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También él había ido organizando un archivo; coleccionando casi desde el primer encuentro no sólo cartas y fotos sino cualquier indicio material que aludiera a la presencia de Judith en su vida: el cartel de su charla en la Residencia de Estudiantes, el recorte del periódico con la fecha bien visible en un ángulo, un día como todos que sin embargo brillaba para ellos con una claridad secreta que para los demás era invisible, una hoja del calendario que le habría gustado rescatar de la papelera de su oficina donde él mismo la habría tirado a la mañana siguiente, sin saber todavía, ajeno a lo que ya estaba sucediéndole; pues cada amante busca establecer una genealogía de su amor, por miedo a olvidar y a perder, a que no quede rastro de lo que tanto le importa, de cada minuto memorable borrado en seguida por la prisa del tiempo. Quería guardarlo todo; que ningún encuentro se confundiera con otro; como quería no olvidar ninguna de las palabras y de las expresiones en inglés que Judith le enseñaba. Las apuntaba en una pequeña libreta de hule que llevaba en el bolsillo de la americana; en el mismo donde cuidaba que estuviera siempre la llave diminuta que cerraba el cajón de su escritorio. Podía dejar sin peligro las cartas de Judith en la oficina, pero eso significaba separarse de ellas; las cartas y las fotografías; los telegramas enviados en un rapto de impaciencia o capricho, con expresiones obscenas en inglés que el telegrafista había llenado de errores; enviados desde Toledo, una mañana de visita turística con alumnas americanas, o desde la misma oficina central de Correos y Telégrafos en la plaza de Cibeles, junto a la que Judith había pasado sin poder resistirse a la tentación de hacerle llegar a él un mensaje instantáneo: la maravilla de los impulsos eléctricos en los cables del telégrafo, de los golpes diminutos traducidos en palabras, impresos en una hoja azul, entregados al cabo de una hora en el despacho donde Ignacio Abel interrumpió una seria deliberación profesional porque el ordenanza untuoso había abierto la puerta de cristal escarchado con expresión seria y con un telegrama en la mano, con la cara de quien tal vez está haciendo entrega de noticias muy graves (el ordenanza era joven pero ya se movía con la solemnidad futura de muchos trienios administrativos; inclinaba la cabeza con ceremonia, como un mayordomo legitimista). Sin que ningún signo externo lo anunciara él ya sabía que el telegrama era de Judith: pidió disculpas a los otros, un hombre ocupado que tenía que atender tantas cosas al mismo tiempo, se apartó un poco, la impaciencia en las yemas de los dedos, perdida la destreza para abrir el sobre sin rasgarlo. Y el placer de encontrar sus palabras se hacía más intenso porque las leía delante de los otros, teniendo que fingir, esforzándose porque no se trasluciera una sonrisa en su cara, por mantener un ceño de preocupación, o al menos de alta responsabilidad, I’ll be waiting for you at Old Hag’s 4 p.m. please don’t let me down please.

Un poco tiempo antes no habría sabido qué significaba esa expresión, Old Hag. Ahora estaba apuntada con letra diminuta en su cuaderno y era un matiz del idioma y también una contraseña, porque así era como llamaba Judith a la que decía llamarse Madame Mathilde, la dueña o anfitriona del chalet al fondo de un jardín hacia el final de la calle O’Donnell, quien los recibía siempre con una ficción de solemne reserva y hospitalidad distinguida, como si en vez de una casa de citas regentara un salón literario y artístico. En el cuaderno estaba la fecha y el lugar y en muchos casos hasta la hora de cada una de las veces que había estada con Judith, con alguna palabra clave que aludía a algún rasgo específico de cada encuentro. En las mismas páginas había notas de sus citas de trabajo, observaciones técnicas, bocetos de pormenores arquitectónicos que había visto o imaginado: pero él distinguía, dueño único de su código secreto, archivero tenaz. Dejándote papelitos en todas partes y yo encontrándolos sin querer cuando te revisaba los bolsillos de los pantalones o de la chaqueta antes de mandarlos al tinte. Olvidar era un despilfarro, un lujo que él no podía permitirse. Olvidar era como no fijarse bien en Judith cuando estaba con ella, no esforzarse en fijar en la memoria esos rasgos que lo enamoraban y lo excitaban tanto y sin embargo luego no sabía invocar, aun con el auxilio de las fotografías. Cuál era de verdad el color de sus ojos, la forma exacta de su barbilla, cómo sonaba su voz, cómo eran las dos líneas que se formaban a los lados de su boca cuando se reía. Dejaba de verla durante unos días y a pesar de las cartas y las llamadas de teléfono la distancia tan breve lo arrasaba todo; de modo que verla de nuevo era siempre una revelación, y la expectativa resultaba tan dolorosa, tan llena de suspenso, que no parecía que la presencia real pudiera estar a la altura de lo que se había deseado tanto, o que la ansiedad por la recompensa de una espera tan larga no malograra su disfrute. Verla desnuda le quitaba el aliento. Cada vez que besaba su boca golosamente abierta lo traspasaba el mismo relámpago de deseo y asombro que la primera noche en el bar del Florida, la lengua impúdica de ella buscando la suya. Pero el sediento no saborea los primeros sorbos del agua en los labios secos, no se detiene a apreciar la forma del vaso ni el modo en que la luz atraviesa el cristal. Él podía estar distraído por algo, ella nerviosa, desmejorada por una noche de mal sueño, aturdida por el ruido que los rodeaba en un café, íntimamente vejada por tener que encontrarse con su amante en esa habitación mercenaria, con un bidet medio escondido tras un biombo de una vulgaridad mustia, con un olor a desinfectante agravado por el perfume de rosas que intentaba disimularlo, esparcido por Madame Mathilde apretando una pera de goma roja con una borla adherida al frasco, mientras sostenía en la otra un cigarrillo. En casa de Madame Mathilde se oían los pájaros del jardín, las campanillas de los tranvías, algún rumor o una risa o un gemido en alguna habitación contigua. Otros amantes se habrían mirado en ese espejo ligeramente turbio, de marco dorado y desconchado, que había enfrente de la cama. A Judith le producía una sensación de desagrado el roce de las sábanas contra su piel desnuda; las sábanas limpias pero muy ajadas, lavadas muchas veces, muchas veces humedecidas por sudores o secreciones de cuerpos idénticos a los suyos en su anonimato, en un impulso genérico de apareamiento que borraba cualquier singularidad, cualquier tentación de romanticismo.

Encuentros reducidos a garabatos crípticos: M. Mat. Vier. 7.6.30; entradas de cine guardadas entre las páginas del cuaderno que aludían a una tarde precisa, la mano certera y delicada de Judith avanzando en la penumbra hacia su bragueta, Clark Gable navegando en un velero por un mar tan ficticio como su camiseta de marino; programas de mano de películas que no recordaba haber visto; mensajes escritos en cuartillas con membretes de hoteles, en el papel de la Residencia de Estudiantes, en el de la oficina técnica de la Ciudad Universitaria; la arqueología breve del pasado común, su rastro cronológico establecido por matasellos y fechas de encabezamiento, el largo río sinuoso de palabras que era el reflejo y la prolongación de las conversaciones reales, las disipadas en el aire, las que empezaban a borrarse nada más sucedidas. El tiempo de estar juntos era siempre demasiado breve; demasiado angustioso para tener plena conciencia de lo que estaban viviendo; lo restituían, le daban forma en el recuerdo y en las cartas. Sobres estrechos de color azul claro que Judith había comprado en una papelería de París; cuartillas de un azul más atenuado cubiertas por las dos caras con una letra grande de rasgos enérgicos, soliviantada por la prisa y por una disposición de audacia, las líneas curvándose como caracteres chinos, preservando el impulso del gesto que las había trazado. La inminencia de una carta tenía algo del magnetismo de la llegada de Judith, como estar esperándola con los ojos fijos en la puerta del café en el que aparecería su silueta y verla de pronto sin haber asistido a su aproximación, por culpa de un parpadeo, de una distracción momentánea. Que hubiera de nuevo huelga general cuando volvieron de la costa de Cádiz y sólo circularan camionetas de guardias de Asalto por las calles vacías era sobre todo un contratiempo porque impediría la llegada de una carta de ella. A la hora de la mañana en que sabía que el ordenanza empezaba a repartir la correspondencia Ignacio Abel ya estaba alerta, levantando de vez en cuando los ojos de los papeles de su escritorio o de su tablero de dibujo, asomándose al corredor entre las máquinas de escribir, en la sala de la ciudad utópica, de la gran maqueta del campus todavía futuro. Qué prodigio, que entre tantos millares de cartas la de Judith no se perdiera, que estuviera viniendo hacia él escondida entre las otras, pero visible para el ojo adiestrado para distinguirla, el filo azulado, el ordenanza ajeno al valioso don que traía sosteniendo la bandeja como un camarero en un festín, solemne, moviéndose con una calma administrativa, la que correspondía a su vocación precoz de funcionario y a su chaqueta galonada. Si estaba solo en la oficina Ignacio Abel cerraba la puerta de cristal escarchado que sólo su secretaria tenía autorización para abrir sin llamar primero; si había alguien con él o tenía una llamada urgente se guardaba la carta en el bolsillo, o en el cajón del escritorio, reservándola para un poco más tarde, habiendo tocado ya su superficie, palpado su grosor, el tacto grato de muchas hojas dobladas, cediendo a la presión de los dedos con una promesa de deleite seguro. Las palabras que no habían tenido tiempo de decir en la última conversación o las que se habían perdido en la fugacidad de las voces telefónicas ahora él las poseía sin incertidumbre y también sin prisa, como hubiera querido estar alguna vez con ella misma, complaciéndose en la lentitud, desabotonando, desatando; quitándole cada prenda igual que abría con cuidado el sobre y sacaba de él las cuartillas dobladas, que olían a ella no porque les hubiera puesto una gota de su colonia sino porque el olor de ese papel no se parecía al de ningún otro y estaba sólo vinculado a ella. Pero también a veces la impaciencia era demasiado poderosa: rasgaba el sobre, y luego tenía que esforzarse para recomponerlo, para guardar en él justo esa carta, que no podría estar en ningún otro, que pertenecía a un día preciso, visible en el matasellos, a una cierta hora, a un estado de ánimo particular, que agitaba o apaciguaba la letra como una brisa más o menos fuerte la superficie de un lago. Los minutos del encuentro pasaban, abreviados por el nerviosismo del principio, por la rapidez con que se iba imponiendo la proximidad del final; en la carta el tiempo estaba preservado; la conversación fantasma del papel y la tinta traslucía un sosiego que era el único alimento de la ausencia, su calmante efectivo, cuando la carta había sido leída las primeras dos veces, doblada para introducirla en el sobre, para que cupiera bien en el bolsillo interior de la americana. El momento huía y no era posible recobrarlo; para buscar su repetición aproximada habría que esperar varios días; la carta estaba siempre allí, dócil a la indagación de los dedos, a la intensidad de la mirada, capaz incluso de ser confiada a la memoria, sin ningún esfuerzo, al cabo de unas cuantas lecturas. Iba por el pasillo y aunque no quisiera mirar veía tu chaqueta colgada en el perchero y la punta del sobre asomando por el bolsillo qué trabajo te habría costado dejarte sus cartas en la oficina si ella te las mandaba allí pero se ve que no querías separarte ni un momento de ellas. El alimento era más bien una sustancia adictiva; nicotina de tinta; opio de palabras, alcohol que iba embriagando despacio, desdibujando las formas del mundo exterior. ¿Qué haría si de pronto las cartas cesaban? Si Judith se cansaba de lo que los dos tardaron tanto en atreverse a nombrar (pero fue ella y no él quien se atrevió): de ser la amante de un hombre casado; si encontraba a otro hombre, más joven y más accesible, con el que no fuera necesario mantener una clandestinidad que a Judith, en el fondo, le parecía vergonzosa; si decidía que ya era tiempo de regresar a América o de continuar un viaje europeo que en realidad no había completado, una educación en la que no contaba que estuvieran incluidas las habilidades necesarias para sostener un adulterio ranciamente español (pero él nunca le preguntaba por sus planes: parecía que contaba con que ella estaría siempre cerca, disponible, extinguiéndose provisionalmente cuando se separaba de él, volviendo a existir en el momento en que él abría la puerta de la habitación alquilada por horas y la encontraba en el salón junto a la cama, desplegada y carnal como una flor magnífica).

Desde muy joven su vocación de explicarse había sido tan poderosa como su deseo de aprender. Escribiendo cartas ejercía luminosamente un talento que no había encontrado su cauce verdadero hasta entonces, ni en los empeños literarios que no mostraba a nadie ni en sus cuadernos de diarios, ni tampoco en las crónicas que enviaba a aquel periódico de Brooklyn en el que siempre le pedían más análisis políticos y menos observaciones sobre la vida cotidiana de la gente en España. Escribiendo cartas sentía la exaltación nueva de tener un interlocutor con el que no habría malentendidos porque su inteligencia era un desafío y un halago para la suya y porque en el fondo los dos se parecían mucho, tanto que no habían tardado más de unos minutos en reconocerse. Todo era memorable y nuevo y merecía ser celebrado; ir por Madrid le producía una euforia semejante a la de caminar por Manhattan más allá de los límites de su barrio o a la de leer en voz alta a Walt Whitman; explicarle en una carta a ese hombre al que muy poco antes no conocía las ambiciones más secretas de su vida y los matices de la pasión sexual a la que parecía que hubieran despertado juntos era en sí misma una experiencia soberana, transida de sensualidad: volaba su mano sobre el papel, fluía la tinta de la pluma formando volutas de palabras en las que su voluntad casi no intervenía, palabras brotadas del recuerdo de algo sucedido apenas unas horas antes y del deseo que renacía en la invocación, igual que algunas veces en alguna caricia distraída que los hacía regresar inesperadamente del límite del agotamiento (el libro intuido estaba de algún modo también en aquellas cartas; el libro estaba en todo lo que hacía, y sin embargo se le escapaba cuando se ponía conscientemente a buscarlo, cuando se quedaba detenida delante de la máquina buscando una primera palabra que lo desatara todo, esperándola). Se contaban lo que habían hecho y lo que habían sentido y anticipaban lo que harían cuando volvieran a encontrarse, lo que no se habían atrevido a sugerir o a solicitar en voz alta, aun usando las palabras del otro idioma que amortiguaban la obscenidad y al mismo tiempo acentuaban su efecto. La carta era una confesión y un relato del deseo y también una forma descarada de provocarlo en el otro; haz mientras estás leyendo lo que yo imagino que te hago; que tu mano se mueva guiada por la mía, que sea mi mano la que está acariciándote aunque no estés conmigo. Qué raro que tardaran tanto en cobrar conciencia del peligro; en descubrir que había un precio y un daño y que no había remedio para la afrenta una vez cometida. Cada palabra una injuria; el hilo de tinta un rastro de veneno.

—¿Dónde guardas las cartas?

—Ya me lo has preguntado otras veces: en el cajón de mi escritorio.

—¿En tu casa o en la oficina?

—Donde las tenga más cerca.

—Tu mujer puede encontrarlas.

—Lo cierro siempre con llave.

—Un día se te olvidará.

—Adela nunca mira en mis papeles. Ni siquiera entra en mi despacho.

—Qué raro que hayas dicho su nombre.

—No me había dado cuenta de que no lo dijera.

—No te das cuenta de muchas cosas. Di otra vez el nombre de tu mujer.

—Mi mujer eres tú.

—Cuando te hayas divorciado y te cases conmigo. Mientras tanto tu mujer es Adela.

—Tú tampoco dices nunca su nombre.

—Prométeme una cosa: quema mis cartas; o guárdalas en tu oficina, en tu caja fuerte. Pero por favor no las tengas en tu casa.

—No la llames mi casa.

—No hay otra manera de llamarla.

—No quiero separarme de tus cartas. No quemaría ni una de ellas, ni una postal, ni una entrada de cine.

—¿Guardas también las entradas de cine?

—Por fin te veo reírte esta tarde.

—No quiero que ella pueda leer todas las cosas que te he escrito. Me da vergüenza. Me da miedo.

—Siempre llevo la llave conmigo.

—Cuando sospeche algo saltará la cerradura. No hará falta. Tirará del cajón y ese día tú te habrás olvidado de cerrarlo.

—La conozco muy bien: no sospecha nada.

—No la conoces. Te pregunto cosas sobre ella y no sabes contestarme. Te pones incómodo.

—Ella está en su mundo y nosotros en el nuestro. Siempre dijimos que había una barrera entre los dos.

—Fuiste tú quien lo dijo.

—Nos bastaba lo que teníamos.

—Sólo por un tiempo. Ahora te basta a ti.

—Sabes que quiero vivir siempre contigo.

—Sé que me lo dices. También sé lo que no haces.

—Voy a irme a América contigo después del verano.

—¿De verdad se lo has dicho ya a tu mujer y a tus hijos?

—Tú sabes que sí.

—Porque tú me lo has dicho. ¿Y si me estás mintiendo?

—Ya no te fías de mí.

—Voy conociendo tu voz, la manera en que miras cuando algo te incomoda. Veo tu cara ahora mismo. Veo que no quieres seguir esta conversación.

—Voy a irme contigo a América.

—¿Y si yo no quiero volver tan pronto? ¿Y si prefiero quedarme un poco más en España?

—España está volviéndose un sitio muy peligroso.

—Aún me queda algo de dinero. Puedo seguir viajando un tiempo más por Europa.

—Será que ya no quieres estar conmigo.

—¿Y me esconderás también cuando estés en Burton College? ¿Tendré que esperar a que vayas a verme a Nueva York?

—Tú querías que yo hiciera ese viaje.

—¿Y tú no?

—Lo que yo quiero es estar contigo, no me importa dónde ni cómo.

—A mí sí. Ya sí.

—Decías que no ibas a pedirme nada.

—Ahora he cambiado de opinión.

—Tus sentimientos han cambiado.

—No quiero verte a escondidas. No quiero compartirte con nadie.

—No me compartes.

—Te acuestas con Adela todas las noches, no conmigo.

—No puedo acordarme de la última vez que la toqué.

—Me da vergüenza. Me da pena por ella. Aunque ella no lo sepa la pena que le tengo la humilla.

—Ella no sabe que existes.

—Me miró aquel día en la Residencia y se dio cuenta de algo. Nada más verme no se fió de mí.

—Pero si acabábamos de conocernos.

—Da igual. Una mujer enamorada advierte el peligro.

—¿Te pareció que estaba enamorada?

—Vi cómo te miraba mientras tú dabas tu charla. Estaba sentada a su lado. Lo pienso ahora y me parece mentira. Al lado de tu mujer y de tu hija.

—Es menos desconfiada de lo que tú imaginas.

—Vio cómo me mirabas. No guardes las cartas en tu casa, no me llames por teléfono desde allí.

—Tú me has llamado.

—Con mucha vergüenza, porque tenía miedo. Una sola vez.

—Me diste la vida esa noche.

—Pero luego volviste a tu hogar. Estábamos acostados en casa de Madame Mathilde y yo te veía en el espejo mirando el reloj.

—Tú no me dijiste que querías que pasáramos la noche entera juntos.

—No quería que me dijeras que no.

—Ojalá me lo hubieras pedido.

—Sabe que estás conmigo. Te está vigilando. Por favor, quema las cartas, escóndelas en otra parte.

—No quiero separarme de ellas.

—¿Y qué harás cuando termine el curso en América? ¿Volverás a Madrid y yo tendré que quedarme esperando que me escribas?

—Ahora no hay por qué hablar de lo que está muy lejos.

—No quiero que mi vida entera dependa de ti.

—Tú sabías cómo era la mía cuando empezamos a estar juntos.

—No sabía que iba a enamorarme tanto.

Pero antes de que llegaran la vergüenza y la culpa ya comprendían que el paraíso los había abandonado; que sin darse cuenta se habían ido de él: que habían perdido o dejado de merecer un estado de gracia del que tampoco fueron responsables mientras les sucedía, tan ajeno a la voluntad de cada uno como un viento favorable que los hubiera alzado por encima de los accidentes diarios y las limitaciones de sus vidas y que ahora, igual que vino, había cesado. El deseo no era menos intenso pero tenía ahora un filo de exasperación; apenas colmado se disolvía en soledad, no en gratitud; se contaminaba no de desgana, pero sí de una secreta decepción, de una especie de descrédito. La casa de tiempo en la que se recluían cuando estaban juntos ahora ya no les ofrecía su acostumbrado santuario: veían como una afrenta recobrada el lujo de prostíbulo de la habitación de Madame Mathilde, la vulgaridad hiriente del papel pintado en las paredes, los hilos sueltos de la alfombra; olían el desinfectante barato, la higiene insuficiente del cuarto de baño detrás del biombo oriental cubierto a medias por un mantón de Manila. Volvieron de los días tan fugaces en la casa junto al mar y el calor de junio en Madrid era irrespirable, el aire seco como el aliento de un horno; la desgana inmensa de los días sofocantes y nublados, la hostilidad de las miradas de la gente en la calle, los cuerpos hoscos sudando en el interior de los tranvías. Por primera vez el uno y el otro eran capaces de imaginar un porvenir en el que el amor ya no los iluminara: en momentos fugaces de lucidez y de remordimiento volvían a verse como si no se conocieran, secretamente avergonzados de sí mismos, gastados por el abatimiento de una excitación sostenida sin tregua durante demasiado tiempo. Quizás deberían concederse un respiro; librarse por un tiempo de la obsesión insana de estar juntos; de escribir tantas cartas y esperar siempre su llegada.

El timbre del teléfono lo sobresaltó una noche ardiente de junio al final de un día en el que se había ido apoderando de él una forma de malestar que cobraría en el recuerdo el valor dudoso de una premonición. La palabra accidente fue usada desde el principio, aunque con una inflexión rara, de algo indeterminado que se ha preferido no decir, con una sugerencia de acusación, de enigma un poco turbio. «Ven cuanto antes, Adela ha tenido un accidente.» Era la voz hostil del hermano siempre vigilante, guardián designado por sí mismo de la honra familiar puesta en peligro por el intruso advenedizo, el marido triste y transitoriamente necesario para la prolongación del linaje, pero siempre dudoso, lo mismo por sus ideas que por su comportamiento. «Está fuera de peligro, pero podía haber sido muy grave.» No dijo mucho más; al principio ni siquiera qué había pasado ni adónde se le pedía a él que fuera; le importaba sugerir con el tono de su voz y con la poca información que ellos, la familia, habían acudido en auxilio de la hija y hermana, y que una vez más el marido no sólo era irrelevante, sino también sospechoso, de modo que convenía no decirle sino lo imprescindible. Que Adela había tropezado o se había escurrido, que podía haber muerto, que la habían llevado al hospital más próximo, el sanatorio para tuberculosos. El sanatorio para tuberculosos de dónde: toda la angustia de repente, toda la culpa, la apariencia de fortaleza tan precariamente mantenida derrumbándose de golpe por la sacudida sísmica del miedo. Cuando sonó el teléfono Ignacio Abel estaba sentado en su despacho, delante de la mesa con los cajones abiertos que él se había olvidado de cerrar con llave esa mañana antes de salir hacia el trabajo, apresurado por una llamada urgente, junto al balcón abierto en el que ni un rastro de brisa estremecía las cortinas y por el que entraba en una bocanada inmóvil un calor no amortiguado por la caída de la noche. Llegó a casa cuando ya empezaban a encenderse las farolas de la calle y su hija, que se había levantado de su mesa de estudio al oír la llave en la cerradura para salir a recibirlo, le dijo que no sabía dónde estaba su madre, aunque ninguno de los dos se alarmó todavía, porque era posible que hubiera ido a misa o a una visita o a una de sus reuniones en el club de lectoras. Entró con ella al salón y la hija zalamera le trajo el periódico, que él hubiera preferido no leer, con su dosis diaria de titulares alarmantes, más aún por los espacios en blanco de las informaciones censuradas, de noticias desastrosas y opiniones ineptas. El gobierno desmentía enérgicamente que en los dispensarios de salud hubiera habido una afluencia de niños víctimas de los caramelos envenenados que según rumores sin fundamento habrían estado repartiendo las monjas a las puertas de algunas iglesias en los barrios obreros. Los trabajadores de la construcción que quisieran incorporarse a los tajos podrían hacerlo con la seguridad de que la fuerza pública no toleraría el menor quebranto de la ley por parte de elementos armados. Se quitó la americana y la corbata, desabrochó el cuello pegajoso de la camisa, reducido por el calor y el cansancio a un hastío invencible. El chico vino de su cuarto y le dio un beso con ese punto de formalidad excesiva que había ido adquiriendo en los últimos tiempos, según se alejaba de la infancia. Quizás aún le guardaba algo de rencor por la bofetada después del incidente de la pistola. Le preguntó si podía ayudarle con unos ejercicios de geometría. Para Ignacio Abel era un alivio ayudar a su hijo en asuntos que no implicaban una tensión emocional y en los que podía mostrarse generoso sin esfuerzo, intuyendo que no proyectaba sobre él una sombra excesiva. Fácilmente Miguel se sentía amedrentado, incompetente, inferior a su hermana, que obtenía sin dificultad lo que a él le costaba tanto, notas excelentes y la visible aprobación del padre. Le dio un beso al chico y le pasó distraídamente una mano por el pelo mientras abría con desgana el periódico. «Déjame unos minutos y luego vemos el cuaderno en mi despacho.» La rueda diaria de los hábitos: su repetición confortable y tediosa, como la vista de los muebles del salón y de los cuadros en las paredes, del reloj sobre la repisa de la chimenea, como la entrada de la muchacha que venía de la cocina secándose las manos en el delantal para preguntarle si deseaba tomar algo antes de la cena, con un brillo grasiento de sudor en la cara. Nunca le habría dicho a Judith Biely que en el fondo de su corazón esa rutina no tenía nada de opresiva.

—¿Tú sabes adónde ha ido la señora?

—No señor, se fue y no me dijo nada, ni la vi salir.

—¿Hace mucho que se fue?

—Bastante. Aún no habían vuelto los chicos de la escuela.

La alarma por la ausencia de Adela se filtraba muy débilmente en su conciencia. Estaba cansado, le complacía en realidad que ella se hubiera marchado, porque así no tenía que esforzarse en mantener una conversación o que vigilar en ella posibles signos de infelicidad o sospecha. Por el balcón abierto entraba un aire que tenía una densidad de vaho caliente, cargado de olor a geranios y a flores de acacia, y con él los rumores de la calle varios pisos más abajo, conversaciones de hombres a la puerta de una taberna, motores y bocinas de coches, la música de un aparato de radio, la textura sonora de Madrid, que le gustaba tanto aunque reparaba pocas veces en ella, amortiguada en este barrio todavía nuevo, todavía haciéndose, con calles anchas y rectas y filas de árboles muy jóvenes.

Eran las nueve y Adela no había vuelto aún. Su hijo lo estaba esperando con el libro de geometría y el cuaderno de ejercicios, parado en la puerta, sin decidirse a llamar su atención. De camino hacia el despacho le pasó la mano por el hombro y se dio cuenta de cuánto había crecido. Encendió la luz y comprendió instantáneamente el motivo de que Adela se hubiera marchado sin decir nada a nadie y tardara tanto en volver. El cajón de la mesa que solía cerrar con llave estaba volcado en el suelo. Había sobres y cartas esparcidos en torno a él, cuartillas azules tupidamente cubiertas con la escritura inclinada de Judith Biely, fotografías, un puñado de las más recientes, las que se habían tomado el uno al otro en el viaje a Cádiz. Le dijo al chico con brusquedad que esperase fuera, pero notó que había visto lo mismo que él y probablemente comprendido, con su intuición fulminante para las zonas sombrías de la intimidad de sus padres, con ese instinto de alarma y reprobación que Ignacio Abel había distinguido tantas veces en sus ojos, atribuyéndole una agudeza que un niño difícilmente podía poseer, y que era sólo el pánico infantil a las turbulencias indescifrables de los adultos. Cerró la puerta al quedarse solo y examinó los pormenores del desastre, abrumado de golpe por la irrupción de lo irreparable. Las cartas, todas ellas, desde la primera, con fecha del verano pasado; las postales, los detalles triviales y obscenos, igualmente delatores; los sobres desgarrados por la impaciencia; las cuartillas llenas de escritura, de notas y exclamaciones en los márgenes, aprovechando con avaricia todo el espacio del papel. Y también las fotos de Judith en Madrid y en Nueva York y apoyada contra una barandilla blanca en la cubierta de un barco: una en el suelo, pisada, con una parte de la huella de un zapato bien visible sobre ella, otra bocabajo sobre la mesa, entre los papeles, otras dos en el suelo, cerca del cajón, como si Adela no las hubiese visto o no hubiese considerado necesario mirarlas. En el suelo, rasgada en dos mitades, estaba la carta que él había empezado a escribir la noche anterior, y que había guardado apresuradamente cuando Adela entró para darle las buenas noches. La miró por encima y se avergonzó de su vehemencia: de repente le parecía insincera, forzada; escribir cartas de amor también podía ser una tarea extenuante.

Se tocó la cara y había enrojecido. El sudor le adhería la camisa a la espalda, le humedecía desagradablemente las manos. Recogió de cualquier manera las cartas y las fotografías, devolvió el cajón a su sitio y lo cerró con llave. En un fogonazo de lucidez tardía y del todo irrelevante revivió un momento de esa mañana en el que, mientras preparaba los papeles que tenía que llevar en la cartera, había mirado el cajón con la llave puesta en la cerradura y se había propuesto mentalmente asegurarse de que lo dejaba cerrado antes de irse y de que la pequeña llave quedaba guardada donde la ponía siempre, en un pequeño bolsillo interior de su americana en el que no guardaba nada más. A veces, a lo largo del día, se cercioraba de que la tenía palpando el forro con cautela automática. Sonó el teléfono y levantó el auricular con un sobresalto: sería Adela, llamando desde la casa de su padre, tendría que esforzarse en improvisar una explicación inverosímil, que agravaría la indignidad sin resolver nada. Antes de hablar reconoció en el teléfono la voz de su cuñado, a quien la niña saludaba desde el otro teléfono, y no dijo nada. El hermano guardián llamaría para pedir cuentas del agravio, caballero andante del honor familiar. Su hija golpeó la puerta del despacho sin abrirla: «Papá, el tío Víctor, que te pongas.»