22

Nada más verla sentada en la mesa de siempre al fondo del café comprendió que su cara ya no era la misma, que sus ojos no iban a mirarlo de la misma manera. Judith no advirtió que él había llegado. No había estado atenta, como otras veces, impaciente, la mirada fija en la claridad que venía de la entrada y se debilitaba en penumbra hacia los rincones donde ellos solían refugiarse, incapaz de hacer caso al periódico o al libro o a los papeles que tenía delante. Era ella quien había propuesto que se encontraran en el café: la idea de ir esa mañana a casa de Madame Mathilde le producía repulsión física. No levantó la cabeza aunque debió de oír la puerta de cristales abriéndose en el café casi vacío. No estaba leyendo el libro abierto que tenía en las manos. Fumaba, lo que era muy raro en ella a esa hora. No había tocado el café con leche que tenía delante, y que ya no humeaba cuando Ignacio Abel se acercó a la mesa. Por un instante doloroso fue una extraña: una mujer a la que no reconocería cuando levantara la cabeza, ante la que murmuraría una disculpa por haberla confundido con otra. Antes de que Judith alzara por fin los ojos Ignacio Abel tuvo tiempo de verse en el espejo que había detrás del diván rojo donde ella estaba sentada. Tampoco su cara era ya la misma, y no sólo porque no hubiera dormido nada la noche anterior, que había pasado casi entera en el corredor del sanatorio, sentado delante de una puerta cerrada detrás de la cual no distinguía ningún sonido por mucha atención que prestara. Daba vueltas por el corredor, desierto a esas horas, esperando, oyendo rumores de voces, vagas quejas de enfermos emitidas en sueños. Algunas veces la puerta de la habitación se abrió para dejar paso a una enfermera, que cerraba en seguida, nada más salir, para asegurarse de que él no entraba, o al médico de expresión sombría que al principio no le había dado ninguna esperanza y sólo mucho más tarde, ya amaneciendo, le dijo que la paciente había respondido al tratamiento de reanimación. Probablemente, aunque todavía era pronto para afirmarlo con seguridad, se recuperaría sin que le quedaran secuelas. En ningún momento el médico preguntó qué había ocurrido: ni siquiera dijo la palabra accidente. Sólo miraba con un aire de reserva que tal vez escondía una acusación, la misma que brillaba en los ojos fatigados de la enfermera, la sugerida por el modo tajante con que cerraban la puerta sin dejar que se asomara, que se acercara a ella. En medio del silencio Ignacio Abel creyó oír arcadas muy fuertes, ruidos guturales que luego le parecieron, en la extrañeza de la noche sin sueño en un corredor de azulejos sanitarios y puertas numeradas bajo la luz eléctrica, producto de su imaginación. Pero al cabo de unos minutos salió la enfermera llevando un cubo medio lleno de algo que parecía agua sucia y olía a cañería y a vómito y un aparato clínico terminado en un tubo de goma negra.

—El doctor le ha inyectado un calmante. Ahora lo que necesita es descansar.

—¿Cuándo me dejarán verla?

—Eso se lo pregunta usted al doctor.

La claridad del día ya inundaba las ventanas cuando le permitieron entrar en la habitación. No sin sorpresa se encontró frente al hermano de Adela, que montaba guardia junto a la cabecera de la cama, muy pálido, las pupilas brillantes, los párpados enrojecidos, las quijadas más descarnadas que nunca, oscuras de barba, la expresión reprobadora, la mirada fija en él y acusándolo de algo, tal vez no una falta concreta que hubiera causado la desgracia de su hermana (el accidente, decidieron llamarla) sino de una vileza general, anterior a los pormenores más o menos censurables de su comportamiento, una condición maléfica que él, el hermano pequeño y sin embargo protector, desde muy joven había estado esperando que se manifestara, desde que el pretendiente improbable se insinuó en la vida de Adela. De modo que el médico y la enfermera estaban confabulados con él.

—Tendrás que explicarme cómo has hecho para que no me dejaran entrar.

—Tú eres el que tienes que explicarme esto.

Señaló a su hermana, dormida, bajo el efecto de los sedantes, la cara ancha casi gris por contraste con la blancura del embozo, más pálida aún en la habitación que se llenaba con la primera claridad dorada del día. Tenía la boca abierta y los labios hinchados, con un tinte violáceo. El pelo todavía húmedo se esparcía desordenado y canoso encima de la almohada. Ignacio Abel permaneció callado, igual que la noche anterior en el teléfono, cuando Víctor empezó a acusarlo de algo que no sabía lo que era sin explicarle qué le había sucedido a Adela y dónde estaba.

—Tú tienes la culpa. A mí no me engañas.

—La culpa de qué.

—Mi hermana ha estado a punto de ahogarse.

Pensó, hipnotizado por un acceso de frío y de náuseas, el sudor de la noche irrespirable de junio quedándose frío en su espalda y en la mano que sostenía el teléfono: sabe lo que ha ocurrido; sabe que Adela encontró las cartas y las fotos. Pero eso era imposible, comprendió un poco después, al enterarse de que ella estaba inconsciente en una habitación del sanatorio para tuberculosos. El guarda de la central eléctrica abandonada, que hacía su ronda hacia esa hora de la tarde, oyó que un cuerpo caía al agua y se asomó a la ventana. No vio a nadie, al principio: sólo la ondulación que se expandía sobre la superficie casi siempre inmóvil. Alguien o algo, tal vez un animal que se inclinaba para beber, había caído al agua muy profunda, pero era muy raro que no manoteara para subir a la superficie. Bajó corriendo a la orilla, cerca de donde afloraba una hilera vertical de burbujas. Un sol neblinoso de media tarde traspasaba oblicuamente las capas intermedias del agua: vio a la mujer hundiéndose, o ya hundida hasta el fondo y empezando a ascender y quedando suspendida y como atrapada en la vegetación subacuática, el pelo flotando como una maraña de algas, los brazos inmóviles a lo largo del cuerpo. Saltó al agua, intentó alzarla hacia la superficie, pero pesaba mucho y parecía que tiraba de él hacia abajo, que luchaba no para apoyarse en él sino resistiéndose a ser salvada. «Podíamos habernos ahogado los dos», contó luego, en la cantina de la estación, a los mismos hombres que habían visto a Adela caminar por el andén a la hora más calurosa y deshabitada de la tarde, con su bolso y sus guantes, con su pequeño sombrero torcido, con su ropa de ciudad, avanzando torpemente sobre sus zapatos de tacón. Al principio el guarda no supo quién era, no reconoció a la mujer a la que había conocido hacía muchos veranos: la cara amoratada, los ojos cerrados, el pelo pegado y chorreante. Salió al camino sin saber qué haría y de puro milagro vio venir la camioneta de los guardas forestales. El único lugar cercano donde podrían atenderla era el sanatorio antituberculoso. Un médico vinculado a la familia la había reconocido cuando vio entrar la camilla: un médico que había tratado a Víctor en uno de sus períodos de reposo y que tenía cierta amistad con él, quizás alguna conexión falangista, pensó Ignacio Abel, observando con recelo su aire un poco chulesco, casi de desafío, imaginando una camisa azul bajo la bata blanca.

El timbre del teléfono había estallado la noche anterior sobre la mesa del despacho donde él aún permanecía de pie, mirando el cajón abierto y el desastre de los papeles y las fotos en el suelo, sin inclinarse todavía para recoger nada. Lo dejó que sonara sin levantar el auricular, imaginando cobardemente que sería Adela quien llamara, tal vez desde la casa de sus padres, digna y vengativa, la voz temblándole, atragantada por las lágrimas de su definitiva humillación. Fue Lita quien cogió el teléfono del pasillo, quien abrió la puerta (Miguel estaba allí, con el cuaderno de ejercicios) y vio a su padre de pie, muy pálido, con una expresión desconcertante de impotencia, como si hubiera descubierto un robo al entrar en el despacho, una súbita catástrofe natural que lo hubiera trastocado todo. Desde dondequiera que llamara esa noche el hermano guardián se reservaba el privilegio de no contestar ciertas preguntas: dónde habían encontrado a Adela, quién, por qué estaba en ese sanatorio. «Está entre la vida y la muerte. Si le pasa algo a mi hermana te hago responsable y tendrás que responder ante mí.» La forzada jactancia, la mala literatura, el caballero andante protector de la honra de su hermana, vengador de sus agravios, la coraza de acero debajo de la camisa azul despechugada, o viceversa, el pecho hinchado, débil a pesar de la chulería y el ejercicio físico, la coraza reluciente al sol. Las cartas y las fotos seguían esparcidas por el suelo, el cajón volcado, derramando su contenido de dulces palabras súbitamente transmutadas en veneno. La realidad de unos minutos antes pertenecía ahora a una época remota. Ignacio Abel apretaba con fuerza el auricular repitiendo preguntas que su hermano político no contestaba y el sudor de la mano hacía que se le resbalara. De la calle venía una musiquilla de verbena, una de tantas verbenas del comienzo del verano en Madrid, a las que Judith se había hecho muy aficionada (sólo unos días antes la había llevado a la verbena de San Antonio; había cumplido por fin la antigua promesa de enseñarle de cerca los frescos de Goya en la cúpula de la ermita; la había estrechado contra él y le había besado la boca abierta aprovechando un hueco de penumbra). El sudor le empapaba la camisa y se quedaba frío en mitad de la espalda. Alzó los ojos y Miguel y Lita estaban en la puerta del despacho, mirando con alarma y recelo a su padre, como si también ellos supieran y acusaran, cómplices de la vigilancia de su tío, reparando en el desorden de papeles y de fotos que había por el suelo, cada uno de aquellos dones (los sobres azulados, la caligrafía reconocida como una sonrisa a lo lejos, el alivio de una fotografía que lo consolaba de no estar con ella y no acordarse de su cara) convertido en parte de una infección que ya había abatido a Adela no sabía cómo ni dónde y que tal vez dañaría irreparablemente toda su vida futura, enfrentándolo al vértigo de las consecuencias letales de sus actos. «Dónde está», repitió, temiendo que los chicos pudieran enterarse de algo, «desde dónde me llamas». La línea parecía haberse cortado: pero Víctor seguía allí, callando, sometiéndolo a sus propias normas temporales, el principio del castigo que sin la menor duda caería sobre él, con más crudeza porque ni siquiera lo había anticipado. Había preferido creer que su impunidad sería ilimitada y que entre el mundo en el que estaba con Adela y sus hijos y el que compartía con Judith habría siempre una separación tan radical como la de esos universos paralelos y simultáneos sobre los que especulaban los científicos. Ahora presenciaba atónito la magnitud del desastre sin aceptar del todo que hubiera sucedido, como una inundación o un hundimiento causado por un terremoto, una calamidad que nadie sabe prever, incluir luego en el orden de las cosas reales.

—Yo te lo dije muchas veces —dijo Judith, apartando los ojos que se habían encontrado sólo un instante con los suyos y que ya no miraban igual, detrás del humo del cigarrillo que no se llevaba a los labios, de la taza de café con leche que no había tocado: separada de él por un muro invisible que había levantado ella misma—. Te dije que rompieras las cartas, o que me dejaras guardarlas a mí. Que no las tuvieras en tu casa. No hacía ninguna falta. No era decente.

De modo que ella también lo acusaba. Hosca frente a él, muy cerca y sin embargo fuera de su alcance, de la casa de tiempo que había edificado imaginariamente para ella, sentada en el mismo rincón del café donde se habían encontrado tantas veces, discreto pero no muy escondido, no tanto que no permitiera ver a quien entraba. Bajo la mesa muchas veces se habían buscado las manos y rozado las rodillas. Habían dejado propinas cuantiosas para que el camarero habitual les reservara ese diván evitando que otros clientes se sentaran cerca, el camarero que les traía sus cafés y no volvía a no ser que lo llamaran, y que tenía ya costumbre de tratar a otras parejas clandestinas o al menos muy dudosas, caballeros maduros con señoritas jóvenes a las que habían encontrado gracias a los anuncios por palabras, parejas de novios rancios o de amantes atrapados en una rutina tan espesa como la del matrimonio que no tenían dinero para alquilar una habitación en una casa de citas. Una mañana el mismo lugar ya es otro; la cara conocida y amada es la misma y es también la de una extraña. Ignacio Abel había visto la suya en el espejo del café y era la cara de la mala noche en el hospital y la de la vergüenza y el remordimiento; la que sus hijos habían mirado la noche anterior antes de reparar en las cartas y las fotografías de alguien que sus ojos no identificaban; la que miró su cuñado en el hospital identificando en ella los estigmas de una deslealtad que por fin se había revelado, al cabo de tantos años en los que él no había cedido en su vigilancia ni se había dejado engañar por un aire de rectitud que todos los demás aceptaban, que su propia hermana reverenciaba sin desconfianza. Adelantó la mano sobre el mármol de la mesa y Judith apartó la suya. Había preferido no levantar los ojos hacia él mientras avanzaba hacia el fondo del café o tal vez no había advertido que venía, ensimismada en su propio remordimiento; no se había levantado para estrecharse contra él como si llevaran mucho tiempo sin verse y ofrecerle su boca, adelantando tentadoramente una pierna que él apresaba entre sus muslos durante un segundo. Un tiempo se había acabado, una especie de inocencia que ahora empezaban a preguntarse cómo había durado tanto, a qué precio: la cara que él había visto durante varios meses, tan limpia de culpa como de toda sombra del mundo exterior a ellos dos, quizás ya no volvería a mirarlo, los ojos tendrían siempre esa nueva expresión. En este mismo lugar donde otras veces se habían refugiado como amantes ahora se veían con el aire receloso y furtivo de cómplices de un delito sórdido: en ese café tan apartado del centro, en ese rincón de penumbra mal iluminada por una lámpara eléctrica débil y amarilla como una llama de gas. Para Judith no era menor la vergüenza: venía de una educación con las más firmes exigencias morales. Ahora caía sobre ella de golpe el estupor ante su propia inconsecuencia, su ceguera voluntaria sostenida durante tanto tiempo sin que pareciera dañarla, sin que se despertara nunca en ella, desbaratando toda la niebla y la embriaguez de palabras y deseos en la que había vivido envuelta en los últimos meses, todo el escándalo de su propia integridad acusadora. En otro país y en otro idioma la realidad habría parecido sujeta a leyes más benévolas; lo que deseaba, lo que se atrevía a hacer, habría tenido una parte entre ensoñada y conjetural de ficción (el libro que no llegaba a empezar a escribir, y que sin embargo parecía estar siendo recordado o vivido). Percibía signos, avisos; había preferido no verlos. Había acatado normas humillantes —la simulación, la clandestinidad, la mentira: las había envuelto en literatura para volver aceptable su capitulación. Sin ningún esfuerzo había dejado en suspenso sus principios de mujer emancipada, imaginando puerilmente que vivía un amor de novela, sumergiéndose en una tiniebla tan poblada de fantasmas y ecos como una sala de cine, tan ajena a la realidad como ella. Las luces del techo se encendían de pronto, forzándola a parpadear, incrédula, a salir a la luz desabrida de la calle; a esta mañana de junio en la que después de recibir la noticia por teléfono —desde que descolgó y oyó la voz de él comprendió que le iba a decir algo irreparable— había cruzado Madrid en taxi para acudir a este café despoblado y tétrico donde la esperaba la confirmación de lo ya anticipado; y junto a ella, el descrédito de las mismas cosas que antes la habían acogido, un decorado de teatro en el que se proyectara por error la claridad destructiva del día, revelando arcos falsos, pintados de cualquier manera, tarimas polvorientas, plantas artificiales, cortinas ajadas. En un sanatorio permanecía en estado de coma una mujer a la que ella, Judith, había empujado suavemente hacia el filo del estanque en el que se hundió después sin ofrecer resistencia. Se acordaba muy bien de la única vez que la había visto, fijándose en ella con una atención que tenía algo de anticipadora; observando que parecía mayor que su marido, que ni su figura ni su edad se correspondían con esa hija tan vivaz que había corrido a abrazarse a la cintura del padre al bajar éste de la tarima donde había dado su conferencia. Qué días tan lejanos, principios de octubre, envueltos ahora en gran parte en esa bruma de imprecisión con la que se recuerdan fronteras en el tiempo, cuando se está al filo de algo y aún no se sabe, en el primer paso más allá de un umbral que no se ha advertido mientras se cruzaba. Había algo que no cuadraba entre esa mujer y ese hombre, al que su mirada ávida hacía parecer más joven, su mirada y el cuidado visible que ponía en su apariencia física, su tensión alerta y sin sosiego, la de alguien que no se conforma con lo que ha obtenido, que se resiste sordamente a dar por terminada la forma de su vida. En eso no cuadraban: el fatalismo de ella, endulzado por su complacencia, alimentado por su melancolía; la disposición de expectativa que había en él, su vanagloria no del todo consciente, su aleación tan inestable de inseguridad y arrogancia, un hombre que aún esperaba algo o lo esperaba todo, que se asentaba incómodamente en lo ya logrado y se levantaba muy rápido como un huésped inquieto que espera algo o a alguien y no sabe qué, quién. Y la hija, ya casi una muchacha pero todavía con ademanes infantiles, a medio camino entre una vida y otra, abrazándose a su padre con la desenvoltura de una niña, con una naturalidad y un talento para la seducción que la madre nunca tendría. Acariciando la cabeza de su hija él ya buscaba a Judith con la cautela del que prefiere que otros no sigan la dirección de sus ojos: había en ellos algo muy descarado y muy furtivo, un examen muy rápido y sin embargo completo, del que ella tuvo una conciencia tan física como la habría tenido de una mano o de un aliento que le rozaran la piel. Todo parecía inevitable aun antes de haber sucedido; todo era de algún modo irreal, parte de la vida en suspenso que le regalaba su condición de extranjera, absuelta de la gravitación del propio país, enaltecida por la ebriedad parcial de sumergirse en una lengua extranjera, como en una atmósfera demasiado rica en oxígeno, tan limpia de memoria que todas las cosas brillaban en ella con colores excesivos. Antes de escribir una sola palabra en la reluciente Smith Corona portátil que estaba siempre sobre su mesa en el cuarto de la pensión ya había vivido como si soñara con todo detalle una novela: la del viaje europeo de una heroína de Henry James que era ella misma; quien ella había imaginado que sería leyendo esas novelas en la biblioteca pública, cerca de una ventana por la que entraban todos los ruidos y las voces de su barrio, aunque ella dejaba de oírlos, los gritos en yiddish y en ruso y en italiano de los vendedores callejeros, los relinchos de los caballos, las bocinas de los coches. Pero a diferencia de las mujeres inteligentes y generosas de James ella podría viajar sola sin rendir cuentas a nadie, ganarse activamente la vida, sentarse sola en un café sin que la señalara nadie, sin que nadie estuviera autorizado a ponerle límites. Pero qué había hecho con su libertad tan duramente conquistada, con la fantasía delegada en ella por su madre, con su novela europea: las veía disolverse esta mañana en un café grande y triste del extrarradio de Madrid, con el suelo sucio de serrín y colillas y un olor vago a urinario y a leche rancia, con divanes de peluche gastado y espejos turbios, delante de un hombre casado y mayor que ella con el que había mantenido no un amor de heroína intrépida de Henry James sino un mezquino adulterio. Desde niña se había forjado una idea de libertad que era el reverso de la amargura apática de su madre: durante los últimos meses había participado sin remordimiento en el engaño a una mujer en la que su madre se habría reconocido. Quizás fue esa semejanza lo que notó de manera inconsciente la única vez que vio a Adela, detrás de sus modales de señora culta y burguesa de Madrid, entrada en años, más de lo que le hubiera correspondido según la edad de su hija, según la disposición mundana de un marido con el que el tiempo estaba siendo menos cruel que con ella.

Había escuchado el temblor de los cristales mal ajustados de la puerta del café y sabido que era él quien entraba pero prefirió no levantar todavía la cabeza, imaginando que cuando lo mirara encontraría en sus ojos el remordimiento y la fatiga de la mala noche, y sobre todo el descrédito de un fervor que en el fondo ya había empezado a abandonarlos en los últimos tiempos, aunque ninguno de los dos lo aceptara. Su mutua entrega sexual había tenido un reverso de sacrificio humano. El tiempo se había acabado, se había desmoronado para ellos como una torre o un acantilado de arena desde la última noche que pasaron en la casa junto al mar. Huyendo de la angustia al deseo revivido, del deseo al insomnio, a la espera del amanecer de un lunes en el que la despedida sería más cruel que otras precisamente porque habían estado más tiempo juntos. Era necesario pagar pero no sabían cuánto; el amor se erigía sobre la destrucción de alguien. Sentada en el café, los ojos fijos en el mármol del velador, el humo del cigarrillo subiendo a un lado de su cara, Judith imaginaba el dolor de la otra mujer como un cuchillo que ella le hincaba con tosca obstinación en el vientre. Ignacio Abel estaba delante de ella, con la corbata torcida, con el sombrero en la mano, como si no se atreviera a sentarse, como dudando que aún le perteneciera ese derecho. Lo que se ganó en un solo minuto de deslumbramiento se pierde igual de fácil. El brillo del deseo en unos ojos se apaga igual que los iluminó. Después de pasar la noche en vela en el sanatorio de la Sierra Ignacio Abel había vuelto conduciendo a Madrid y no había tenido tiempo de ducharse ni de cambiarse de ropa. Tenía el pelo sucio, pegado al cráneo, las mejillas sombrías de barba, la papada floja bajo el mentón, la marca del sombrero en mitad de la frente, reblandecida por el calor.

—¿Llevabas mucho tiempo esperando?

—Ni me acuerdo. No he mirado el reloj.

—No pude venir antes.

—¿No deberías haberte quedado con ella?

—Está fuera de peligro. Volveré esta tarde. Todavía estaba inconsciente.

—Casi la hemos matado nosotros, tú y yo. La empujamos para que se ahogara.

—Todavía no es seguro que no fuera un accidente. Nadie la vio tirarse al agua. Iba con tacones y la piedra del filo estaba mojada. Se resbalaría.

—¿De verdad quieres pensar eso? —Ahora sí que Judith lo miraba, sus claros ojos muy dilatados, sin un parpadeo, joven y extraña a él, sin ninguna paciencia para aceptar la mentira, la atenuación de la justa vergüenza—. ¿Puedes convencerte a ti mismo o sólo lo haces para convencerme a mí?

Esa voz también era nueva: más aguda, con un filo de estridencia o sarcasmo, tan frío como el brillo extranjero de sus ojos, como su nueva rigidez física, que excluía toda proximidad. Pero ya había escuchado él ese tono otras veces, pasajeramente, cuando ella se irritaba, había visto esa mirada: la ausencia repentina de familiaridad de una mujer de otro país y de otra lengua que se repliega en ellos como cerrando una puerta con llave. Quizás no era justo ahora cuando ocurría lo que había temido tanto, cuando empezaba a perderla a causa de su culpa por la desgracia de Adela: quizás habían empezado a perderse el uno al otro algún tiempo atrás, gastados por la clandestinidad y la simulación, por el simple curso y el roce de las cosas, indignos de un amor que los abandonaba tan sin motivo como un pájaro que de repente levanta el vuelo en una tarde en calma, el mismo amor que unos meses atrás se posó en ellos sin que lo hubieran buscado ni hubieran hecho nada para merecerlo. De pronto era intolerable seguir viviendo: salir al cabo de un rato del café, como dos desconocidos, enfrentarse a la mañana inhóspita de Madrid, doblar una esquina y tal vez no verse nunca más.

—Tú no tienes la culpa de nada.

—Claro que la tengo, tanta como tú. Más que tú porque soy una mujer. Ella no me ha hecho nada y yo he estado a punto de matarla.

—Fue ella la que eligió tomar ese tren y tirarse a la presa. No fue un arrebato. Tuvo tiempo de pensarlo muy bien. Se cambió de ropa. Se puso sus guantes y su collar de perlas. Se pintó los labios.

—¿Habría sido menos grave que se tirara por el balcón vestida con su bata de casa?

—Podía haber pensado en sus hijos.

—¿Pensaste tú en ellos?

—Yo no he hecho nada para dejarlos sin padre.

—¿Saben algo?

—Sus abuelos vinieron anoche a quedarse con ellos. Les hemos dicho que su madre tuvo un desmayo en medio de la calle y que ahora mismo no la pueden visitar porque los médicos todavía la tienen en observación.

—Son muy despiertos. Sospecharán algo. ¿Qué hiciste con las cartas?

—No hay peligro. Las guardé bajo llave.

—Lo mismo decías antes.

—No volverá a ocurrir.

—Quiero que las quemes. Quiero que me prometas que las vas a quemar. Las cartas y las fotos.

—Y entonces qué me quedaría de ti.

Oyó su propia voz: estaba hablando como si ya la hubiera perdido. Adelantó la mano y la mano de Judith retrocedió contrayéndose con un gesto automático. Si la dejaba irse no volvería a verla nunca. Si se levantaba en ese momento del diván y él no la sujetaba la perdería para siempre. La vio mirar de soslayo su reloj de pulsera, midiendo el tiempo que aún le concedía, calculando la huida. Time on our hands. En la próxima media hora él tenía que ir a su casa, llamar a la oficina, hablar con sus hijos, someterse a la mirada de interrogatorio y agravio de sus suegros, darse una ducha, ponerse ropa limpia, conducir de regreso a la Sierra, al sanatorio donde Adela tal vez ya se habría despertado, donde el hermano montaba guardia, insomne, los pulmones débiles bajo la musculatura gimnástica, armado de rencor, mirando él también de vez en cuando su reloj de pulsera para medir el agravio añadido.

—Tengo que irme. Mis estudiantes me están esperando. Esperan sus calificaciones de final de curso.

—Dime cuándo volveré a verte.

—Tendrás que ocuparte de tu mujer.

—No la llames mi mujer.

—La llamaré así mientras estés casado con ella.

—Ha querido vengarse. Ha querido hacernos daño.

—Está loca por ti. ¿No tienes ojos en la cara? Tú decías que no le importaba nada, sólo el matrimonio y la apariencia. No te fijas en nada.

—Si me dejas me muero.

—No seas pueril.

Dijo childish: la mujer de treinta y dos años miraba al hombre de casi cincuenta con la incredulidad irónica que habría dedicado al arrebato teatral de un alumno literariamente enamorado de ella. Repitió, con su voz extranjera, replegada en su idioma, en los gestos veloces de la otra vida en la que él no existía: I really have to go, apagando el cigarrillo en el cenicero, recogiendo sus cosas, como si ya no estuviera en Madrid, sino en Nueva York, de regreso, habituada a un ritmo más veloz, sin lentitudes ni contemplaciones, a una franqueza seca y un poco descarnada que era uno de los muchos rasgos dejados en suspenso en los últimos tiempos, igual que el acento callejero y sincopado al que renunciaba para que él pudiera entenderla. La perdía, viéndola ponerse en pie con un gesto enérgico que disuadía de antemano de intentar retenerla, el pelo sobre los pómulos al apartar la cara para que él no la besara, tan ajena a él como al escenario mustio del café, a los camareros que la miraban alejarse con su paso enérgico aprendido para caminar por una metrópolis sin las languideces de una capital provinciana, a los funcionarios pálidos y a las parejas de amantes venales o apocados que se repartían por las otras mesas. Al levantarse le dedicó una sonrisa que era más hiriente porque en ella sólo participaban sus labios, no sus ojos, una sonrisa que cancelaba su condición de amante accesible, la posibilidad de encontrarse esta misma tarde con ella en casa de Madame Mathilde, de verla venir entre la sombra ahora esmeralda de las arboledas del Jardín Botánico.

—Cuándo volveré a verte.

—Déjame un poco de tiempo. No me llames. No me persigas.

—No puedo vivir sin ti.

—No digas cosas que no son verdad.

—Dime qué quieres que haga.

—Vuelve al sanatorio y cuida a Adela.

El nombre pronunciado en voz alta resaltaba la presencia que ya no podían hacer como que no existía. Vio salir a Judith, su espalda muy recta, el vestido ciñendo su figura delgada y ensanchándose en el vuelo de la falda un poco más debajo de las rodillas, la cabeza inclinada, los tacones de sus zapatos blancos y negros resonando en el entarimado sucio del café: no vio el mentón que temblaba ni la mano que apartaba el pelo de la cara, los ojos húmedos, heridos en la calle, después de tanta penumbra, por la claridad violenta de la mañana de verano, tan cerca del final y el desastre, piensa ahora, en el tren, río Hudson arriba, la cara contra la vibración del cristal de la ventanilla, tan sin remedio, sin saber ninguno de los dos que esa agria despedida sin ceremonia iba a ser la última.