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Lo hizo todo cuidadosamente, sin darse prisa, como poniendo en práctica un plan que hubiera tenido elaborado desde hacía tiempo, sin más síntoma de negligencia que el desorden de las cartas tiradas por el suelo y el cajón caído, todavía con la pequeña llave en la cerradura, la que Adela había advertido tal vez esa mañana, mientras supervisaba la limpieza del despacho. Las criadas tendían a quitar el polvo sin mucha eficacia y a cambiar algunas cosas de sitio, y esto último irritaba a Ignacio Abel, que mantenía en ese cuarto de trabajo un equilibrio peculiar entre la disciplina y el desorden, y con frecuencia olvidaba papeles sueltos o recortes de periódicos o fotos de revistas internacionales que luego necesitaba con urgencia. Habría visto la llave a una hora temprana, cuando las criadas recogían las habitaciones y aireaban la casa, pero tardó mucho en decidirse a abrir el cajón que él siempre dejaba cerrado, y lo cierto era que podía no haber notado la presencia de la llave, tan pequeña como era, un brillo mínimo de metal en el despacho con el balcón abierto. Podía no haber sentido el sobresalto, o haber vencido la tentación, al principio no muy poderosa, al menos no muy consciente, no tanto que persistiera como una espina o una molestia física en medio de las tareas del día. Pero no se olvidó de ella, ni siquiera cuando estaba más distraída con otras cosas, cuando revisaba con la cocinera los menús de los próximos días o cuando hablaba por teléfono con su madre —angustiada, decía doña Cecilia, con el cuerpo descompuesto, nada más que noticias terribles, las personas honradas ya no podían salir a la calle, ni ir a misa sin que las insultaran, hasta calumniaban ahora a las pobres monjitas con esa mentira de que repartían caramelos envenenados a los niños, les gritaban groserías por la calle, las amenazaban con quemarles los conventos. Oía en el teléfono el zumbido quejumbroso de la voz de su madre y no se olvidaba de la llave. Le pareció que la veía diminuta y vil brillando en la penumbra cuando se tendió en la cama con las cortinas echadas y los postigos abiertos buscando alivio para un dolor de cabeza que se hacía más agobiante en días como aquél, nublados y calientes, con una luz gris que la desorientaba en el tiempo. Qué ganas de que pasaran los pocos días que faltaban para que los chicos terminaran el curso y poder irse de Madrid, a la casa tan querida de la Sierra, al alivio de los anocheceres con una brisa perfumada de olores a pino y a jara, que le devolvían incondicionalmente una felicidad de paraíso infantil, no hecha de recuerdos sino de sensaciones instintivas, el canto de los grillos en la oscuridad húmeda del jardín, más allá de la terraza de la que aún no se habían retirado los platos de la cena, el chirrido del columpio en el que sus hijos se mecían, devolviéndole como un eco en el tiempo ese mismo chirrido y otras voces infantiles muy semejantes que sin embargo eran la de su hermano y la suya, hacía tantos años.

Había que sobreponerse al desánimo agravado por el letargo físico para organizar como una campaña militar las tareas anuales del traslado a la Sierra («cuanto antes os marchéis de Madrid, mejor, hija mía; dice tu padre que va a pasar algo muy malo y yo le pido que se calle y que no me lea más el periódico porque ya sabes cómo me pongo, que me falta tiempo para llegar al baño»): la retirada de las alfombras, la complicación colosal del lavado de toda la ropa blanca, el arreglo de los armarios, el encerado de los parqués y de los muebles y la limpieza de las lámparas antes de cubrirlo todo con las fundas para el polvo que seguiría filtrándose a pesar de que quedaran bien cerrados todos los postigos, el polvo de desierto de los veranos en Madrid. Pero de dónde sacaría las fuerzas para dar órdenes a las criadas y mantener la autoridad vigilante que le hacía falta para revisarlo todo si andaba por la casa arrastrando los pies, en bata y zapatillas a pesar de la hora, despeinada, sin ganas de mirarse, sin ánimos para reñirle a la cocinera por tener la radio tan alta, con aquellos anuncios y canciones flamencas que le retumbaban en el interior del cráneo. Como el latido del dolor en las sienes el llavín se insinuaba en sus conversaciones y en sus actos. Había momentos en los que se esforzaba en olvidarse de él y otros en los que lamentaba el azar de haberlo visto, y se reprochaba al mismo tiempo su curiosidad y su cobardía, su impaciencia por examinar el interior del cajón y su miedo a lo que pudiera encontrar en él. Pero también podía no haber nada que justificara tanto desasosiego, de modo que lo más saludable sería sentarse tranquilamente delante de la mesa del despacho y girar la llave escuchando el chasquido de su mecanismo, y encontrarse curada de incertidumbre un minuto más tarde, incluso permitirse un poco de remordimiento, por haber sucumbido a una curiosidad chismosa, por haber invadido un reducto privado que a ella no le pertenecía.

No estaba ciega, no era tonta; no habría podido no sospechar: no a causa de su desconfianza, sino de la negligencia tan masculina de él, su falta de atención a lo que él mismo revelaba con sus actos, sin que lo vigilara nadie. Si él no estaba Adela sólo entraba en el despacho para supervisar la limpieza, moviéndose con una mezcla de reverencia y sigilo, para no alterar nada y al mismo tiempo no permitir la proliferación del desorden, actuando con una diligencia invisible. Miraba las cosas, sin tocarlas, examinaba una hoja en la que había algo dibujado y volvía a dejarla en el mismo sitio, o tal vez imponía una cierta armonía geométrica en los objetos y los papeles del escritorio. (Qué envidia sentía cuando Zenobia Camprubí le contaba que era ella la mano derecha, la secretaria, la mecanógrafa, casi la editora de Juan Ramón; que él se lo leía todo y no daba nada por definitivo y ni siquiera accedía a pasarlo a máquina hasta que Zenobia no daba su aprobación.) Guardaba lápices y pinceles en un tarro, reunía notas sueltas, tarjetas de visita y hojas arrancadas de un cuaderno y las ponía bajo un pisapapeles, no esforzándose demasiado en descifrar la caligrafía diminuta que le era tan conocida, y que con los años había ido volviéndose más rápida y más cercana a lo microscópico, aunque no más difícil de comprender para ella. (Le dolía más escuchar a Zenobia hablar de sus tareas agobiantes —sonriendo, con aquella mezcla suya de queja y halago, los ojos claros muy brillantes, igual que su piel clara y su dentadura americana— porque ella también, en otros tiempos, había disfrutado pasando a máquina los artículos y notas de clase de Abel, complacida de ayudarle, de estar haciendo algo útil que la relacionaba activamente con el trabajo de él.) En la letra cada vez más pequeña parecía que hubiera una vocación instintiva de invisibilidad. Por un reflejo de cautela prefería no empeñarse en leerla, eludiendo la posibilidad de enterarse de algo que hubiera resultado doloroso; palpaba los bolsillos de sus americanas antes de mandarlas a la tintorería procurando no mirar lo que hubiera escrito en algún papel olvidado, no preguntarse por qué había dos entradas de cine de una sesión matinal en un día de trabajo, no indagar a quién pertenecía un número de teléfono anotado en el margen de un periódico. Lo que uno no sabe no puede herirlo: puede incluso no haber llegado a existir. La curiosidad era de antemano una capitulación: la señal del peligro, del pánico. Adela había sido educada para no hacer preguntas ni poner en duda el comportamiento de los hombres más allá de la esfera doméstica. La honorabilidad de las personas no se sometía a un escrutinio demasiado exigente. De otro modo se permitía y hasta se alentaba la irrupción de lo grosero y lo inaceptable, lo que una vez que se ha mostrado a plena luz ya no se puede fingir que no se ha visto. Ahora lo grosero estaba siempre a la vista en España, con una carnalidad ofensiva, sin que a nadie le importara. Un puesto de tanta responsabilidad en las obras de la Ciudad Universitaria exigía todo el tiempo de la vida diurna de un hombre inteligente y vigoroso que además intentaba no abandonar otros proyectos y que empezaba a recibir sus primeros encargos internacionales. Como tenía un alma honrada y un carácter pasivo a Adela le gustaba que las cosas fueran lo que parecían. ¿No decía siempre su marido que un edificio ha de mostrar honradamente lo que es, de qué está hecho, para qué sirve, para quién? Algunas mañanas era mayor el desorden porque él se había quedado trabajando hasta la madrugada: para no despertarla había dormido en el diván usualmente ocupado por libros y legajos de planos. Con el tiempo se fue haciendo más habitual que durmiera en el despacho. El diván era grande y cómodo; en un armario ella se aseguraba que hubiera siempre una manta y una almohada limpia. A veces ella estaba enferma y era incómodo para los dos dormir juntos. De vez en cuando, sobre todo el último año, él tenía tanto agobio por las obras de la Ciudad Universitaria que sólo volvía a casa a las dos o a las tres de la madrugada. Por muy cuidadosamente que abriera la puerta y se moviera por el pasillo ella advertía su llegada. Estaba despierta, mirando la hora en las agujas fosforescentes del reloj de la mesa de noche: o se había quedado dormida y el sueño era tan frágil que el ruido lejano del ascensor poniéndose en marcha la espabilaba, o el roce de la llave al entrar con extremado sigilo en la cerradura. Los pasos se acercaban, Adela cerraba los ojos, se quedaba rígida en la cama, procurando que su respiración tuviera la regularidad del sueño. Que él no supiera que había estado esperando despierta; que no tuviera la sospecha de estar siendo vigilado. Pero los pasos no se detenían junto al dormitorio, continuaban camino del despacho. Qué claramente se oía todo en el silencio de la casa, a pesar de su anchura, qué perceptible cada sonido familiar, catalogado en la memoria: la puerta del despacho abriéndose, luego cerrada, el clic de la lámpara que él habría encendido, el peso fatigado de su cuerpo sobre los muelles del diván. Tan agotado, tantas horas de trabajo sin tregua, tantos días sin respiro, tan sumergido en sus angustias y sus obsesiones, los plazos que se acababan, los detalles innumerables que requerían su atención, los accidentes en los tajos, andamios que se derrumbaban porque fueron levantados con prisa y con negligencia, las huelgas, los días perdidos, las amenazas en el teléfono, los anónimos recibidos en el correo. Qué más habría querido yo que poder ayudarte si me lo hubieras permitido si hubieras tenido confianza en mí como la tenías al principio y hubieras considerado que tenía inteligencia suficiente para entender lo que me contaras.

Cada vez más lo que la mantenía despierta por las noches era el miedo a que le hubiera sucedido algo. Por las mañanas se asomaba al balcón para verlo salir del portal y caminar hacia el garaje donde guardaba el automóvil. A un ingeniero del Canal de Lozoya lo habían esperado unos pistoleros junto al portal de su casa no muy lejos de allí, en la misma calle Príncipe de Vergara, y lo habían abatido a tiros en la parada del tranvía, rematándolo cuando ya estaba caído en el suelo, delante de la gente que esperaba, y que miró para otro lado. Zenobia le contó que la noche que mataron al capitán Faraudo ella había pasado con Juan Ramón por la esquina de Lista y de la calle Alcántara y había visto el charco de sangre que nadie había limpiado todavía y que la gente pisaba sin miramiento dejando las huellas en la acera. En otras cosas prefería no pensar, si podía evitarlo. Lo que no se pensaba era como si no existiera. Pero tenía mucho miedo por él, casi tanto como el que tenía por su hermano, sobre todo desde que el muy insensato había dado en la extravagancia de vestirse de uniforme y llevar pistola, él que era tan miope y tan torpe, que de niño se asustaba de los cohetes y de los cabezudos en las verbenas. Sonaba el teléfono a media mañana y se le detenía el corazón. Sonaban disparos o gritos en la calle y las criadas salían corriendo a asomarse a los balcones, con la misma frívola curiosidad con que se asomaban al paso de una boda o de una procesión. El día en que mataron al ingeniero la cocinera volvió de la compra asegurando que había visto con sus propios ojos el cadáver en la acera, lo cual sin duda era el motivo de que se hubiera pasado en la calle casi dos horas. «Movía la pata igual igual que un conejo», repetía, «igual igual que un conejo». Pero mejor no decirles nada, porque lo mismo les daba por encararse con ella, por murmurar por lo bajo mientras se alejaban por el pasillo hacia la cocina, qué se habrá creído ésta, que va a ser ella siempre señora y nosotras sirvientas. La gente no tenía juicio. Las criadas y el portero del edificio y el dependiente de la tienda de ultramarinos hacían tertulia en la esquina y hablaban de los muertos en un atentado como de los incidentes de un partido de fútbol. Ignacio Abel tardaba en llegar por la noche y ella pensaba en las noticias de tiroteos y asesinatos que daban a diario en la radio, aunque siempre a medias, por culpa de la censura, lo cual las hacía aún más alarmantes. La asustaba la naturalidad con que su padre o su hermano vaticinaban que muy pronto iba a ocurrir algo muy grave; que el país ya no podía seguir cayendo por aquella pendiente; que sólo después de un gran baño de sangre las cosas empezarían a enderezarse en España. Esas palabras triviales de tan repetidas le daban un escalofrío: baño de sangre; no eran abstractas para ella: imaginaba la bañera de su casa llena de sangre que rebosaba extendiendo su mancha por las baldosas blancas del suelo. Le preguntaba a él, temerosa de importunarlo, de decir algo que agravara su nerviosismo y su agotamiento, más visibles según pasaban los meses, según se acercaba el verano: «Mujer, qué va a pasar, no pasará nada, lo de siempre. Mucho ruido y pocas nueces. España es un país de charlatanes y bocazas.» Le contestaba sin mirarla a los ojos. Tan cansado que cuando llegaba pronto se quedaba dormido mientras leía el periódico esperando la cena. Tan agobiado que aun después de cenar se encerraba en el despacho para trabajar sobre el tablero de dibujo o escribir cartas o hablar por teléfono. Tardó mucho en sospechar de él. No imaginó nunca que pudiera engañarla, o que se echara una querida, como hacían tantos hombres. Le había gustado de él desde el principio que no fuera como los demás hombres: que no oliera a tabaco, que fuera siempre considerado con ella, cariñoso con los hijos, sin levantarles nunca la voz, sin levantarles la mano (salvo esa vez, en mayo, cuando salió descompuesto de la habitación y se encontró con ella en el pasillo y no le dijo nada, y el niño tenía la cara roja y estaba paralizado, congestionado, a punto de romper en llanto y temblando, la boca abierta, como si le faltara el aire, como cuando era un recién nacido y el llanto se interrumpía y se le hinchaba el pecho y parecía que iba a ahogarse); cuando su padre y su hermano, igual que casi todo el mundo, empezaron a hablar a gritos de política, él callaba sus opiniones o las expresaba en un tono irónico; no iba a los cafés; su vida entera estaba guiada por un solo propósito: que al concentrarse tanto en su trabajo pareciera que se le desdibujaran las personas y las cosas que tenía más cerca era una consecuencia de su vocación que Adela aceptaba con admiración melancólica. En su cercanía hubo cada vez más un punto de ausencia; que la ausencia envolviera un núcleo de frialdad era un descubrimiento que Adela prefería no hacer. Su educación insuficiente de señorita española le había dejado un sentimiento de inferioridad intelectual más acentuado porque su inteligencia aguda le permitía intuir la extensión de lo que no había aprendido. Cómo podría ella calibrar las energías formidables que desplegaba un hombre de voluntad y talento en el ejercicio de una profesión tan llena de dificultades y de posibles recompensas como la de su marido, tan rica de disciplinas diversas en las que había espacio por igual para la invención y para el rigor matemático, para el modelado secreto y manual de las formas (los dibujos sobre la mesa, cada mañana; las pequeñas maquetas con las que en otro tiempo jugaban los niños) y para el coraje de dar órdenes y gobernar máquinas y cuadrillas de trabajadores. Un hombre pagaba un precio por el privilegio de sumergirse en la acción, de actuar visiblemente sobre el mundo. Él, su marido, quizás no había sabido calcular al principio lo que le tocaría pagar. Él había deseado tanto que lo nombraran para ese puesto: quizás sólo ella, porque conocía mejor que nadie los signos visibles de lo que él se esforzaba en ocultar, sabía cuánto le importaba, aunque por escrúpulo masculino fingiera frialdad; con qué impaciencia había esperado llamadas que no llegaban, cartas con membrete oficial que tardaban demasiado en venir. Le importaba ser elegido entre tantos arquitectos; tener la oportunidad de trabajar en un proyecto de una originalidad y una escala inusitadas en Europa; pero también, ella lo sabía, le importaba quedar por encima de los otros: los que habían disfrutado de más oportunidades que él, los que exhibían apellidos poderosos y manejaban influencias. También él había utilizado las suyas: al mismo tiempo que hacía valer ante el doctor Negrín sus credenciales de republicano y socialista no rechazó la ayuda de amigos de su suegro, bien situados en la proximidad de los últimos gobiernos monárquicos. Quizás ni él mismo se daba cuenta en esos tiempos de la intensidad de su ambición. Los hombres, había observado Adela, no eran muy perspicaces acerca de sus propias debilidades, menos aún cuando rozaban una cierta desvergüenza en la suspensión temporal de sus principios. A ella esos principios explícitos de su marido le importaban menos que a él, así que no le costó nada observar con indulgencia su simpatía temporal hacia dos o tres carcamales de la camarilla del rey que disfrutaban cargos honorarios en la Junta de Obras de la Ciudad Universitaria y eran antiguos conocidos de don Francisco de Asís. El suegro benévolo y bien situado en el régimen cuyo colapso cercano nadie imaginaba escribió cartas, facilitó encuentros, celebró con sobreabundancia verbosa los méritos del marido de su hija. Ella lo observaba de cerca: veía aquello en lo que él mismo no reparaba, el brillo ansioso en sus ojos, su repentina facilidad para un cierto grado de adulación sincera; el ansia que había estado siempre en él y que era la causa y no la consecuencia de deseos siempre insatisfechos, no siempre formulados en su propia conciencia, menos aún comunicados a ella. Qué podía ella darle, qué satisfacción y ni siquiera qué alivio, si la habían educado para ser una criatura intelectualmente tullida, como una de esas mujeres chinas a las que desde niñas les vendaban los pies.

Si ella hubiera podido estudiar; si hubiera tenido una parte mínima de las ventajas que aguardaban a su propia hija, las que ya resplandecían en ella, con sólo catorce años; o si hubiera tenido el coraje de ir de un lado para otro vendiendo y comprando cosas y amueblando y alquilando pisos, como Zenobia Camprubí, sin que le importara la opinión de los demás, la censura de su propia familia. ¿Cuántas veces le había dicho Zenobia que por qué no le ayudaba en su tienda de artesanía popular? Ganaría algo de dinero, escaparía del tedio de los trabajos domésticos, ahora que los niños ya no necesitaban su presencia constante. Claro que hubiera querido, pero jamás iba a atreverse. Que su hijo no fuera muy brillante, o muy aplicado, no la preocupaba. Los hombres acababan encontrando su lugar en la vida. Pero la niña, Lita, ella era la que importaba que estudiara, que supiera desenvolverse en público, nunca paralizada por la timidez de su madre, nunca sumisa de antemano no ya a las órdenes expresas y ni siquiera a las miradas de censura sino incluso a los deseos no formulados de otros, a la necesidad enfermiza de despertar agrado mediante la obediencia, de saber lo que otras personas pensaban de ella. Cómo admiraba la tajante capacidad de su marido para prestar atención a las opiniones ajenas sólo en la medida en que a él le convenía. Lo había visto solicitar, halagar, incluso, en algún momento, rebajarse hasta un punto que para ella había sido incómodo de observar. Un hombre con tan alto concepto de sí mismo no podía reconocer que había actuado con hipocresía: de modo que le era preciso creerse sus propias mentiras mientras las contaba y olvidarse cuanto antes de que las había dicho. Ella no lo juzgaba. Si percibía esas flaquezas era por la atención sin descanso que el amor la impulsaba a prestarle. Le dio consuelo en períodos de incertidumbre, se quedó despierta junto a él cuando se despertaba porque no podía dormir, angustiado por la espera de una decisión que tardaba demasiado en llegar. Nadie más que ella sabía lo impúdicamente que Ignacio Abel había ansiado el nombramiento, hacia el que bien pronto manifestaría delante de los demás un educado escepticismo, el desaliento del ilustrado español ante la tarea ingente de fortalecer el bien público. El idealismo generoso podía no ser incompatible con la vanidad. Pero lo más deseado se convertía al cabo de no mucho tiempo en una carga: la trampa que uno construye voluntariosamente y en la que luego cae y queda atrapado. El ansia, brevemente apaciguada por el logro de lo que parecía haberla excitado, revivía como el microbio de una enfermedad que ha de transmutarse para seguir actuando en un medio distinto. Un hombre tenía ante sí tal abundancia de posibilidades que cualquier ambición que eligiera quedaría socavada por la conciencia de las que había descartado. Él siempre tenía que estar deseando algo: su entusiasmo y su decepción seguían veloces cursos paralelos. Por trabajar en la Ciudad Universitaria había descuidado su propia carrera de arquitecto: las obras que no hacía o las que postergaba eran oportunidades perdidas que alimentaban su ansia y no le dejaban disfrutar de lo que verdaderamente estaba haciendo. La buena vida que tenía, lo logrado con tanto esfuerzo, a lo largo de tantos años, era sobre todo el reverso tangible de las otras vidas que hubiera podido conocer. De eso tenía miedo Adela, desde siempre, no de la tentación de otras mujeres sino del ansia, la queja sorda disfrazada de insatisfacción consigo mismo, el deseo de cosas que le importaban sobre todo porque no las tenía, o porque las tenían otros que no eran mejores que él, de lugares cuyo mayor atractivo era que él no había estado en ellos. Miraba en las revistas edificios que habían proyectado otros colegas, y que hubiera podido hacer él, de no encontrarse empantanado en las obras sin fin de la Ciudad Universitaria; lo habían invitado a diseñar aquella biblioteca en los Estados Unidos y ni siquiera eso apaciguaba el disgusto: quizás no era un encargo internacional tan importante como los que recibían Lacasa o Sánchez Arcas o Sert, siendo más jóvenes que él; quizás la confirmación no llegaba, o el gobierno no le autorizaba la licencia para marcharse un año entero; quizás prefería llevar con él a su familia, y aún no se había decidido a decirlo, y por eso cambiaba de conversación cuando los chicos le preguntaban por el viaje y eludía la mirada de ella. Pero siempre la estaba eludiendo: no la miraba a los ojos, y si lo hacía era por un instante incómodo y no llegaba a verla. Nada de lo que buscaba podía dárselo ella. De lo que le había dado en otro tiempo él ya no se acordaba. Quizás se avergonzaba de haberla querido alguna vez, o al menos de haberla necesitado. Escribía sus anotaciones con letra diminuta y las guardaba bajo llave en un cajón igual que guardaba sus pensamientos cuando estaba con ella y los niños y se quedaba un momento con la mirada perdida, o asentía a algo que le contaban de la escuela sin hacer ningún caso, o parecía recordar de pronto que tenía que hacer una llamada urgente, o que asistir a una reunión a deshoras.

Echada en la penumbra del dormitorio, en el calor opresivo de la mañana de junio, escuchando el trajín de las criadas por la casa (murmurarían algo sobre ella: qué suerte tenía la señora, que podía meterse en la cama en mitad del día, con el cuento de la jaqueca, de la mala noche: no sería porque el marido le hubiera estado dando mucha guerra; y qué iba a darle, si parecía su madre; dónde se buscaría lo que estaba claro que no le daban en casa. Les tenía miedo; levantaban las voces a propósito cuando pasaban junto a la puerta cerrada del dormitorio; también ellas decían que las monjas y las señoronas beatas regalaban caramelos envenenados a los hijos de los pobres), Adela veía con los ojos cerrados la pequeña llave en la cerradura y se veía a sí misma abriendo el cajón, y de pronto vio algo o imaginó algo más doloroso aún que la posibilidad de estar siendo engañada: tal vez no era que él ya no la quería, sino que no la había querido nunca; que se acercó a ella porque ninguna mujer del tipo y del rango que a él le atraían lo habría aceptado; que la pretendió con el mismo cálculo y la misma apariencia de sinceridad con que años más tarde supo halagar a quienes podían influir en su nombramiento; que las tías y primas decepcionadas por el fracaso de los vaticinios sobre su soltería y asombradas de que un joven bien educado y atractivo pero desoladoramente pobre quisiera casarse con ella habían tenido razón en sus primeras sospechas, las que se fueron diluyendo al paso de los años, pero nunca habían sido del todo descartadas. No había término medio en sus ambiciones de respetabilidad. Todo lo había calculado desde que era muy joven, cuando descubrió con alivio que la muerte de su padre no significaría el final de sus estudios, pero también que nada le sería regalado aparte de la pequeña cantidad que su padre había ahorrado para él y que le permitiría subsistir hasta el final de la carrera a condición de que viviese en una austeridad inflexible, cercana a la miseria. No se había concedido ninguna debilidad, ningún vicio. Su inteligencia y su obstinación lo llevaron hasta un punto en el que tenía todas las cualificaciones necesarias pero no el derecho a dar un paso más hacia el ascenso social que le importaba tanto, aunque él se viera a sí mismo como un radical desdeñoso de las formalidades burguesas, saludablemente resentido contra un sistema de castas del que tenía una experiencia de primera mano, al haber nacido y haberse criado literalmente en uno de sus escalones más bajos, en el sótano de una portería. Cómo aceptar que la vida entera había consistido en un engaño. Adela se levantó de la cama y comió algo muy ligero, desganada por el calor del día y el dolor de cabeza. Sonó el teléfono y le pareció que se le paraba el corazón. Algo le había pasado a él; un tiroteo o una bomba en las obras; alguien había disparado contra su hermano. La Herminia, la Hermi, como decía Miguel, contestó al teléfono y dejó el auricular sin colgar. Dijo que no sabía, que iba a preguntar por la señora. No sería algo muy grave. «Doña Zenobia Camprubí, que si puede usted ponerse.» «Dígale que no estoy. Que volveré esta tarde y me dará usted el recado.» A sus amigas les extrañaba mucho que ya no fuera a las conferencias del Lyceum Club, que nunca tuviera tiempo para acompañarlas al teatro o a los conciertos o simplemente para ir a tomar el té, a casa de la señora Margarita Bonmatí, que vivía sólo unos portales más allá, o a la de Zenobia, a un paso, todavía más cerca, casi en la esquina de Príncipe de Vergara con Padilla. Pero salía cada vez menos y se daba cuenta de que le daba miedo la gente, la gente hostil que gritaba pero también las personas conocidas, las que eran más afectuosas con ella; de pronto sentía una vergüenza que la paralizaba; una necesidad de no ser vista, de no mirarse ni siquiera al espejo. Tan sólo quería quedarse quieta, sin ver a nadie, echada en la cama, en la penumbra; pero también el miedo la perseguía hasta ese refugio, la alarma de unos pasos acercándose o del timbrazo del teléfono, o la inquietud de que sus hijos tardaran al volver de la escuela, o de que se hiciera de noche y no hubiera llegado todavía su marido: mejor cerrar los ojos y no escuchar nada ni sentir nada, no morir pero sí quedarse a salvo de cualquier sobresalto. Después contaron las criadas que desde la mañana ya le habían notado a la señora que estaba rara, que le pasaba algo. Se levantó de la mesa sin reparar en que la servilleta se le había caído al suelo y la cocinera vio que en lugar de retirarse al cuarto donde bordaba y leía entró en el despacho del señor, cuidándose de dejar cerrada la puerta.

Ya no la vieron cuando volvió a salir. Se marchó de casa sin decir que se iba, sin poner de nuevo en su sitio el cajón que se le había caído de las manos cuando encontró las cartas y las fotografías. Sólo algunas de ellas estaban fuera de los sobres, como si Adela no hubiera sentido curiosidad por leerlas todas, o como si hubiera tenido la sangre fría de doblarlas de nuevo después de leerlas y guardar cada una en su sitio. El cajón quedó volcado en el suelo, aún con la llave diminuta en la cerradura. Lo que más la hería no era la cara joven y el cuerpo grácil de la amante extranjera, sino la cara de él en algunas de las fotos, la sonrisa franca y jovial que ella no había recibido nunca, la que ponía al posar para la otra. Adela debió cruzar el pasillo hasta su dormitorio, donde se vistió de calle, y salió de casa sin que la vieran las criadas, que sólo la echaron de menos cuando los dos hijos volvieron de la escuela y no la encontraron en el cuarto de costura, donde solía estar sentada cada tarde mirando hacia la calle, porque le gustaba verlos venir y asegurarse de que cruzaban la calle de la manera adecuada, mirando a ver si venía algún automóvil. Así había esperado también en otra época el regreso de su marido, cuando los dos eran más jóvenes, y cuando él trabajaba en una oficina municipal y mantenía horarios más regulares (lo veía llegar asomada al balcón y él saltaba del tranvía en la esquina y levantaba los ojos hacia ella). Probablemente quiso evitar el riesgo de que sus hijos se encontraran con ella, frustrando su propósito, si es que al salir de la casa ya lo había concebido y sabía adónde iba. Fue el portero el único que la vio salir, y quien contó luego que le pareció que la señora de Abel iba más distraída que de costumbre, y que no se paró ni a cruzar con él unas breves palabras, dirigiéndole tan sólo un gesto de la cabeza, como si tuviera prisa por llegar a alguna parte, como cuando salía apurada los domingos para la misa de las doce. El dueño del ultramarino de la esquina la vio cruzar la calle y esperar un rato la llegada de un taxi, alzando ligeramente la mano enguantada cada vez que se aproximaba uno, con aquella especie de distinguida timidez que solía haber en sus gestos, como insegura de que fuese adecuado para una señora estar sola en la calle en la media tarde caliente de principios de verano y alargar la mano para reclamar un taxi. Llevaba un pequeño sombrero con un velo corto, un bolso de mano, un vestido claro, unos zapatos blancos, unos guantes cortos de encaje. La pesada neblina debilitaba las sombras de las cosas sin llegar a difuminarlas: las siluetas de los árboles sobre el pavimento, su propia sombra extraña que la precedía. El dueño de la tienda la vio subir al taxi y al cabo de un rato vio llegar a sus hijos de la escuela, empujándose y discutiendo como tantas veces, el niño tan serio, parecido a la madre, la niña algo mayor pero bastante desastrosa, despeinada, riéndose a carcajadas, con el uniforme en desorden, con las rodillas sucias. En una esquina de la calle de Alcalá, frente a las verjas del Retiro, Adela le pidió de golpe al taxista que se detuviera. Le dio un billete y le dijo que mantuviera el taxímetro en marcha, que sólo tardaría unos minutos en volver. Le daba miedo la cara de ese hombre, su manera brusca de volverse hacia ella y de preguntarle adónde iba. No había nadie ya que no la intimidara. En la puerta de la pequeña iglesia a la que venía muchas veces no para rezar sino para quedarse sentada en silencio, en la penumbra fresca, tintada por la luz de las vidrieras, había siempre un violinista ciego acompañado por un perro. Cuando pasaban chicas jóvenes con redobles veloces de tacones el ciego tocaba aires de zarzuela o de music-hall; cuando escuchaba los pasos más lentos de una señora y olía su perfume ponía una expresión de arrobo religioso y alargaba las notas del Ave María de Schubert o el de Gounod echado hacia delante, el perro entre sus piernas, como vigilando la caja de cartón en la que recibía las limosnas. Aquí estaba, a pesar de la hora, a la puerta de la iglesia donde no entraría nadie más hasta mucho más tarde. «Ave María Purísima», le dijo a Adela, quizás reconociendo sus pasos o su perfume, y ella contestó «Sin pecado concebida», asustada por el gesto con que adelantó hacia ella los brazos que sostenían el violín y se inclinaba en una reverencia paródica, pero no cayó en la cuenta de dejarle una moneda, tan aturdida iba, tan impaciente por entrar en la iglesia, por disfrutar de la sensación bienhechora de fresco y de sombra, de refugio, de una quietud que durante unos minutos no sería alterada. Se había aficionado a visitar esa iglesia porque casi nunca había nadie y porque el cura no la conocía. El de su parroquia la llamaba doña Adela o señora de Abel y le sugería de vez en cuando que se uniera a los grupos de damas piadosas, al ropero de la caridad, a las novenas. En las homilías tronaba contra la impiedad de los tiempos y pedía enfáticamente que se rezara por la salvación de la afligida España. En febrero, el domingo antes de las elecciones, cuando Adela salía de la iglesia, el párroco se le había acercado con mucho misterio, llevando unos sobres en la mano. Sabía que ella era una dama católica ejemplar, le dijo, y que podía hablarle en confianza. Había que dar al César lo que era del César y a Dios lo que era de Dios, ése era el mandato evangélico, y a la Iglesia, hija de Cristo, sólo le correspondía seguir su doctrina, sin entrometerse en los negocios del mundo. Mientras hablaba la mano que sostenía los sobres se adelantaba hacia ella, aunque no tanto que Adela se sintiera obligada a tomarlos. Pero cuando la Iglesia sufría persecución, ¿no sería tarea de los buenos católicos hacer todo lo posible por salir en su defensa? Ahora Adela entendía, y no dejaba de sonreír, de asentir, todavía confortada por la misa y la comunión, el velo negro y bordado sobre la cabeza. Ella, como buena católica, seguro que sabría decidir en conciencia a la hora de votar en las próximas elecciones, ¿pero quién podía asegurar que sus criadas, jóvenes, de poca cultura, no sucumbirían a la propaganda demagógica, al hechizo de las fuerzas impías? ¿O simplemente, en su ignorancia, en su inocencia, dejarían de votar, privando a los defensores de la Iglesia y de su Doctrina Social de un apoyo humilde, pero inapreciable? Con suavidad, con una sonrisa, Adela adelantó su mano derecha, y el párroco la suya, creyendo que iba a tomar los sobres con las papeletas electorales, pero lo que hizo Adela fue empujar suavemente la mano que se le ofrecía, tocándola apenas, inclinándose ligeramente, sonriendo un momento antes de darse la vuelta, diciendo con toda la educación que cabía en su voz, «No se preocupe, padre, seguro que todos sabremos votar lo que nos dicte nuestra conciencia, con la ayuda de Dios». Qué pensaría el párroco si supiera que ella había votado una candidatura del Frente Popular, y además socialista, la de Julián Besteiro, sin decírselo a nadie, no ya a sus padres ni a su hermano, tampoco a Ignacio, que no le había preguntado, que probablemente daba por supuesto que ella votaría a las derechas. Tú crees que no eres tan intransigente como otros pero también piensas que si una persona tiene fe ha de ser reaccionaria y hasta un poco retrasada mental. Se sentó casi en un rincón, en la última fila de bancos, después de mojar los dedos en la pila del agua bendita —la piedra tan fría, rezumando humedad— y de arrodillarse brevemente ante el Santísimo mientras se persignaba. Le pesaba el cuerpo, sin fuerzas por el calor, le dolían las rodillas hinchadas. La iglesia era pequeña, sin mucho mérito, vagamente gótica, de finales del siglo pasado, con las paredes pintadas de un azul pálido, con imágenes sentimentales de Cristo, de la Virgen María, de San José con su vara de nardos, su expresión de nulidad bondadosa y su barba rizada, más alguna santa vestida de monja y con los ojos vueltos hacia el cielo. La imagen más grande era la de un Crucificado delante del cual siempre había velas encendidas. Le gustaba su expresión de noble sufrimiento humano, de aceptación del dolor y la injusticia que se habían cebado en su cuerpo mortal. Le gustaba el nombre escrito bajo el crucifijo: Santísimo Cristo del Olvido. Podía imaginar el comentario sarcástico de su marido si viera esas capillas ojivales con cielos pintados de purpurina, esas imágenes. Pero a ella le gustaban las baldosas como de sala de clase media y la mezcla de olor a cera y a incienso que había en el aire, la delicada penumbra que hacía más pálidas las caras de las imágenes y en la que brillaban los ojos arrobados de vidrio, el temblor de la lámpara encendida en el altar mayor, encima del oro probablemente falso del sagrario. Dios te salve María, llena eres de gracia. Rezaba en voz baja no pidiendo perdón sino con el sentimiento de que la envolvía una misericordia melancólica tan apaciguadora como la penumbra. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. Bastaría la evidencia de su dolor intolerable para que el perdón le fuera concedido. Lo único que ella quería era que no acabaran nunca la quietud y el silencio, que no le hiriera los ojos la luz cruenta del sol, que se le borrara de la conciencia el brillo de esa llave diminuta, el resplandor de esa sonrisa joven y extranjera en las fotos, la desenvoltura jovial de esa caligrafía, tan distinta de la suya, de la letra de colegio de monjas en la que ella también había escrito cartas de amor hacía muchos años. Descansar era lo único que solicitaba; librarse de un agotamiento tan profundo que necesitaría años enteros para notar algo de alivio; sumergirse en ese olvido que parecía estar deseando para sí mismo el Crucificado, el olvido que era la única absolución del dolor. Las palabras de las oraciones venían sin esfuerzo a sus labios, igual que habían ido los dedos hacia el agua bendita y luego hacia la frente, la barbilla, el pecho. Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Pero por ahora no había descanso. El taxista se impacientaba y estaba haciendo sonar la bocina. Cada golpe de claxon, aun debilitado por los muros y por la cortina recia de la iglesia, la sacudía como un grito. Peor sería que se marchara, porque no le iba a ser fácil encontrar otro taxi a esta hora de siesta. Con infinita desgana se puso en pie y volvió a santiguarse al pasar frente al Santísimo. Encendió una lamparilla de aceite delante de la alta Virgen de escayola —tenía una sombra tenue de color en los pómulos amarillos como cera— y deslizó una moneda en la ranura del cepillo. El golpe metálico en el interior de la caja de latón resonó en el silencio. Vuelve a nosotros estos tus ojos misericordiosos. Por algo tenía que pedir perdón, no del deseo de disolverse en una dulce oscuridad sin memoria: tenía que pedir perdón por el rencor que había alimentado hacia su hija a causa de la devoción incondicional de la niña por su padre, de lo que a Adela le había parecido injustamente un agravio. Hasta qué punto el dolor le había hecho perder la dignidad (era mentira que el dolor ennobleciera): hasta el punto de tener celos de su hija, de guardarle rencor cada vez que la veía salir al encuentro de su padre cada vez que sonaba la llave en la cerradura en el piso de Madrid, o los goznes oxidados de la cancela en la casa de la Sierra. Los pies hinchados le dolían en el interior de los zapatos de tacón. Al oír que salía, el ciego apagó la colilla que estaba fumando y se la puso detrás de la oreja antes de emprender algo tortuosamente el Ave María. El taxista, acodado en la ventanilla, con la gorra de plato echada hacia atrás, la vio venir más con cara de burla indulgente que de impaciencia. Que no le hablara tan alto cuando volviera a subir al taxi, que no dijera nada en el trayecto hacia la estación del Norte. Ya estaba abriendo la puerta trasera cuando cayó en la cuenta de que tampoco ahora le había dejado nada al ciego del violín. Volvió sobre sus pasos, abrió el bolso y luego el monedero y eligió una moneda, más generosa que otras veces. El ciego se quitó la gorra al distinguir la cuantía por el sonido y le hizo una reverencia exagerada, pero esta vez se olvidó de quitarse la colilla de los labios.

Dos horas más tarde, hacia las seis, la vieron bajar de un tren en la estación del pueblo al otro lado de la Sierra en el que veraneaba la familia. El cielo estaba igual de encapotado que en Madrid pero el calor no agobiaba tanto. Al jefe de estación, que la conocía desde que era niño, le extrañó verla vestida tan de ciudad, pero más todavía verla sola, y sin ninguna maleta, con aquellos zapatos de tacón sobre los que le sería tan difícil avanzar por el atajo que cruzaba de la estación hasta el camino de su casa, que se adentraba pronto en los pinares a la salida del pueblo. También debieron de verla algunos de los hombres que jugaban las cartas y bebían vino en la cantina, los que se quedaban callados un momento y miraban por la ventana cada vez que llegaba algún tren. Aunque hacía calor no habían empezado a llegar las familias de veraneantes. La vieron alejarse por el sendero estrecho entre las matas de jara —ahora recién florecidas, con pistilos amarillos entre los pétalos blancos y hojas de un brillo pegajoso—, manteniendo con dificultad la regularidad de sus pasos sobre la tierra áspera y los guijarros menudos. Debieron de suponer que había venido para inspeccionar la casa antes de que se trasladara a ella la familia, aunque era raro que viniese sola, sin las criadas que solían ayudarla, y vestida de aquella manera tan formal. Pero se detuvo quizás un momento delante de la verja y no llegó a entrar. O si entró volvió a salir muy pronto y dejándolo todo como estaba, sin abrir siquiera los postigos, como si hubiera decidido que no tocaría nada, que no alteraría la quietud de las cosas guardadas en la oscuridad durante todo el invierno.

Continuó por el camino cansada de los tacones, muy digna todavía, con su sombrero de ciudad y su bolso bien apretado en la mano, aunque después se vio que no llevaba casi nada dentro de él, aparte del monedero, vacío después de la limosna para el ciego del violín y el importe del taxi, sólo el billete de tren casi deshecho por el agua, aunque no tanto que no pudiera verse que había comprado sólo un billete de ida. El camino ascendía suavemente hacia el oeste, hacia las lomas de pinos y encinas y las dehesas separadas entre sí por muros bajos de piedra en las que pastaban las vacas. Era el mismo camino hacia la presa que habían seguido desde que sus hijos eran pequeños. Por las mañanas, después del desayuno, o cuando habían terminado la siesta y el calor empezaba a suavizarse, aunque a aquella altura era raro que no soplara al menos un poco de brisa. Los niños primero de la mano, luego, año tras año, corriendo por delante de ellos, impacientes por llegar a la presa y tirarse al agua transparente y helada, detenidos en apariencia en la duración estática de los veraneos y sin embargo alejándose de la infancia a una velocidad que ahora era increíble no haber advertido. Y ellos, Ignacio Abel y Adela, vigilándolos cada vez más desde lejos, cada verano más expertos en la tarea de pasar mucho tiempo juntos sin hablar demasiado, sin salir cada uno de sus pensamientos, conversando de una manera impersonal sobre cosas neutras, llevando la cesta de mimbre con la merienda, las sillas plegables para sentarse a la orilla, a la sombra de los pinos, dormitando mientras los niños chapoteaban en el agua o se zambullían saltando desde el ancho muro de contención hacia la parte más profunda. Los niños ya eran mayores, y nadaban y se sumergían y surgían saltando entre chorros de espuma brillantes y veloces como delfines, pero Adela había seguido yendo a la presa con ellos cada día del verano, hasta que a principios de septiembre, cuando ya eran más cortos los días y se acercaba tristemente el regreso a Madrid, el agua ya estaba tan helada que dolía el cuerpo entero nada más entrar en ella. No recordaba cuándo fue el último verano que su marido los acompañó regularmente en aquellas excursiones. Cada año tenía más obligaciones en Madrid, y si llegaba al pueblo el sábado por la mañana se volvía el domingo por la tarde. Diligente, a pesar del calor, como si se hubiera desprendido de una parte del peso que la hacía caminar cada vez más despacio en los últimos años, Adela seguía el sendero cada vez más desdibujado entre los pinos, complacida en el olor de la resina, en la perduración serena de las cosas, indiferentes a los sobresaltos de las presencias humanas, enajenada y a la vez completamente dueña de sí misma, por fin armada de un propósito, apretando el bolso en el que sólo había un billete de ida y un monedero vacío como esas mujeres que avanzaban con tanta decisión por las aceras de Madrid. El aire de la Sierra la sumergía en su dulzura de rememoraciones, en oleadas cálidas de veranos que se remontaban más allá de la niñez de sus hijos hasta la lejanía de su propia infancia. Llegó a la presa y le pareció que la profundidad del agua inmóvil hacía más denso el silencio. En la superficie lisa se reflejaba el cielo gris claro más allá del arco sombrío de las copas de los pinos. Por un momento temió no estar sola: pero no había nadie en las ventanas sin postigos del edificio abandonado donde estuvieron las turbinas de la central eléctrica. Hacia el sur, más allá del límite de la bruma, estaba Madrid. Hacia el oeste distinguió entre las rocas y los encinares las siluetas esfumadas de las cúpulas de El Escorial. Ni un solo pormenor había cambiado en el paisaje de líneas tenues y manchas apagadas de color que había estado mirando desde niña. Dio unos pasos por el muro de contención y se quedó quieta en el filo del agua, mirando sin melancolía su reflejo, sus rodillas gruesas, las caderas ensanchadas, el vestido claro que nunca había sabido llevar con elegancia, el sombrero. Cerró los ojos y no dio un salto para tirarse al agua, sólo un paso más, en el vacío, apretando el bolso entre las manos, como si temiera perderlo.