Time on our hands, dijo Judith, antes de colgar el teléfono, de confirmar la hora del encuentro, del arranque del viaje, casi huida soñada, para que no hubiera duda ni confusión posible, y a él le gustó la poesía implícita en la expresión común, como tantas veces que aprendía nuevos giros de ella o que le explicaba alguno en español. Tiempo en nuestras manos, por una vez rebosando de ellas como el agua fresca de un caño poderoso entre las manos ahuecadas en las que se hundirá gozosamente la cara o se mojarán los labios de quien por fin puede saciar la sed; cuatro días y cuatro noches enteros de tiempo exclusivamente suyo, no compartido con nadie, no contaminado por la indignidad de esconderse, no medido en minutos o en horas, un tesoro de tiempo cuya magnitud les costaba imaginar. Pero tampoco sabían imaginarse juntos lejos de Madrid, en otro escenario que no fuera el de la ciudad que los había unido y que los apresaba, sometiéndolos al maleficio de la prisa y de la clandestinidad, horas robadas a las obligaciones, ni siquiera eso a veces, minutos furtivos arañados para hacer una llamada de teléfono o mandar una postal, un telegrama, para empezar una carta y tener que esconderla por culpa de una interrupción, deslizándola entre papeles oficiales, guardándola en ese cajón del despacho de su casa que Ignacio Abel siempre cerraba con una llave diminuta. Time on our hands, recuerda ahora, repite en voz baja, mirando las dos manos inertes sobre los muslos, sobre los faldones de la gabardina que no se quitó al subir al tren; las manos inútiles para otra cosa que no sea palpar bolsillos en busca de algún documento o rozar la cara cada mañana después del afeitado, para apretar el asa oscurecida de sudor de la maleta o abrochar botones o descubrir que un botón se ha caído y sólo queda de él un rastro de hilos o que los cordones de los zapatos se están deshinchando o ha empezado a descolgarse el bolsillo derecho de la chaqueta. Al menos tuvimos eso, piensa, ese regalo, no el anticipo de algo que vendría después sino un favor casi último antes de que lo inevitable sucediera, tres días enteros, casi cuatro incluyendo los largos viajes, de jueves a domingo, la carretera recta y blanca desplegándose ante el automóvil cuando salieron de Madrid hacia el sur, todavía amaneciendo, y al final del viaje la casa sobre los acantilados de arena, el olor del Atlántico entrando en ella tan poderosamente como entra ahora el del Hudson por la ventanilla del tren: las manos llenas de tiempo, llenas de la cercanía codiciosa del otro, buscando bajo la ropa en cuanto dieron unos pasos en el interior de la casa en penumbra, sin abrir todavía ninguna ventana, sin haber sacado las maletas del coche, exhaustos después de tantas horas en la carretera y sin embargo muertos de deseo, incapaces ya de seguir aplazándolo. No era lo mismo decir tiempo de sobra: por más que tuvieran nunca les sobraría ni un minuto, no se permitirían el lujo de desperdiciarlo, y en cualquier caso esas palabras no expresaban la sensación física de una abundancia inmerecida que llena las manos, como las monedas o los diamantes de un tesoro de cuento, tiempo a manos llenas. Pero por mucho que se aprieten los dedos y se junten las dos manos curvadas como un cuenco el agua siempre se escapará de ellas, segundo a segundo el tiempo escurriéndose igual que granos mínimos de arena, relucientes como cristales en la luz matinal de la playa a la que descendían por unos peldaños de madera, sin ver a nadie en toda su amplitud, supervivientes únicos de un cataclismo que los hubiera dejado solos en el mundo, desertores de todo, de sus dos vidas y hasta de sus nombres que los identificaban y los ataban a ellas, renegados de cualquier lazo o lealtad que no fueran los que los unían entre sí, padres, hijos, cónyuges, amigos, obligaciones, principios, apóstatas de cualquier creencia.
Si al menos hubieras tenido verdadero coraje, piensa ahora, mirando las dos manos baldías que no tocan a nadie, las manos de venas tortuosas y uñas mal cortadas y ligeramente sucias, si te hubieras atrevido a una verdadera apostasía y no a un simulacro, a una huida verdadera y no a una ficción. Incluso los cuatro días enteros y las cuatro noches se les deshacen rápidamente en nada a los amantes que hasta entonces no han podido pasar más que unas pocas horas seguidas juntos, no han sabido lo que era abrir los ojos con la primera luz del día y encontrar al otro, asistir a su sueño complacido y a su despertar. Tan poco tiempo siempre, las horas contadas, deshaciéndose en una arena de minutos y segundos fugaces, el reloj sonando, el mecanismo ruidoso en el despertador de la mesilla de noche o el más sutil en la muñeca, atado a ella como un cepo de cautiverio, segundo a segundo, las dentelladas diminutas socavando las casas de tiempo en las que se escondían para estar juntos, sus refugios clandestinos, casi siempre precarios, siempre en peligro de ser invadidos, por muy hondo que quisieran esconderse el uno junto al otro y el uno en el otro, cancelando el mundo exterior en el fanatismo de un abrazo con los ojos cerrados. Pasos en el corredor de la casa de citas, puertas que en cualquier momento podrían abrirse, muros demasiado livianos al otro lado de los cuales se oían voces, los gemidos de otros amantes clandestinos, habitantes como ellos de la ciudad secreta, el Madrid sumergido y venal de los reservados, las habitaciones alquiladas por horas, los parques a oscuras, el sórdido territorio fronterizo en el que confluían el adulterio y la prostitución. Vivían asediados por acreedores, por ladrones y mendigos de tiempo, por prestamistas rapaces y turbios traficantes de horas. El tiempo fosforecía en las agujas del despertador, sobre la mesa de noche, en la habitación en casa de Madame Mathilde, en la penumbra forzosa de las cortinas echadas en mitad de la mañana. El tictac sonaba como el medidor de un taxi: si se retrasaban sólo unos minutos en salir de la habitación alquilada oirían pasos en el corredor y golpes en la puerta; si querían algo más de tiempo debían comprarlo a un precio aún más abusivo. El tiempo huía en espasmos numéricos como la distancia en el cuentakilómetros del coche mientras viajaban hacia el sur como si no tuvieran que volver nunca, fugitivos de todo durante cuatro días. El tiempo de cada espera se dilataba y hasta se detenía por culpa de la incertidumbre, por la angustia de que el otro no se presentara. El relámpago de la llegada abolía durante unos minutos el paso del tiempo, dejándolo en suspenso en un espejismo de abundancia. El tiempo ilícito tenía que ser comprado, minuto tras minuto, obtenido como en dosis de opio o de morfina a través del gesto rápido con que un camarero de pajarita y chaquetilla negra les entregaba la llave de un reservado a la vez que recibía en la otra mano la propina. El bien tan escaso del tiempo se perdía esperando un taxi, viajando interminablemente en un tranvía muy lento, conduciendo en medio del tráfico, marcando un número en el teléfono y esperando a que la rueda vuelva a su punto de partida para marcar el siguiente: cuánto tiempo desperdiciado esperando una respuesta, escuchando un timbre que suena al otro lado en una habitación vacía, impacientándose porque una telefonista tarda en contestar o en pasar la llamada, los dedos inquietos tamborileando en una mesa, la mirada vigilante por si se acerca alguien al fondo del pasillo, una hemorragia de tiempo, gota a gota o a borbotones. Fue Philip Van Doren quien les regaló los cuatro días enteros al ofrecerles la casa que había comprado o estaba a punto de comprar en la costa de Cádiz, sin verla siquiera, conociéndola tan sólo por planos y fotografías; quien parecía complacerse en ampararlos, en incitarlos el uno hacia el otro desde una distancia benévola, en intervenir en nombre del azar, como había hecho al dejarlos solos en su despacho aquella tarde de octubre. La casa de tiempo que Ignacio Abel hubiera querido construir para que nada más que Judith y él mismo la habitaran existió de verdad durante sólo cuatro días; entre la tarde del jueves y la madrugada del lunes: blanca, de volúmenes cúbicos, perfilándose horizontal sobre un acantilado, sus formas variables en las fotografías que Van Doren desplegaba ante él, sobre el mantel de la mesa del Ritz en la que los había invitado a cenar, en un reservado, acatando de manera implícita la conveniencia de que Ignacio Abel no fuera visto en público con su amante, mientras que de la calle, de la plaza de Neptuno, llegaba amortiguado el estrépito de una batalla a pedradas y a tiros entre guardias de Asalto y huelguistas de la construcción: silbatos, cristales rotos, sirenas. Se había apartado de las muñecas las bocamangas del jersey con gestos impacientes y disponía las fotos sobre la mesa como en un juego de naipes, alzando las cejas depiladas, chupando con deleite un habano, una sonrisa en sus labios carnosos, en la boca demasiado pequeña, incongruente con su recia mandíbula cuadrada y sus dedos velludos. «Mi querido profesor Abel, no se sienta obligado a decir que no. No le ofrezco un favor, sino que le pido su opinión profesional. Como si le pidiera un informe sobre un cuadro antes de comprarlo. Vea la casa y dígame en qué estado se encuentra. Viva en ella unos días. Me aseguran que está plenamente abastecida de todo lo necesario, pero no creo que la haya habitado nadie todavía. Se la hizo construir un conocido mío alemán cargado de dinero que de pronto no está seguro de que le convenga seguir viviendo y haciendo negocios en España. Me atrevo a suponer que a Judith no le importará acompañarlo. Les vendrá bien escapar del calor de Madrid y del clima político todavía más irrespirable. Ahora que de nuevo hay huelga no será prudente que se le vea a usted llegar cada mañana a la Ciudad Universitaria. ¿Cree usted que se sublevarán por fin los militares, profesor Abel? ¿O se les adelantarán las izquierdas en un nuevo ensayo general de revolución bolchevique? ¿O se irá todo el mundo de veraneo y no pasará nada, como me dijo el ministro de Comunicaciones hace sólo unos días?»
Dame tiempo. Si tuviera tiempo. Es cuestión de tiempo. Aún estamos a tiempo. Ya no hay tiempo. En el comedor reservado del Ritz, Philip Van Doren los miraba con la altiva magnanimidad de un potentado, un oligarca del tiempo, ofreciéndoles la limosna tentadora y quizás humillante de lo que ellos más anhelaban, tan poderoso que no les pedía nada a cambio, ni siquiera gratitud, tal vez solamente el espectáculo de la penuria que advertía en ellos, del modo sutil en que la pasión sexual clandestina los iba envileciendo, gastando, como personas respetables sometidas a una adicción secreta, la morfina, el alcohol, llegadas a ese punto en el que el deterioro ya se hace visible. Comían en el reservado y ninguno de los tres daba muestras de estar oyendo el tumulto que llegaba amortiguado por los cortinajes y por los árboles del jardín. Necesito tiempo. Cuánto tiempo más quieres que te dé. El tiempo como un bloque sólido en el taco de hojas de un calendario, cada día una lámina imperceptible de papel, un número en rojo o en negro, el nombre de un día de la semana. Judith Biely extranjera y distinguida, inexplicablemente suya, buscando su pie debajo de la mesa mientras sonreía llevándose la copa de vino a los labios, playing footsie, le había enseñado a decir. El tiempo lento, fósil, empantanado, solemne, en el reloj de péndulo que hay al fondo del pasillo, el que Ignacio Abel ve brillar mientras aguarda de pie apretando el auricular del teléfono, impaciente y furtivo; el que da las horas con resonancias de bronce en mitad del insomnio, en la amplitud a oscuras de la casa, cuando él creía que había transcurrido una eternidad y cuenta los golpes y sólo son las dos de la madrugada, la cara contra la almohada y el corazón latiendo muy rápido, las oleadas rítmicas de la sangre en las sienes, mientras Adela duerme a su lado o permanece despierta y finge estar dormida igual que él y sabe también que él no duerme, los dos inmóviles, sin rozarse, sin decir nada, las dos conciencias físicamente tan cercanas como los dos cuerpos y sin embargo remotas entre sí, herméticas y sumergidas en una misma agitación, en el suplicio idéntico del tiempo. El tiempo que no pasa, abrumador como un fardo, como un baúl o una losa; el tiempo de una cena en la que los cuatro se han quedado en silencio y sólo oyen el sonido de la cuchara rozando contra la loza del plato de sopa y el que hace Miguel sorbiéndola y los golpes menudos del tacón de su zapato contra el suelo. El tiempo que me queda antes de que se acaben los plazos para solicitar el permiso en la Ciudad Universitaria o tramitar el visado en la embajada americana. El tiempo exquisito que Judith apura corriéndose cuando él ha sabido acariciarla, atento a ella con los cinco sentidos, la boca entreabierta de Judith, los ojos entornados, respirando por la nariz, el largo cuerpo desnudo tensándose, las palmas de las manos sobre los muslos, el sonido seco de las mandíbulas que él ha aprendido a esperar como un signo favorable, un aviso de que el placer de ella se avecina. El tiempo que siempre se acaba, aunque el fervor del encuentro hizo al principio que pareciera ilimitado. El nudo de la corbata delante del espejo, el peine rápido en el pelo, Judith sentada en la cama, subiéndose las medias, observando la prisa de él, el gesto furtivo con que ha consultado el reloj. El tiempo del regreso en el taxi, o en el coche de Ignacio Abel, los dos callados de pronto, lejanos en el silencio, ya replegados en la distancia que todavía no los separa, mirando los relojes iluminados en el cielo nocturno de Madrid, al otro lado de la ventanilla, que señalan una hora siempre demasiado tardía para él (pero no piensa en el otro tiempo que la aguarda a ella cuando entre en su cuarto de la pensión y mire la máquina en la que hace tanto que no escribe, las cartas de su madre a las que sólo contesta de tarde en tarde, suprimiendo una parte de su vida en Madrid, inventándola, para no contarle que se ha hecho amante de un hombre casado). El tiempo que tarda en aparecer el sereno después de las palmadas resonantes que lo llaman en el silencio nocturno de la calle Príncipe de Vergara, cada vez más angustioso, como una culpa mordiéndole los talones; el que transcurre hasta que llega el ascensor y luego sube muy despacio y él mira de nuevo el reloj y piensa incrédulamente que a esta hora Adela ya se habrá dormido, que no notará el olor a tabaco y al perfume de otra mujer, el crudo olor de las secreciones sexuales; el tiempo de salir al rellano procurando que no suenen demasiado fuertes las pisadas en el mármol del corredor y buscar la llave en el bolsillo y hacerla girar en la cerradura con la esperanza de que no haya ninguna luz encendida en la casa, a no ser la del altar de Nuestro Padre Jesús de Medinaceli con su tejadillo y sus dos diminutos faroles eléctricos. Tiempo al tiempo. El tiempo todo lo cura. Ha llegado el tiempo de salvar a España de sus enemigos ancestrales. Volverán los tiempos de gloria. Si el gobierno se lo propusiera de verdad todavía estaría a tiempo de atajar la conspiración militar. Volverán Banderas Victoriosas. Ojalá no pase el tiempo. El Tiempo de Nuestra Paciencia se ha Agotado. Ya no es Tiempo de Compromisos ni de Medias Tintas con los Enemigos de España. El tiempo que he perdido no haciendo nada, dejando para otro día o para dentro de unas horas decisiones urgentes, imaginando que la pasividad hará que el tiempo resuelva las cosas por sí solas. El tiempo que falta para que Judith decida volverse a América o para que reciba una oferta de trabajo o para que se marche sin más a otra capital de Europa menos provinciana y menos convulsa, en la que no haya tiroteos por las calles, en la que los periódicos no traigan con tanta frecuencia en primera página la noticia de un crimen político. Las semanas, los días que tal vez faltan para que estalle la sublevación militar de la que todo el mundo habla ya abiertamente, con un fatalismo suicida, con la impaciencia de que al fin llegue el desastre, la revolución social, el apocalipsis, lo que sea, cualquier cosa menos este tiempo de espera, de ver pasar entierros con ataúdes cubiertos por banderas, llevados a hombros por camaradas de aire pretoriano, con camisas rojas o camisas azul marino y correajes militares, alzando manos abiertas o puños cerrados, gritando consignas, vivas y mueras, tardando horas en llegar al cementerio (las bocas muy abiertas mostrando malas dentaduras; manchas de sudor en los sobacos de las camisas marciales). El tiempo que tarda una carta recién depositada en un buzón en ser recogida y clasificada, matasellada, entregada en la dirección que se indica en el sobre; el que tarda el ordenanza lentísimo y servil cada mañana en repartir el correo, avanzando con su bandeja en las manos entre las mesas de las mecanógrafas y los delineantes, deteniéndose con galbana inaceptable para charlar con alguien, para aceptar un cigarrillo; el tiempo que tardan los dedos ávidos en rasgar su filo, en extraer las hojas, el que emplean los ojos en moverse velozmente sobre cada línea, de izquierda a derecha, volviendo luego al punto de partida, como el carro de una máquina de escribir, como la lanzadera de un telar, bebiendo cada palabra con la misma rapidez con la que fue escrita, succionando en los hilos de tinta los rasgos de una caligrafía tan deseada y familiar como las líneas de una cara, como la mano que se deslizó por el papel escribiendo. No puedes decirme que no. Imagina la casa, y nosotros en ella, no podemos rechazar lo que Phil nos ofrece, tengo derecho a pedírtelo, solo unos pocos días.
Mira el reloj y cae en la cuenta de que ha pasado mucho rato desde la última vez que lo miró, como el fumador que empieza a librarse de su adicción y descubre que ha pasado más tiempo que nunca sin la tentación de encender un cigarrillo: unos minutos después de la salida, cuando el tren acababa de pasar junto al puente George Washington. Time on our hands. Ha oído la voz de Judith Biely en el teléfono, reconocido nítidamente esas palabras, su tentación y su promesa, su advertencia, We’re running out of time. Qué poco tiempo les quedaba, mucho menos de lo que él había imaginado, de lo que el miedo le había inducido a vaticinar: las manos de pronto vacías de tiempo, los dedos estériles curvándose para apresar el aire, intuyendo a veces como un recuerdo táctil del cuerpo que no acarician desde hace ya tres meses enteros, la duración baldía del tiempo sin ella. Corriendo sin sosiego, running out of time, dijo ella también, y él no supo comprender la advertencia, no percibió la velocidad del tiempo que ya estaba arrastrándolos. Cuánto tiempo hace que estas manos no tocan a nadie, no se curvan adaptándose a la forma delicada de un pecho de Judith Biely, no tocan el rosa tenue de sus pezones, no estrechan contra él a sus hijos, corriendo para abrazarse a él por el pasillo de la casa de Madrid o por el sendero de grava en el jardín de la Sierra; esta mano derecha que se alzó arrebatada por la ira y descendió como un rayo contra la cara de Miguel (ojalá se hubiera quedado paralizada en el aire, atravesada de dolor; ojalá se hubiera secado antes de causar dolor y vergüenza a su hijo, que tal vez no sabe ahora si su padre está vivo o muerto, que ya habrá empezado a olvidarlo). Las manos de niño que se desollaban tan fácilmente con el tacto áspero de los materiales; las que paralizaba el frío en las madrugadas de invierno y que Eutimio calentaba apretándolas entre las suyas tan ásperas, quemadas por el yeso. «Qué pena daba mirarle a usted las manos, don Ignacio. Yo las frotaba entre las mías para darle calor y eran como dos gorriones muertos.» Con estas manos no habría podido abarcar la pistola que Eutimio le enseñó una mañana de mayo en su oficina: la misma que levantó y puso en el centro del pecho de uno de los hombres que empujaban a Ignacio Abel contra un muro de ladrillo a las espaldas de la Facultad de Filosofía. Recuerda con desagrado el sudor en las palmas, tan infame como la humedad en las ingles. Tiempo en nuestras manos: el tiempo no se va agotando despacio, como un caudal que se vuelve un hilo de agua y un goteo antes de extinguirse. El tiempo se acaba de golpe y de un momento a otro uno está muerto con la cara contra la tierra, y después de un encuentro que no se sabe que es el último alguien dice adiós y no volverás a verlo nunca más. El tiempo de un encuentro que se parecía a cualquier otro concluye y ninguno de los dos amantes sabe ni sospecha que va a ser el último. O uno de los dos sí sabe y calla, ha decidido pero guarda todavía su resolución en secreto y ya calcula las palabras que escribirá en una carta, las que en voz alta no se atreve a decir.
Colgó el teléfono y la expresión que había usado Judith Biely quedó flotando en su conciencia como el metal de la voz que al cabo de unas pocas horas oiría de nuevo, ahora cerca de él, rozándolo con el aliento que daba forma a sus palabras. Time on our hands, por una vez no horas contadas, minutos que se deshacían como agua o arena entre los dedos, sino días, cuatro días enteros en los que no habría despedidas ni ansias postergadas, tiempo secreto o robado, ilimitado, desbordándose, recibiéndolos con la clemencia de un país de acogida, cuya frontera se abriría con sólo decir una mentira, un pasaporte falso de validez limitada pero instantánea, una mentira que ni siquiera lo es del todo, El jueves me voy a la provincia de Cádiz y vuelvo el lunes por la mañana. La verdad y la mentira se decían exactamente con las mismas palabras, eran tan difíciles de separar entre sí como la composición química de un líquido. Un cliente americano está pensando comprar una casa en la costa y me ha pedido que vaya a verla antes de tomar la decisión. Era tan fácil y la recompensa tan ilimitada que le producía anticipadamente una sensación de ebriedad, casi de vértigo, a la hora de la cena, en el letargo del comedor familiar, donde el tiempo transcurría tan despacio, tiempo como plomo sobre los hombros, al ritmo funerario del gran reloj vertical, regalo pomposo de don Francisco de Asís y doña Cecilia, con su péndulo de bronce en la caja honda como un ataúd y su leyenda en letra gótica alrededor de la esfera dorada, Tempus fugit. «Te estás quejando siempre de que te falta tiempo», dijo Adela, mirándolo apenas, atenta más bien al plato que tenía delante, consciente de la vigilancia ansiosa de Miguel, de la rodilla que estaría moviéndose nerviosa debajo de la mesa, «y ahora vas y te enredas en otro compromiso. Podías haber aprovechado los días de huelga para descansar con nosotros en la Sierra». «No puedo negarme», improvisaba, alentado por la facilidad, no mintiendo del todo, usando hechos comprobables como la materia dócil con que moldeaba la mentira, «es el empresario que me ofreció el encargo en los Estados Unidos». Pero la simulación de un modo u otro lo atrapaba: al oír hablar de los Estados Unidos Miguel y Lita irrumpieron abiertamente en la conversación quitándose la palabra para preguntar si de verdad irían todos a América, cuándo, en cuál de los transatlánticos que aparecían anunciados en el escaparate de la agencia de viajes de la calle de Alcalá y en la de la calle Lista, maquetas detalladas en las que se veían las ventanillas circulares y los botes salvavidas y las pistas de tenis dibujadas en la cubierta, carteles de buques con altas proas afiladas hendiendo las olas, con columnas de humo ascendiendo de las chimeneas pintadas de rojo y de blanco, con hermosos nombres internacionales inscritos en la curvatura negra del casco. Igual que su madre, Miguel advirtió el gesto de contrariedad, casi de angustia, en seguida mezclada con una irritación que no llegaba a mostrarse del todo, el contratiempo de no tener preparada una respuesta, cuando la mentira había fluido hasta entonces tan desahogadamente. Pero Miguel no sabía interpretar los datos incesantes que le suministraba su atención, y que para él se resumían en un confuso estado de alarma, la intuición de un peligro que estaba cerca pero que él no podía identificar: como en esas películas de aventuras en África que le gustaban tanto, cuando un explorador se despierta de noche y sale de la tienda y sabe que un animal salvaje o un enemigo están rondando el campamento, pero no distingue nada más que los sonidos habituales de la selva, y el leopardo está pisando ya silenciosamente muy cerca, rozando las altas hierbas con su largo cuerpo musculoso, o el guerrero traicionero y pintado se aproxima, levantando una lanza, mientras Miguel tiembla en su asiento, encoge las piernas, casi tirita, se muerde las uñas, aprieta el brazo de Lita hasta hacerle daño, podría gritar si no se controlara, podría orinarse, no de miedo, sino de la pura excitación nerviosa. Observa ese músculo que se mueve en la mandíbula muy afeitada de su padre, como un latido rápido, el que delata que se está irritando, el que temblaba tanto cuando levantó la mano y Miguel sintió el escozor y la humillación de la bofetada antes de que la palma abierta golpeara su mejilla. «Ahora no es momento de que molestéis a papá con esas preguntas. Bastante lío tiene él ya en su trabajo. ¿Irás en el coche? Lo único que te pido es que nos llames cuando llegues. Ya sabes que si estás en la carretera y no me llamas no me puedo dormir.»
Tan fácil todo de nuevo, después del contratiempo, que casi sentía gratitud hacia Adela y se le disolvía sin rastro la ira hacia su hijo, provocada por esa pregunta ansiosa, por esa expectación desmedida que sin embargo era él mismo quien había sembrado y ahora no sabía ni alimentar ni contrariar. Pero si le irritaba tanto esa expectación de Miguel, comprende ahora, de golpe, al cabo de tres meses de lejanía y remordimiento, en el tren que a cada momento lo aparta más de sus hijos, esa esperanza insensata, condenada por su propio exceso al desengaño, era porque se parecía demasiado a la suya, porque la debilidad, el nerviosismo del niño, le presentaban un espejo en el que tal vez habría preferido no mirarse. También a él lo martirizaba la impaciencia por terminar cuanto antes la representación de vida familiar de la cena, también él vivía trastornado por deseos que no sabía y no deseaba controlar, deslumbrado por expectativas que nunca se saciaban y nunca llegaban a cumplirse, incapaz de apreciar y hasta de ver lo que tenía delante de los ojos, nervioso porque acabara cuanto antes el presente y llegara el porvenir, el que fuera, cualquiera de los porvenires que había ido persiguiendo como espejismos sucesivos a lo largo de su vida, sin que la edad o la experiencia o el hábito de la decepción hubieran amortiguado el ansia, mellado su filo cortante. Que acabara cuanto antes el trámite de la cena, el fastidio rutinario de sentarse a leer el periódico sin mirar apenas los titulares mientras Adela, en el sillón contiguo, se ponía las gafas de cerca que la hacían parecer aún mayor y leía una revista o un libro mientras escuchaba el concierto de música clásica de cada noche en Unión Radio, cerca del balcón entreabierto por donde entraba un poco de brisa y también los ruidos atenuados de la calle. Desde ese balcón, si hubieran estado atentos, podrían haber escuchado los disparos que acabaron con la vida del capitán Faraudo el 7 de mayo. Que vinieran cuanto antes los hijos a dar a cada uno su beso de buenas noches, Lita ya con su pijama y sus zapatillas y su pelo alisado antes de dormir, Miguel indignado en secreto contra la obligación inapelable de irse a la cama, observando con su sexto sentido inútil, con su sismógrafo de amenazas familiares, que sus padres raramente se miraban a los ojos al hablarse, sabiendo que al cabo de un rato su madre se levantaría para ir hacia el dormitorio y su padre, en vez de acompañarla, se encerraría en su despacho, con sus planos y sus maquetas que le absorbían la vida entera, con las cartas que a veces estaba escribiendo o leyendo y guardaba en seguida en un cajón cuando alguien lo interrumpía, el cajón que nunca se olvidaba de cerrar con llave, con una llave diminuta que guardaba siempre en un bolsillo del chaleco. Porque le gustaban las películas de Arsenio Lupin y de Fantomas (en realidad no había ninguna clase de películas que no le gustara), Miguel fantaseaba con dedicarse de mayor a una distinguida carrera criminal de ladrón de guante blanco, experto en abrir cajas de caudales, criptas de bancos, cajones de escritorios idénticos al de su padre en los que se escondían bajo llave eso que llamaban en las películas y en las novelas documentos comprometedores, tal vez las cartas robadas con las que un chantajista sin escrúpulos extorsiona a una mujer hermosa de la mejor sociedad. En vez de los libros que le mandaban en la escuela, los Clásicos Castellanos cuyos áridos lomos se alineaban en la estantería de Lita, Miguel leía las novelas ilustradas que publicaba Mundo Gráfico. Un titular de una de ellas ahora le quitaba el sueño: Detrás de una fachada de aparente normalidad, aquella familia escondía un secreto inconfesable. Cavilaba, con la luz apagada, removiéndose en la cama, con el fastidio del calor, con el desasosiego de no haber hecho sus ejercicios de clase ni empezado a preparar los exámenes finales, que se acercaban a velocidad terrorífica. Al menos su padre se marchaba al día siguiente a ese vago viaje a la provincia de Cádiz y no volvería hasta el lunes: la perspectiva de su ausencia llenaba a Miguel de una mezcla ingobernable de alivio y de incertidumbre. No estaría para vigilarlo en la mesa, para llamarle la atención si hacía ruido con la sopa o movía la pierna, no haría indagaciones sobre trabajos ni exámenes, entre benevolente y sarcástico. ¿Y si se mataba en un accidente de automóvil? ¿Y si bajo su fechada aparente de normalidad escondía un secreto tan inconfesable como el del protagonista del serial de Mundo Gráfico? «Lita», dijo, «Lita», con la esperanza de que su hermana todavía estuviera despierta, «¿tú crees que nuestra familia esconde algún secreto inconfesable?». Pero Lita ya dormía, de modo que ahora sólo le quedaba resignarse al tedio inmenso de la oscuridad y el calor en la noche de junio, a la lentitud del tiempo, a los golpes de las horas en el reloj del pasillo, que su padre oiría igual que él, con una impaciencia que alargaba todavía más la espera, y que se mezclaba con el miedo a quedarse dormido y no oír el despertador. Sonaría a las cinco, y a las seis, un poco antes del amanecer, Judith Biely estaría esperándolo en la plaza de Santa Ana, junto al portal del edificio de su pensión, dispuesta para el viaje, como para una huida en automóvil al amparo de la noche, una maleta pequeña en una mano, y en la otra el estuche de su máquina portátil, tiritando, el cuello de la chaqueta subido contra el frío húmedo del final de la noche.
Se acordaba del repiqueteo de las teclas filtrándose en el sueño: como un ruido cercano de lluvia percutiendo sobre tejas o sobre huecos canalones de zinc; recordó haber soñado que estaba en la oficina escuchando las veloces máquinas de escribir de las secretarias. Abrió los ojos y ya era de día; Judith no estaba junto a él en la cama. Por la ventana de recios postigos entornados entraba una raya de sol y el sonido poderoso del mar. Hubiera no querido pensar tan pronto que era el último día, el domingo. Que al día siguiente muy temprano tenían que emprender el regreso a Madrid. Notaba el cuerpo dolorido por los estragos del amor: zonas donde la carne se entumecía, la piel demasiado suave y húmeda se había irritado, enrojecido. La corriente eléctrica llegaba a la casa de una manera irregular. Se acordaba del cuerpo de Judith brillando de sudor a la luz de una lámpara de petróleo posada en el suelo, un mechón de pelo húmedo muy pegado a su cara, a su boca entreabierta, los labios ligeramente tumefactos, volviéndose para encontrar su mirada por encima del hombro, las rodillas y los codos apoyándose en la cama deshecha on all fours. Las palabras mismas lo excitaban. Dime cómo se llama lo que me estás haciendo. Se enseñaban mutuamente los nombres de las cosas, las palabras comunes que designaban las prendas y las más íntimas de los actos y las sensaciones del amor y de las partes más deseadas del cuerpo. Señalaban para saber como si tuvieran que nombrarlo todo en el mundo nuevo en el que se habían escondido y la indagación del dedo índice se convertía en una caricia. Presionaban los labios, los dientes mordían con suavidad y la lengua exploraba el lugar cuyo nombre había solicitado. Palabras nuevas, nunca aplicadas antes a un cuerpo nacido y crecido en otro idioma; términos infantiles, vulgares, desvergonzados, dulcemente groseros, con una sutileza de matices que adquiría la dimensión carnal de lo que estaba nombrándose. Intercambiaban palabras como fluidos y caricias; aprendían al mismo tiempo palabras nuevas en el idioma del otro y sensaciones que no sabían que existieran. El cuerpo era un mapa poblado de nombres que era preciso ir descubriendo y que después invocaban de memoria en voz baja, cuando cada uno estaba solo y se excitaba recordando. Al decir la palabra recibían la caricia del lugar nombrado. Y estaba bien que las cosas recibieran nombres que no habían tenido hasta entonces, porque así la novedad del idioma recién aprendido se correspondía con la vida inédita que no habrían conocido si no se hubieran encontrado, y cada palabra aludía a una parte del cuerpo amado y no a ningún otro. Ignacio Abel hubiera deseado que cada caricia específica, cada atrevimiento del amor, se quedaran impresos en su conciencia igual que las palabras que ya no iban a olvidársele, que aprendía meticulosamente haciendo que ella se las repitiera despacio y se las deletreara: palabras españolas que él nunca había imaginado que pudiera decir alguna vez en voz alta se convertían en contraseñas impúdicas que bastaba pronunciar de nuevo para solicitar lo que habría tenido otro nombre menos preciso y también menos descaradamente sexual, lo que quizás ninguno de los dos se habría atrevido a decir a una persona criada en su mismo idioma.
El sonido de la máquina de escribir lo había despertado. Estaba desnudo y ni siquiera tenía el reloj en la muñeca. En esa claridad poco familiar no imaginaba la hora que podría ser. Las nueve de la mañana, mediodía, las dos de la tarde. Desde que llegaron a la casa el tiempo se dilataba ante ellos como abarcando el horizonte del mar y la extensión de una playa cuyos extremos no llegaban a precisar en la lejanía, difuminada en una niebla violeta más allá del límite de los acantilados, delimitada hacia el oeste, a la caída de la noche, por la luz intermitente de un faro. Al venir habían pasado junto a un pueblo de pescadores, tan horizontal como el paisaje. Desde lejos le había señalado a Judith la belleza de la arquitectura, las casas blancas como bloques de sal contra los azules verdosos y el relumbre plateado del mar. Sobre la playa se alzaban acantilados verticales de color de óxido, como dunas parcialmente desplomadas por la fuerza de las olas. Ahora mismo las oía, embistiendo, socavando la base de los acantilados, mientras chillaban las gaviotas y la máquina de escribir repiqueteaba muy rápido, en la habitación contigua, el salón con un ancho ventanal dividido en su mitad exacta por la línea del horizonte, donde habían encontrado al llegar un ramo inexplicable de rosas frescas. Los espacios interiores de la casa tenían una mezcla de elementalidad primitiva y ascetismo moderno; baldosas de arcilla rojiza, paredes blanqueadas de cal, anchas láminas de vidrio, barandillas de tubos niquelados de acero. Ignacio Abel revive el olor del mar y el sonido de la máquina de escribir de Judith Biely y eso le permite verla en un fogonazo involuntario y por lo tanto verdadero de recuerdo, absorta en su escritura, envuelta en una bata de seda con anchos dibujos de flores que se le ha deslizado de un hombro y revela en parte la blancura de un pecho, el pelo sujeto de cualquier modo con una cinta azul para mantenerlo apartado de la cara. Escribe muy rápido, sin mirar el teclado y apenas el papel, el carro llega en seguida al final de la línea haciendo sonar una campanilla y ella lo hace volver al punto de partida con un gesto instintivo. Aprovecha para mirarla más cuidadosamente ahora que ella no se da cuenta todavía de su presencia. Su concentración absoluta, la velocidad con que escribe, la expresión de serena inteligencia que hay en su cara, le hacen desearla más. Despeinada, descalza, la bata floja sobre los hombros, se ha pintado sin embargo los labios, no para él, sino para sí misma, igual que se habrá lavado la cara con agua muy fría para estar plenamente despejada al ponerse a escribir, aprovechando la calma del amanecer, la claridad limpia que llena la casa en la que llevan viviendo desde el jueves a media tarde como en una isla, una isla en el tiempo, cercada por el horizonte liso de los días enteros que por primera vez han podido compartir, anchurosos como las habitaciones que recorren sin hacerse del todo a la idea de que no habrá nadie más que ellos, no sonarán más voces ni más pasos ni más palabras que las suyas, parcialmente desconocidas en un lugar donde los ecos son muy nítidos, la casa en la que no parece que haya vivido ni pueda vivir nadie más, tan inmediatamente se les ha vuelto propia, tan hecha para ellos dos como cada uno fue hecho para el otro, como este momento en que Judith Biely escribe en su Smith Corona portátil de perfil contra un ventanal fue hecho para que Ignacio Abel lo percibiera en la plenitud de sus detalles, parado en el umbral, deseándola de nuevo, aguardando el gesto con que Judith levantará la cabeza y advertirá su presencia, viendo de antemano la sonrisa que se formará en sus labios, el brillo que habrá en sus ojos. Un día entero por delante, recuerda que calculaba, incapaz de permanecer indemne durante mucho rato a la obsesión del tiempo, un día entero y una noche, y más allá lo que ahora no quería ver, lo que hay al otro lado de la bruma y del horizonte de marismas que atravesaba en línea recta la carretera, la penitencia de la mañana del lunes y del viaje de regreso, el probable silencio, él conduciendo y Judith perdida en sus pensamientos, mirando por la ventanilla con el cristal bajado, recibiendo el viento en la cara ahora más morena, la expresión hermética detrás de las gafas de sol, los residuos del tiempo agotado escurriéndose de las manos ya casi vacías.
Judith alzó los ojos y se echó a reír al verlo como probablemente nadie lo había visto nunca, aún aturdido por el sueño, sin afeitar, el pelo en desorden, procaz como un simio en celo, aquel hombre tan comedido que las primeras veces se retraía cuando ella se le acercaba, ahora desnudo, como su madre lo había traído al mundo, según esa rotunda expresión española que a ella le hacía acordarse de Adán, ahora desvergonzado y hasta un poco jactancioso de una bravura masculina de la que no había sabido hasta entonces que fuera capaz, porque había sido despertada por Judith y no existiría sin ella. Sólo ahora tenía la sensación de conocerlo, ahora que lo había tenido durmiendo a su lado durante noches enteras, abrazado a ella, respirando muy fuerte con la boca abierta, despatarrado sobre la cama, que era el único mueble del dormitorio aparte de un espejo vertical apoyado contra la pared, porque en la casa había un aire de provisionalidad que la volvía más hospitalaria. En el espejo se habían mirado algunas veces de soslayo, sorprendiéndose de lo que veían, desconociéndose, inseguros de ser ellos mismos el hombre y la mujer que se entrelazaban, se examinaban, se ofrecían, se limpiaban las bocas o el sudor de la cara o se apartaban el pelo de los ojos, para mirar mejor, para que nada dejara de ser observado, lamido, mordido, el espejo como el espacio más hondo en el que habían habitado y en el que sólo había lugar para ellos dos, la habitación más secreta en el laberinto de la casa, sin ventanas ni adornos, sin nada que los distrajera de ellos mismos. Por primera vez el amor no era un paréntesis traído y desbaratado por la prisa. Al quedar exhaustos y apaciguados el uno junto al otro por primera vez se habían concedido el privilegio de abandonarse dulcemente al sueño, mojados, pegajosos, dejando que la brisa tenue que venía del balcón les aliviara los cuerpos lacerados por tanto deseo, el balcón abierto al que no se asomaban. La casa era una isla desierta en la que abundaban provisiones para un largo naufragio, como en las novelas de aventuras marítimas que leía Ignacio Abel en su primera adolescencia. En la nevera de la cocina había dos barras de hielo que aún no habían empezado a fundirse, como si alguien acabara de dejarlas allí cuando ellos llegaron, el mismo visitante invisible que había dejado un ramo de rosas frescas sobre la mesa del salón en la que Judith instaló su máquina portátil. No vieron a nadie en los cuatro días. De vez en cuando a Ignacio Abel lo inquietaba el desasosiego de ir al pueblo en busca de un teléfono desde donde llamar a Madrid; pero tenía miedo de que a Judith la irritara o la descorazonara esa interferencia de su otra vida. En el fervor impúdico de la entrega mutua había una semilla de reserva, igual que había una parte de exasperación en el deseo. Cada uno revelaba al otro lo que no había mostrado nunca a nadie y hacía o se dejaba hacer lo que la vergüenza no le habría permitido concebir y sin embargo había remordimientos o quejas o brotes silenciosos de angustia que los dos ocultaban. La segunda noche Ignacio Abel se despertó y Judith estaba sentada en la cama, de espaldas a él, muy erguida, mirando en dirección a la ventana. Iba a decir su nombre o a extender la mano hacia ella pero lo detuvo la sugestión de ensimismamiento que emanaba de su cuerpo inmóvil, de su respiración que no oía. Qué pasará cuando volvamos. Cuánto tiempo me queda. Cómo me avisarían si ocurriera algo, si la desgracia se abatiera sobre uno de mis hijos, un automóvil fuera de control en el camino hacia la escuela, los peligros atroces que acechan siempre y en los que uno no quiere pensar, una fiebre súbita, una bala perdida en el tumulto de una manifestación. Adela esperando la llamada de teléfono solicitada y prometida, la que no le habría costado tanto, la que no iba a hacer. Cuatro días y cuatro noches que iban a durar para siempre y se deshacen en nada. Estaba acodado en la ventana del dormitorio, recibiendo el fresco de la noche después del largo domingo de calor, mirando la luna llena que había emergido del mar como un gran globo amarillo, cuando advirtió que no oía la máquina de escribir en la que Judith había estado tecleando una gran parte del día. Salió al salón y vio con un sobresalto que Judith no estaba. Los insectos revoloteaban alrededor de la lámpara, encendida sobre la mesa, junto a la máquina y el puñado de hojas mecanografiadas que desordenaba la brisa. Escribía una crónica, le había dicho, en un arrebato alimentado por la felicidad sexual: la crónica de las cosas que había visto en el viaje desde Madrid, la belleza que cortaba el aliento y le hacía sentir que estaba viviendo de verdad en los paisajes fantásticos de Irving, de John Dos Passos, de las litografías románticas, y la miseria súbita de la que no era posible no apartar los ojos, los lugares donde seres humanos vivían como alimañas en sus madrigueras, chozas en medio de páramos sin agua ni árboles, cuevas a las que se asomaban seres de tez oscura y de turbios ceños sin edad, bocas colgantes, cuellos hinchados de bocio, ojos estrábicos. Salir de Madrid hacia el sur con la primera claridad del día había sido extraviarse en otro mundo para el que nada la había preparado, aunque reconociera su linaje literario. La seca amplitud sin árboles de la Mancha en la mañana primero fresca y luego candente de junio era idéntica a las descripciones de Azorín y Unamuno y a las ilustraciones en color de un Quijote de 1905 que había encontrado a sus quince o dieciséis años en la biblioteca pública: la habían impresionado más porque apenas entendía español y se fijaba en ellas para entender algo de la historia. Pero él, conduciendo sin apartar los ojos de la carretera polvorienta, intentaba disuadirla de esas ensoñaciones: que se olvidara de los éxtasis castellanos de Azorín y de Unamuno, de las vaguedades de Ortega; no había nada de mística, nada de belleza en la llanura pelada que tanto celebraban aquellos individuos, ningún misterio relacionado con el ser de España: había ignorancia, decisiones económicas insensatas, talas de árboles, primacía de los latifundios y de los grandes rebaños de ovejas poseídos por señores feudales, por ricachones parásitos que dependían del trabajo de campesinos aplastados por la pobreza y la ignorancia, malnutridos, sometidos a las supersticiones de la Iglesia. Lo que ella veía ahora no era la naturaleza, decía soltando una mano del volante, agitándola con una indignación que ya era un rasgo de su carácter: los páramos despoblados, las extensiones de trigales y de viñas, los horizontes estériles al fondo de los cuales un campanario se alzaba sobre un grupo de casas aplastadas del color de la tierra, eran la consecuencia del trabajo sin fruto y de la explotación del hombre por el hombre bendecida por la Iglesia. Los precipicios de Despeñaperros a Judith le traían el recuerdo de los viajes en diligencia de los cronistas románticos y de las litografías fantásticas de Gustave Doré: conduciendo muy despacio por la carretera estrecha y muy peligrosa, los neumáticos del coche chirriando sobre la grava casi al filo de los barrancos, Ignacio Abel divagaba en voz alta sobre la necesidad de que la República favoreciera menos la palabrería literaria y mucho más la ingeniería de caminos, ferrocarriles, canales y puertos. La miraba de soslayo tomar fotos con la pequeña Leica que llevaba al cuello; con vehemencia española intentaba disuadirla de las seducciones tramposas del pintoresquismo; ese niño descalzo y cubierto con un sombrero de paja que les saludaba montado en un burro diminuto probablemente estaba destinado a no pisar nunca la escuela; el tropel lento de ovejas que les obligaba a detenerse y cruzaba la carretera envuelto en una tempestad de polvo podía recordarle a Judith aquella aventura en la que don Quijote confunde en su delirio rebaños con ejércitos, ofreciéndole la idea cautivadora —para ella, nacida y criada en Nueva York— de un país tan detenido en el tiempo, en el que seguían siendo reales las cosas escritas en un libro de hacía más de tres siglos: los pastores silbando a sus perros, agitando cayados de los que colgaban zurrones de esparto y calabazas para guardar el agua; los zagales que agitaban hondas y lanzaban piedras con una destreza de ganaderos neolíticos. ¿No sería mejor que esa tierra en barbecho por la que transitaban las ovejas estuviera roturada, cultivada con la sabiduría técnica necesaria, cavada con tractores y no con azadones, repartida en parcelas de extensión suficiente entre quienes la cultivaban? Sin duda cuando cayera la noche los pastores encenderían hogueras y se contarían cuentos primitivos o cantarían romances transmitidos desde la Edad Media para satisfacción de don Ramón Menéndez Pidal y de los eruditos del Centro de Estudios Históricos, a los que Judith admiraba tanto: pero quizás valdría la pena que en vez de cantar romances escucharan canciones en la radio y tuvieran la oportunidad de dormir en una cama y de trabajar por un sueldo razonable seis días a la semana.
Judith escuchaba muy atenta. Tenía el don de escuchar. Hacía preguntas: quería no perderse el significado de ninguna palabra, igual que anotaba en un cuaderno los hermosos nombres de resonancia árabe o romana de los pueblos junto a los que pasaban. Revivía cálidamente en ella la urgencia de escribir; la intuición de algo que no se parecería a lo que había hecho hasta entonces, tentativas que casi nunca la dejaban satisfecha, sino remordida por una sensación de fraude, de haber malogrado por algún motivo el impulso que la trajo a Europa, su propósito de darse a sí misma una educación, de corresponder al regalo que le había hecho su madre. La exaltación física de viajar en coche junto a él y de tener por delante cuatro días enteros estaba vinculada a la inminencia de escribir aquel libro que surgía delante de ella tantas veces como una intuición deslumbradora a punto de revelarse; la audacia del amor la asistiría cuando se pusiera delante de una hoja en blanco y rozara con las yemas de los dedos las teclas redondas y pulidas de la máquina, letras blancas sobre un fondo negro, la carcasa tan ligera y el mecanismo tan rápido: incitaciones añadidas a la velocidad que tendría la escritura, tocada de una transparente agudeza, de una claridad que sería la misma que notaba en su propia atención y en su mirada alerta a lo largo del viaje. Tendría que contar lo que estaba viendo con una fluidez que contuviera el tránsito de las imágenes y las sensaciones: la seca llanura, el fondo azulado de montañas al que no parecía que fueran a llegar nunca, los precipicios en los que retumbaban los torrentes, sobre los que volaban grandes águilas en círculos lentos, las hileras rectas de olivos que se ondulaban como sobre un mar estático de colinas rojizas hasta perderse en otro horizonte más azul, más lejano todavía. Tendría que unir en el mismo flujo del relato el esplendor austero de los paisajes y la injuria del atraso y de la pobreza humana, la dignidad de las caras enjutas que se quedaban fijas al paso del coche, detenidas contra paredes blancas, asomadas a zaguanes en penumbra. A la salida de un pueblo que no parecía que tuviera ni nombre, ni árboles, ni casi habitantes, sólo perros jadeando al sol por una calle de polvo, Ignacio Abel frenó con brusquedad, forzándola a mirar hacia delante. En el muro medio desmoronado de un abrevadero había una hoz y un martillo pintados a brochazos. Frente a ellos una fila de hombres inmóviles cortaba el paso por la carretera. Se protegían del sol con boinas sucias o sombreros de paja. Llevaban alpargatas y pantalones de pana atados con correas o cuerdas. Uno o dos tenían un brazalete rojo con unas iniciales políticas, tal vez UHP. Dos de ellos, los situados en los extremos, sostenían escopetas de caza, sin apuntarlas. Pero no había hostilidad en las miradas: tal vez curiosidad, por la rareza del modelo del coche, su carrocería pintada de un verde brillante, el brillo niquelado de las manivelas y los faros, la capota medio replegada de cuero; curiosidad acentuada por el aire visiblemente extranjero de Judith. Y también una obstinación hosca, el agravio instintivo del automóvil reluciente en la desolación terrosa de las afueras del pueblo, la rabia de promesas nunca cumplidas, de ilusiones mesiánicas de revolución social. «No van a hacernos nada», dijo Ignacio Abel, mirando a los ojos del hombre que se aproximaba, apretando la mano de Judith, que se había extendido hacia el volante buscando la suya. Ella no entendió lo que el hombre decía: hablaba con un acento muy raro, la voz ronca, separando apenas los labios. No había trabajo en el pueblo, le dijo el hombre; los patronos se habían negado a sembrar; tampoco habría ahora jornales para la cosecha escasa de cebada y de trigo, que se quedaría sin recoger, también por decisión de los dueños de la tierra. No somos bandoleros, había dicho el hombre, ni tampoco mendigos. Para que sus hijos no murieran de hambre solicitaban una contribución voluntaria. Mientras él hablaba con Ignacio Abel los otros miraban a Judith. Tendría que contar el brillo de esos ojos oscuros en las caras renegridas, con los mentones sucios de barba; la sonrisa mellada de uno de los hombres, que tenía en los ojos una bruma de retraso mental; la superficie áspera de todo, bajo un sol vertical; las caras, la pana de los pantalones, la tela negra de las boinas, las manos, los cañones de las escopetas, las culatas; la sensación de una cierta amenaza; el modo en que los ojos de todos se fijaron en la cartera de piel flexible y en las manos blancas y ciudadanas de Ignacio Abel, en el brillo de su reloj de oro. Otro de los hombres dio unos pasos y le sujetó la muñeca, examinando el reloj, cuando él ya les había entregado unos billetes. Advertía con alarma que la acción directa de las proclamas libertarias se deslizaba hacia el atraco. No hizo nada, no intentó librarse de la presión de la mano. «Somos revolucionarios, no bandoleros», entendió Judith que decía el que primero se había acercado, con la escopeta ahora al hombro, tirando del otro para que soltara la muñeca de Ignacio Abel. Lo había dicho, creyó percibir, en un tono de broma, pero no del todo, una broma que no descartaba la amenaza. La sonrisa ida del hombre desdentado se ensanchó ocupando toda la cara. Tendría que contar el miedo y también el remordimiento de sentirlo; la conciencia incómoda de su condición privilegiada y ofensiva para aquellos hombres y junto a ella el deseo de salir huyendo. Pero cómo podría atreverse a escribir que su amor abstracto por la justicia era menos poderoso que el desagrado físico instintivo que le provocaron esos hombres, que el alivio de sentir que el coche aceleraba y ellos le abrían paso y se quedaban atrás, en una nube de polvo, en su pobreza de desierto, en la exasperación que los reducía a salteadores de caminos, dignificados por sus brazaletes con siglas y sus rudimentarios catecismos anarquistas.
Pero hacía un rato que no oía la máquina de escribir y sólo ahora se daba cuenta. La llamó, su bello nombre sonando en la casa que tal vez nadie había habitado hasta entonces, en la que no quedaría rastro de su presencia cuando se hubieran marchado, mañana mismo, dentro de unas horas. En el carro de la máquina había una hoja en blanco, mecida casi imperceptiblemente por el aire oloroso a algas que venía del balcón abierto. Las hojas ya escritas se apilaban ordenadamente a un lado de la máquina, las hojas en blanco al otro. Volvió a llamarla y le sonó rara su voz, su eco en las amplias habitaciones casi vacías. No funcionaba la luz eléctrica. Salió a buscarla por la casa llevando en alto la lámpara de petróleo, llamándola de nuevo, notando el paso gradual y muy rápido de la extrañeza a la angustia. No podía estar lejos, nada podría haberle sucedido, pero su ausencia lo volvía todo de repente irreal, los muros blancos y la escalera alumbrados por la lámpara, la soledad de la casa sobre el acantilado, la presencia de los dos en ella, el ruido del mar. Ahora no sabía calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la vio, cuándo dejó de oír la máquina de escribir mientras permanecía acodado en el ventanal, mirando la línea blanca y sinuosa de las olas, la luz del faro en el cielo del oeste, donde aún quedaban resplandores rojos, apagándose detrás de la bruma violeta como brasas bajo la ceniza. Recorrió una por una las habitaciones y Judith no estaba en ninguna. Sus pies descalzos pisaban silenciosamente las anchas baldosas de barro. En la cocina, sobre la mesa de madera desnuda, había un vaso mediado de agua, un plato con un cuchillo y la piel de un melocotón. Por la ventana se veían la playa y el mar iluminados por la luna llena, al fondo, más allá de las altas hierbas secas crecidas al filo del acantilado. Abajo, donde terminaba la escalerilla de madera, distinguió con incredulidad, con ilimitado alivio, la silueta de espaldas de Judith Biely, su sombra nítida proyectada por la luna contra la arena, lisa y reluciente al retirarse la marea. La llamó saliendo de la casa, desde la escalerilla que temblaba y crujía bajo su peso, pero el viento y el escándalo del mar borraban su voz. Quería llegar junto a ella y tenía, como en los sueños, una sensación de imposible lentitud, agravada cuando bajó a la arena seca y cernida al pie del acantilado, en la que se hundían sus talones. Tenía miedo de que Judith se asustara si no escuchaba su voz antes de que llegara junto a ella. Se movía y avanzaba apenas. La llamaba y ni él mismo oía su propia voz, debilitada por los golpes crecientes del mar. Cuando ya pisaba una arena más húmeda y más fría Judith se volvió despacio hacia él, sin sorpresa, como si hubiera sabido que venía, escuchado sus pasos. El viento le apartaba el pelo de la cara, ensanchando su frente, adhería a su cuerpo delgado la seda de la bata o de golpe se la abría revelando un muslo muy blanco en la claridad de la luna. En su sonrisa de bienvenida había algo a la vez frágil y remoto, que no había estado en ella sólo una hora o dos antes, cuando se ofrecía a él y lo reclamaba con una fiera determinación sexual: un aire de capitulación o de convalecencia, de lejanía, como si ese momento lo estuviera viendo ya en el pasado. Intimidado, confuso a la manera masculina, Ignacio Abel se quedó delante de ella, respirando aún el alivio de haberla encontrado. Sólo se atrevió a abrazarla al ver que tiritaba, la piel de sus brazos erizada por la humedad fría del viento. «Dónde estaremos mañana por la noche a esta misma hora», dijo Judith, temblando más al ser estrechada, su cara muy fría contra la cara de él, los altos huesos de sus caderas chocando con su vientre, «dónde estaremos mañana y pasado y el otro», pero si lo hubiera dicho en español las palabras no habrían tenido la misma monotonía de condena, tomorrow and the day after tomorrow and the day after the day after tomorrow.