora medicinal o una chocolatina. Se interrumpía para llamar por teléfono; se impacientaba porque tardaban en darle comunicación y aplastaba de golpe el auricular contra la horquilla. «Pero aun así no vamos a rendirnos», dijo, parándose delante de Abel, más alto, más ancho, la cara carnal y la voz ricamente timbrada. «Reconstruiremos de abajo arriba el ejército. Un ejército de verdad, valeroso y bien equipado, con disciplina, con musculatura, un ejército del pueblo y de la República. Hará falta acabar con el delirio en el que hemos vivido hasta ahora pero la realidad es el mejor antídoto contra los desvaríos mentales. Hemos vivido y vivimos en parte todavía en una casa de locos, y no es una metáfora de esas que gustan tanto a nuestros oradores, sino un diagnóstico clínico. En una casa de locos cada uno de ellos vive entregado a su propia forma de irrealidad. Se cruzan hablando a solas y haciendo aspavientos pero nadie oye a nadie y el delirio de cada uno excluye al de los demás. Sabemos por qué lucha el enemigo y por qué se sublevaron los militares, pero lo que no se acaba de saber todavía es por qué luchamos nosotros. O si hay un nosotros en el que quepamos todos los que acabaremos fusilados o desterrados si ganan los otros. Cada loco con su tema. Don Manuel Azaña quiere la Tercera República francesa. Usted y yo y unos cuantos como nosotros nos conformaríamos con una república socialdemócrata como la de Weimar. Pero nuestro correligionario y ahora presidente del gobierno dice que quiere una Unión de Repúblicas Soviéticas Ibéricas, y don Lluís Companys una república catalana, y los anarquistas se olvidan de que estamos en guerra y tenemos enfrente a un enemigo sanguinario para experimentar en todo este desbarajuste con la abolición del Estado. Y para poner en práctica su delirio particular cada partido y cada sindicato lo primero que ha hecho ha sido inventarse su propia policía, sus propias cárceles y sus propios verdugos. Pero me niego a creer que todo esté perdido. Nuestra moneda se ha hundido internacionalmente pero tenemos oro de sobra y podemos comprar al contado las mejores armas. ¿Que las democracias hermanas, como se dice en los discursos, no nos las quieren vender? Se las compramos a los soviéticos, o a los traficantes internacionales, a quien sea.» Sonó el teléfono: la comunicación que había pedido ahora era posible. Pidió algo de manera terminante y con la máxima educación y como la secretaria que había estado mecanografiando la carta tardaba mucho en sacarla de la máquina él la arrancó del rodillo con un ademán certero y revisó la ortografía levantándose las gafas y acercándola mucho a los ojos fatigados. «Por no hablar de otro problema que tenemos, amigo Abel, aparte de esas fotos que nuestros milicianos se hacen vestidos de curas en las ruinas de las iglesias quemadas, y que nos benefician tanto ante la opinión pública internacional cuando las publican los periódicos. Los mismos periódicos que no quieren publicar las fotos que les mandamos nosotros de niños reventados por los bombardeos de los aviones alemanes, porque dicen que son propaganda. ¡No tenemos gente que hable idiomas! Mandamos al extranjero a republicanos y a socialistas leales para que cubran los puestos de los diplomáticos traidores y expliquen nuestra causa y ya me dirá usted cómo van a explicarla o qué clases de negociaciones van a hacer si en el mejor de los casos no pasaron del primer curso de francés en un colegio de curas. Esta chica tan guapa que trabaja conmigo aquí es un tesoro, habla y escribe francés. Pero las cartas en inglés o en alemán las tengo que escribir yo mismo, y si vienen emisarios o periodistas extranjeros que quieren entrevistar a alguien del gobierno yo soy el único que puede hacerles de intérprete.» Un funcionario entró trayendo en una carpeta un documento que presentó con ceremonia a Negrín, llamándole «señor ministro». Negrín lo revisó velozmente antes de firmarlo con una amplia rúbrica y se lo pasó a Ignacio Abel. «Si con esto no le dejan pasar sólo se me ocurre un recurso extremo», dijo, soltando una carcajada: «que lleve usted también por si acaso una pistola y se líe a tiros». Ignacio Abel dobló cuidadosamente el salvoconducto y se lo guardó en un bolsillo interior, asegurándose de que no se arrugaba. Ahora recuerda que en el momento de salir del despacho de Negrín el alivio de saber que se iba era más poderoso que el remordimiento y hasta que la gratitud. En la antesala había un barullo de funcionarios, de milicianos y de carabineros de uniforme. Los carabineros se pusieron firmes al ver al ministro, que tomó del brazo a Ignacio Abel y lo acompañó hasta la salida, examinando las cosas con aquella vocación instintiva de observar deficiencias y buscar remedios con que en otro tiempo inspeccionaba su laboratorio de la Residencia o las obras ahora paralizadas de la Ciudad Universitaria. «Mire qué oficinas, qué ventanillas, qué funcionarios con manguitos, qué caras. ¡Aquí las máquinas de escribir son todavía una novedad! Tenemos que hacer tantas cosas que no se habían hecho nunca, y las tenemos que hacer en medio de una guerra.» Va a pedirme que no me vaya, pensó Abel, asustado de pronto, culpable, sintiendo en el brazo la presión de la mano enorme de Negrín, va a recordarme que yo sí puedo hablar idiomas extranjeros y que debería ponerme al servicio de la República igual que está haciendo él, que ha sacrificado una carrera mucho más brillante que la mía, que si quisiera conseguiría un nombramiento en cualquier universidad fuera de España, a salvo de este desastre. Pero Negrín no le pidió nada: no hizo caso de la mano extendida de Abel y le dio un abrazo, y le dijo riéndose que no tardara mucho en hacer aquel edificio en América, que haría falta que volviera muy pronto para terminar de una vez la Ciudad Universitaria: tantas ruinas habrá que levantar de nuevo, dijo, que se harán de oro ustedes los arquitectos. Estuvo parado un momento en el umbral de una puerta con dorados barrocos, y luego dio media vuelta y desapareció, camino de sus tareas urgentes, la tela de la americana tensa en la espalda, los bolsillos llenos de cosas, las hombreras abultadas por la musculatura.
Salió del Ministerio y la lluvia y el viento le dieron en la cara cuando abría el paraguas; tendido en la cama revive la sensación de las gotas mínimas y heladas en las mejillas, diminutas aristas de hielo en la mañana de un octubre que parecía diciembre. Recordaba la imagen de Negrín dándose la vuelta para volver a su despacho y pensó de pronto que tal vez también él se estaba contagiando de alguna forma de delirio. La lluvia chorreaba por las altas fachadas grises de la calle de Alcalá empapando la gruesa capa de carteles desgarrados, jirones y pulpa de papel humedecida disgregando las consignas en grandes letras rojas y las figuras de héroes milicianos y de botas que aplastaban esvásticas, mitras de obispos, chisteras de burgueses, pecheras militares con medallas, de obreros que rompían cadenas y avanzaban sobre horizontes fantásticos de chimeneas de fábricas. Con un tesón magnífico el espíritu de los luchadores de la libertad mantiene la campaña en alta tensión y va recobrando trozo a trozo la parte de España que invadieron los fascistas, traidoramente agresores del gobierno legítimo y violadores de la voluntad popular. En la esquina de la calle de Alcalá con la Puerta del Sol una bomba había abierto una zanja enorme en torno a la cual se levantaban rieles retorcidos de tranvías. Con un paraguas en la mano un empleado de la farmacia cercana se asomaba a la zanja tapándose la nariz con un pañuelo, observando el turbión de aguas fecales que brotaba de una tubería rota y había ido formando un estanque de inmundicia. Los obreros tranviarios se aprestan a la defensa de Madrid creando en cada barriada un batallón de acero que sea la catapulta que aplaste definitivamente a la hidra fascista. Los vendedores ambulantes, los limpiabotas y los haraganes habituales de la Puerta del Sol se cobijaban de la lluvia bajo los toldos de las tiendas y en los portales de los edificios. En los balcones de Gobernación las banderas de la República colgaban como viejos trapos empapados. A la entrada de la calle Arenal una gran pancarta llena de exclamaciones y mayúsculas cruzaba de balcón a balcón: ¡NO PASARÁN! ¡MORIR ANTES DE RETROCEDER! La ciudad se había vuelto hosca e invernal; hombres mal vestidos circulaban con las cabezas gachas junto a las paredes; delante de la puerta de una carbonería se había formado una cola de mujeres con tocas sobre las cabezas y capachos de esparto; Madrid olía esa mañana a hollín empapado y a hornillas alimentadas con carbón barato, a guisos de garbanzos con berza y a aire recalentado de los túneles del metro. En un discurso de encendidos tonos y gran republicanismo el alcalde de Madrid don Pedro Rico asegura que el pueblo trabajador de la capital de España sabrá defender la libertad y aplastar al fascismo. Los tranvías daban la vuelta en los ángulos de la plaza con un ruido de artefactos decrépitos, con una vibración de maderas endebles y ventanillas rotas. Con la máxima rapidez han sido provistos los luchadores de la República de los elementos necesarios para resistir convenientemente los rigores de la próxima estación invernal. Se refugió de la lluvia en un café medio vacío, esperando a que amainara detrás de los cristales opacos de vaho. El olor a serrín le hizo acordarse de otro café igual de sombrío a la misma hora de la mañana, varios meses atrás, de Judith Biely que no levantaba la cabeza mientras él se acercaba y no se levantó cuando él estuvo a su lado, su cara deseada convertida de pronto en la de una mujer que no lo conocía. No podía arriesgarse a que se le mojara el salvoconducto recién firmado por Negrín. De una hoja de papel con un membrete oficial y una firma de tinta todavía fresca que puede ser fácilmente desleída por unas gotas de agua depende el porvenir entero de una vida. Pensaba como en un tesoro clandestino en todos los papeles que ya tenía guardados en el cajón de su escritorio, el mismo que cerraba con llave para esconder las cartas de Judith: los que ha traído consigo y ha mostrado tantas veces a lo largo del viaje, conseguidos uno por uno después de trámites extenuadores y esperas que se dilataban como minuciosos tormentos: colas en las puertas de las embajadas, primero la de los Estados Unidos, luego la de Francia, entre gente que contenía mal la impaciencia y no lograba disimular el miedo, que escondía su evidente condición burguesa llevando la ropa más gastada o menos llamativa que podía; interrogatorios, inspecciones muy demoradas de cada documento, de cada sello y rúbrica y de cada carta. Para solicitar el visado de tránsito por Francia había que presentar el visado americano y el pasaje de barco, así como una certificación de solvencia económica. La carta de invitación de Burton College que hacía falta para solicitar el visado americano se retrasó durante meses; pudo haberse perdido en medio del caos de los primeros días en la central de Correos; se quedó sin repartir más tiempo aún porque el cartero se había alistado en una columna de milicianos y no había nadie que lo sustituyera. La mayor parte del personal de las embajadas había salido del país: quedaban pocos funcionarios, irritados, agobiados por las solicitudes, insolentes con la turba cada vez más nutrida de los que se acercaban cada mañana muy temprano y aguardaban durante horas delante de las puertas cerradas, cada uno con su cartera o su carpeta de documentos bien apretada contra el pecho, con su angustia de huir, o incluso, los que tenían más miedo, de encontrar refugio en las embajadas, fingiendo naturalidad, mirando de lado cada vez que pasaba un coche demasiado rápido del que asomaban cañones de fusiles o una camioneta de milicianos. Podía haberle pedido ayuda mucho antes a Negrín pero no se decidía a hacerlo: por pudor, por vergüenza de irse, por no importunarlo ahora que lo habían nombrado ministro. Empezó a reconocer a algunos habituales de las colas, y de las oficinas: en un pasillo del consulado francés se cruzó con un arquitecto al que sabía derechista y ninguno de los dos hizo por saludar al otro; una señora rusa con los zapatos de tacón torcidos le mostraba cada vez que la veía un pasaporte zarista muy deteriorado y un diploma en caracteres cirílicos expedido según ella por el Conservatorio Imperial de Moscú. En Nueva York la esperaba un contrato para dar clases de piano en la Juilliard School. ¿No podría él, siendo como parecía un caballero, ayudarle con una pequeña cantidad, ya que tenía todos los documentos necesarios para la emigración y le faltaba tan sólo completar el importe de un pasaje de tercera clase?
La mano huesuda de Moreno Villa estaba muy fría cuando se la estrechó. Hacía el mismo frío afilado y húmedo que en los corredores y en las capillas lóbregas de El Escorial. «Qué envidia me da usted, Abel, irse ahora a América, desembarcar en Nueva York. Tantos años hace que yo fui y es como si hubiera estado ayer mismo. Cuando me llamó usted para decirme que venía a despedirse me tomé la libertad de traerle un regalo.» Tenía sobre la mesa un libro y antes de dárselo escribió una dedicatoria en la primera página. En alguna parte estará ese ejemplar si no fue destruido, en el anaquel de una biblioteca o de una librería de viejo, el papel quebradizo y con un tacto polvoriento al cabo de tantos años, algo más valioso por estar dedicado, la caligrafía indecisa, como cautelosa, de Moreno Villa, tan parecida a la línea de sus dibujos, debajo de las letras rojas del título, PRUEBAS DE NEW YORK: para Ignacio Abel, por si le sirve algo de guía en su viaje, octubre, Madrid, 1936, de su amigo J. Moreno Villa. «Es uno de esos libros que uno publica para que nadie los lea», dijo, como disculpándose. «La ventaja es que es muy corto. Lo escribí en el viaje de vuelta. Usted puede leerlo en el suyo de ida. No sabe la envidia que me da.» Era posible decir adiós y no volverse a ver nunca más. Se repetía la congoja, el ritual melancólico de las despedidas: como Negrín esa misma mañana, Moreno Villa lo acompañó un rato en dirección a la salida, guiándolo por pasillos desnudos y por salas de opulencia rococó en las que a veces sonaban las campanadas sucesivas de relojes de péndulo. Se cruzaron con varios lacayos de calzón corto y casaca que llevaban cajas de papeles: un momento después con un soldado de uniforme que empujaba un gran baúl con ruedas.
—El presidente se marcha —dijo Moreno Villa—. Él dice que contra su voluntad.
—¿Se marcha de Madrid? ¿Tan mal está la situación?
—Parece que el gobierno no quiere correr riesgos. Pero don Manuel es desconfiado y pensará que es una manera de quitárselo de en medio.
—Siempre han dicho que era un hombre miedoso.
—No creo que tenga miedo esta vez. Da la impresión de que está muy cansado. A veces se cruza conmigo y no me ve. No presta atención a lo que se le dice. No porque no le importe el curso de la guerra, sino porque no espera que nadie vaya a decirle la verdad. ¿Conoce usted a su ayudante, el coronel Hernández Sarabia? Un hombre civilizado, bastante leído. Me ha contado que el presidente apenas puede dormir por la noche. Que lo despiertan los tiros de las ejecuciones y los gritos en la Casa de Campo, igual que a mí hasta hace poco en la Residencia. Dice Hernández Sarabia que cuando hay mucho silencio y el viento viene de esa dirección se puede oír hasta la agonía de los que tardan mucho en morir. En el verano dejaban de sonar los tiros y al poco rato empezaban a croar de nuevo las ranas en el lago.
Al fondo de un corredor, perfilada contra los altos cristales de un balcón que daba al oeste, distingo como si yo también la hubiera visto y pudiera recordarla una figura inmóvil, envuelta en la claridad gris de la mañana lluviosa, que se parece tanto a la de una fotografía antigua en blanco y negro. A esa distancia lo primero que Ignacio Abel vio fue el gesto de la mano que sostenía con displicencia un cigarrillo, la otra mientras tanto doblada a la espalda, una mano carnosa contra la tela negra de una chaqueta ligeramente levantada por detrás por unas formas amplias. El presidente de la República había salido de su despacho donde llevaba horas escribiendo bajo la luz artificial que le gustaba tanto para estirar las piernas y fumar un cigarrillo mirando por el ventanal hacia el horizonte de los encinares y de la Sierra de Guadarrama, ahora invisible bajo las nubes, con la misma actitud con que otra vez, hacía no tanto tiempo, había mirado a la muchedumbre que llenaba la plaza de Oriente para vitorearlo coreando las sílabas de su apellido, el día de mayo en que fue elegido para la presidencia. Estaba de pie junto a la barandilla de mármol, asomándose al mar de cabezas y al estruendo de la plaza, y también fumaba un cigarrillo y parecía absorto en la contemplación de la naturaleza, y tenía una expresión entre de lejanía y de pésame. Volvió la cabeza despacio al oír los pasos.
—Venga conmigo a saludar al presidente.
—Déjelo, Moreno, no quiero importunarlo.
—Después me preguntará quién era usted y se molestará si piensa que lo he recibido a sus espaldas, que yo también estoy tramando algo.
Cuando el presidente expulsaba el humo del cigarrillo se hinchó un poco más su cara bulbosa.
—Don Manuel —dijo Moreno—, seguro que se acuerda usted de Ignacio Abel.
—Lo llevé en mi coche una vez a inspeccionar las obras de la Ciudad Universitaria. Y otra vez estuve con usted en el Ritz, en la cena que hubo cuando se inauguró el edificio de Filosofía y Letras.
—Con Negrín, ¿verdad? Entre los dos querían ustedes convencerme de que había valido la pena arrasar aquellos pinares magníficos de la Moncloa.
Los ojos de Azaña tenían un gris pálido y acuoso. Extendió la mano derecha (el cigarrillo todavía en la izquierda) y la mantuvo casi inerte mientras Ignacio Abel la estrechaba. Era una mano blanda, aún más fría que la de Moreno Villa. Visto de cerca estaba más viejo que sólo unos meses atrás y algo descuidado, con motas de caspa y algún pelo blanco en las solapas anchas de una chaqueta funeraria, que tenía el brillo de un uso excesivo. Un aire de sopor y de agotamiento extremo le aflojaba los rasgos, la piel incolora, de una palidez mantecosa.
—¿Cómo sigue su Ciudad Universitaria? ¿Han terminado ustedes por lo menos aquella facultad que inauguramos con tanto bombo hace más de tres años?
—Por ahora todo está en suspenso, me temo, don Manuel.
—Una manera elegante de decirlo. Negrín y el arquitecto López Otero y hasta el ministro de Instrucción Pública se empeñaban en decirme que para octubre de este año me llevarían a inaugurar la obra completa. Pero eso fue antes de la huelga de la construcción y de que empezara todo esto.
—El doctor Negrín ha sido siempre un optimista.
—Me imagino que habrá encontrado ya motivos para dejar de serlo. Aunque yo no podría decirlo. Tampoco él viene nunca a verme. Estará muy ocupado, siendo ministro…
—El señor Abel sale de viaje mañana para los Estados Unidos. Ha venido a despedirse de mí y de paso a presentarles usted sus respetos.
Azaña miraba a Abel con sus ojos claros y acuosos detrás de los cristales de las gafas y en su boca se había formado un gesto sutil de sarcasmo.
—¿En otra de esas misiones oficiales que costeamos para que nuestros intelectuales más insignes puedan irse a toda prisa de España sin perder la vergüenza? En cuanto pasan la frontera y se sienten seguros empiezan a hablar mal de la República.
—Al señor Abel le han encargado un edificio en una universidad de los Estados Unidos —dijo Moreno Villa, como si improvisara una disculpa—. Una gran biblioteca.
Azaña los miraba a los dos pero ya no parecía que los viera, o era que no daba crédito a lo que estaban diciéndole, que no se fiaba. La uña del dedo índice de la mano izquierda estaba amarilla de nicotina; la yema del índice de la derecha tenía una mancha de tinta.
—Si usted cree que yo puedo hacer algo cuando esté allí, por lo menos informar de lo que está pasando en España…
La mirada ahora se mantenía en él, fija pero ausente, bajo los párpados pesados, que acentuaban la expresión de fatiga y de agravio, de incredulidad recelosa.
—Nadie puede hacer nada. Nosotros mismos somos nuestros peores enemigos. Que tenga usted un buen viaje.
Inclinó ligeramente la cabeza y sin estrecharles la mano volvió a su despacho, al cuaderno donde escribía con una letra diminuta y regular a la luz de una lámpara, incluso cuando era de día, en una penumbra artificial en la que le gustaba envolverse como en un refugio.
Del resto de ese día casi no se acuerda; sólo de la irrealidad en que parecían sumirse todas las cosas ante la cercanía del viaje, todos los gestos que una vez cumplidos ya estaban en el pasado de lo que se hace por última vez. Quisiera no acordarse de la soledad agrandada de la casa en esa noche final, las horas acercándose a la partida, la luz debilitada por las averías sin reparar de un bombardeo reciente, el sabor desagradable del coñac que bebió para tranquilizarse, y que le duraba en la boca cuando se tendió completamente vestido sobre la cama, la maleta ya cerrada en el suelo, los documentos comprobados por última vez, en una carpeta sobre la mesa de noche. Se quitó los zapatos, apagó la luz, cerró los ojos diciéndose que permanecería inmóvil intentando descansar durante unos pocos minutos, no se dio cuenta de que se quedaba dormido. Despertó con la angustia de que era muy tarde y de que el camión se habría ido cuando él llegara a la estación. Pero en el reloj de la mesa de noche vio que habían pasado sólo unos minutos. En la oscuridad una voz repetía su nombre al fondo del pasillo, al otro lado de la puerta cerrada, asegurada por dentro con doble llave y cerrojo. Una mano golpeaba, despacio, para llamarlo a él sin despertar alarma, y alguien decía al mismo tiempo su nombre en voz baja, acercando mucho la boca al intersticio de la puerta y el marco, respirando, pronunciándolo como si su sonido bastara para vencer la resistencia de la plancha de madera, su grosor y su peso de roble, la firmeza del cerrojo de acero y de los pestillos echados. «Ignacio», decía, «Ignacio, ábreme». Esta vez no eran golpes ni pasos violentos en la escalera la razón de que hubiera despertado, no el motor de un automóvil deteniéndose en la acera en el silencio de las cuatro de la madrugada o el brillo de unos faros listando de claridad eléctrica la penumbra del dormitorio a través de los postigos. Era una voz, lenta, reiterada, conocida, identificada muy pronto, en cuanto se disipó el aturdimiento del sueño. Se sentó en el filo de la cama y hubo unos momentos de silencio, como si hubiera soñado la voz. Estuvo un rato así, alerta, la espalda erguida, las manos sobre las rodillas, queriendo creer que no volvería a oír que lo llamaban, que no se repetirían los golpes en la puerta. De no haber sido tan profundo el silencio la voz de Víctor no habría atravesado con tanta nitidez las puertas cerradas y el espacio de las habitaciones vacías. Se levantó procurando no hacer ningún ruido, no encendió ni siquiera la lámpara de la mesa de noche, por miedo a que lo delatara el clic del interruptor. Pisó con cautela, un paso y luego otro, deteniéndose después de cada movimiento, avanzando en la penumbra, de una habitación a otra, vislumbrando las manchas blancas de las sábanas que cubrían los muebles. Antes de llegar al recibidor tan sigilosamente como si se deslizara unos milímetros por encima del suelo se quedó paralizado al oír de nuevo la voz, al identificarla sin la menor incertidumbre, reconociendo en ella la impaciencia, la ira mezclada con el miedo, la aspereza ronca de alguien que lleva mucho tiempo sin hablar alto y tal vez sin beber agua, que tiene fiebre, que está herido. «Ignacio, por lo que más quieras, ábreme, sé que estás ahí y que me estás escuchando, te oigo respirar.» Pero era imposible que percibiera su presencia, si él mismo apenas notaba el aire silencioso en las aletas de la nariz, si estaba tan quieto que podía sentir los latidos del corazón en las sienes igual que en el pecho. «Ignacio, me buscan, no tengo dónde esconderme, déjame entrar y te prometo que me iré antes que sea de día. Nadie me ha visto entrar. No voy a comprometerte, Ignacio, nadie me verá salir, por lo que más quieras.» Adelantó la mano hasta rozar la puerta. Levantó con extremo cuidado la delgada tapa metálica de la mirilla, que se adhería a las yemas de sus dedos. Se asomó con cuidado, como si el otro pudiera verlo desde fuera. Pero tampoco él vio nada. El rellano estaba a oscuras. La luz del techo se había fundido hacía tiempo y el portero no la había cambiado. Pero en cualquier caso Víctor no se habría atrevido a encenderla. Escuchaba el roce de su cuerpo contra la puerta, adhiriéndose a ella, la respiración agitada, el chasquido de la lengua en la boca escasa de saliva. La palma de la mano daba golpes a la vez asiduos y llenos de cautela. El jadeo se interrumpía cuando la voz iba a repetir el nombre, «Ignacio, Ignacio, por Dios, ábreme, si tú no me escondes vas a matarme, sé que estás ahí, te oigo, aunque tú no quieras, te vi entrar y sé que no has salido». Ahora había cerrado el puño, y golpeaba con los nudillos, y con la otra mano movía el pomo de bronce, como probando la posibilidad de que cediera en su resistencia, de que la puerta se abriera permitiéndole pasar a la seguridad del otro lado con el mismo sigilo con el que pasaba la voz. Dejó de golpear un rato y se quedó en silencio. Aunque no se escucharon pasos podía pensar que se había marchado. Al otro lado de la mirilla no había más que una oscuridad cóncava. Pero seguía allí, sólo que había apoyado la espalda contra la puerta y se había deslizado poco a poco hacia el suelo. Y si no se iba nunca, si perdía el conocimiento, si se quedaba tanto tiempo que cuando Ignacio Abel pudiera salir ya se le había hecho tarde para tomar el camión hacia Valencia. Quizás lo habían herido y estaba desangrándose. Quizás llevaba muchas noches en vela huyendo de un refugio a otro y se quedaba dormido en el suelo, delante de la puerta. Pero la voz volvió a sonar, más cercana todavía, más ronca, los labios pegados a la juntura entre las dos hojas de la puerta. «Ignacio, te juro que no he matado a nadie, que no he hecho daño a ninguno de los tuyos. Ignacio, ábreme. Qué van a pensar tus hijos cuando se enteren, cuando sepan que dejaste que me mataran.» Casi le parecía que le daba el aliento en la cara, que el otro cuerpo estaba pegado al suyo y notaba el olor agrio del miedo en la transpiración, en la ropa que Víctor no debía de haberse cambiado en muchos días. Esperaba pasos y no los oía. En el reloj de pulsera tintineaban los segundos. En alguna parte del edificio una puerta se abrió de golpe y luego se cerró, llaves girando y pestillos después del retumbar de la pesada plancha de madera. Inmóvil, el frío en la cara, en las plantas de los pies, supo que la voz ahora le hablaba desde un poco más lejos, quizás sólo unos centímetros, pero ya en otro mundo, como en el reino de los muertos. «Maldito seas, Ignacio. Maldito seas. Tú no has tenido nunca corazón. Ni para ser rojo, ni para ser hombre. No te creas que no sé que me estás escuchando, Ignacio.»