Tal vez la espera y el tránsito serán desde ahora el estado natural de su vida. Ya no tiene la sensación de que el viaje haya sido una fase provisional, una línea de puntos más o menos quebrada entre un lugar de partida y otro de llegada, sólidos en el mapa aunque los separe una gran distancia, Madrid y esa pequeña ciudad que en menos de una hora dejará de ser sólo un nombre, Rhineberg, donde unos desconocidos lo estarán esperando en el andén: dispuestos a acogerlo, aunque sea provisionalmente, a devolverle parte de la identidad que se le ha ido disolviendo al paso de los días, gastándose por el roce con la intemperie como un material de mala calidad. En uno de los atlas escolares que a su hija Lita le gustaban tanto Ignacio Abel había trazado para ella y para Miguel los itinerarios que deberían seguir en la aventura que él les había prometido para el curso siguiente, sabiendo ya que si se iba a América lo haría él solo y para encontrarse allí con Judith Biely, incapaz todavía de desbaratar el engaño que él mismo había alimentado. Sus dos hijos inclinados sobre él, disputándose su cercanía, en el salón con los balcones abiertos al aire del atardecer y a los sonidos de la calle, mientras su dedo índice recorría en línea recta, sobre la hoja satinada del atlas, la distancia entre Madrid y París, entre París y Saint-Nazaire o Burdeos, los puertos atlánticos de los que salían buques regulares para Nueva York, cuyos nombres Lita y Miguel ya se sabían de memoria, después de averiguarlos en las agencias de viajes cercanas, la agencia Cook de la calle de Alcalá, la otra que había en la calle Lista casi esquina a Alcántara: el Île de France, el S.S. Normandie, tan tentadores como el nombre del tren en el que viajarían a París, con sus vagones pintados de azul oscuro con letras doradas, L’Étoile du Sud, que era casi un título de novela de Julio Verne, el faro de la locomotora iluminando la noche. En el escaparate de la agencia Cook, junto a los carteles en color de paisajes litorales del norte de España y de la Costa Azul, había un modelo formidable de un transatlántico, tan detallado como las maquetas de la Ciudad Universitaria, y Miguel y Lita miraban sus detalles pegando mucho las caras al cristal, los botes salvavidas, las chimeneas, las hamacas en la cubierta de primera clase, la piscina, las pistas de tenis con sus líneas bien marcadas sobre el suelo verde y su redes diminutas. Postergando el momento de decirles la verdad, Ignacio Abel alimentaba en sus hijos un sueño que era un fraude y que acabaría en una decepción a la que no era capaz de enfrentarse. La yema del dedo índice cruzaba sin esfuerzo los espacios planos y pintados de colores, dejaba atrás fronteras que eran líneas de tinta y ciudades reducidas a un círculo diminuto y un nombre, navegaba por el luminoso azul del océano Atlántico. El mundo exterior era entonces una tentadora geografía de postales con matasellos exóticos y de carteles a todo color de ferrocarriles internacionales y travesías marítimas desplegados en el escaparate de la agencia de viajes. Lita, siempre escrupulosa, experta en novelas de aventuras, hacía mediciones con una regla y calculaba según la escala distancias verdaderas, con gran fastidio de Miguel, que se aburría con aquella deriva aritmética del juego, y más aún con la permanente exhibición de conocimientos que hacía su hermana delante del padre. Ahora la muy empollona estaba demostrándole que no sólo se le daban bien la lengua y la historia y la literatura sino también las matemáticas, qué sería lo próximo.
Esa distancia de los mapas lleva Ignacio Abel recorriéndola más de dos semanas, tan solo como si hubiera tenido que atravesar un desierto, asaltado por espejismos y voces, por el deseo de una mujer a la que está siempre buscando entre las caras extranjeras y a la que tal vez ya ha perdido, remordido por el malestar de saber que en el fondo no hizo todo lo posible por entrar en contacto con Adela y sus hijos, a pesar de que estuvieran al otro lado de las líneas del frente. Podría haberlas cruzado, al menos en los primeros días, cuando todo era aún impreciso, cuando aún se pasaba con relativa facilidad de una zona a otra, antes de que los frentes estuvieran de verdad definidos, de que la guerra fuera algo más que terror, incertidumbre y confusión, cuando esa palabra ni siquiera era pronunciada todavía, con su extraña obscenidad primitiva, guerra. Las guerras, como las desgracias, les suceden a otros; las guerras están en los libros de historia o en las páginas internacionales de los periódicos, no en la calle a la que uno baja todas las mañanas y en la que ahora puede encontrarse un cadáver o el socavón de una bomba o los escombros negros de un incendio. Apoya la cara en la ventanilla y nota en las cuencas de los ojos el cansancio de tantos paisajes que ha visto deslizarse desde que salió de Madrid, todos unidos ahora en una sola secuencia, como una película de duración inabarcable que no dejara de proyectarse ni siquiera en los sueños. Está viendo los bosques otoñales de los que Judith le habló tanto y no tiene ánimo para fijar de verdad su atención en ellos: los rojos, los amarillos vibrando al sol como llamaradas inmóviles, las hojas levantadas por el viento de la locomotora que flotan en el aire como mariposas enloquecidas y chocan contra el cristal y desaparecen; los cañaverales surgiendo del agua color cobalto, las bandadas de aves acuáticas que levantan el vuelo con un brillo metálico en las alas. Recuerda algo que Judith le había dicho la primera tarde que estuvieron juntos, bebiendo y conversando en el bar del hotel Florida hasta que perdieron la conciencia del tiempo: que esos colores eran lo que más añoraba de América en el otoño de Madrid. Porque los ha imaginado tanto a través de las palabras de ella ahora que por fin está viéndolos le parece que forman parte de su catálogo personal de las cosas perdidas. A lo largo de la orilla del río los bosques se extienden hacia el horizonte en oleadas de colinas, en cuyas cimas se distingue con frecuencia una casa de campo, aislada y solemne como un templo antiguo en una pintura de Poussin, los cristales heridos por el sol suave de octubre. Cómo habría sido esconderse en una casa semejante junto a Judith Biely, no durante cuatro días, sino durante mucho tiempo, la vida entera; cómo se verá desde lejos el edificio de la biblioteca de Burton College si de verdad llega a existir (pero en las últimas cartas y telegramas nadie ha vuelto a mencionar el encargo: quizás está viajando tan lejos para no llegar a nada, para no tener siquiera una disculpa que otorgue un poco de dignidad a su huida). Le falta muy poco para llegar a su destino y se le hace imposible imaginar la antigua vida sedentaria, recordar siquiera con algo de certeza ese tiempo anterior en el que no andaba siempre de un lado para otro, en el que su estado permanente no era la soledad y su medio natural no eran los trenes, las estaciones, los pasos fronterizos, los amaneceres en ciudades desconocidas, las habitaciones de hotel, la provisionalidad siempre renovada, la vida en suspenso cada día y casi cada minuto. Qué raro será tener de nuevo un oficio, horarios, un estudio, un tablero de dibujo. Pero más raro aún haber sido ese hombre que volvía cada tarde a su casa aproximadamente a la misma hora y se sentaba a leer el periódico en el mismo sillón moldeado por la forma y el peso de su cuerpo y gastado por el roce de sus codos; el que una tarde había abierto un atlas sobre sus rodillas para imaginar junto a sus hijos el itinerario de un viaje futuro, aunque también ficticio, con horarios ciertos y fecha de regreso.
Tan desconcertante como la facilidad con la que todo lo que parecía más sólido se derrumbó en Madrid en el curso de dos o tres días de julio era su propia destreza para acomodarse sin queja y sin mucha esperanza a este estado de tránsito. Qué rápido se acostumbra uno a no ser nadie y a no tener casi nada, ser tan sólo la cara y el nombre en el pasaporte y en el visado y no poseer nada más que lo que cabe en sus bolsillos y lo que lleva en la maleta, un desorden de papeles y de ropa sucia al cabo de unos días, aparte de su estuche de aseo, único vestigio indudable de otra existencia anterior, de otra manera de viajar, descansada y burguesa, un paréntesis confortable de movilidad entre dos puntos fijos. El estuche de cuero, regalo de Adela, hace juego con la maleta: de piel, con resortes cromados, con compartimentos donde se ajustaban sujetos por correas los útiles de aseo, la brocha de pelo de tejón, el cuenco plateado para la espuma, la maquinilla de afeitar con su mango de marfil y un repuesto de hojas de acero inoxidable, el frasco plano de colonia, el peine, el calzador, un cepillo para la ropa. Cada cosa en su lugar preciso, en su bolsillo o su hueco de cuero, el orden cuidadoso de los viejos tiempos, de la vida cancelada, borrosa en el recuerdo.
Tan cerca del final del viaje no siente alivio sino miedo, miedo y cansancio, como si toda la distancia recorrida en las últimas semanas, las malas noches, la vibración de los trenes, el fragor de las turbinas del barco, el mareo en un camarote poco ventilado en el que el aire caliente cobraba una consistencia aceitosa, el esfuerzo de arrastrar de un lado a otro la maleta, cayeran de pronto sobre sus hombros en un alud de extenuación. En vez de la impaciencia de llegar lo agobia otra vez el miedo a lo desconocido, la necesidad de adaptarse a nuevas circunstancias que también serán provisionales, la desgana de mantener fatigosas conversaciones con extraños, fingir interés, agradecer el favor de la hospitalidad precaria, humillante en el fondo, porque no tiene modo de corresponder a ella (quizás Van Doren no maneja tantas influencias como él decía: quizás el encargo no llegará a nada porque era el pretexto elegido casi caritativamente para ofrecerle temporalmente un refugio, para influir desde cierta distancia sobre su vida, como cuando les concedió a Judith y a él, como una divinidad benévola que controlara el tiempo, los únicos cuatro días seguidos que pasaron juntos). Es el mismo miedo que ha tenido al aproximarse al final de cada una de las etapas del viaje, la desgana de quien empieza a salir del sueño bajo una luz inhóspita y quisiera no despertar. El tren nocturno acercándose a París mientras amanecía sobre un horizonte gris de suburbios industriales y torres y muros de ladrillo ennegrecidos de hollín; la extrañeza de abrir los ojos en el camarote del barco y comprender que era el silencio de las máquinas al cabo de siete días de estrépito incesante lo que lo había despertado; y mucho antes (o no tanto, apenas dos semanas, pero los días del viaje cobran en el recuerdo duraciones desiguales, se disuelven en instantes o se dilatan en eternidades), después de la primera noche, la sorpresa de llegar a Valencia y encontrar el aturdimiento de una luz matinal excesiva, una especie de insensata primavera de octubre tan ajena al orden de los calendarios como al hosco invierno anticipado de la guerra en Madrid.
En Valencia los cafés estaban llenos de gente y las calles de tráfico, y si no hubiera sido por algunos uniformes aún más desaliñados que en Madrid y por los titulares mentirosos que voceaban los vendedores de periódicos uno podría haber pensado que la guerra sucedía en otro país o era una pesadilla de su imaginación, disipada al contacto de la primera luz húmeda del día. En Valencia les escribió la primera postal a sus hijos: una vista de la playa en colores pastel, con casas blancas y palmeras. Escribió la postal sentado en el velador de un café, mientras tomaba una cerveza fresca a la sombra de un toldo, cerca de la estación, de donde saldría en pocas horas su tren hacia Barcelona y la frontera. Le puso un sello, la echó en un buzón, queriendo no pensar que lo más probable sería que no llegara a su destino, y que sin duda no tendría respuesta. En los vestíbulos y los andenes de la estación había banderas rojas y negras y enfáticas pancartas anarquistas, pero en los coches de primera clase los revisores eran tan serviciales y llevaban los uniformes azules tan abotonados como si ni la guerra ni la revolución existieran; hasta los milicianos que pedían la documentación con gestos de amenaza conservaban el reflejo de quitarse la gorra ante los viajeros bien vestidos, a los que un momento después podían llevarse presos o expulsar del tren a culatazos. Zonas inesperadas de la antigua normalidad se mantenían intactas en medio del colapso: como ese balcón que había visto al pasar una mañana junto a un edificio bombardeado, un balcón casi suspendido en el aire, sujeto por una barra invisible al único muro que se mantenía en pie, sus filigranas de hierro perfectamente conservadas, igual que las macetas de geranios colgadas de la barandilla. ¿No decía Negrín que en España faltaba seriedad hasta para hacer las revoluciones? ¿Que todo se hacía a medias o de cualquier manera o aterradoramente mal, desde un tendido de ferrocarril al fusilamiento de un desgraciado? Ahora comprende Ignacio Abel que en esa primera mañana de viaje en Valencia aún no se había desprendido de la antigua identidad, preservada tan asombrosamente como el balcón con geranios suspendido en el aire, en el único muro de una casa que había quedado en pie después de un bombardeo. Aún era alguien; aún llevaba los zapatos lustrados y conservaba la raya del pantalón; aún hablaba con voz clara y autoridad instintiva a revisores y mozos de equipaje, a los vendedores de las ventanillas, a las que muy pronto se acercaría tan medrosamente como a los controles de documentos en las fronteras; en el interior de su maleta la ropa estaba limpia y ordenada; aún no había desarrollado el gesto nervioso de llevarse cada poco rato la mano al bolsillo interior de la chaqueta para comprobar que el pasaporte y la cartera seguían allí; aún percibía cuando apretaba la cartera el espesor confortable de los billetes de banco, recién sacados de su cuenta, cambiados parcialmente en francos y dólares en una oficina bancaria de la calle de Alcalá donde se le reconocía nada más entrar y se le trataba con cierta reverencia.
Mientras esperaba a que el director volviera de la caja con su dinero guardado discretamente en un sobre Ignacio Abel pensaba, mirando a su alrededor, en el milenarismo primitivo de las revoluciones españolas: tantas iglesias habían ardido en Madrid y sin embargo a nadie se le había ocurrido quemar o ni siquiera asaltar alguna de aquellas elefantiásicas sedes bancarias de la calle de Alcalá, que a él lo sumían en un pavor arquitectónico. La puerta estaba protegida con sacos terreros y la fachada cubierta por truculentos carteles revolucionarios; por la calle pasaban camiones de milicianos y carros de refugiados que afluían desde los pueblos del sur recién conquistados por las tropas enemigas: pero en el interior del banco perduraba la misma penumbra un poco eclesiástica de siempre, y los empleados se inclinaban sobre sus escritorios o murmuraban entre sí contra un fondo amortiguado de máquinas de escribir. Indiferente al desaliño indumentario que se había vuelto preceptivo en Madrid el director vestía el traje gris y la corbata negra de siempre, el cuello almidonado. «Así que nos deja usted, señor Abel. Otros clientes muy apreciados han tenido también que ausentarse, como usted sabe. Esperemos que esto no dure. Y que su ausencia no tenga que ser por mucho tiempo.» Sonreía y se frotaba las manos pálidas, como bruñidas por el tacto de los billetes de banco. Al decir «como usted sabe» y «esperemos que esto no dure» había mirado a Ignacio Abel con una astucia cautelosa, como tanteando una posible complicidad con ese cliente que había tenido durante años una cuenta cada vez más sólida y que también llevaba corbata. «No durará, ya verá usted»: Ignacio Abel se oyó a sí mismo hablando con una convicción militante de la que carecía, ofendido por la insinuación del director del banco, por su esperanza impúdica de que las tropas de Franco entraran pronto en Madrid. «La República acabará pronto con esos facciosos.» La media sonrisa del director del banco se le quedó helada en la cara de cera, tan eclesiástica como la claridad que se filtraba por los vitrales del techo. «Esperemos que sea así. En cualquier caso ya sabe usted dónde nos tiene.» Lo acompañó a la puerta, ahora desconfiado pero todavía deferente, satisfecho de haberle probado su influencia incluso en los nuevos tiempos al entregarle, con prudente sigilo, una cantidad de dinero muy superior a lo que estaba permitido sacar del país en las circunstancias excepcionales de la guerra.
Se quitó la corbata al salir a la calle. No convenía llamar la atención y arriesgarse a un registro llevando tanto dinero en la cartera; llevando el pasaporte con el visado, la carta de invitación de Burton College; escondiendo en el bolsillo las credenciales frágiles de una huida que se le volvía más irreal según se acercaba. Como una corriente que se acelera al volcarse sobre un plano inclinado la proximidad de la partida hacía más rápido y más sobresaltado el tiempo, sometía su pecho a una presión dolorosa, le debilitaba las rodillas, le hacía mirar más intensamente las cosas comunes que muy pronto ya no vería, las calles de Madrid, el portal de su casa, donde el ascensor ya no funcionaba nunca. El portero había cambiado por un mono azul su antigua librea con botones dorados, aunque seguía inclinándose obsequioso y venal, esperando una propina, estudiando tal vez la posibilidad de denunciar como emboscado o espía a algún vecino contra el que albergara un antiguo rencor. En cada detalle trivial en el que detenía sus ojos Ignacio Abel veía la señal indeleble del tiempo que iba a pasar antes del regreso; de lo que tal vez no volvería a ver nunca. No sentía exaltación ni tristeza, sino una abrumadora congoja física, la presión en el pecho, el peso de los hombros, el hueco en el estómago, la debilidad de las piernas. Andaba por su casa deshabitada como un aparecido, como si estuviera viendo las habitaciones y los muebles no en el momento presente ni en los recuerdos sino en el futuro de su ausencia, que empezaría justo cuando él cerrara la puerta desde fuera y echara la llave por última vez, en la tenaz duración de lo que permanece en penumbra y no mira nadie. Antes de encender las luces había cerrado uno por uno todos los postigos. Desde la ventana de su dormitorio había mirado por última vez el perfil a oscuras de los tejados de Madrid, las calles sumidas en el abismo de sombras donde sólo se escucharían los automóviles veloces de las patrullas de vigilancia y las ráfagas distantes de alguna ejecución; y tal vez, hacia la medianoche, 1os motores de invisibles aviones enemigos, volando omnipotentes sobre una ciudad sin reflectores de búsqueda ni defensas antiaéreas. Había empezado a hacer frío y la calefacción no funcionaba. El suministro eléctrico era tan débil que las bombillas daban una claridad amarillenta que no llegaba a disipar las sombras en los ángulos de las habitaciones y al fondo del pasillo, de donde ya no venían desde hacía varios meses las voces de las criadas ni su trajín en la cocina mezclado con las canciones y los anuncios de la radio. En su última noche en la casa donde llevaba tanto tiempo solo Ignacio Abel iba aturdidamente de una habitación a otra, escuchando sus propios pasos en el parquet y encontrando su cara en la turbia luz de los espejos. La maleta estaba abierta sobre la cama que en los últimos días ya no se había molestado en hacer (pero nunca antes había hecho una cama, igual que apenas había entrado en la cocina y tenía una idea sumaria de cómo se encendía el fuego en la hornilla de gas). Los trajes suyos y los vestidos de Adela colgados en el hondo armario eran fantasmas o encarnaciones sucesivas de la vida anterior, reconocibles en sus formas pero tan faltos de sustancia y de realidad como ella. Doblaba con torpeza la ropa al guardarla en la maleta. Escogía cuadernos de dibujos, algún libro, una foto de los niños tomada uno o dos veranos atrás; quitó de un marco y guardó en un tubo de cartón su título de arquitecto. Pero le habían aconsejado que no llevara demasiado equipaje: que documentos y salvoconductos podrían no servir de nada y tal vez le sería preciso cruzar a pie la frontera de Francia por algún paso clandestino. Nada era seguro ya. Ni siquiera, aunque decían que temporalmente, salían trenes de la estación de Mediodía (pero los periódicos contaban que las milicias siempre victoriosas habían desbaratado un intento del enemigo de cortar la línea férrea entre Madrid y Levante): tendría que viajar en un camión hasta Alcázar de San Juan, por donde pasaría a alguna hora incierta el expreso de Valencia. Cerró la maleta, apagó la luz, decidió echarse un rato en la cama, aunque sólo fuera para descansar con los ojos cerrados durante unos minutos; por culpa de las alarmas y los bombardeos, por el nerviosismo de la cercanía del viaje, llevaba dos o tres noches sin dormir. Al momento de tenderse sobre la cama revuelta que se quedaría sin hacer cuando él se marchara se hundió en el sueño como una piedra en el agua. Supo que se había dormido porque lo despertaron los golpes en la puerta, la voz que decía su nombre en la oscuridad.
Ignacio, por lo que más quieras, ábreme.
Cuánta distancia cabía en el espacio coloreado y liso de un mapa sobre el que se deslizaba el dedo índice: el frío en la caja del camión, las solapas del abrigo subidas y el sombrero calado, el motor achacoso, caras iluminadas fugazmente por la brasa de un cigarrillo, la llanura sin luces al fondo de la cual a veces se distinguía la vaga mancha blanca de un pueblo. En algún momento se escucharon motores de aviones y el camión avanzó muy despacio con los faros apagados. Pero Ignacio Abel tardó mucho en empezar a darse cuenta de la verdadera escala del espacio, de la extensión del mundo que atravesaría en su viaje, más desmedida aún porque le faltaban los puntos de referencia de Judith Biely y de sus hijos. Lo intuía quizás, no con su inteligencia sino con su miedo anticipado, la víspera de la partida, la última noche, mientras hacía la maleta, mientras se quedaba inmóvil en una habitación o en medio del pasillo sin recordar adónde iba, en la casa demasiado grande que en realidad nunca había sentido como suya, mientras revisaba una y otra vez los documentos y el dinero, sin decidirse a esconder una parte en el forro del abrigo o en el doble fondo de la maleta; clandestino de pronto, amenazado, asustado, desertor de su ciudad y de su país, fugitivo de la guerra en la que otros luchaban y morían por la misma causa que nominalmente era la suya, aunque ya no supiera cómo llamarla sin sentir que las palabras eran un fraude y que él mismo se contagiaba de su mentira al pronunciarlas, con o sin mayúsculas, la República, la democracia, el socialismo, la resistencia antifascista; todo desenfocado a no ser que pensara en los otros, en el enemigo, los que venían avanzando en dirección a Madrid desde el sur, el oeste, el norte, no con banderas y palabras y uniformes desastrados y fantásticos sino con una eficiente determinación de matar, con carniceros mercenarios, con capellanes castrenses de pistola al cinto y crucifijo levantado, con ametralladoras bien engrasadas, con la disciplina sin misericordia de las máquinas; los que cazaban a caballo a los campesinos igual que si exterminaran alimañas; los que después violaban y rapaban las cabezas a las mujeres de los fusilados; los que bombardearon primero y luego asaltaron a la bayoneta los arrabales obreros de Granada y Sevilla; los que ametrallaban desde los aviones las columnas de fugitivos aterrados que lo abandonaban todo para no caer bajo su dominio sanguinario. Los periódicos de Madrid publicaban mentiras triunfales y en las emisoras de radio los locutores declamaban el arrojo de las milicias populares pero la única verdad era que los otros seguían avanzando. El viento traía a veces en las últimas noches el retumbar de los cañones en el frente cada vez más próximo. Con fatalismo, con dolor y vergüenza, con el alivio de escapar y de que sus hijos estuvieran seguramente lejos del peligro, Ignacio Abel hacía la maleta y ya veía en el fervor de su imaginación el tren que lo llevaba a la frontera, el que tomaría para llegar a París, el que lo llevaría hacia la ciudad portuaria en la que el casco reluciente y curvado de un transatlántico surgiría al final de la perspectiva de una calle arbolada, agigantado por comparación con los almacenes y las filas de árboles, con las últimas esquinas en las que se iluminaría de noche el letrero de un café o de un hotel. Su voluntad trastornada ya no intervenía. Mecánicamente guardaba camisas en la maleta, corbatas, ropa interior, calcetines, las cosas en las que nunca hasta ahora había reparado, las que aparecían como por milagro dobladas y planchadas en el interior de sus cajones, en las maletas de sus viajes de otros tiempos. No había cenado, y no tenía hambre. Los platos cocinados ya no aparecían mágicamente en la mesa ante él y no le apetecía bajar a tomar algo en una taberna próxima, en la que de todos modos la comida ya era mucho peor y estaba volviéndose escasa. Bebió con desgana un poco de coñac y en seguida tuvo náuseas y se sintió todavía más aturdido, más acosado de fantasmas en la casa de la que al cabo de unas horas se habría marchado tal vez para siempre, la pesada puerta resonando al cerrarse en las habitaciones clausuradas y a oscuras. Amor mío, hija mía, hijo mío, esposa mía traicionada y humillada, sombras olvidadas de mis padres muertos. El coñac en el estómago vacío exageraba el vértigo. Se echó en la cama y se quedó dormido unos minutos y lo que ocurrió después cuando los golpes en la puerta lo despertaron tuvo una calidad de mal sueño de la que prefería no acordarse, aunque la voz siguiera sonando en su conciencia. Ábreme, Ignacio, por lo que más quieras. A las doce de la noche el camión estaría esperando junto a la estación de Atocha. Sabía que era una insensatez y sin embargo cruzó Madrid a pie por calles secundarias en las que no era probable que aparecieran los automóviles de las patrullas. A punto de salir, la maleta ya cerrada junto a la puerta, el abrigo y el sombrero puestos, recorrió una por una todas las habitaciones, fue apagando todas las luces, asegurándose de que los grifos quedaban cerrados, como si se marchara para unas vacaciones. Lo que parece que viene durando toda la vida y que durará para siempre se interrumpe de un día para otro y no deja ni rastro. En el cuarto de sus hijos, sobre el pupitre de Lita, estaba el atlas que había examinado junto a ellos a finales de mayo o principios de junio, cuando ya hacía calor en Madrid y los balcones se abrían de par en par al fresco del atardecer, dejando entrar los ruidos del tráfico y las voces agudas de los chicos vendedores de periódicos, el silbido de las golondrinas que habían anidado bajo los aleros. En el espejo del armario se vio de pronto como un intruso y se acordó con una vergüenza sin consuelo de la bofetada que le había dado a Miguel. Hijo mío, remordimiento mío. Los cuadernos y los libros de Lita estaban ordenados en una estantería encima del pupitre: en los títulos podía seguirse la secuencia de su aprendizaje de lectora en los últimos años, los libros de Celia, después Verne y Salgari, muy pronto Jane Eyre y Cumbres borrascosas. Rozaba los lomos de los libros, la madera de los dos pupitres gemelos. Abría los pequeños cajones percibiendo una exhalación largo tiempo guardada de olores escolares: a tinta, a madera de lápices. En el cajón de Miguel había papeles y cuadernos amontonados de cualquier manera, señales de la prisa de última hora para dejarlo todo recogido antes de salir hacia la casa de la Sierra; al fondo de todo, Ignacio Abel encontró programas de mano de películas y fotografías de actores recortadas de revistas de cine, una de ellas del joven Sabú con el torso desnudo, con un turbante como de Las mil y una noches, ESCÁNDALOS EN LA MECA DEL CINEMA: TODO SOBRE LA MUERTE MISTERIOSA DE THELMA TODD. Recortando fotos de artistas de cine y repasando sus cromos de colores brillantes y sus programas de mano de películas para las que su padre no le había dado permiso habría pasado Miguel muchas de las horas en las que se castigaba inapelablemente a quedarse estudiando en su cuarto, SHIRLEY TEMPLE HA CUMPLIDO SIETE AÑOS Y GANA DOS MILLONES DE PESETAS AL MES. Se acordaba de entrar a él y de ver que el chico guardaba algo rápidamente en el cajón o entre las páginas del libro, la cabeza inclinada en un simulacro poco efectivo de concentración y perseverancia, la pierna derecha moviéndose bajo el pupitre. Con qué inútil aspereza lo había tratado muchas veces, con qué sorda crueldad, más aún por comparación con la niña, hacia la que había disimulado tan poco su favoritismo inaceptable. Pero quizás su hijo, en quien él pensaba tanto, no se acordaría demasiado de él, habituado ya a su ausencia, a la nueva vida familiar y escolar que llevaría al otro lado de la frontera de la guerra, en el otro país enemigo al que era tan difícil que llegaran las cartas y las postales. Quizás a él le seguía doliendo su promesa incumplida y desde el principio falsa del viaje a América mucho más que a sus hijos, los receptores del engaño.
Apagó las lámparas gemelas de los dos pupitres y salió de la habitación con el sigilo antiguo de cuando esperaba a que se hubieran dormido. De pronto se le volvía irrespirable la densidad de tantas ausencias que llenaban la casa, alzándose en torno a él en los últimos minutos antes de la partida, al mismo tiempo expulsándolo y cerrándole el paso, tan visibles como las formas de los muebles y de las lámparas debajo de las sábanas que las cubrían. Durante los últimos meses la casa había sido un espacio inerte, un escenario abandonado, regido por la soledad y el desorden, dominado poco a poco por la invasión del polvo y el olor a cerrado. Ahora se convertía en un teatro de sombras, agigantadas y móviles como las que proyecta contra las paredes el círculo de claridad de una linterna. Con la cautela de un ladrón se marchaba ahora de ella; con la inquietud de haber olvidado algo de una importancia decisiva; cerrando la puerta despacio y en silencio; no echando la llave; bajando los escalones de mármol casi en la oscuridad, porque hacía mucho que se había fundido la luz de la escalera y nadie la reponía, igual que nadie había venido a reparar el ascensor; temiendo cruzarse con alguien, o ser visto por el portero, que se extrañaría de verlo salir a esas horas con una maleta, que quizás daría el aviso a alguna de las patrullas que de vez en cuando venían a registrar los pisos, en busca de sospechosos y de emboscados, en ese barrio burgués donde la mayor parte de los vecinos habían tenido la suerte de encontrarse de vacaciones cuando estalló la revolución.
Una figura solitaria, caminando muy cerca de las paredes, a la claridad escasa de la noche de luna, en la ciudad con las ventanas cerradas y los faroles apagados, retraída contra el peligro, aguardando en un silencio hosco y cargado de tensión la llegada del frío y tal vez la de los invasores: el sombrero sobre los ojos, la gabardina de viaje, la maleta en la mano, los pasos resueltos y a la vez llenos de cautela, la atención alerta a cualquier ruido alarmante, a las campanadas del reloj de una torre que le indicaban que tenía tiempo de sobra para llegar a la cita junto a la estación de Atocha, donde un salvoconducto firmado por el doctor Juan Negrín le permitiría ocupar un sitio en un camión que partía hacia Valencia llevando una carga no especificada de documentos oficiales, custodiada por hombres de uniforme. Al principio le costó acostumbrarse a la permanente incertidumbre; a la incomodidad de buscar el sueño arrebujándose de cualquier manera contra el frío, apoyando la cabeza en la maleta, el cuerpo entero sujeto a vibraciones y frenazos, o tendido sobre la madera de un banco, o sobre el mármol frío de la sala de espera de una estación a la que no llegaba un tren; a abrir los ojos al amanecer y no saber dónde estaba; a no saber si sus documentos recibirían la aprobación del vigilante o el policía o el gendarme o el guarda fronterizo o el empleado de aduana que los escrutaba durante un tiempo interminable. Cada partida era un alivio, el final de una espera de duración casi siempre imprevisible; cada llegada, cada aproximación a un nuevo punto de destino, una inquietud que poco a poco se convertía en angustia. La paciencia era una pura inercia física acentuada por el cansancio: colas de gente esperando a que se abriera una ventanilla, a que un viajero terminara de ser interrogado, a que un guardia examinara uno por uno cada prenda de ropa y cada objeto de aseo y cada recuerdo trivial contenido en una maleta. En salas de espera, barreras de control y puestos fronterizos Ignacio Abel se iba agregando a una nueva variedad de la especie humana que hasta entonces le había sido ajena, a no ser por su trato con el profesor Rossman, la de los pasajeros en tránsito, la de los portadores de maletas muy rozadas y credenciales dudosas, nómadas con zapatos de tacones torcidos y documentos de identidad con muchos sellos y con un aire evidente de falsificaciones. El tren que lo había traído de Barcelona al segundo o tercer día de su viaje se detuvo en Port-Bou a la caída de la noche y los pasajeros avanzaron en silencio y se pusieron en fila delante de una caseta que estaba junto a la barrera fronteriza. Al otro lado paseaba un gendarme francés que se protegía contra la llovizna con una capa corta de hule. Unos pasos más acá de la bandera francesa no estaba la de la República Española, sino la roja y negra, enorme, con las iniciales anarquistas cosidas en el centro. Qué pensaría Negrín si viera esa usurpación: si tuviera que someter su carnet de diputado y su pasaporte diplomático al examen de los dos milicianos armados con fusiles máuser, con pistolas al cinto, con cananas de munición sobre el pecho, con pañuelos rojos y negros atados al cuello, con patillas de bandoleros de litografía romántica, que interrogaban uno por uno a los pasajeros. Por precaución Ignacio Abel se había quitado la corbata antes de bajar del tren y había guardado el sombrero en la maleta. Aún no se había adiestrado en el nuevo oficio de la espera y la paciencia, de la humillada mansedumbre. Entregó el pasaporte abierto por la página de la fotografía, mirando un momento a los ojos al miliciano, pequeños y muy enrojecidos. Chupaba una colilla, tan aburrido o tan cansado que no se molestaba en volver a encenderla. Sentada en un banco contra la pared lloraba una mujer a la que le habían negado el paso, bajo un cartel en el que un pie calzado con una alpargata campesina aplastaba una serpiente de tres cabezas, la de Hitler, la de Mussolini y la de un obispo. Los otros viajeros la miraban sin decir nada, sin un rastro de simpatía en ninguna de las caras, apartando los ojos cuando la mujer levantaba la cabeza, como para no contaminarse con su desgracia. El miliciano fatigado escupió la colilla y fue pasando las hojas del pasaporte de Ignacio Abel, humedeciéndose el pulgar con la punta de la lengua. No imaginaba cuántas inspecciones semejantes tendría que pasar en las próximas semanas, cuántas veces una mirada inquisidora se levantaría de la foto en el pasaporte para examinar su cara, como si fuera preciso establecer la veracidad de cada rasgo, como si ni siquiera la fotografía más exacta ni la absoluta claridad de los datos inscritos en un documento todavía no desgastado por manos negligentes o sucias eliminaran del todo la posibilidad de la impostura, la conveniencia de una detención, o tal vez tan sólo de una demora, el tiempo suficiente para que el extranjero sospechoso perdiera el próximo tren o se retrasara y se agotara un poco más en su viaje de huida. Con el tiempo fue observando variantes, rasgos comunes: una actitud de cansancio que de algún modo resultaba amenazadora, una complacencia en la lentitud, una violencia seca en el gesto de imprimir un sello, una fecha de entrada o salida, una manera de interrogar en voz baja, para que la dificultad del idioma fuera más grave. En cada paso fronterizo sentía que su cara estaba cambiando, al confrontarse una vez más con la inquisición de los guardias; que también se iba modificando la cara de la fotografía, al volverse cada vez más lejana, la cara de otro tiempo, la de alguien insensatamente ajeno a las tormentas del más cercano porvenir.
La aspereza desganada y agresiva de los milicianos españoles fue menos hiriente que la frialdad de los gendarmes franceses, pulcramente uniformados, gritando con grosería a las campesinas españolas que les tenían tanto miedo y no comprendían sus órdenes. Más alto que la gente a su alrededor, mejor vestido, capaz de contestar a los gendarmes en francés, Ignacio Abel se sabía incluido en el mismo desprecio, y esa conciencia le daba un sentimiento amargo de fraternidad. También él era un sale espagnol: con la única diferencia de que él sí entendía los insultos; el mayor de todos los cuales no necesitaba ser formulado, porque saltaba a la vista nada más cruzar la frontera: la estación limpia, los gendarmes afeitados, con cuellos duros impecables, con un brillo de buena alimentación en las mejillas, los carteles de playas de la Costa Azul y de viajes transatlánticos y no de consignas revolucionarias o guerreras, el ventanal de un restaurante, el letrero luminoso de un hotel. Cruzando la frontera descubría de golpe la pesadumbre de su enfermedad española, de la que podría escaparse pero para la que tal vez no habría cura, aunque a él sí le fuera posible disimular los síntomas: sobre todo si se alejaba cuanto antes de sus compatriotas, los que no podían eludir las miradas hostiles ni esconder los estigmas de su extranjería y su pobreza: las boinas, las caras mal afeitadas, los pañolones negros, los refajos de luto, los grandes líos de ropa sobre las espaldas, los bebés mamando de pechos colgantes, los refugiados españoles saliendo de los vagones de tercera y acampando como zíngaros en los andenes de la estación. Pero él había viajado en primera clase; podría entrar en el restaurante de la plaza y cenar junto a la ventana, bebiendo una botella de vino excelente; tras los visillos del restaurante podía distraer el tiempo que faltaba para que saliera el tren hacia París paladeando una copa de coñac, mirando a sus compatriotas que compartían trozos de tocino, panes oscuros y latas de sardinas agrupados en los escalones de la estación. Porque había perdido a lo largo de los años el instinto de la frugalidad y el miedo al mañana no se acostumbraba aún a medir el dinero; no sabía renunciar a los privilegios que durante tanto tiempo le habían hecho confortable la vida. La distancia social aún lo protegía. Empezó a saberse despojado de ella esa misma noche, en el expreso hacia París, donde no había billetes disponibles de primera clase, donde tuvo que ocupar un asiento de segunda sin reserva del que fue expulsado con brusquedad humillante en la primera parada, cuando entró en el compartimento el viajero irritado que reclamó su derecho ante el revisor y le dedicó una mirada de desdén mientras Ignacio Abel se cruzaba con él para salir al pasillo, despeinado, con su maleta en la mano, el usurpador expulsado a codazos del sueño y del asiento que no le correspondía, que era el derecho intangible de un ciudadano francés con unas greñas escasas aplastadas sobre la calva y con una insignia de algo en la solapa. Aún no había aprendido a que no lo hirieran esos contratiempos; a dormir en cualquier sitio de cualquier manera; a no recibir el trato deferente que había dado por supuesto en su vida anterior. El pasillo del tren también estaba lleno de gente y tardó varias horas en poder sentarse en el suelo, en quedarse medio dormido sobre la maleta. La patada indiferente del gendarme que lo despertó siguió doliéndole en su orgullo muchos días, tal vez la primera lección seria de su aprendizaje: pero aún no había aprendido a aceptar la humillación y a no rebelarse contra ella, a agradecer la benevolencia del que podía hacerle daño en vez de escandalizarse por su mezquina tiranía.
Y en las primeras noches del viaje aprendió algo que tampoco habría sabido imaginar: que su amor hacia Judith Biely, aletargado en Madrid por el fatalismo de la pérdida, por la extrañeza acuciante del nuevo mundo traído por la guerra, revivía intacto nada más salir de España. No de golpe: primero en los sueños, luego en la conciencia, en la melancolía de los despertares en los que se encontraba de pronto sin ella, cuando un segundo antes la había abrazado en un sueño, la había visto alta y desnuda frente a él, acercándose, rozándole la piel primero con su pelo rizado, después con los labios. En esos trenes en los que él viajaba ahora Judith había recorrido Europa antes de conocerlo; y por lo que él sabía, o lo que no sabía, no era imposible que se la encontrara en el tumulto de una estación o en una calle de París, o en un café de una ciudad portuaria de la que salieran buques hacia América. Judith Biely saltaba de la tristeza de la memoria a la inminencia del porvenir: el que se desplegaba ahora ante él, y también el otro porvenir fantasma que no había sucedido, el del viaje a América que planearon juntos y no llegó a cumplirse, suspendido ahora entre el recuerdo y la imaginación con el resplandor de un espejismo sin tiempo. El deseo avivado en los sueños alimentaba los celos como un devastador efecto secundario: con qué hombres habría estado antes de encontrarse con él, una mujer joven y libre deslumbrada por Europa, tan olvidadiza de su propio atractivo como ignorante de las ideas que podrían hacerse sobre ella los varones que tomaban su desenvoltura americana por disponibilidad sexual; con qué hombres se habría encontrado ahora, después de marcharse de Madrid, aliviada no sólo del amor, sino también de la culpa y de la indignidad del engaño. Si tu mujer hubiera muerto yo nunca me lo habría perdonado, si se hubiera ahogado en ese estanque por culpa nuestra.
En los sueños luminosos y frágiles de las noches del viaje Ignacio Abel volvía a encontrarse con ella en la inocencia adánica de las primeras veces, cuando les parecía que el mundo, aparte de ellos, estaba tan deshabitado de otras presencias humanas como el paraíso terrenal. A medida que iba perdiéndolo todo, que se le acababa el dinero, que se le deterioraba la ropa y hasta iba perdiendo las costumbres más exigentes de la higiene; a medida que se acostumbraba o se resignaba a la idea de que el viaje no terminaría nunca, Ignacio Abel recobraba más nítida la presencia fantasma de Judith Biely; despertaba de unos minutos de sueño agitado en una estación o en el camarote del barco con el trofeo valioso de su voz recién escuchada o de la sensación exacta del roce de sus pezones sonrosados; durante unos segundos la veía viniendo hacia él en dos tiempos simultáneos, en el recuerdo superpuesto al presente como una doble placa fotográfica. Despertó una noche y no sabía dónde estaba. Mecido en la oscuridad, muy suavemente, en el silencio, con la certeza de haber estado a punto de eyacular, con el recuerdo de uno de aquellos intercambios de palabras en inglés y en español que eran tan gustosos como la mezcla de sudores, de salivas y flujos: «I’m coming, córrete, cómo lo dices tú, I’m coming now.» La luminosidad tenue en el ojo de buey sobre su litera lo situó en el espacio, pero no en el tiempo. Podía haber despertado al cabo de varias horas de sueño o llevar dormido unos pocos minutos. No tenía sueño y no estaba cansado. Por primera vez las planchas metálicas no vibraban, no llegaba a sus oídos el ritmo pesado de las máquinas. Se puso la gabardina sobre el pijama y subió a la cubierta, siguiendo pasillos estrechos y poco iluminados en los que no había nadie. Una sensación de lucidez aguda y ligereza física era tan intensa como el aire de sueño que el silencio y la soledad otorgaban a las cosas. Se apoyó en una barandilla y no vio nada, salvo las guirnaldas de luces suspendidas sobre la cubierta, difuminadas en una niebla espesa, aunque nada fría, inmóvil en la noche sin viento. De vez en cuando se escuchaba al fondo el chapoteo débil del agua contra el casco, y llegaba de lejos la sirena grave de otro buque, revelando acústicamente la anchura del espacio invisible. También oía cerca un sonido idéntico al de una campana de iglesia, una campana que repetía monótonamente una cierta cadencia, como la de la llamada a misa o al rezo del rosario en los atardeceres de una capital de provincia española. El oído se iba ajustando a las lejanas impresiones sonoras como la pupila a la llegada muy lenta de la claridad. Oyó voces muy cerca pero aún no distinguía a nadie. Sólo un poco después empezó a distinguir formas acodadas en la barandilla que la niebla y la oscuridad le habían ocultado hasta entonces. Abrigos echados sobre camisones y pijamas; manos que se extendían en una dirección en la que él no distinguía nada. Poco a poco fue consciente de un sonido ronco y continuo que parecía venir de las bodegas más profundas del barco. Pero se apagaba, y volvía el silencio, y con él las voces más claras y los golpes del agua contra el casco; las voces haciéndose más precisas, como las caras iluminadas por mecheros que se encendían un instante, por brasas de cigarrillos, caras familiares después de una semana de travesía. Hacia un lado se veía una línea larga de luces que parpadeaban; hacia el otro, una sombra alta y compacta, como un acantilado basáltico, destacando apenas en la niebla, casi negro contra el gris muy oscuro en el que se disolvía, punteado ahora de constelaciones, al mismo tiempo que el rumor se volvía más poderoso, poco a poco discordante. El oído y no la vista le reveló primero que al fondo de la niebla estaba Nueva York; que había notas agudas de cláxones en el zumbido formidable; tableteos súbitos de trenes sobre puentes de hierro; sirenas de barcos y de fábricas. En la niebla cada vez más clara descubría los perfiles verticales de la ciudad como si estuviera viendo definirse los rasgos de una presencia deseada. Estar llegando a Nueva York era, insensatamente, sentir otra vez el estremecimiento de la cercanía física de Judith Biely; imaginar contra toda expectativa racional que ella estaría esperándolo a la salida del muelle; que aparecería en el vestíbulo del hotel, o al fondo de una calle, o en el sendero de un parque, como había aparecido tantas veces en Madrid. La ciudad estaba tan asociada a ella que no era posible llegar a Nueva York y no encontrarse con Judith Biely. Y junto al deseo regresaba el miedo ante aquel abismo poderoso en el que sería tan fácil perderse, ante la escala de un mundo que se hacía más desmedido según la niebla se aclaraba. La campana de iglesia era la de una boya que oscilaba con las olas y el viento, una alarma en la bruma. Esos acantilados de torres surgiendo de las aguas eran una ciudad: ese mar de aguas color de acero y orillas perdidas en la distancia era un río. Habría que revisar de nuevo los documentos, que prepararse para el nuevo escrutinio, para las miradas desdeñosas y hostiles y los posibles gestos groseros, para la paciencia y la indignidad. En las caras estragadas por la noche tan breve que ahora llenaban la cubierta Ignacio Abel reconocía a los que ya eran sus semejantes: los fugitivos de Europa, los mal afeitados, los que llevaban maletas sujetas con cuerdas, los que manoseaban nerviosamente carteras de documentos. Cómo los distinguía de los otros, los viajeros por gusto y los hombres de negocios, los que tenían un pasaporte sólido, una credencial indiscutible. Quizás cuando uno pasaba al otro lado de la frontera entre los unos y los otros ya no había la posibilidad del regreso. Quizás él mismo, cuando sometiera sus papeles al escrutinio de los aduaneros americanos, descubriría que en el tiempo de su viaje la República Española había sido ya derrotada y por lo tanto él era ciudadano de un país inexistente. Bajó al camarote a vestirse y a preparar una vez más la maleta y cuando subió con ella a la cubierta la niebla se había disipado: con estupor descubrió los colores todavía débiles que cobraban las cosas, los bronces de las cornisas, los azules del cielo, los verdes sombríos del agua en los muelles, los rojos y ocres del ladrillo, punteados a la primera luz del día por resplandores de azulejos en las terrazas de los edificios más altos, en los que a veces también se distinguían manchas verdes de árboles, oros y burdeos de enredaderas otoñales. Judith Biely no le había advertido y él no había sabido imaginar que Nueva York no era una ciudad en blanco y negro como en las películas.