Disparos sueltos en la mañana fresca de mayo, en el aire perfumado con aromas de monte; tomillo, flores moradas de romero, anchos pétalos blancos con pistilos amarillos entre las hojas brillantes de la jara. El bosque arrasado unos años atrás para aplanar los terrenos de la Ciudad Universitaria revivía en los desmontes y en los taludes de las obras inacabadas, en los espacios baldíos que aún no eran campos de deportes. Silbidos de balas que hubieran podido confundirse con los de las golondrinas; disparos como huecos estallidos de petardos de feria, a lo lejos, más allá del repiqueteo de las máquinas de escribir y de los ventanales abiertos de la oficina técnica, a los que se asomaban delineantes y mecanógrafas queriendo averiguar de dónde venía el tiroteo, con una actitud más de curiosidad que de alarma. El aire todavía limpio, inundado de olores serranos, los ceniceros y las papeleras vacíos, el rojo muy vivo en los labios y en las uñas de las secretarias. Le gustaba esa hora de la mañana: el día intacto, el impulso del trabajo todavía no gastado por la fatiga o el tedio. Quizás el ordenanza encargado del correo se había distraído con el tumulto y se retrasaría en el reparto: vendría con su andar lento, su expresión pomposa y servil, su gran bandeja entre las manos y cuando entrara en el despacho pidiendo permiso ceremoniosamente Ignacio Abel reconocería tal vez entre las cartas oficiales un sobre con la caligrafía de Judith. Apenas se separaban ya empezaban a escribirse. Querían remediar con palabras escritas el vacío del tiempo en el que no estaban juntos; prolongar una conversación de la que nunca se cansaban, rompiendo el plazo angustioso del final de cada encuentro. Otra ráfaga ahora, no de pistolas, sino de fusiles. En qué momento el oído empezó a acostumbrarse, a distinguir. Mejor actuar como si no se hubiera escuchado nada: no levantar la cabeza del escritorio, del tablero de dibujo, mantener ocupado cada minuto de la mañana, dictando cartas, recibiendo llamadas, queriendo empeñarse contra viento y marea en que las obras no se detuvieran; le ordenaría a su secretaria que volviera a la máquina de escribir en vez de dispersar rumores sobre el tiroteo por las oficinas; llamaría al cuartel de la Guardia de Asalto pidiendo que enviaran refuerzos; aunque sería más práctico llamar al doctor Negrín, que pondría en juego su influencia política, su agotadora capacidad de activismo. Haría falta mucha más vigilancia de día y de noche en las obras ahora que los anarquistas de la CNT querían imponer de nuevo la huelga en la construcción.
Pero con Negrín tenía que haber hablado hacía tiempo, y lo retrasaba siempre. Tenía que haberle dicho que lo habían invitado a pasar el curso próximo en América y no lo había hecho; tenía que haberle pedido su parecer antes de aceptar la invitación pero no le había dicho nada; ahora tenía que decirle que la había aceptado, y seguía callando, y ni siquiera había solicitado el permiso oficial. Pero también callaba con Adela y sus hijos; le había llegado en un sobre alargado de color marfil la carta con la invitación oficial de Burton College y al verla en la bandeja de la correspondencia se había apresurado a guardarla en un bolsillo y luego en el cajón con llave donde escondía las cartas y las fotos de Judith; respondía con vaguedades cuando los niños le preguntaban por el viaje prometido, el viaje nocturno en coche-cama hacia París, la travesía del Atlántico, los trenes elevados, los rascacielos de Nueva York, los restaurantes automáticos, sobre los cuales Lita se había documentado detalladamente en las enciclopedias y en las revistas ilustradas. Retrasaba el momento incómodo de contar la explicación que había elaborado, consciente de que él mismo se había puesto en el aprieto indigno de mentir al prometer meses antes algo que nadie le pedía: a los niños no les convenía perder el curso, pensaba argumentar; el salario era más escaso de lo que había parecido al principio, ni siquiera había verdadera seguridad de que fueran a encargarle el edificio de la biblioteca (un claro en un bosque al otro lado del océano: unas pocas líneas esbozadas en las anchas hojas de un cuaderno, apenas la sombra de una forma que tal vez nunca llegara a existir, tan en suspenso como el porvenir de su vida). Descubría que la mentira era un préstamo por el que se acumulaban en un plazo muy breve intereses de usura: nuevas mentiras alargaban los plazos a un precio todavía mayor y lo dejaban a merced de acreedores cada vez más impacientes. Las obras avanzaban mucho más despacio de lo previsto (todo tan difícil, tan lento, los trámites paralizados en las oficinas, las máquinas pocas y defectuosas, los medios de carga y transporte primitivos, los hombres desganados, trabajando al sol con pañuelos de nudos sobre la cabeza, respirando con dificultad por la nariz para no soltar de la boca una colilla salivosa, mirando de soslayo por miedo a pistoleros y asaltantes); aunque la huelga de la construcción no se impusiera por completo ya estaba claro que la Ciudad Universitaria no podría inaugurarse en octubre. Marcharse antes del final, ¿no era una deslealtad hacia Negrín? Y además Judith Biely daba por seguro que él viajaría solo a América. Ignacio Abel no le mentía al decirle que deseaba eso tanto como ella: pero sí cuando le hacía suponer que su mujer y sus hijos estaban al tanto de una decisión ya irreversible. No era del todo mentira, quizás sólo una verdad aplazada: más tarde o más temprano acabaría inevitablemente teniendo esa conversación familiar tan difícil; la imaginaba con tanta claridad que era casi como si hubiera sucedido (la cara seria y agraviada de Miguel, el gesto de desengaño confirmado de Adela, la fe en él contrariada pero inamovible de su hija); como cuando suena el despertador y uno sueña que ya se ha levantado y acaba de ducharse y el sueño le permite la coartada de unos minutos más de pereza intranquila.
Que se le fueran los días y las semanas sin actuar ni decir nada y se acercara el verano y faltara cada vez menos tiempo para el viaje era una circunstancia menos grave porque sólo él tenía conciencia de ella: como un cajero a quien parece menos delito su desfalco porque aún no ha sido descubierto (pero había sido igual cuando iba a marcharse a Alemania, doce años atrás: el niño enfermo, casi recién nacido, el derrumbe de Adela después del parto, y él mientras tanto con la carta de confirmación de su viaje en el bolsillo, sin decir nada, esperando qué). La sólida apariencia de normalidad era por sí misma un pobre antídoto contra el desastre. Trabajar cada día, presentar a los demás un aspecto intachable, comprobar que el paisaje de los edificios y las avenidas al otro lado de los ventanales se parecía un poco más a la gran maqueta utópica de la Ciudad Universitaria, con sus edificios abstractos en medio de arboledas y campos de deportes, con sus avenidas rectas y sus senderos sinuosos por los que caminarían alguna vez grupos joviales de estudiantes: a pesar de la lentitud del trabajo, de la escasez de dinero y las dilaciones de los trámites, de los propagandistas apocalípticos de la huelga y de la revolución libertaria que se presentaban en los tajos blandiendo banderas rojas y negras y pistolas automáticas. Levantarse cada mañana y desayunar con Adela y con los niños leyendo el periódico y acordándose de Judith Biely desnuda en la impunidad de su conciencia, mientras por los balcones abiertos entraba el fresco de la mañana de mayo, perfumado por las flores de las acacias jóvenes; mientras latía en secreto su deseo por Judith (la llamaría en cuanto saliera de casa, en la primera cabina de teléfono; mejor aún, se encerraría ahora mismo en el despacho y le pediría en voz baja que se reuniera con él cuanto antes, donde fuera, en la casa de citas, en cualquier café, en el Retiro) y crecían como un tumor apenas intuido el peso de las decisiones aplazadas, los intereses de la usura. Cuanto mayor era el trastorno más le urgía no dar indicios; no perder el control de lo que los demás veían. Salir a la calle sin pensar en la posibilidad de que un pistolero estuviera aguardando cerca del portal. Permanecer en el despacho tan ocupado en un cálculo o en la corrección de un dibujo que ni siquiera unos disparos le hicieran levantar la cabeza más de un momento. No salir al pasillo en busca del ordenanza de ademanes untuosos con la bandeja del correo. No quedarse mirando el teléfono como si el simple esfuerzo de la atención pudiera suscitar un timbrazo que sería el de una llamada de Judith. Se armó de valor para llamar por teléfono al doctor Negrín al Congreso de los Diputados y una secretaria le concedió el alivio de decirle que don Juan no estaba, que le daría su recado en cuanto llegara. Había cesado el tiroteo; ahora se acercaba desde lejos la sirena de una ambulancia o de una camioneta de la Guardia de Asalto. La secretaria entró sin llamar en el despacho, muy agitada, hablando atropelladamente, y a Ignacio Abel casi no le dio tiempo a esconder la carta que había empezado a escribirle a Judith Biely bajo una carpeta de documentos.
—Los anarquistas, don Ignacio, un piquete de huelga. Han llegado en un coche, como en las películas, delante de la Facultad de Medicina, y se han liado a tiros con los obreros del turno de la mañana, llamándolos fascistas y traidores a la clase obrera. Pero les han respondido desde las ventanas unos muchachos de la milicia socialista que estaban de vigilancia…
—¿No estaba la policía?
—Qué iba a estar. Han llegado cuando los pistoleros ya habían huido, como de costumbre. Tenía usted que haber visto a los muchachos de la milicia, cómo les respondían. Los cristales del coche estaban hechos astillas. Y qué charco de sangre han dejado al marcharse. Alguno de ellos se habrá llevado lo suyo.
Hablaban del tiroteo en corrillos de los que se levantaba un rumor excitado, como hablarían el lunes por la mañana de los partidos de fútbol del domingo o de un match de boxeo: sólo un herido leve entre los trabajadores, a pesar del escándalo de los disparos y de los cristales rotos, pero seguro que uno o dos de ellos estarían muy graves, según la abundancia de la sangre que había chorreado del automóvil en el que huían; la sangre de un rojo tan brillante, no el líquido negro de las películas: oscura y densa muy pronto, absorbida por la tierra, borrada por los rastrillos de unos peones que esparcieron cemento antes de regresar a su trabajo, custodiados por esos hombres jóvenes de la milicia que llamaban con reverencia La Motorizada, nombre fantástico que procedía del hecho de que en los desfiles algunos de ellos patrullaban en motocicletas viejas con sidecar. «Uno por lo menos estará muerto, seguro», dijo el ordenanza del correo, la bandeja de cartas olvidada sobre una mesa, entre ellas tal vez una que Judith Biely hubiera escrito y franqueado ayer mismo, tan sólo una hora después de separarse de él, aún con el rescoldo de su cercanía y ya angustiada por la incertidumbre de la próxima cita, «lo llevaron al coche entre dos y no se tenía en pie, y tenía toda la cara y la camisa llenas de sangre». Si llegaba a morir lo enterrarían entre un vendaval de banderas, el ataúd cubierto con una bandera roja y negra, avanzando sobre una masa de cabezas y manos ansiosas por tocarlo, por sostenerlo en alto, llevado como una barca sobre la corriente de un río que inundaba la calle entera. Cantarían himnos, agitarían puños cerrados, gritarían roncas promesas de reparación y venganza, insultos contra los balcones clausurados de las viviendas burguesas. Pero un disparo o el petardeo de un motor podían provocar en la multitud una ondulación de ira y pánico que se abatía sobre ella como un ciclón sobre un campo de trigo: más disparos, ahora verdaderos, relinchos de caballos de la Guardia de Asalto, cristales rotos, tranvías y coches volcados. Alguien quedaba muerto sobre los adoquines y empezaba a repetirse un poco más enardecida la litúrgica colectiva de la muerte: alguien que asistía al entierro o que había tenido la mala suerte de interferir en la trayectoria de una bala; un pistolero falangista que había disparado desde un coche en marcha en torno al cual se cerraba de pronto la crecida de la muchedumbre. También este muerto tendría su entierro con un gentío idéntico, con otros himnos y otras banderas, con discursos de voces roncas y vivas y mueras delante de una fosa abierta. En los entierros de los muertos de izquierdas había bosques de banderas rojas y puños levantados y desfiles de milicianos jóvenes uniformados; de los otros entierros se levantaba el humo del incienso esparcido por los sacerdotes y el clamor del rezo del rosario. Lo asombroso era que nadie más pareciera darse cuenta de la similitud extraordinaria entre los rituales funerarios de quienes se declaraban enemigos, la celebración exaltada del coraje y del sacrificio, el agrio rechazo del mundo real y presente en nombre del Paraíso sobre la Tierra o del Reino de los Cielos: como si quisieran acelerar la llegada del Juicio Final y odiaran mucho más en el fondo a los incrédulos y a los tibios que a los iluminados del bando enemigo. Después del entierro del policía de escolta de Jiménez de Asúa la multitud que regresaba del cementerio asalta una iglesia que acaba envuelta en llamas; vienen los bomberos a apagar el fuego y son recibidos a tiros; muere un bombero de un disparo y al día siguiente hay otro entierro, esta vez con camisas azules y curas con casullas, con humo de incienso y clamores de rosario. En esos días de mayo, en el mundo remoto de hace sólo unos meses que rememora incrédulamente Ignacio Abel, Madrid es una ciudad de entierros y corridas de toros. Por la calle de Alcalá suben casi cada tarde muchedumbres camino de la plaza de toros o del cementerio del Este. De los cortejos de los entierros y de las masas de la afición taurina se levantan polvaredas idénticas, bramidos igual de sobrecogedores. Al día siguiente de una corrida en la misma plaza se celebra un mitin político y el eco metálico de los altavoces y el de los himnos y los vivas y los mueras llega con igual lejanía al domicilio familiar de Ignacio Abel y al cuarto alquilado en el que se refugia junto a Judith Biely.
—No puede usted andar desarmado por ahí, don Ignacio —dijo Eutimio, muy serio, cuando le llevó al final del día el parte del tiroteo de la mañana en las obras de Medicina: Eutimio, que sólo era unos años mayor que él pero parecía mucho más viejo, aunque también más fuerte, con su figura recta y sus grandes manos, con la cara muy morena, cruzada de arrugas horizontales como hachazos en un bloque de madera—. Se expone usted mucho viniendo solo cada mañana en su coche y yéndose por la tarde cuando ya no queda nadie.
La pistola que le mostró Eutimio después de cerrar tras él la puerta del despacho era mucho más grande que la de Negrín, más primitiva o más ruda que la del hermano de Adela. Parecía un trozo sólido de hierro al que se le hubiera dado a martillazos sobre un yunque una forma sumaria. Eutimio permanecía de pie, sin acercarse del todo al escritorio, con la gorra en la mano. Ignacio Abel sabía que era inútil pedirle que se sentara. De modo que se puso en pie él también, recostado contra la ventana, incómodo en su despacho y en su ropa a medida, en la suavidad de sus manos, delante de ese hombre que lo había conocido cuando era un niño al que su padre llevaba a trabajar con su cuadrilla de albañiles los días de fiesta y durante las vacaciones escolares. Eutimio, aprendiz de estuquista, cuidaba de él: le ponía untos de manteca en las manos desolladas por el trabajo, quemadas por el yeso y la cal; le enseñaba cómo tenía que soplarse vaho sobre las yemas de los dedos juntos para que no se le quedaran helados en los amaneceres de invierno. Él le tenía la admiración algo atemorizada que reserva un niño para el muchacho que sólo le lleva unos años y sin embargo ya se mueve entre los adultos y actúa como ellos. Eutimio había visto la cara de su padre antes de que se la taparan con un saco en el que se extendía muy rápida una mancha de sangre.
—Soy miope, Eutimio. No he disparado un tiro en mi vida.
—¿Pues no hizo usted el servicio en Marruecos?
—Era tan inútil que me destinaron a una oficina.
—Inútil no, don Ignacio, enchufado, si me permite la sinceridad. —Eutimio, tan dócil, con la gorra en la mano y la cabeza un poco inclinada, tenía en los ojos vivaces un brillo que era a la vez de simpatía y sarcasmo—. A los inútiles sin estudios ni enchufe los mandaban igual a la primera línea de fuego, y se morían antes que nadie.
—Si yo tuviera una pistola sería un peligro para todo el mundo salvo para quien viniera a matarme.
—Una pistola le puede salvar la vida.
—El capitán Faraudo llevaba la suya en el bolsillo y lo mataron igual.
—Los malnacidos se le acercaron por la espalda. Y con su mujer al lado, llevándola del brazo.
—Tiene que ser la ley la que nos defienda, Eutimio.
—No me diga usted también que no vale lo del ojo por ojo y diente por diente. Si nos matan, tenemos que defendernos. Uno de ellos por cada uno de los nuestros. Usted sabe que a mí no se me sube fácil la sangre a la cabeza, pero esto ya parece que no tiene otro remedio.
—Lo mismo dicen los otros.
—Perdóneme que se lo diga, don Ignacio, pero usted no entiende la lucha de clases.
—Hombre, Eutimio, no me diga que se ha hecho usted también leninista de un día para otro, como Largo Caballero.
—Hay cosas que usted no puede entender, dicho sea con todos los respetos. —Eutimio hablaba despacio, muy articuladamente. Había escuchado de joven los discursos de Pablo Iglesias y leía a diario los artículos de fondo de El Socialista, en voz alta y clara, para que los entendiera su mujer, y para asegurarse él mismo de la correcta pronunciación de cada palabra—. Tendrá carnet del Partido Socialista, y de la UGT, como los tenía su padre que en paz descanse, pero lo que cuenta en la lucha de clases no es lo que uno ha leído sino el calzado que lleva o cómo tiene las manos. Su padre de usted empezó de peón de albañil y cuando le pasó su desgracia era ya un maestro de obras, pero nosotros le llamábamos señor Miguel, no don Miguel. Usted, don Ignacio, con perdón, es un señorito. No un parásito, ni un explotador, porque se gana la vida con su trabajo y gracias a su talento. Pero usted lleva zapatos y no alpargatas y si tuviera que manejar una pala o un pico a los cinco minutos se le habrían llenado de ampollas las manos, como cuando era niño y su padre lo llevaba con nosotros al tajo.
—Pero, Eutimio, yo tenía entendido que la lucha de clases era entre patronos y obreros, no de unos obreros contra otros, como esos que se liaron a tiros esta mañana. Puestos a disparar, ¿por qué lo hacen contra los que también llevan alpargatas?
Eutimio se lo quedó mirando con algo de estupor, pero también con mucha condescendencia, como cuando era un niño torpe y gordito y tenía que empujarle para que trepara al primer tablón de un andamio.
—Lo que yo digo, don Ignacio, que usted ya no entiende. A lo mejor es que la gente cuando está desesperada deja de actuar racionalmente. Yo para discutir no sirvo mucho, pero con ésta a mano nadie va a dejarme callado.
—Callado no, Eutimio, mucho peor, muerto. Por mucha pistola que lleve, ¿tiene usted reflejos para hacerles frente a esos gángsters? Y si uno está desesperado, porque no tiene trabajo, o porque sus hijos no comen, yo comprendo que robe una tienda o atraque un banco, lo que sea. Comprendo a esa gente que espera por los pinares a que se haga de noche para robar materiales de las obras, o a los que vienen por las mañanas a los tajos aunque no los hayamos contratado, con la esperanza de que les demos un jornal. Me saca de quicio cuando los guardias se los llevan esposados, o cuando los otros obreros los ahuyentan a pedradas, para que no les disputen lo poco que tienen. Pero dígame usted qué buscaban esos pistoleros de hoy, o los que a lo mejor llegan mañana para tomarse la venganza.
—Quieren la revolución social, don Ignacio. No que suban los jornales de los trabajadores, sino que sean los trabajadores los que manden en el mundo. Que se vuelva la tortilla, por decirlo vulgarmente. Que no haya explotadores ni explotados.
También Eutimio, que había tenido siempre el habla rotunda y precisa de los barrios trabajadores de Madrid, alimentada de viveza callejera y de la lectura de novelas sociales, se expresaba ahora como recitando un folleto de propaganda, un editorial de periódico. Entró la secretaria con una carpeta de papeles para la firma y el capataz bajó los ojos y adoptó una actitud instintiva de docilidad, retrocediendo hacia la puerta, como para disipar toda sospecha de cercanía impropia hacia Ignacio Abel. «Con permiso», dijo, inclinándose, las dos manos sujetando la gorra. De su cara había desaparecido todo indicio de familiaridad: en un momento había cancelado cualquier vínculo que hubiera podido tener con el director de la oficina, parecía que hubiera borrado de su memoria la imagen del niño al que le había frotado las manos paralizadas por el frío y untado manteca en sus llagas en el tiempo remoto de los comienzos del siglo, en madrugones alumbrados por faroles de gas.
Iba después en el coche, al salir del trabajo, y lo vio caminando solo hacia la parada lejana del tranvía, la cabeza baja, el paso enérgico, la talega con la fiambrera de la comida al hombro, las manos en los bolsillos, entre los grupos de obreros que afluían desde los edificios donde sólo iban quedando los guardas y los vigilantes armados: el sol de la tarde en los cristales recién instalados de las ventanas, las máquinas inmóviles, las grúas oscilando ligeramente en el aire cruzado por golondrinas y vencejos. En algunos cruces había guardias de Asalto que pedían la documentación y cacheaban a los que salían del recinto de las obras.
—Suba usted, Eutimio, que lo llevo a casa.
Había reducido la velocidad para ponerse a su altura pero el capataz se resistía, volviendo apenas la cabeza, avivando el paso. Quizás no le gustaba que otros trabajadores lo vieran subiendo al coche del subdirector de las obras.
—Le voy a ensuciar de polvo la tapicería del coche, don Ignacio.
—No diga simplezas, hombre. ¿No me dice usted que no debo ser tan confiado? Pues tampoco me gusta verlo a usted ir solo por estos parajes.
—No hay miedo, don Ignacio, conmigo no se atreven. —Se había dejado caer en el asiento, con cansancio de viejo, y tenía la pistola en la mano, el cañón negro apuntando hacia Ignacio Abel—. Y si hay alguno que no me conozca tengo a ésta para que haga las presentaciones.
—Mejor aparta usted la pistola, no vaya a ser que además de ensuciarme de polvo la tapicería se le escape un tiro en un bache y me vuele la cabeza.
—Qué cosas tiene usted, don Ignacio. Ahora que se está haciendo mayor se va pareciendo más a su difunto padre. Yo lo digo siempre, si hubiera más señoritos como usted el mundo sería de otra manera.
—¿Pero es que no va a cansarse hoy de llamarme señorito? ¿No soy yo un trabajador? Acuérdese de lo que dice la Constitución: «España es una república de trabajadores de toda clase…»
—Qué bonito, si fuera verdad. —Eutimio se recostaba en el asiento, acariciaba apreciativamente la tapicería de cuero con las anchas yemas de los dedos, rozaba con ellas el panel de instrumentos, los botones de marfil de la radio del coche, con mucho cuidado, como si temiera dañarlos con su torpeza—. Pero de la Constitución no se come. Ya sabe usted lo que dicen los terratenientes que prefieren que se pierdan las cosechas antes de pagar jornales decentes a los trabajadores…
—«Comed República.»
—Exactamente. Pisan a las personas y luego se escandalizan si el que han pisado se revuelve y les muerde.
—Pero no era de eso de lo que estábamos hablando.
—Ahora se me ha enfadado usted, don Ignacio, porque le he llamado señorito, pero no tiene que ponerse así. No le he llamado explotador, Dios me libre. Usted no ha robado ni engañado a nadie, y es tan socialista como yo, o por lo menos como don Julián Besteiro y don Fernando de los Ríos, que tampoco tienen callos en las manos, que yo sepa. A ustedes las masas que más les gustan son las masas encefálicas, como dice Prieto. Pero las cosas son como son, y según tengo entendido Carlos Marx y Federico Engels nos enseñaron a verlas así, sin telarañas en los ojos, de acuerdo con los principios del materialismo…
—Ahora es usted quien se parece a Besteiro, con ese lenguaje.
—Y según eso, está muy claro, y usted perdone, que usted va en automóvil y yo andando, o lo más en tranvía, que usted lleva sombrero y yo gorra, don Ignacio, y si llueve usted no se moja porque además de ir en su coche lleva zapatos nuevos con unas suelas que no calan el agua, y los pies no se le enfrían como al que lleva alpargatas o botas viejas con agujeros en las suelas. Usted trabaja mucho, claro que sí, pero bajo techado, y con calefacción, y cuando hace calor trabaja a la sombra y no al sol. Si uno de sus hijos se le pone malo, Dios no lo quiera, no tiene que llevarlo al hospital de la Beneficencia, donde se le pondría peor nada más respirar ese aire que huele a miseria y a muerto, y si enflaquece un poco en seguida viene un buen médico y le receta las medicinas que hagan falta y que usted podrá pagar, y si hace falta habrá plaza para él en un sanatorio donde se le curen los pulmones nada más que con la buena comida y el aire de la Sierra. Ésa es la verdad, don Ignacio, y usted lo sabe. ¿Que a usted le gustaría que las cosas fueran de otra manera? Claro que sí. Pero por regla natural no tiene las mismas ganas ni la misma prisa que un trabajador. Perdón, que un obrero, para expresarme con propiedad. Y que conste que yo no tengo queja de usted, ni permitiría que nadie hablara mal de usted en mi presencia. Si le conozco desde que era un niño, cómo no voy a saber todo lo que tuvo que esforzarse para sacar los estudios, desamparados como se quedaron su madre y usted después de la desgracia de su padre, que en paz descanse. Está el mérito y el talento de usted, pero también el de su padre, que se sacrificó para darle estudios en vez de tenerlo trabajando con él en las obras, que es lo que habría hecho otro padre con menos ilustración, y también con menos habilidad para progresar en su oficio y ganar algo de dinero, que si no le hubiera pasado lo que pasó yo siempre lo digo, el señor Miguel habría acabado siendo uno de los grandes constructores de Madrid. Sea como sea, don Ignacio, usted es un pedazo de pan y se acuerda de lo que era trabajar con las manos, pero está del lado de los señores, y yo estoy en el de los obreros, tan claro como que usted vive en el barrio de Salamanca y yo en Cuatro Caminos. Y conste que yo no soy como otros, usted bien me conoce, yo no le tengo rencor a nadie ni creo que para traer la justicia social haga falta cortar cabezas como en Rusia. Ojalá yo hubiera tenido un padre como el suyo, y no un pobre albañil sin luces que a los ocho años ya me había puesto a trabajar de aprendiz. Ojalá un hijo mío me hubiera salido con el talento que le dio a usted Dios, o la selección natural, que para todo hay opiniones. Pero tal como yo veo España, cosas muy tremendas pueden ocurrir, y me pregunto muchas veces de qué lado se pondrá usted cuando el dique se rompa.
—No tendría por qué romperse, Eutimio.
—Eso lo pensamos usted y yo, cada uno desde nuestro sitio en la vida, porque somos personas de razón, y perdone que me compare. Aunque yo tenga mucho menos lustre que usted algo he aprendido leyendo los periódicos y todos los libros que puedo, y estudiando la vida desde que empecé a ganármela en la cuadrilla de su padre de usted. Pero todo el mundo no es como nosotros, don Ignacio. Usted, no vamos a engañarnos, vive como lo que es, como un burgués, y yo, mal que bien, tengo cubiertas hasta el presente mis necesidades. Los dos somos personas de sangre tranquila, me parece a mí, pero otros que vienen empujando detrás tienen la sangre mucho más recia, y ni en su lado ni en el mío abunda la sensatez.
—¿No estamos en el mismo lado? ¿Hasta en el mismo partido?
—Ya ve cómo nos tiramos a muerte los unos a los otros, dentro del Partido. Abro El Socialista o Claridad y tengo que dejarlos en seguida para no leer las cosas terribles que unos compañeros escriben de los otros. Si gastamos tanta rabia en pelearnos con los nuestros, ¿cuánta nos va a quedar para hacerle frente al enemigo? Hay muy mala sangre, don Ignacio. Las cosechas se pudren en el campo porque este año ha llovido más que nunca y porque los señores prefieren que se pierdan antes que pagar unos pocos jornales. Hay hombres que nacen alimañas y otros que se vuelven así por ansia de tener más o porque los han tratado como alimañas desde que nacieron.
Según hablaba, Eutimio se iba excitando, respiraba más hondo, sin mirar a Ignacio Abel, los ojos fijos en la carretera. Este hombre le despertaba una forma de ternura que ya no sentía por nadie: lo devolvía a una región del tiempo y a una parte de sí mismo que sólo eran accesibles para él a través de la presencia de Eutimio. Su oratoria arcaica era la que él había escuchado furtivamente en las reuniones de hombres los sábados por la noche en la salita de la portería, llena de voces y de humo de tabaco. Su padre muerto tantos años atrás cobraba gracias a Eutimio una cercanía tan intensa y tan rara como la que experimentaba las pocas veces que aún lo veía en sueños; todavía su padre y él un niño en el final retardado de una infancia demasiado protegida, a pesar de que ahora él, el hijo, era unos cuantos años mayor de los que tenía su padre al morir. Eutimio pertenecía a aquel tiempo (los madrugones, el cansancio al final del día, la ruda solemnidad de las reuniones socialistas, en las que los hombres vestidos con blusones oscuros se llamaban de usted y levantaban la mano para pedir la palabra), y al revivirlo para él de algún modo trastornaba su sitio en el presente, la vida estable y sólida que parecía inevitable y que sin embargo pudo no haber sucedido, porque no había ningún vínculo entre ella y la que había tenido en aquella época de la que sólo Eutimio era ya un testigo. Nada en aquel entonces presagiaba el ahora. El niño que estudiaba en la mesa camilla a la luz de una lámpara de petróleo cuando las ruedas de un carro se detuvieron junto al ventanuco a la altura del suelo no tenía nada que ver con el hombre de pelo gris y ademanes seguros que ahora mismo conducía un automóvil por los bulevares exteriores de Madrid, en dirección a la calle Santa Engracia y a la glorieta de Cuatro Caminos. Pero Eutimio, a su lado, sabía; era capaz de establecer conexiones, con su memoria tan despejada y su inteligencia tan aguda; podía reconocer en el perfil serio de Ignacio Abel rasgos que venían de su infancia y otros que con los años habían empezado a mostrar como una resonancia en el tiempo las caras de sus padres, de quienes sólo quedaba una foto borrosa y solemne, con pálidos rastros de color, tan primitivos como sus actitudes, o como el cuello bordado y el moño de ella y el pelo aplastado de él, dividido por una raya en el centro, y su bigote de puntas engomadas. «Son vuestros abuelos paternos», les había explicado alguna vez a sus hijos, que miraban la foto con la misma extrañeza que si representara a personas no sólo de otro siglo y de otra clase social, sino de otra especie. Pero no sólo eran recuerdos lo que le traía Eutimio, también sensaciones físicas que invocaban con eficacia inmediata la presencia de su padre: la aspereza de las manos, sus gestos, el olor del pantalón de pana.
—Ya puede dejarme por aquí, don Ignacio. Usted sigue recto para su barrio y yo tomo cualquier tranvía.
—Servicio a domicilio —se encogió de hombros, sonriendo, embargado por una emoción pudorosa que no le explicaría a nadie, ni siquiera a Judith Biely—. A ver si lo corrompo con las comodidades de la vida burguesa.
—Por lo pronto los de la CNT ya me llaman esquirol.
—No será para tanto.
Subían por la calle de Santa Engracia, junto a la torre magnífica del Depósito de Aguas, que se alzaba en aquellas perspectivas horizontales de Madrid, delante del telón azulado y lejano de la Sierra, como un monumento funerario persa. Ignacio Abel conducía en silencio, escuchando a Eutimio, observando de soslayo el modo en que se modificaba su actitud según iban acercándose a su barrio: erguido incómodamente, las rodillas juntas, no queriendo abandonarse a una confianza que le podría ser retirada igual que se le concedía. Antes de llegar a sus límites Madrid ya se ensanchaba en amplitudes rurales, con hileras de casas bajas delante de las cuales las mujeres cosían al sol sentadas en sillas de anea, con grandes solares cercados por vallas de tablas sobre las que aún quedaban carteles electorales descoloridos. Una luz polvorienta y aldeana flotaba al fondo, sobre la glorieta de Cuatro Caminos: carros de traperos, rebaños de cabras, esquilas y campanillas de tranvías, girando en torno a una fuente sin agua que parecía traída de un lugar mucho más escenográfico, una fuente por algún motivo desahuciada de los paseos burgueses para los que fue construida. Las notas más poderosas de color eran el verde y el rojo de los geranios en los balcones. Un grupo de niños que pateaban una pelota hecha de trapos en medio de la calle interrumpió el juego para correr a los costados del automóvil. Hacían guiños y gestos de burla, casi pegaban las caras a las ventanillas. De cerca se distinguía su penuria: uno corría a la pata coja, apoyándose en una muleta, en la cabeza de otro blanqueaba la tiña.
—Mucho cuidado, don Ignacio, que éstos son capaces de echársele debajo de las ruedas.
Detrás de las rejas, desde los balcones, desde los umbrales de los pequeños talleres y las tabernas, de las tiendas de ultramarinos, miradas recelosas y atentas observaban el paso del coche. Tres hombres vinieron de frente, con camisas blancas y chaquetas viejas, con gorras sobre las caras, con una manera peculiar de caminar, separando mucho las piernas. En el cinturón de uno de ellos era visible la culata negra de una pistola. Se pararon delante del coche, sin hacerle señales para que se detuviera. Estaban inmóviles, en el centro de la calle, mirando a Ignacio Abel, que mantenía el motor encendido pisando suavemente el embrague y había dejado, con cautela instintiva, las dos manos quietas y visibles sobre el volante, los ojos alerta y a la vez eludiendo las miradas de interrogación y desafío.
—No se preocupe, don Ignacio, que éstos son buenos muchachos.
—¿Sabe usted lo que quieren?
—Están de vigilancia.
Eutimio bajó su ventanilla y le hizo una señal a uno de ellos, el que llevaba la pistola, que examinaba muy serio el interior del coche, con un gesto despectivo en la esquina de la boca, en la que ardía un cigarrillo. Contra cada cristal se aplastaba la nariz de un niño, bocas abiertas manchándolo de vaho, pares de grandes ojos asombrados mirando hacia adentro, como si se asomaran al cristal de un acuario.
—El señor es de toda confianza, compañero —dijo Eutimio, eludiendo la mirada del otro, tan próxima, el humo del cigarrillo que le daba en la cara—. Es mi jefe en la obra y yo respondo por él.
Los hombres hablaron brevemente entre sí y los dejaron pasar, agrupándose de nuevo para seguir vigilando el coche, el de la pistola volviendo a guardársela entre el cinturón y la camisa, los niños ahora junto a ellos, con aire de decepción, como quien mira un tren o un barco que se aleja. Atento al espejo retrovisor Ignacio Abel los vio quedarse atrás con un suspiro de alivio menos silencioso de lo que él imaginaba.
—Se ha asustado usted un poco, don Ignacio. Se ha puesto pálido. No era para tanto. Tiene usted que comprender que en este barrio, cuando se ve un coche como el suyo, es que va a pasar algo malo.
—¿Los falangistas?
—O los monárquicos. O los de las Juventudes de Acción Popular. Suben por Santa Engracia a toda velocidad y atropellan al que se ponga delante, y se lían a tiros sin mirar a quién. La semana pasada mataron a una pobre mujer que estaba barriendo la puerta de su casa. La lucha de clases, don Ignacio. Asoman la cabeza por la ventanilla, estiran el brazo y gritan ¡Arriba España! Luego dan la vuelta en Cuatro Caminos y a ver quién los encuentra.
Ahora advertía con mayor perspicacia los gestos y las miradas: también la mezcla de incomodidad y suficiencia que experimentaba Eutimio al ser reconocido en su vecindario. El encierro en el espacio reducido del automóvil había favorecido, con la proximidad física, una soltura en el trato que estaba a punto de ser cancelada, en cuanto Eutimio bajara, haciéndole un gesto de despedida que encubriría el propósito contenido de estrecharle la mano, en vez de dar las gracias inclinando ligeramente la cabeza, de pie en la acera, con la gorra quitada. Una persiana se apartaba en un balcón; una mano de mujer ensanchada y enrojecida por el trabajo estremecía una cortina de tejido barato; unos niños que saltaban al burro interrumpieron el juego, y el que estaba agachado volvió la cabeza para mirar hacia el coche que se detenía, con una expresión de pronto seria y adulta; la cuerda a la que saltaban unas niñas con lazos de colores en el pelo se quedó inmóvil sobre la tierra apisonada; hombres jóvenes en mangas de camisa se asomaron a la puerta de una taberna.
—Lo convido a un vaso de vino, a ver si se le quita el susto del cuerpo, don Ignacio.
—Hombre, Eutimio, tampoco ha sido para tanto —haber mostrado tan visiblemente su alarma ahora avergonzaba a Ignacio Abel: afectuoso, casi paternal, Eutimio se complacía no obstante en la debilidad de un superior, más evidente porque al salir del coche se encontraba sin defensas en un territorio desconocido en el que dependía de él—. Me tomo un vaso si usted me deja que le invite.
Le sobraba tiempo: no estaba citado con Judith Biely y no tenía ganas de volver a casa, en la tarde de mayo que parecía detenida en una luminosidad no amortiguada todavía por el crepúsculo. Cuando volviera se permitiría el alivio de contarle a Adela la verdad —lo cual serenaba mucho su conciencia de embustero reciente, todavía inexperto—, pero ella probablemente pensaría que su rato de conversación con un capataz en una taberna de Cuatro Caminos era una mentira, una de tantas que ya no se molestaba mucho en fingir que creía. Muy distraído, contento, casi virtuoso, como si la verdad de hoy de algún modo compensara el fraude de tantas otras veces, él ni siquiera se daba cuenta de la incredulidad de Adela.
—Por el auto no se preocupe usted, don Ignacio, que aquí estamos en confianza. No tiene usted ni que cerrarlo con llave. Aquí somos pobres pero honrados, como en las zarzuelas.
No sólo miraban el coche, el verde suave de la pintura, la capota de cuero de color manteca, las manivelas niqueladas, como los radios de las ruedas; lo miraban a él, sobre todo, como a un ejemplar de otra especie, sus manos blancas, su traje a medida, el pico del pañuelo en el bolsillo de la americana, el brillo de la corbata de seda, los zapatos de dos colores. Los ojos negros de los niños eran un espejo que le devolvía una versión distorsionada de sí mismo, el hombre alto y extraño que ellos estaban viendo, el que se había bajado del automóvil cerrando con fuerza la puerta y mirando a su alrededor con un gesto de vigilancia instintiva, con algo de dignatario colonial en visita de inspección, tal vez benévolo pero siempre lejano, dotado de una arrogancia que no tenía por qué ser una actitud personal porque estaba inscrita en la naturaleza de su casta. Se acordaba de sus hijos viendo esas caras infantiles de una dignidad resplandeciente a pesar de los signos de la pobreza: las ropas viejas, desiguales, zurcidas; las alpargatas rotas, los pantalones cortos sujetos con cuerdas; las pequeñas muletas de los tullidos, que corrían jovialmente a la pata coja a la zaga de los otros. Desde la distancia en que las miradas lo situaban veía no al hombre que era ahora mismo, sino al niño que tantos años atrás sólo muy de tarde en tarde salía medrosamente a jugar en otra calle muy parecida a ésta, en su barrio del otro extremo de Madrid. Por unos segundos las voces de los niños habían resonado en una especie de cóncava eternidad, en el reino intemporal de los juegos y las canciones de la calle: los que él escuchaba tantas veces en la penumbra de la portería de su madre, viniendo por la ventana que estaba muy alta sobre su cabeza, al nivel de la acera. No había sido uno de ellos, ni siquiera entonces. Un puro instante recobrado de aquel tiempo remoto lo hizo detenerse en la puerta de la taberna, feliz y perdido, con una felicidad que se parecía mucho a la congoja, parpadeando como si al salir del coche lo hubiera deslumbrado la claridad de la tarde.
—Eso mismo le pasaba a usted de niño —estaba diciéndole Eutimio, su cara cercana y un poco desenfocada—. Se quedaba pensando en sus cosas y su padre que en paz descanse decía, «este chico parece que se me pone sonámbulo».
La taberna, más bien una bodega, era sombría y honda, con olor a serrín y a vino agrio, a barril y a arenques en salmuera. Entrar en ella era seguir avanzando por la penumbra del pasado: a tabernas como ésta lo mandaba de niño su padre a comprar un cuartillo de vino o a llevarle un recado a algunos de los albañiles o de los artesanos que trabajaban para él en las obras. Pero ahora había carteles de fútbol, de toros y de boxeo pegados a la cal de las paredes, y un gran aparato de radio detrás del mostrador. En la estampa chillona de un almanaque, bajo un letrero que proclamaba «¡Feliz 1936!», la República era una señorita desnuda con un gorro frigio ladeado sobre la cabeza y cubierta apenas con los pliegues de una bandera tricolor que moldeaban sus pechos y descubrían un muslo carnoso de corista o de bailarina de taxi-dancing.
Los hombres que bebían junto al mostrador de zinc y en las mesas saludaban a Eutimio y examinaban a Ignacio Abel de arriba abajo sin disimulo, y también sin simpatía. No eran muchos, pero sus presencias y sus voces llenaban el espacio tan densamente como el humo de sus cigarrillos, y desprendían una sensación muy fuerte de vigor áspero y cansancio del trabajo. Se sentaron en una mesa apartada y el tabernero les trajo una frasca cuadrada de vino tinto y dos vasos chatos de cristal muy grueso, mojados todavía por el agua limpia del fregadero. Al sentarse Eutimio en la silla la pistola le abultaba visiblemente en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Parece mentira, don Ignacio, que estemos usted y yo sentados aquí, en la misma mesa, cuando en el trabajo tengo que quitarme la gorra para hablar con usted, y hasta no está bien que lo mire mucho a los ojos cuando le digo algo.
—No exagere usted, Eutimio. ¿No ha cambiado nada la vida desde los tiempos de mi padre? Y más que va a cambiar desde ahora, con el gobierno del Frente Popular.
—Un gobierno de señoritos burgueses, don Ignacio, que mandan gracias al voto obrero.
—Por culpa de nuestro partido, el de usted y el mío. El que no ha dejado que un socialista sea presidente del gobierno. Costó tanto traer la República y ya no la quieren, no les parece bastante. Ahora quieren una revolución soviética, como en Rusia. ¿No estuvo usted en la manifestación del Primero de Mayo? Desfilaban los socialistas y parecía que estuvieran en la Plaza Roja de Moscú. Banderas rojas con hoces y martillos, retratos de Lenin y de Stalin. Los nuestros sólo se distinguían de los comunistas en que llevaban camisas rojas y no azul celeste como ellos. Ni una sola bandera de la República, Eutimio, la República que pudo llegar porque los socialistas quisimos que viniera, porque los republicanos no eran nada. Pero estos socialistas del Primero de Mayo no daban vivas a la República, sino al Ejército Rojo. Con gran alegría de las derechas, como es de imaginar.
—Es que ya se lo tengo dicho, don Ignacio, la República es muy bonita pero no da de comer.
—¿Y dan de comer las huelgas a tiros y las iglesias incendiadas?
—A mí eso no me lo tiene usted que decir, don Ignacio. Yo tengo muchos años, como usted sabe, y las he visto de muchos colores, pero hasta la presente no me ha ido mal en la vida. Tengo una casita decente aquí al lado y una huertecilla en el pueblo, y mi señora y mis hijas cosen en las máquinas Singer y se ganan un jornal que no es peor que el mío. Como sé leer y escribir y tengo buena cabeza para los números pude llegar a capataz, y en mi casa se han podido pasar estrecheces, pero no miseria. Al chico menor gracias a usted lo tengo colocado de escribiente ahí al lado, en las oficinas del Canal, y aunque me gana poco es aplicado y por las noches estudia para delineante, que ojalá pueda encontrar un puesto en las oficinas de la Ciudad Universitaria el día de mañana, si usted le echa una mano. Pero hay otros que están mucho peor, don Ignacio, y no tienen paciencia ni tienen juicio, y si los tienen pueden perderlos cuando por falta de trabajo y de un poco de justicia ven morirse de hambre a sus hijos, o pierden la casa porque no pueden pagarla y se ven tirados bajo los puentes o pasando las noches en los quicios de las puertas.
—Todo no puede hacerse de golpe, Eutimio. —Ahora era su propia voz la que le sonaba falsa, aunque estuviera diciendo algo razonable: tan razonable como estéril tal vez—. La República tiene sólo cinco años, el Frente Popular ganó hace tres meses.
—¿Y quiénes somos usted o yo para decirle a nadie que tenga paciencia? ¿O que se espere unos meses para darle de comer a sus hijos, o para llevarlos al médico? Ninguno de los dos nos vamos a acostar sin cenar esta noche, y perdone que me compare.
—¿Y poniendo bombas y matando a gente se va a remediar algo? ¿Levantándose en armas contra la República, como en Asturias? ¿Amenazando cada día con romper la baraja y establecer la dictadura del proletariado?
—La clase obrera tiene que defenderse, don Ignacio. —Eutimio le hizo un gesto para que bajara la voz—. Si no fuera por esos muchachos que están de vigilancia ahí afuera a lo mejor usted y yo no podíamos tomarnos tranquilos nuestro vaso de vino.
—Parece que ustedes no entienden, Eutimio. —Nada más decirlo se dio cuenta de que ese plural era ofensivo, pero se estaba enardeciendo, y le brotaba un sentimiento desagradable pero poderoso de superioridad—. Hay leyes que están por encima de todos. Hay policía, hay jueces. No estamos en el Oeste, ni en Chicago, como parece creer todo el mundo. Uno no se levanta en armas contra el gobierno legítimo porque no le gusta el resultado de las elecciones. Uno no va por ahí con una pistola tomándose la justicia por su mano.
—Que no soy tonto, don Ignacio. —Eutimio había dejado el vaso vacío de vino sobre la mesa y lo miraba muy serio, agraviado, ladeando al mismo tiempo la cabeza para asegurarse de que nadie los oía—. Eso que dice usted de las leyes está muy bien, pero a estas alturas ya no se lo cree nadie. Dígaselo a los militares sediciosos que no paran de conspirar y a los jueces que sueltan a los pistoleros falangistas que matan obreros.
—¿Y entonces qué hacemos? ¿Armarnos todos? ¿«Un hombre, una pistola» en vez de «Un hombre, un voto»?
—Lo que podemos hacer yo no lo sé, don Ignacio. A lo mejor el remedio nos lo va a traer la gente más joven que tiene ideales más fuertes que nosotros. Cuando yo era un muchacho y oía a Pablo Iglesias y a los oradores de entonces hablando de la sociedad sin clases se me saltaban las lágrimas. Y ahora ya ve usted, en vez de la sociedad sin clases lo que me hace ilusión es mi huertecillo, y que no me falte el jornal. A lo mejor usted tampoco se imaginaba de muchacho que iba a disfrutar tanto guiando un automóvil y viviendo en un piso con ascensor del barrio de Salamanca…
—Ya estamos otra vez.
—No me pierda la paciencia, don Ignacio. Ni el respeto tampoco, si me lo permite. Y no me levante la voz, que a lo mejor dice algo que a otras personas no les guste oír. La gente joven viene empujando con un brío que nosotros ya no entendemos. Mi chico mismo, que nunca rompió un plato, que siempre fue de casa al trabajo y del trabajo a casa, se me hizo el año pasado de la Juventud Comunista. Un disgusto para un padre, pero fíjese que ahora se han unido con las Juventudes nuestras, lo cual me deja más tranquilo. A lo mejor usted y yo nos conformamos con que sea algo mejor este mundo que conocemos, que al fin y al cabo es el nuestro. Pero ellos lo que quieren es traer otro mundo. ¿No ha leído lo que ponen en los carteles? «Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones…»
Literatura de nuevo, pensaba, pero no lo dijo, por miedo a ofender a Eutimio. Literatura barata, morralla de periódicos, versos de tercera, a veces cantados en himnos, para mayor efecto. Un país entero, un continente entero infectados de literatura mediocre, beodos de músicas chabacanas, de marchas de zarzuela y pasodobles taurinos. Pensaba de pronto, en la taberna con pobre luz eléctrica y olor a vino malo, con el suelo sucio de serrín mojado y colillas, que no sentía en el fondo de su alma demasiada simpatía hacia sus semejantes, que necesitaba la vaguedad y la protección de una cierta distancia para congraciarse con ellos, para emocionarse con principios y palabras de emancipación como las que había oído de niño en las reuniones de su padre. Pensaba que lo que de verdad quería era irse de España: sin preparación, sin aviso, sin remordimiento, poner tierra por medio, subir a un expreso nocturno junto a Judith Biely y despertar en una capital portuaria desde la que partiera ese mismo día un buque hacia América, desaparecer sin rastro, libre de cualquier vínculo, tan separado del mundo exterior y de toda la trama angustiosa de las obligaciones de su vida como cuando se abrazaba a ella después de haberla desnudado y hundía la cara en su cuello respirando su olor hasta lo más hondo de los pulmones, como si respirara por anticipado el aire de otro país y de otra vida, con los ojos cerrados, mientras se filtraba por los visillos la claridad laboral de la mañana y los sonidos de la ciudad llegaban debilitados a la intimidad breve y mercenaria que los acogía en casa de Madame Mathilde.
A la mañana siguiente, cuando lo vio llegar a la oficina, Eutimio bajó ligeramente la cabeza y le hizo un gesto de saludo sin mirarlo a los ojos.