18

—¿De dónde viene usted con ese color de cara tan extraordinario? —dijo Negrín, soltando una carcajada—. En este Madrid de tísicos y de gente pálida parece usted más saludable que un montañero.

Pero no era posible seguir mirando igual a alguien cuando se sabía que llevaba una pistola. En una cartuchera ajustada al costado izquierdo, entrevista cuando se abría la chaqueta con un gesto más brusco, o mostrando un abultamiento que no se advertiría de no tener la certeza de que ese hombre bien vestido y normal guardaba un arma de fuego; o sujeta por la correa, crudamente metida entre el pantalón y la camisa; o abultando como una piedra en el bolsillo derecho del capataz Eutimio Gómez, junto a la petaca de tabaco y al mechero de yesca; o guardada con atolondramiento en cualquier parte, como la llevaba el doctor Juan Negrín, que se palpó los bolsillos y el chaleco para enseñarle a Ignacio Abel su pequeña pistola después de limpiarse con una servilleta los anchos dedos manchados de jugo de langostinos y de cigalas.

—Es checa —dijo, produciendo con gesto de experto un chasquido metálico al ajustar algo—, último modelo.

A continuación se olvidó de ella, como de un mechero con el que acabara de encender un cigarrillo, dejándola entre la bandeja de peladuras, las jarras de cerveza, el cenicero y las servilletas estrujadas, sobre el mármol mojado donde su actividad expansiva había ocupado velozmente todo el espacio, igual que ocupaba el de cualquier lugar donde estuviera, la mesa de un despacho o la de un laboratorio. El doctor Juan Negrín vivía en una perpetua discordia física con un mundo cuyas dimensiones mezquinas no se correspondían con su envergadura formidable, cuyos ritmos siempre eran inaceptablemente lentos por comparación con su energía sin fatiga. En la presencia de Negrín Ignacio Abel advertía siempre errores de escala, como en un plano o en un dibujo donde se han calculado mal las proporciones de algún elemento. Los relojes comunes eran demasiado lentos para medir su dinamismo: harían falta más bien cronómetros deportivos que calcularan las velocidades de sus tareas sucesivas y sus desplazamientos sin sosiego. Abrigos enormes se quedaban escasos si se los ponía él, trajes muy bien cortados le venían estrechos, sombreros que en su mano o colgados en la percha parecían suficientes para él e incluso rotundos se volvían pequeños sobre su cabeza. Se levantó para recibir a Ignacio Abel en una sala reservada del café Lion y el techo abovedado del sótano, hasta entonces aceptable, se volvió tan bajo para su estatura que tuvo que encorvarse; sus grandes zapatos negros parecían sometidos a una tensión que haría que le estallaran los cordones; debajo de la mesa de mármol tenía que mantener apretadas las rodillas para que le cupieran las piernas. Su voz tronaba con ricas cualidades acústicas que exigían espacios más amplios. Sus dedos hacían crujir las duras cáscaras de las cigalas con una eficacia que hubiera requerido resistencias más sólidas. Iba de un lado para otro de Madrid —a su antiguo laboratorio, al café Lion, al Congreso de los Diputados, a la Ciudad Universitaria— revolviéndose vigorosamente contra las dimensiones reducidas de las cosas, contra caparazones sucesivos que limitaban agobiándolo su capacidad de movimiento: el traje que no era lo bastante ancho para él, los zapatos que le apretaban, el cuello de la camisa y el nudo de la corbata que lo oprimían, el abrigo en el que se quedaba atrapado cada vez que intentaba quitárselo, el automóvil del que se le veía ir saliendo con lentitud y dificultad, queriendo escurrir su corpulencia excesiva entre el asiento y el volante. Mordía los cigarros hasta deshilacharlos y golpeaba con demasiada fuerza el auricular contra la horquilla al colgar un teléfono. Lo impacientaba la duración de las películas; se aburría en los conciertos; bostezaba sin apuro durante los discursos parlamentarios; se removía en el escaño haciéndolo gruñir bajo su peso; jugaba con un lápiz entre los dedos y lo partía sin darse cuenta. Le hubiera correspondido vivir en un país más extenso, de gente más alta, con carreteras más anchas, con trenes más veloces, con ceremonias oficiales mucho más breves, con funcionarios más expeditivos, con camareros menos lentos. Viajaba en aeroplano siempre que podía, aunque solía ser en los aparatos diminutos de las Líneas Aéreas Postales Españolas, que presentaban otro desafío a su corpulencia. Acumulaba trabajos y responsabilidades políticas con el pantagruelismo con que pedía bandejas colmadas de marisco, platos de jamón, botellas de vino, jarras de cerveza desbordantes de espuma. Llamó con dos palmadas sonoras al camarero y le pidió con urgencia más cerveza para Ignacio Abel y para él y una fuente de pescado frito. Al retirar el camarero la bandeja de cáscaras de marisco y las jarras vacías la pistola resaltó más nítidamente encima de la mesa, trivial como un mechero, incongruente y tóxica como un alacrán.

—De manera que quiere usted irse a una de esas universidades opulentas de América —dijo, evitando preámbulos, el lánguido desperdicio de tiempo del rodeo español—. No seré yo quien se lo reproche.

—Es sólo por un curso. Y sólo si usted me da su autorización.

—Conmigo no hace falta que finja, Abel. No me hable como si no le importara mucho. Usted quiere quitarse de en medio, como cualquiera con un poco de sentido común. Irse de aquí por un tiempo, ver las cosas desde lejos, tener segura a la familia. Quién pudiera. Hacer bien uno su trabajo teniendo la corriente a su favor y no peleando contra ella. Todo eso sin contar con la pequeña ventaja de salir a la calle sin miedo a que un iluminado le pegue a uno un tiro en nombre de la Revolución Social o del Sagrado Corazón de Jesús, o de que se cruce uno en el camino de una bala que iba dirigida a otro, o que se le ha escapado a un policía en un momento de nerviosismo, que también puede ser.

—Las cosas se irán tranquilizando, imagino.

—O no. O se pondrán peor. ¿Oyó usted por la radio el discurso de Prieto en Cuenca el Primero de Mayo?

—Me temo que no.

—¿Ni lo leyó en el periódico? —Negrín soltó una carcajada—. Abel, me temo que hasta para un arquitecto es abusiva su estancia en la torre de marfil, o en esos balnearios en los que le dejan ese color de cara. ¿No se habrá usted ido unos días a Biarritz con alguna querida? Lo que dijo don Indalecio, aparte de muchas cosas sensatas y bastante tristes, es que un país puede soportarlo todo, hasta la revolución, pero no el desorden permanente y sin sentido. Claro que para decirlo tuvo que irse a Cuenca, y yo con él, como si fuera su escudero, porque aquí, en Madrid, como usted sabe bien, nuestros queridos compañeros de la rama bolchevique del partido lo habrían linchado. ¿Sigue usted teniendo su carnet socialista, Abel?

—Con mis cuotas al día.

—¿Y no le dan tentaciones de romperlo?

—¿Para cambiarlo por cuál?

—Usted en el fondo es un sentimental, lo mismo que yo. Con la diferencia de que usted es mucho más inteligente, y no se ha dejado arrastrar a esta vorágine en la que yo me encuentro ahora, y de la que, sinceramente, no sé cómo salir. Ni siquiera sé bien cómo empecé metiéndome en ella. Ya hasta se me está contagiando la fiebre oratoria, ahora que lo pienso. ¡Yo nunca había dicho la palabra vorágine!

—Usted tiene vocación política, don Juan.

—¿Vocación política? ¡De lo único que tengo yo vocación es de científico, mi querido amigo! La política, lo que se dice la política, me exaspera o me mata de aburrimiento, sin término medio. Vocación política tiene Azaña, o Indalecio Prieto, o el pobre don Niceto Alcalá-Zamora, al que hemos echado de la presidencia de la República de una patada indecorosa, por cierto. A mí lo que me gusta es ver que se hacen cosas, to get things done, como usted sabe que dicen los americanos, con ese sentido práctico que tienen hasta para el idioma. ¡Pero si aquí la política no son más que palabras, selvas de palabras, hectáreas de discursos con frases subordinadas! ¿Ha visto usted cómo se escucha Azaña a sí mismo, cómo redondea un párrafo, como si le fuera dando un capotazo muy largo a un toro? ¿Cómo se hincha, pareciéndose más todavía a un globo, conforme se le va hinchando una frase? La frase cada vez más larga y él cada vez más hinchado, como un globo en el límite de la expansión de los gases. Lo único que falta es que desde las gradas del Congreso en vez de bravo le griten olé, prolongando mucho las vocales, ooooooleeeeeé, para darle tiempo a que remate la faena, y perdone el lenguaje taurino. Y eso que Azaña dice de vez en cuando cosas con alguna sustancia. Pero ¿qué dijo en todos sus discursos kilométricos don Niceto, aparte de citar a los clásicos con seseo andaluz? ¿Y el insigne don José Ortega y Gasset, cuántas tardes nos durmió en el Congreso con su prosa florida? ¡Menos mal que se desengañó de la República y no volvió a presentarse a diputado, que si no yo habría tenido la tentación de irme mucho más lejos que usted tan sólo para no seguir oyéndolo! Don José Ortega, como don Miguel de Unamuno, el peor defecto que le ve a la República es que él no fuera nombrado presidente vitalicio. Yo lo miraba hablar en su escaño como si estuviera explicándoles primero de filosofía a sus estudiantes y me imaginaba su cerebro iluminado por dentro por pequeños fogonazos eléctricos, y cubierto con ese emplasto de pelo que el muy coqueto de don José se ha dejado crecer para disimular la calva. ¿Usted cree que uno debe fiarse de un filósofo que se tiñe las canas con un tinte de no mucha calidad, y que se toma tanto trabajo en ocultar su calvicie, sin ninguna posibilidad de éxito?

—También parece que lleva alzas en las botas.

—¡Usted, como arquitecto, se fija en los detalles estructurales! Yo me quedo en la decoración.

Negrín era capaz de comer y hablar a toda velocidad y al mismo tiempo, de reír a carcajadas y adquirir un grave ceño como esculpido en piedra volcánica al imaginarse un porvenir de sombrías tormentas. Pero esa aprensión no llegaba a abatir un activismo, no menguaba su enérgico gozo de vivir: más bien los excitaba, actuaba como una rica materia combustible en las calderas a presión de su vitalidad. A su lado, Ignacio Abel se sentía fácilmente culpable de torpeza, de pasividad, de languidez. Este hombre que era una eminencia científica internacional y que en algún momento heredaría una fortuna había elegido dedicar toda su vida y su talento y todas sus asombrosas reservas de energía a mejorar un país pobre y áspero del que no era previsible que recibiera alguna vez una recompensa, una muestra de gratitud. Sin duda la generosidad estaba mezclada con una potente dosis de soberbia, como con un reactivo sin el cual no habría actuado; y en cuanto al vigor del carácter, sería tal vez tan hereditario, y tan ajeno a la voluntad, como la colosal envergadura física y los ilimitados apetitos sexuales sobre los que circulaban rumores por Madrid: aun así, Ignacio Abel encontraba en Negrín la solidez de una convicción moral qué a él le faltaba, una capacidad expansiva que en ocasiones podía chocarle como histriónica pero que en el fondo le parecía mucho más saludable que su propia tendencia al disimulo y la reserva, a observar callando y alimentar por dentro una ironía rencorosa, sin riesgo alguno de refutación, y sin efecto alguno sobre la realidad de las cosas.

—Lo que yo quiero, créame, es encerrarme a investigar catorce horas al día en un buen laboratorio. ¡Voy a la Residencia y no quiero entrar en el mío para que no se me parta el corazón! O cuando voy a la Ciudad Universitaria y lo veo a usted detrás de la mampara de su oficina, inclinado delante del tablero, tan absorto que toco en el cristal para llamarle la atención y usted ni levanta la cabeza… Qué envidia, amigo mío, qué privilegio. ¡Hacer una sola cosa y hacerla muy bien, con los cinco sentidos! Me lo decía don Santiago Ramón y Cajal, con esa cara lúgubre que se le ponía en los últimos tiempos, moviendo ese dedo flaco de muerto, tan amarillo como un cirio: «Negrín, anda usted metido en demasiadas cosas. Y quien mucho abarca poco aprieta.» A mí me daba rabia, claro, pero tenía toda la razón. ¡Aunque en algunas de esas cosas yo estaba metido por culpa de él!

—Pero usted volverá a la investigación más tarde o más temprano. No creo que vaya a quedarse en la política para siempre.

—Un investigador científico es como un sportsman, amigo Abel, para qué vamos a engañarnos. Tiene unos pocos años de verdadero esplendor, y luego nada, rutina. Deja un tiempo de mantenerse al tanto de lo último que va publicándose y se queda fuera de juego. Como el boxeador que deja de entrenar, el atleta que no corre. ¡Se pone barrigón, como me estoy poniendo yo! ¿No termina usted su cerveza, y pedimos otra ronda? ¿No tiene usted ninguna debilidad? Según parece, Hitler carece por completo de ellas. ¿Sabía usted que es vegetariano, y que está prohibido fumar en su presencia? Aquí a un político que no fume y que no tenga una rica tos cavernosa lo tomarían por maricón. Hablando de Hitler, ¿quiere usted saber cuál ha sido el secreto de su éxito, según me cuenta Madariaga, que es nuestro único experto internacional (aparte de la cobardía inmunda de los aliados, y de los cretinos pomposos de la Sociedad de Naciones, que le han permitido ocupar la zona desmilitarizada con toda tranquilidad)? El secreto es el aeroplano. Otros candidatos iban de un lado para otro en tren, o como máximo en automóvil. El resultado era que en una campaña electoral apenas podía verlos nadie. Hitler iba siempre en aeroplano, de modo que le daba tiempo a estar en todas partes. ¡El aeroplano, la radio y el cinematógrafo han logrado el milagro de la omnipresencia! Y mientras tanto nuestro pobre presidente Azaña se pone pálido y se agarra al asiento si el auto oficial va a más de treinta kilómetros por hora. Y no le cuento cuando sube la escalerilla de un avión y le tiemblan las carnes, que el edecán tiene que empujarle. La velocidad de la política española es de carreta de mulas. De modo que ya me dirá usted lo que podemos hacer. ¡Extender la electrificación, como decía el camarada Lenin, tan admirado ahora en amplios sectores de nuestro partido!

—¿Pero usted cree que todo ese leninismo de Largo Caballero y los suyos va en serio?

—Probablemente no, pero da lo mismo. La idea más vana o más absurda se vuelve real si hay unos cuantos insensatos que se la crean y estén dispuestos a actuar en consecuencia. ¿Alguien se tomaría en serio eso que dicen de que Largo Caballero es el Lenin español? Él mismo, por lo pronto. Y esos literatos de quinta con aliento agrio de café con leche que le llenan la cabeza de fantasías marxistas. Y por supuesto las personas católicas y asustadizas que escuchan esos discursos tremendos que da en las plazas de toros sobre la inminencia de la revolución proletaria…

—Y que le escriben otros bastante más astutos que él.

—Y más siniestros también, no lo olvide. Acuérdese de las barbaridades que decía o le hacían decir en la campaña electoral: que si ganaban las derechas sería inevitable la guerra civil… Largo se ha hecho partidario de la dictadura del proletariado porque le han hecho creerse que cuando eso llegue el dictador será él. Todo palabrería, desde luego. Pero una palabrería que no favorece en nada a nuestra causa y que sólo sirve para enconar más todavía a nuestros enemigos. Viven en la alucinación, créame, en un mundo de quimeras. Se van a la Sierra los domingos a pegar cuatro tiros con pistolas viejas y a cantar La Internacional marcando mal el paso y se imaginan que han constituido el Ejército Rojo y que en cuanto se les antoje podrán tomar por asalto el poder. El Palacio de Invierno. O en su defecto el Palacio de El Pardo, adonde le ha faltado tiempo para irse a veranear al presidente de la República, dado que la situación está tan calmada. No aprenden nada. No aprendieron nada del desastre de la sublevación del 34. Tienen las cabezas llenas de carteles de propaganda y de películas soviéticas. Y a los pocos de nosotros que nos atrevemos a llevarles la contraria y a pedir un poco de sensatez nos miran peor que si fuéramos fascistas. ¿Ve usted esta pistolilla que inspira tan poca confianza? La semana pasada llevé a Prieto en mi coche a un mitin en Écija. Carretera horrenda, como se puede imaginar, calor africano y muchas moscas, y Prieto y yo tan gordos que apenas cabíamos en el automóvil, y detrás de nosotros un autobús viejo con una panda de muchachos armados, por si las moscas. El mitin empezó bien, pero a los pocos minutos ya estaban abucheándonos…

—¿Era en la plaza de toros?

—¿Y dónde iba a ser, Abel? Es usted monomaníaco con la cuestión taurina.

—La arquitectura determina el ánimo de la gente, don Juan. Mire esos estadios donde da Hitler los discursos. En una plaza de toros el sol reblandece las cabezas y al público le da el instinto de ver sangre y de pedir que se corten orejas.

—Lo veo a usted muy determinista… El caso es que tuvimos que interrumpir el mitin y refugiarnos en la enfermería para que no nos lincharan nuestros queridos compañeros. Cuando ya nos íbamos, nos rodeó una chusma con palos y piedras llamándonos de todo y dando vivas a Rusia y al comunismo. Una chusma de jóvenes nuestros, mezclados con esos de las juventudes comunistas con los que se han unificado ahora, para gran alegría de las mentes más débiles de nuestro partido. ¿Querrá usted creer que tuve que disparar al aire para que aquellos compañeros nuestros nos dejaran escapar, huyendo a tumbos por aquellos caminos? ¡Si no llega a socorrernos la Guardia Civil acaban con nosotros! No hará falta subrayar la ironía histórica, como decía Prieto…

Negrín apuró su cerveza limpiándose la espuma con un gesto tan enérgico como un manotazo, dejando luego sonoramente la jarra sobre el mármol de la mesa, junto a la pistola diminuta de la que ya no se acordaba. Aún permanecía el gesto de burla en su boca pero de pronto había cambiado la expresión de sus ojos, tan rápidamente como cambiaba su conversación, o el hilo de su monólogo.

—Nos odian, amigo Abel. No me extraña que quiera usted irse. Nos odian a usted y a mí. Nos odian en nuestro partido y fuera de él. Nos odian los reaccionarios que aún no se acostumbran a haber perdido las elecciones en febrero y muchos de los que creíamos que eran de los nuestros porque apoyaban al Frente Popular. Odian a la gente que es como nosotros. Los que no creemos que arrasando el mundo presente se vaya a hacer posible otro mucho mejor, ni que con la destrucción y el asesinato pueda traerse la justicia. No es una cuestión de ideas, como piensan algunos, en nuestro lado y en el de los otros. Usted y yo sabemos que las grandes ideas generales no sirven de mucho en la vida práctica. Nos enfrentamos en cada caso a problemas específicos, y no los resolvemos con ideas gaseosas, sino con nuestro conocimiento y nuestra experiencia. Yo en mi laboratorio, usted en su tablero de dibujo. Si bajamos de la estratosfera de las ideas las cosas están bastante claras. ¿Qué hace falta para que un edificio no se caiga? ¿Qué necesitan nuestros compatriotas? No hay más que salir a la acera del café y mirar a la gente que pasa. Necesitan estar mejor alimentados. Necesitan mejor calzado, tomar más leche de niños para que no se les caigan los dientes. Necesitan tener más higiene y no traer tantos hijos al mundo. Necesitan buenas escuelas y trabajos pagados decentemente, y a ser posible calefacción en invierno. ¿Sería tan difícil de conseguir una organización racional del país que facilitara todo eso? Una vez que todo el mundo coma a diario, y que haya electricidad y agua corriente saludable, digo yo que sería el momento de ponerse a discutir sobre la sociedad sin clases o sobre las glorias de la raza española, o el esperanto, o la vida eterna, o lo que haga falta. Fíjese que no hablo del socialismo, ni de la emancipación, ni del fin de la explotación del hombre por el hombre. Yo no hago profesiones de fe, y creo que usted tampoco. Entre peregrinar a Moscú y peregrinar a La Meca o al Vaticano o a Lourdes yo no veo grandes diferencias. Al creyente de una religión lo que más le fastidia no es el creyente de otra, ni siquiera el ateo, sino alguien peor, el escéptico, el tibio. ¿Ha observado usted que en los discursos y en los artículos de fondo la palabra tibio se ha convertido en un insulto? ¡Pues claro que yo soy tibio, aunque se me suba de vez en cuando la sangre a la cabeza! No quiero quemarme y no quiero que quemen a nadie ni que arda nada. Bastantes hogueras tuvimos con la Santa Inquisición. Ahora veo a mucha gente que dice que ha perdido la fe en la República. ¡La fe en la República! ¡Como si le hubieran rezado a un santo o a una virgen pidiendo un milagro que no se les ha concedido! Le rezan al Frente Popular para que traiga no sólo la amnistía, sino también la reforma agraria, el comunismo, la felicidad sobre la tierra, y como han pasado unos meses desde las elecciones y el milagro no se ha producido, pierden la fe y quieren acabar con la legalidad de la República, como si quisieran tirar al pilón al santo que no les trajo la lluvia después de la rogativa… Por no hablar de los otros, que andan en algo más que rezos y motines. A Dios rogando y con el mazo dando. Ahí los tiene usted, conspirando con más descaro que nunca, a la vista de todo el mundo, salvo del gobierno, que hace como que no se entera de nada. Los señoritos monárquicos van a Roma a que los bendiga el Papa, presentan sus respetos a su majestad don Alfonso XIII y a continuación cobran el cheque que les da Mussolini para que compren armas. Dispuestos a la Reconquista de España, como ellos mismos dicen. Enloquecidos. Furiosos porque la República les ha expropiado unas cuantas fincas estériles o no les deja predicar en las escuelas nacionales o ha permitido que un hombre y una mujer que llevan toda la vida odiándose puedan irse cada uno por su lado. Agraviados a muerte porque esta pobre República que no tiene ni para pagar los salarios de los maestros jubiló con su paga íntegra a todos los millares de oficiales que haraganeaban en los cuarteles y tuvieron a bien solicitar el retiro, sin exigirles nada a cambio, ni siquiera un juramento de lealtad. ¿Sabe por qué he tenido que comprarme esta pistola y por qué ese hombre que usted ve tan aburrido masticando un palillo de dientes tiene que andar siempre conmigo? Y déjeme que le adivine el pensamiento, no es que ni la pistola ni el guardaespaldas tengan aspecto de ofrecer mucha seguridad, para qué vamos a engañarnos. Aunque a Jiménez de Asúa el suyo le salvó la vida… Pero éste es el país que tenemos, amigo mío, nada da mucho de sí, ni para lo bueno ni para lo malo. Media España no ha salido del feudalismo y nuestros compañeros del diario Claridad quieren acabar ya con la burguesía, que apenas existe. Hasta las conjuras son de medio pelo, mi querido Abel, gamberradas de señoritos que no saben ni mantener el secreto. Hay una chica, estudiante mía, no muy brillante pero muy aplicada, que estuvo investigando conmigo en el laboratorio, antes de que yo perdiera por completo la cabeza y lo dejara todo para meterme en la política. Esta chica, moderna, pero un poco pava, tenía un novio bastante cursi que iba a recogerla todas las tardes a la Residencia y me saludaba muy educado, uno de esos aspirantes a registrador o a notario que de puro lánguidos acaban teniendo que pasar varios años en un sanatorio antituberculoso de la Sierra. Nada que objetar. En cuanto se comprometieron formalmente ella dejó el laboratorio porque no era de buen tono que una señorita ya pedida, como dicen en esas familias, siguiera trabajando en un sitio lleno de hombres. En vez de a la Bioquímica, en la que podría hacer algo de provecho con los años, se dedicaría a sus labores, a parir niños y rezar rosarios, en el sopor de la provincia a donde destinaran a su marido cuando por fin recobrara las fuerzas suficientes para presentarse a las oposiciones. La había visto de tarde en tarde en los últimos tiempos, y ella nunca se olvidaba de mandarme una tarjeta para mi santo ni de felicitarme las navidades. En el día de su onomástica le deseo toda la felicidad en compañía de los suyos y elevo mis oraciones por usted, me escribió la pobre el año pasado. Pero hace poco, una noche, me llamó por teléfono, con la voz muy asustada, como temiendo que alguien pudiera escucharla. Le pregunté si le pasaba algo, y me dijo que a ella nada, pero que tenía que verme con urgencia, y que por favor no le dijera a nadie que me había llamado. Se presentó en casa a la mañana siguiente, domingo, antes de misa, con el velito en la cabeza, más encogida que cuando se ponía la batita blanca en el laboratorio, sin atreverse a mirarme a los ojos. Yo pensé que se habría quedado embarazada y que vendría a pedirme que la ayudara a conseguir un aborto con el máximo secreto. ¿Y sabe usted lo que quería contarme?

Negrín bebió un largo trago de cerveza y esta vez se limpió la espuma con un pañuelo que se pasó después por la ancha frente sudorosa. El policía de escolta asentía a distancia a sus explicaciones, ahora más erguido, consciente de su papel, masticando el palillo de dientes.

—¡Que el cursi de su novio, además de cuidarse los pulmones y estudiar notarías o registros, había formado con unos cuantos amigos un grupo de choque falangista, y que tenían muy avanzada la preparación de un atentado contra mí! «Todo previsto», me dijo la pobre chica con esa vocecilla que no le salía del cuerpo, como cuando tenía que contestarme a un examen: el día, la hora, el sitio, las armas que pensaban usar, el auto con el que se darían a la fuga, según han visto en las películas. Las ideas políticas son más peligrosas todavía cuando se mezclan con las tonterías del cine, no sé si estará usted de acuerdo. Pensaban matarme aquí mismo, a la salida del café, en la acera de la calle de Alcalá. Dentro de todo es un detalle que tuvieran planeado dejarme cenar antes…

—¿No los han detenido?

—¿Y cómo iba yo a denunciarlos sin perjudicarla a ella? —Negrín soltó una carcajada—. Quizás se dieron cuenta de que llevaba pistola, o de que había empezado a disfrutar de la compañía de este buen amigo que me hace ahora de ángel de la guarda. O quizás se aburrieron, o les entró miedo de pasar de las palabras a los hechos.

—¿Y qué ha sido de su discípula?

—No va usted a creerme. Al día siguiente me volvió a llamar, con un hilo de voz, deshecha en lágrimas, «dividida entre sentimientos contrapuestos», como dicen en las revistas de señoras. «Mi querido doctor Negrín, por lo que usted más quiera, olvídese de lo que le conté ayer, que no son más que chiquilladas, fantasías de muchachos.» Su novio en realidad era muy buena persona, incapaz de hacerle daño a una mosca, ni siquiera tenía una pistola de verdad, y además estaba enfermo, porque parece que los exámenes son a principios de verano y de tanto aprender de memoria ese temario monstruoso se ha descuidado y ha tenido una ligera recaída, de modo que posiblemente tenga que volver al sanatorio y no pueda presentarse este año a las oposiciones. Un drama más español que los de Calderón. Peor todavía. Que los de don Jacinto Benavente.

—Se confía usted demasiado.

—¿Y qué voy a hacer? ¿No salir de casa? ¿Quedarme encerrado como Azaña desde que es presidente de la República, dando paseos por los jardines del Pardo y pensando en lo que anotará antes de acostarse en ese diario que dicen que lleva? Yo necesito gente y movimiento, mi querido Abel, necesito venir al café caminando desde el Congreso, así hago más hambre y más sed y disfruto todavía más de la comida y la cerveza. Ya me he tomado otra y usted apenas ha probado la suya, por cierto. ¿De verdad que no tiene usted debilidades?

Negrín hincó los codos en la mesa, haciéndose sitio de cualquier manera, y extendiendo los dedos anchos de una mano fue enumerando con el índice de la otra, mirando muy de cerca de Ignacio Abel, con una fijeza irónica que lo incomodaba.

—No fuma usted. Me parece bien. Como cardiólogo no tengo nada que objetar. No bebe, o casi. No le gustan los toros. No le pierde la buena mesa, como a mí. No tiene aspecto de ir nunca de putas… ¿No tendrá usted escondida por ahí una amante voluptuosa de la que nadie sabe nada?

Quizás él, Negrín, sí sabía, tan inconteniblemente aficionado a los chismes sobre las debilidades ajenas como a la comida o a las mujeres o a las grandes operaciones políticas. Quizás había oído algo, y por eso tenía desde el principio esa media sonrisa, esa expresión como de sospechar que debajo del propósito de marcharse a una universidad extranjera Ignacio Abel escondía no sólo la urgencia de huir de los desastres de España sino un deseo menos confesable, una pasión que desmentía su aire tan digno, su apariencia sobria de dignidad burguesa y más bien puritana. Por un momento Ignacio Abel, examinado tan intensamente por los ojos de Negrín al otro lado de las gafas, temió que iba a enrojecer, sintió un calor humillante subiendo de la base del cuello, agobiado por el nudo de la corbata. Imaginó su carcajada sonora, su complacencia en una debilidad humana que haría menos excepcionales las suyas. Pero Negrín, por fortuna, había agotado su cerveza y de pronto tenía prisa, guardaba la pistola en el bolsillo, se limpiaba la frente con un pañuelo, consultaba el reloj de pulsera, llamaba al camarero con dos palmadas tan resonantes en la bóveda del reservado que herían los tímpanos.

—Cuente conmigo para lo que haga falta, Abel —le dijo cuando se despedían en la puerta del café, mientras miraba con rápida cautela a un lado y a otro de la calle—. Si usted quiere me ocuparé de que le den cuanto antes el pasaporte y el visado americano. Váyase en cuanto pueda y no tenga mucha prisa por volver.

Lo vio cruzar la calle de Alcalá, sus hombros anchos sobresaliendo por encima de las cabezas de la gente, la chaqueta clara de verano apretándole los costados, avanzando a grandes zancadas entre el tráfico, sin esperar a que el guardia diera el paso a los peatones, tan rápido que el policía de escolta se quedaba atrás.