Adormecido por el ritmo del tren ha visto a sus hijos en el relámpago de un sueño de colores muy vivos. Tal vez también ha oído sus voces, porque las recuerda muy cercanas ahora, un poco debilitadas, como voces en un espacio abierto, quizás en el jardín de la casa de la Sierra o a la orilla de la laguna de la presa; voces oídas en el declinar de la tarde, con un eco de retirada y de anticipación de lejanía; el pasado y el presente juntos, las voces recobradas y el sonido del tren filtrándose en el sueño tan ligero, alumbrado por una aleación de la luz del Hudson y la de la Sierra de Madrid. Una voz deja de escucharse y se va gastando en la memoria y al cabo de unos años se olvida, como dicen que va olvidando poco a poco los colores quien se ha quedado ciego. La de su padre Ignacio Abel ya no puede recordarla, ni siquiera sabe desde cuándo. La de su madre logra invocarla asociada a palabras o a dichos peculiares de ella; al modo en que gritaba Ya voy cuando un vecino impaciente la reclamaba desde el portal, cuando alguien tocaba con los nudillos en el cristal de la portería. Eso sí lo recuerda: la vibración del cristal escarchado, el tintineo de la campanilla y los pasos de su madre cada vez más lentos, según envejecía y se iba volviendo más pesada y más torpe por culpa de la artrosis, y conservaba sin embargo un timbre agudo y joven y un deje popular en su voz. Ya voy, gritaba, alargando mucho las vocales, y añadiendo por lo bajo, Ni que fuéramos aeroplanos.
Cuánto tardarán sus hijos en olvidar su voz si no vuelve a verlos, en no poder acordarse de su cara, sustituyendo gradualmente la memoria directa por el recuerdo congelado en las fotografías. La lejanía creciente agranda la dificultad del regreso. Minutos, horas, días, kilómetros, la distancia multiplicada por el tiempo. Ahora mismo, inmóvil, recostado en el tren, la cara junto a la ventanilla, sigue yéndose, alejándose. La distancia no es una magnitud detenida y estable, sino una onda expansiva que lo arrastra sin pausa en su corriente centrífuga, en su vacío helado de espacio sin límites. Trenes, transatlánticos, taxis, vagones de metro, pasos errantes hacia el final de calles desconocidas. Espejos de habitaciones sucesivas de hotel que siempre parecen la misma al final de un tramo semejante de escaleras empinadas y de un pasillo estrecho con olores idénticos, una geografía universal de la desolación. Pero también sus hijos, igual que Judith Biely, se alejan a la misma velocidad en direcciones distintas, y cada instante y cada paso agregado a la distancia hacen más improbable el regreso. No hay vuelta atrás en una deflagración que lo arrastra y lo trastorna todo; no se puede remontar el curso acelerado del tiempo. Puertas cerrándose tras él, habitaciones en las que no volverá a dormir nunca, corredores, barreras de aduanas, millas marítimas, kilómetros avanzados hacia el norte por el tren seguro y veloz que lo lleva a otro lugar desconocido, sólo un nombre por ahora, Rhineberg, a la colina en un bosque junto a un acantilado y al edificio blanco que aún no existe, cuyos primeros bocetos trae en la cartera, borradores en el fondo desganados de un proyecto que muy probablemente no llegará a cumplirse. Tanto avanzar y no regresar nunca. Agregando distancias, accidentes geográficos, llanuras, cordilleras, ciudades, frentes de guerra, países, continentes enteros, océanos, habitaciones interiores de hotel no indecentes pero sí tocadas por un principio de deterioro como el de la ropa y los zapatos de los huéspedes que se alojan en ellas con muy poco equipaje y sólo por una noche o unas pocas noches, porque nunca saben qué será de sus vidas más allá de los próximos días, de dónde vendrá el dinero para pagar, qué nuevos documentos les serán requeridos para quedarse un poco más o para irse.
Como en los materiales de construcción, en la memoria habrá grados o índices de resistencia que debería ser posible calcular. Cuánto tiempo se tarda en olvidar una voz; en no poder invocarla a voluntad, su metal único y misterioso, su entonación al decir ciertas palabras, al murmurar en el oído o al llamar desde lejos, a la vez íntima y remota en el auricular de un teléfono, diciéndolo todo al pronunciar un nombre, una dulce palabra obscena que nunca hasta entonces se ha atrevido a decir a nadie. O sí: tal vez esa misma voz la recuerdan otros, hombres desconocidos y odiosos que rondan como sombras el país ignoto del pasado, las vidas anteriores de Judith Biely, la que estará viviendo ahora; ojos que miraron su desnudez ofrecida y altiva; manos y labios que la acariciaron y a los que se rindió en un abandono idéntico, intolerable de imaginar. A quién más le habría dicho ella esas palabras más singulares todavía, más excitantes, porque pertenecían a otro idioma, sweetie, honey, my dear, my love. A quién se las estará diciendo ahora mismo, se las habrá dicho en los tres meses que llevaba fuera de España, regresada a América o tal vez errante de nuevo por ciudades de Europa, olvidándose poco a poco de él, incontaminada por la desgracia española, libre de ella con sólo cruzar la frontera, inmune por igual al sufrimiento del amor y al luto de un país que al fin y al cabo no es el suyo. Tan soberanamente como había decidido hacerse su amante una tarde de principios de octubre en Madrid decidió dejar de serlo algo más de ocho meses después, hacia mediados de julio, con una seca determinación americana que excluiría por igual la ambigüedad y el remordimiento, y quizás también la ha vacunado contra el dolor. Tan poco tiempo, si se para a pensarlo. Ignacio Abel sigue viéndola en algunos sueños pero en ellos no escucha su voz. Tal vez era la voz de Judith Biely la que ha oído diciendo tan claramente su nombre en la estación de Pennsylvania y sin embargo un momento después no ha sabido identificar ni recordar. La voz se pierde antes que la cara, sin el auxilio mnemotécnico de la fotografía. La foto es ausencia, la voz es presencia. La foto es el dolor del pasado; el punto fijo que se va quedando atrás en el tiempo: la cara inmóvil, en apariencia invariable, y sin embargo cada vez más lejana, más infiel, el simulacro de una sombra desvaneciéndose casi tan rápido en el papel fotográfico como en la memoria. Palpándose los bolsillos con la angustia de haber perdido cualquiera de las pocas cosas que ahora posee Ignacio Abel encuentra su cartera y busca con las yemas de los dedos la cartulina de la foto que Judith Biely le dio al poco tiempo de conocerse. Sonríe en ella igual que le sonreirá a él tan sólo unas semanas más tarde, confiada y alerta, sin guardar nada en reserva, mostrando entera la plenitud de sus expectativas. A Ignacio Abel la foto le despertaba los celos de la vida anterior de Judith en la que él aún no existía, y de la que prefería no saber nada, no preguntarle nada, por miedo a las inevitables sombras masculinas que habría en ella. Quizás lo que le ha hecho sonreír así y volverse olvidándose del disparo automático es la presencia de un hombre. Lo que más le había excitado de ella desde el principio era también lo que más miedo le daba, justo lo que al final se la había arrebatado: la sugestión de un luminoso albedrío femenino que él no había visto hasta entonces en ninguna mujer y que se revelaba en cada uno de sus gestos tan visiblemente como en los pormenores de su atractivo físico. El flash de la cabina automática brillaba en su pelo rizado, en sus dientes blancos, en sus ojos risueños; resaltaba la línea ósea de los pómulos. Esa foto era la misma que había tenido Adela en sus manos; la que miró aturdida en una especie de niebla que desenfocaba los rasgos y estuvo a punto de romper, y tan sólo dejó caer al suelo, junto a dos o tres cartas, casi desvaneciéndose, apoyándose en la mesa del despacho cuyos cajones Ignacio Abel había olvidado cerrar con llave. Al menos podías haber escondido mejor la foto de tu amante, haberme ahorrado la humillación de ver en mi propia casa y con mis propios ojos que es más guapa y más joven que yo pero qué tontería ningún hombre engaña a su mujer con otra menos joven que ella.
A diferencia de la de Judith, la voz de Adela permanece intacta en su memoria. La ha escuchado muchas veces, llamándolo, como lo llamaba a veces cuando tenía un mal sueño y se aferraba a él en la cama con los ojos cerrados para asegurarse de su cercanía. La ha escuchado, su espejismo sonoro, viniendo del fondo del pasillo en la casa de Madrid, tan clara en la vigilia como en los sueños, en las noches de verano en las que poco a poco se volvían habituales los sonidos de la guerra, despertándolo a veces con la convicción alarmada de que Adela había vuelto, había cruzado la línea del frente, volvía para reclamarlo y para pedirle cuentas. Qué sucia estaba la casa, qué desordenadas las habitaciones. (Pero ya no había criadas que vinieran a limpiar, no había una cocinera que se ocupara de hacerle la comida al señor de la casa, muy pronto no habría ni siquiera comida.) Qué pena que hubiera dejado morirse las plantas del balcón. Qué vergüenza que él no se hubiera esforzado más por ponerse en contacto con su mujer y sus hijos. Las quejas escritas en la carta que hubiera debido romper o al menos dejar atrás en la habitación del hotel de Nueva York, las recordadas y las imaginadas, se entretejen en el rumor monótono de una voz que es la de Adela y también la de su propia conciencia culpable. Qué raro no haber intuido anticipadamente en la voz de ella que sospechaba, que sabía. Cómo podía no haber sabido. Qué raro no ser capaz de verse a uno mismo desde fuera, desde las miradas de los otros, los que están más cerca y sospechan aunque hubieran preferido no enterarse, descubren sin comprender. El niño tan serio en los últimos meses, tan replegado en sí mismo, observando, parado en la puerta de su habitación cuando él hablaba por teléfono bajando mucho la voz en el pasillo. Ignacio Abel se volvía para decir un último adiós después de cerrar la verja en la casa de la Sierra y Miguel, parado junto a su madre y su hermana en lo alto de la escalinata, lo miraba y no lo miraba, como si no quisiera dar crédito a ese gesto de despedida, como si quisiera hacerle saber que a él no lo estaba engañando, que él, su hijo desdeñado de doce años, se daba cuenta, con una lucidez que no le correspondía, de la impaciencia del padre, de sus ganas de irse, del alivio con que subía al coche o apresuraba el paso camino de la estación, para no perder el tren que lo devolvía a Madrid. Su madre, junto a él, permanecía envuelta en una niebla de pesadumbre que raramente llegaba a disiparse del todo, y en la que Miguel no llegaba a distinguir motivos precisos, por mucho que la escrutara; Lita se entristecía, quizás algo postizamente, con un exceso femenino de ostentación sentimental, el mismo de cuando lo veía llegar y salía corriendo a abrazarlo, a contarle cuanto antes las notas que había sacado, los libros que había leído.
Con claridad retrospectiva Ignacio Abel revive ahora una escena, la imagen detenida de un documental cinematográfico: la noche en casa, el mantel blanco del comedor iluminado por la lámpara central, la luz dorada y verdosa reflejándose en los cubiertos y en la loza blanca de los platos, en el cristal de las copas. En febrero, unos días antes de las elecciones. Lo ve desde fuera, desde lejos, como una escena doméstica que vislumbra el forastero solitario en la calle, en una ciudad donde no conoce a nadie, donde no le espera otra cosa que la habitación del hotel. Él mismo en la cabecera de la mesa, y enfrente Adela, los niños a los lados, cada uno en su sitio preciso, manteniendo una conversación tranquila y trivial, mientras la criada se alejaba por el pasillo, después de servir la sopa, la criada que ahora se ponía una cofia y un mandil blanco, por indicación de la señora, que en esos detalles se volvía cada vez más estricta, y que un poco antes le había reñido a la cocinera por salir a la calle con sombrero, en vez del pañuelo de cabeza o la boina que le correspondía por su posición. Miguel movía nerviosamente la pierna izquierda debajo de la mesa y se esforzaba sin mucho éxito por no hacer ruido sorbiendo la sopa. Observaba, de soslayo, en estado permanente de alerta, detectando vagas incertidumbres y peligros con una sensibilidad mucho más aguda que su capacidad de razonamiento, y por lo tanto más desazonadora. Se imaginaba convertido en un hombre invisible como el de esa película que había visto unos sábados antes con Lita y las criadas, a escondidas de su padre, que proscribía como un monarca distraído y arbitrario las salidas al cine cada vez que alguien le contaba que había en Madrid una epidemia de algo. ¡El Hombre Invisible! Miguel se ponía nervioso cuando le gustaba mucho una película, no sabía estarse quieto, se echaba hacia delante en el asiento como si quisiera estar más cerca de la pantalla, sumergirse en ella, se moría de risa o temblaba de miedo, pellizcaba a Lita, le daba puñetazos, tan embebido en la película que cuando salían del cine iba mareado, aturdido, y esa noche no había manera de que se callara cuando apagaban las luces, porque quería seguir comentando con Lita las escenas y los personajes, y cuando ella se quedaba dormida él ya estaba demasiado nervioso para rendirse al sueño, reviviendo la película, imaginando variaciones en las que él mismo actuaba como protagonista. ¡El escalofriante enigma de un descubrimiento científico que otorga poderes sobrehumanos a quien lo domina! Qué maravilla, espiar sin que lo vieran a uno, fijarse en todo sin peligro de ser sorprendido. Al venir de la escuela había visto en la puerta del cine destartalado al que lo dejaban ir con Lita y las criadas el cartel truculento de una película en el que se veía una silueta negra sosteniendo una carta y una gran lupa, EL SOBRE LACRADO (El Secreto del Paso de los Dardanelos). Estreno Inminente. Qué tremenda esa palabra, inminente, qué nerviosismo le desataba nada más que pensar en ella, en los días que faltaban para el estreno, en la posibilidad de ponerse malo o de volver de la escuela con un suspenso y de que lo castigaran sin ir al cine. Si su padre se daba cuenta del movimiento de la pierna iba a reñirle, pero cabía la esperanza de que el mantel no le dejara advertirlo, y en cualquier caso Miguel era incapaz de quedarse quieto, de ordenar a su pierna que dejara de moverse. «Ya estás cosiendo con la máquina Singer», diría su padre, «este niño parece que después de todo va a tener vocación de sastre». Cada cual cumplía estrictamente su papel, decía las palabras previstas, repetía los gestos, observaba Miguel, tan incapaces de no hacer o decir lo mismo de siempre como él de no mover su pierna o de no hacer ruido al sorber la sopa: pero en él era en el único en quien se fijaban, el chivo expiatorio, pensaba con lástima de sí mismo, la oveja negra. Pensaba que los Dardanelos del título de la película serían los miembros de alguna sociedad secreta de espías o de traficantes internacionales y Lita se había reído de él llamándole ignorante y le había dicho que los Dardanelos era el nombre de un estrecho. «Y a ti qué más te da que tu hijo mueva o no mueva la pierna, tampoco es algo tan grave», diría su madre, dirigiéndole al padre una mirada intranquila y a la vez resignada, distinta a la que dedicaba al niño, con quien tenía que mostrarse a la vez indulgente y severa, la severidad destinada a refutar la sospecha de una indulgencia excesiva. La cena era una serie de pruebas cada vez más difíciles, una carrera de obstáculos de exasperante lentitud, en la que Miguel veía acercarse la próxima valla sabiendo que muy probablemente tropezaría en ella, que haría un ruido inaceptable con la sopa o cortaría un trozo demasiado grande de carne o se llevaría a la boca el tenedor cargado con una montaña de puré, de modo que su padre le diría, «a ver si procuramos no comer en cantidades cuartelarias» (ellos, los adultos, podían permitirse todas las manías; podían repetir palabra por palabra las mismas frases, las bromas idénticas, y nadie los censuraba); también era posible que volcara su copa de agua por culpa de un gesto demasiado brusco, o que se atragantara y se pusiera rojo tosiendo, o que tragara el agua haciendo un sonido de deglución en el que los demás nunca incurrían, pero que por alguna fatalidad misteriosa él no tenía manera de evitar. Y mientras él se extenuaba tropezando con obstáculos, moviendo la pierna sin un segundo de sosiego debajo de la mesa, notando picores que le obligaban a rascarse y dolores en el culo que no le permitían quedarse quieto en la silla, Lita, sentada frente a él, se deslizaba como en una alfombra mágica, sonriente y segura, irreprochable y falsa, sin el menor rastro de esfuerzo, sorbiendo la sopa en silencio, manejando el tenedor y el cuchillo sin apoyar los codos en la mesa «como en una taberna» (esta observación era de su madre), cortando las porciones justas de modo que nunca se le llenaba la boca, educadamente atenta a la conversación de los mayores, en la que a veces intervenía con una pregunta o una observación que no provocaban una respuesta irónica o condescendiente, en el fondo irritada, la clase de respuesta que él se había acostumbrado a esperar de su padre. Hubiera querido salir corriendo, sin dejar la servilleta doblada junto al plato, sin pedir permiso para levantarse, tan sólo volviéndose invisible, flotando por el pasillo en dirección al territorio parcialmente prohibido y lleno de promesas del fondo de la casa, la cocina y el cuarto de la plancha y la habitación diminuta que compartían la cocinera y la criada, de donde venía ahora, con toda claridad, el clamor plebeyo de la radio, donde Angelillo cantaba una canción que a él le hacía que se le saltaran las lágrimas, la historia del enterrador Juan Simón, que un día dramático se ve obligado a dar sepultura a su propia hija, muerta en la flor de la vida:
Soy enterrador y vengo
Ay yo soy enterrador y vengo
De enterrar mi corazón.
Miguel quería ver a toda costa esta película. Quería verla porque le gustaba la canción y porque la cocinera y la criada ya la habían visto y se la habían contado con todo detalle, emocionándose las dos al recordarla, quitándose la palabra para recordar algún momento dramático. Quería verla más aún porque su padre, su madre y su hermana parecían haberse puesto de acuerdo para desdeñarla sin haberla visto, y porque le habrían hecho algún comentario sarcástico si hubieran sabido que a él le apetecía tanto verla. Su madre tal vez no, pero tampoco lo habría defendido. Su madre no se burlaría de él o no se enfadaría si lo sorprendía al lado de la radio con los ojos llenos de lágrimas. Pero tampoco se pondría de su lado, por miedo a fomentar su debilidad, o por el disgusto de que su hijo, al que llevaba a los conciertos de música clásica desde que era muy pequeño, se entusiasmara tanto por una copla de criadas. La angustiaba que fuera poco masculino. La angustiaba más aún que Miguel pudiera despertar el disgusto de su padre, un desagrado que podía parecerse al desprecio. Miguel observaba e intuía sin comprender nada, con la inmediatez física con que se percibe la humedad o el frío. Lo que más le dolía en este caso era que Lita se hubiera puesto de parte de los adultos: ella, su cómplice en la afición a las películas, en las tardes de atragantarse de risa en el cine viendo a los hermanos Marx, al Gordo y el Flaco, a Charlot, de morirse de miedo con Frankenstein y con Drácula y con el Hombre Lobo y el Hombre Invisible, también desdeñaba las películas de canciones flamencas y bailes regionales, precisamente las que a las criadas y a Miguel más les gustaban. Se había negado a ir con él a La hija de Juan Simón. Había escuchado con expresión aprobadora cuando su padre le dijo unas noches antes a su madre, durante la cena, en ese tono irónico que por algún motivo se volvía cada vez más frecuente, como si todo para él fuera pobre o mediocre, ligeramente ridículo, las películas y los dirigentes políticos y los vecinos de la casa y el portero con su gorra de plato y su librea azul de botones dorados:
—Mira Buñuel, que era tan surrealista y tan moderno, y ahora no le ha dado ninguna vergüenza ganar un montón de dinero produciendo esa payasada folklórica de La hija de Juan Simón.
Payasada folklórica. Se le quedaron grabadas las palabras. Pero él no había podido callarse. Era su sino. Sabía que iba a decir o a hacer algo con un resultado inmediato y desastroso y precisamente por saberlo su error era más inevitable. Como el movimiento nervioso de la pierna izquierda, como la mancha que caía fatalmente sobre su camisa limpia, como el trago de agua que hacía ese ruido tremendo justo cuando él más se empeñaba por beberla en silencio o el examen para el que nunca llegaba a ponerse a estudiar y que acababa suspendiendo catastróficamente. Era como un don para profetizar los desastres que él mismo iba a cometer; para hacer exactamente aquello que más iba a importunar a su padre. No porque él se propusiera irritarlo, sino porque el hecho de saber lo que a su padre más podía disgustarle de su comportamiento era una fuerza fatal que lo empujaba. En vez de a huir, la conciencia del peligro lo llevaba derecho a sucumbir a él. Si su padre estaba diciendo algo muy serio a él le daba un ataque de risa o se le caía al suelo ruidosamente el tenedor o le venía un eructo. Si él recortaba de una revista la foto de una actriz de moda o de un galán de Hollywood con un brillo lacado en el pelo fatalmente en el reverso de la hoja estaba el artículo que su padre había querido leer. ¿Por qué no hacía los deberes o pasaba de una vez de la primera página de las Rimas y Leyendas de Bécquer en vez de perder el tiempo leyendo tantos embustes? TODA LA VERDAD SOBRE LA MUERTE MISTERIOSA DE THELMA TODD. ¿Y qué trabajo le habría costado callarse cuando su padre hizo ese comentario desdeñoso sobre la película y sobre ese Buñuel que aparecía de vez en cuando en las conversaciones de los adultos? Pero no pudo evitarlo; ni siquiera lo pensó; supo lo que iba a decir y lo dijo al cabo de un momento y mientras lo decía se daba cuenta de la reprimenda inevitable que iba a ganarse, y de que ni su madre ni su hermana iban a defenderlo:
—Pues la Herminia dice que es una película de llorar con canciones muy bonitas.
—La Herminia. —Su padre adoptó una seriedad burlesca—. Gran autoridad cinematográfica.
Ahora la canción venía desde el fondo del pasillo y todos hacían como que no la escuchaban. O quizás era Miguel el único que se daba cuenta, nervioso, moviendo aún más rápido la pierna debajo de la mesa, vigilando de soslayo la cara de su padre, notando que su madre, debajo de su aire de placidez un poco ausente, estaba poniéndose tensa; asombrado, casi admirado, de que Lita no percibiera nada, ajena a la posibilidad del desastre, contando algo sobre una excursión reciente con los chicos de su clase al Museo del Prado. Él la admiraba tan incondicionalmente como cuando era muy pequeño; la admiraba incluso cuando estaba resentido contra ella, cuando la despreciaba por su zalamería con el padre, cuando tenía la tentación de volcar un tintero sobre su cuaderno de ejercicios impecable, de hacer como que pisaba por accidente uno de aquellos álbumes escolares en los que Lita pegaba hojas de árboles y flores disecadas; flores que a él se le deshacían; cuadernos que llenaba de cualquier manera con dibujos que nadie le pedía y con una escritura errática en la que no eran infrecuentes las faltas. Si ella podía concentrarse tanto en todo lo que hacía y moverse con tanta serenidad y en línea recta era porque no la distraían ni la alarmaban los ruidos de peligro, porque le faltaban las antenas invisibles de percibir anticipadamente trastornos que él estaba siempre agitando. Su padre se iba a irritar porque la música de la radio estaba demasiado alta, y porque la criada, al salir del comedor, no había cerrado la puerta tras ella, y porque la puerta de la cocina estaba abierta. Por eso a él le costaba tanto concentrarse: porque estaba atento a demasiadas cosas al mismo tiempo; porque adivinaba el pensamiento de los otros o intuía los cambios en sus estados de ánimo como esos barómetros que había en la escuela y que registraban con sus veloces agujas las turbulencias atmosféricas.
Entonces sonó el timbre del teléfono, justo cuando Miguel bebía un trago de agua, tan empeñado en no hacer ruido que el primer timbrazo lo sobresaltó, haciéndole que se atragantara. Sentada frente a él Lita se tapó la mano con la boca para disimular la risa. El teléfono no paraba de sonar, un timbrazo tras otro, casi tan rápidos como la pierna de Miguel debajo de la mesa, agudos en el silencio que se había hecho cuando terminaron sus toses, viniendo desde el pasillo igual que La hija de Juan Simón: por culpa de la música demasiado alta ni la criada ni la cocinera lo habrían oído, aunque a Miguel le parecía que sonaba cada vez con mayor estridencia. ¿Cómo hacían su padre y su hermana para fingir que no lo estaban oyendo? Su padre, rígido de ira, se concentraba meticulosamente en la masticación. En la conciencia demasiado aguda de Miguel la aguja del sismógrafo se agitaba a toda velocidad, la del barómetro oscilaba locamente. Su madre, con un gesto brusco, dejó el tenedor y el cuchillo sobre el plato y salió del comedor, y un momento después los timbrazos habían cesado y se escuchaba su voz en el pasillo, alterada por la tensión, inquieta, porque era muy raro que llamaran tan tarde: «¿Quién llama? ¿De parte de quién? Un momento.» Volvió despacio al comedor, sus pasos acercándose, con una lentitud de mujer entrada en carnes que ya no era joven. Miguel la vio más seria y más cansada que cuando se había levantado un momento antes, mirando a su padre de una manera rara al darle el recado.
—Es para ti. De tu oficina, una mujer que parece extranjera.
—Pues vaya horas de llamar que tiene la gente —dijo Lita, sin darse cuenta de nada, de lo que los ojos de Miguel sí advertían y su conciencia no lograba descifrar, inocente de cualquier incertidumbre, de toda sospecha de peligro, segura en el mundo. Que su padre saliera tan rápido para hablar por teléfono tuvo la ventaja de que no oyó la observación impertinente de Miguel:
—Pues a papá cuando se levanta también se le cae al suelo la servilleta.
En el interior de su casa Ignacio Abel cruzaba la frontera invisible hacia la otra vida, alejándose por el pasillo en penumbra hacia el teléfono colgado en la pared, hacia la voz inesperada de Judith Biely, dejando atrás la escena familiar en el comedor, interrumpida y borrosa, al otro lado de los cristales que filtraban la luz y las voces. En pocos segundos y en un espacio tan breve, el corazón latiéndole muy fuerte en el pecho, se adaptaba a su otra identidad; dejaba de ser padre y marido para convertirse en amante traspasado por deseos; sus movimientos se hacían más sigilosos, menos confiados; hasta su voz se iba adaptando de antemano para ser la que escucharía Judith; su voz ronca, ansiosa, alterada por una mezcla de desconcierto y de felicidad; por el miedo súbito a que después de todo no fuera ella quien había llamado rompiendo por algún motivo que debería de ser serio un acuerdo no expresado. En una duración tan corta la incertidumbre adquiría una intensidad dolorosa. En lo que menos pensaba era en el desconcierto de Adela, en su segura sospecha. Le temblaba la mano cuando tomó el auricular, aún oscilante contra la pared; su voz sonó tan baja y tan ronca que Judith, igual de ansiosa en la cabina de un café que no sabía dónde estaba, al principio no la reconoció. También ella hablaba bajo, muy rápido, en inglés y un momento después en español, frases muy cortas, murmuradas tan cerca de la membrana del aparato que Ignacio Abel oía su respiración y casi podía sentir en el oído el roce de su aliento y sus labios. «Please come and rescue me. Casi no sé dónde estoy. Unos hombres venían siguiéndome. I want to see you right away.»
Añorará siempre esa voz, incluso cuando ya no pueda recordarla a voluntad y hasta haya dejado de escucharla en el azar de algunos sueños, cuando ya nunca abra los ojos despertándose o se vuelva porque ha creído oír que decía su nombre. En el verano demente y sanguinario de Madrid en el que iba de un lado para otro como un fantasma de sí mismo lo que echaba más intolerablemente de menos no era la seguridad razonable de no ser asesinado y ni siquiera la sólida rutina de una vida anterior que se había desmoronado para siempre de la noche a la mañana, sino algo más secreto, más suyo, más perdido todavía, la posibilidad de marcar un cierto número de teléfono y de escuchar al otro lado la voz de Judith Biely, la esperanza de oírla cuando el teléfono sonaba, el prodigio de que en alguna parte de Madrid, al final de un recorrido en automóvil o en tranvía, de una impaciente caminata, Judith Biely estuviera esperándolo, mucho más deseable que en su imaginación, sorprendiéndolo siempre con la felicidad de su presencia, como si por mucho empeño que pusiera nunca hubiera sabido recordar cuánto le gustaba.
—Era una secretaria, una chica nueva —dijo, de vuelta al comedor, sin mirar a nadie en particular, poniéndose la americana, atolondrado, embustero, indiferente a la mediocridad de su actuación—. Ha habido una emergencia en las obras. Un andamio que se ha derrumbado.
—Llama si ves que vas a volver tarde.
—No creo que sea para tanto.
—Papá, ¿vas a ir en el coche? ¿Me llevas contigo?
—Qué cosas tienes, niño. Tú eres el que le está haciendo falta ahora a papá.
—Iré en un taxi, para llegar antes.
Tan sólo hacía unos minutos la noche estaba clausurada para él, la noche previsible y pesada de la costumbre familiar: la cena, la conversación, la somnolencia, los ruidos distantes de la calle, la resignación sin drama a los pormenores del tedio. El calor narcótico de la calefacción, la vida aletargada y envuelta, forrada de fieltro de zapatillas caseras y tela de pijama, el confort tan tenazmente ganado de una casa protegida contra la intemperie del invierno. Y ahora, de repente, lo inesperado sucedía y lo liberaba, la lentitud se convertía en ligereza, el calor en la cuchillada del frío al salir a la calle, la resignación en temeridad, la noche de Madrid se desplegaba como un paisaje ilimitado que él iba a cruzar a toda velocidad en un taxi para reunirse con Judith Biely, para que se cumpliera la promesa enunciada no en sus palabras sino en el tono mismo de su voz: el deseo, la urgencia, la seguridad de estar abrazándola y besando su boca abierta unos minutos más tarde. Tras la ventanilla del taxi veía la ciudad como si estuviera soñándola. Una niebla ligera empañaba las luces y hacía relucir con un lustre húmedo los adoquines y los rieles de los tranvías. Miraba los escaparates solitarios de las tiendas, iluminados en las calles vacías, los ventanales de los cafés, la claridad eléctrica de los comedores en los que estaban sucediendo cenas familiares idénticas a la que él mismo acababa de abandonar, y que ahora le parecían penosos episodios de una servidumbre unánime de la que él se había escapado. No para siempre, desde luego, ni siquiera para toda una noche: pero cualquier medida de tiempo le bastaba ahora mismo, dos horas, una hora tan sólo. No habría moneda de minutos que su codicia no agradeciera; minutos y segundos que menguaban con el chasquido con el que iban cambiando las cifras del taxímetro, con el pulso cada vez más rápido de su corazón impaciente. Carteles electorales pegados los unos encima de los otros cubrían las fachadas en la Puerta del Sol; reflectores violentos alumbraban en la llovizna la cara gigante y redonda del candidato Gil Robles, ocupando una fachada entera, coronada con involuntario absurdo por un anuncio luminoso de Anís del Mono. Otorgadme Vuestro Voto y os Devolveré una España Grande. Recordó la mirada muy fija y el tono de sorna de Philip Van Doren, entre el humo y el ruido de una orquestina de jazz: «¿Cree usted, profesor Abel, como su correligionario Largo Caballero, que si las derechas ganan las elecciones el proletariado se lanzará a una guerra civil?». El viento helado agitaba los cables de los que pendían las lámparas del alumbrado público y hacía que las sombras convulsas se agrandaran contra el pavimento. El taxi avanzaba despacio en dirección a la calle Mayor sorteando un laberinto de tranvías. La imaginación anticipaba espejismos de lo que ya era inminente: los arcos y los jardines de la plaza Mayor, los faroles en las esquinas de la calle Toledo, el café en el que Judith Biely lo estaba esperando, su perfil en seguida reconocido a pesar del humo del interior y del vaho que cubría los cristales, la mujer joven, sola y extranjera a la que miraban con descaro los hombres, a la que se acercaban casi tocándola para decirle cosas en voz baja. En la ciudad en la que uno ha vivido siempre recorridos comunes pueden equivaler a hondos viajes en el tiempo: atravesando Madrid para encontrarse con su amante una noche hostil de febrero Ignacio Abel viajaba desde su vida presente hacia las calles de la infancia lejana, a las que casi nunca volvía, por las que nunca había caminado con ella. El impulso del taxi en dirección al porvenir lo devolvía al pasado; por el camino se despojaba de la claudicación de tantos años para llegar a ella tan sólo con la parte más verdadera de sí mismo. Borraba lo que en este momento no le importaba nada, lo que habría dado sin vacilación a cambio del tiempo con Judith Biely que se abría ante él: su carrera, su dignidad, su piso burgués en el barrio de Salamanca, su mujer, sus hijos. Antes del final del trayecto ya buscaba por los bolsillos las monedas para pagar al taxista en cuanto se detuviera, ya se inclinaba hacia delante para ver la esquina exacta y el café, la silueta deseada de Judith Biely. Se sorprendía de pronto moviendo la pierna izquierda tan nerviosamente como su hijo Miguel, que lo había mirado tan serio cuando salía del comedor ajustándose la corbata, atolondrado y mentiroso, asegurándose de que llevaba las llaves en el bolsillo del pantalón.
Dijo «No volveré tarde» y en la mirada neutra de Miguel vio una incredulidad más hiriente porque era del todo instintiva y le revelaba como un espejo inesperado la calidad mediocre de su impostura, los gestos de un actor que no convence a nadie. Pero esa punzada de alarma y disgusto de sí mismo quedaba suprimida muy pronto, borrada por la prisa, por la exaltación física que lo llevaba escaleras abajo sin que su voluntad interviniera, camino del frío vivificador de la calle que le llenaba los pulmones mientras cruzaba hacia la próxima esquina, demasiado impaciente para esperar quieto la llegada de un taxi. Insomne, en pijama, de pie junto a la ventana de su habitación, mientras Lita dormía, Miguel miraba luego esa misma esquina desierta de la calle Príncipe de Vergara, iluminada por un farol, escuchando a veces en el silencio el redoble de unos pasos en la acera que de lejos parecían los de su padre y eran los del sereno embozado que vigilaba los portales, golpeando el suelo a intervalos regulares con la punta herrada del chuzo. Se había despertado en la oscuridad creyendo oír el mecanismo del ascensor al detenerse, acordándose de algo que había leído antes de dormirse, escondiendo la revista bajo la almohada cuando su madre entró para darles las buenas noches, un reportaje sobre enterrados vivos en el que aprendió una palabra que en sí misma ya le daba miedo, catalepsia, palabra cuyo significado por supuesto conocía Lita. ¿Cuántas personas habrán sido enterradas en vida? ¿Cuántas habrán consumido su agonía —la más terrible de todas— en el mismo lugar de su eterno descanso? Estuvo quieto mucho rato, intentando discernir los sonidos que le llegaban desde la calle y desde el interior de la casa, que se iban haciendo más daros a la vez que se volvían más precisos los contornos de los muebles y de los objetos en la habitación. Catalepsia. Le fascinaba descubrir que para los ojos y los oídos atentos no había verdadera oscuridad ni verdadero silencio. Según él la miraba la habitación en sombras se iba llenando de claridad igual que cuando unas nubes lentas van dejando de cubrir la luna llena. Había leído en una de aquellas revistas baratas de crímenes y prodigios que compraban las criadas que en un laboratorio secreto de Moscú los científicos estaban desarrollando unas gafas de rayos X que permitían ver en medio de la oscuridad más rigurosa y una pistola de ondas magnéticas que mataba en silencio. El ENIGMA de unos RAYOS MISTERIOSOS que llevan la MUERTE a DISTANCIA. Lo que en el momento de despertar había sido un silencio opresivo ahora se convertía en una jungla de rumores: la respiración de Lita, los crujidos de la madera, la vibración del cristal de la ventana al paso de un motor por la calle, los golpes del chuzo del sereno, el gruñido de las tuberías de la calefacción, el eco sordo de las fuerzas enconadas entre sí que según la explicación alarmante de su padre mantenían en pie el edificio entero, nunca apaciguado, expandiéndose y contrayéndose como un gran animal que respira; y más lejos, o al menos en un espacio que le costaba mucho situar, otro sonido ronco y regular que Miguel no sabía lo que era, que cesaba y volvía al cabo de un rato, como su conciencia del rumor de la sangre cuando apoyaba un oído contra la almohada. Se incorporó en la cama, muy quieto, asegurándose de que no era el ascensor lo que había oído. Se levantó despacio, el frío de la tarima del suelo contra las plantas de los pies, el deseo molesto de orinar, que lo obligaría a salir a la intemperie hosca del pasillo. Su padre y su madre le reprochaban que no leía, pero en su cabeza, cuando no podía dormir, había un borboteo de cosas inquietantes leídas en el periódico y preservadas literalmente en su memoria. SCOTLAND YARD INVESTIGA UN CASO DE CRÍMENES COMETIDOS POR SONÁMBULOS. El sonido ronco volvía, una respiración difícil, entrecortada, algo que no llegaba a ser del todo el murmullo de una voz pero que contenía una queja. Al salir de la habitación era el Hombre Invisible: invisible y envuelto en silencio, pisando descalzo sin hacer ningún ruido, girando pomos dóciles que se movían por sí solos. Le dio miedo ser en realidad un sonámbulo y estar soñando ahora mismo mientras caminaba hacia una víctima que sería encontrada muerta al amanecer, su cara desencajada de terror. En el reloj del salón retumbaron uno tras otro cinco golpes que dejaron luego una resonancia que tardó mucho en extinguirse. Del fondo del pasillo, largo y negro como un túnel, venía el doble ronquido de la criada y la cocinera, metódico como una máquina de fuelles, con gorgoteos de cañería y acelerones bruscos de motor de coche viejo, con interrupciones de quietud en medio de las cuales seguía escuchando el otro sonido, la respiración entrecortada, la queja. Suspendido como el Hombre Invisible delante de la puerta del dormitorio de sus padres, libre de la fuerza de la gravedad en virtud de otra invención no menos decisiva (Una tintura antigravitatoria facilitará los viajes espaciales), se inclinó contra ella para oír mejor, para asegurarse de que era la voz de su madre la que estaba escuchando, familiar y al mismo tiempo desconocida, más extraña que los olores en las alcobas de los adultos cuando uno entraba a ellas de pequeño. Decía palabras o se estaba quejando, tenía un gemido agudo que se volvía grave de pronto, como si procediera de la garganta de otra persona; un gemido largo, sofocado contra la almohada, una queja que se rompía en llanto o en palabras aisladas que no era posible descifrar, como las de quien está hablando en sueños. Quizás su madre dormía y moriría de un ataque de algo si él no entraba a despertarla. Quizás se quejaba de una horrible enfermedad que no había confiado a nadie. Quería quedarse y quería huir. Quería salvarla de la enfermedad o de una afrenta cuya naturaleza no imaginaba y quería no haberla oído, no estar despierto y con los pies helados cerca de la puerta, disfrutar del sosiego con el que dormía ahora mismo su hermana, ajena a todo, inmune a la desazón y al peligro. ¿Y si era que su padre había vuelto y su madre estaba discutiendo muy bajo con él? Con un golpe de pánico vio encenderse la luz del rellano bajo la puerta de entrada y escuchó el ascensor poniéndose en marcha. Sólo faltaba eso: que su padre volviera y lo sorprendiera en el pasillo, quieto en la oscuridad, a las cinco de la madrugada. Tendría que volver a toda prisa a su habitación: pero al hacerlo se acercaría a la puerta, y era posible que su mala suerte y su torpeza, siempre conspirando contra él, convirtieran la retirada en una trampa. Lo que no podía era quedarse quieto, paralizado, temblando de frío, escuchando el ascensor, el chasquido metálico al pasar por cada piso. Se lanzó a ciegas, a tientas, empujado por el miedo. Cerró tras él la puerta de su habitación justo cuando el ascensor se detenía en el rellano. El corazón le retumbaba en el pecho como los golpes de timbal en una película de miedo. Su padre giraba la llave muy despacio en la cerradura. Como el Hombre Invisible Miguel era un espía en el que nadie reparaba. Su padre avanzaba con lentitud por el pasillo, sin haber encendido la luz, dejando un intervalo anormalmente largo entre sus pasos, tan raros como los de un desconocido, un intruso que hubiera llegado al amparo de la oscuridad desde quién sabía dónde. Tieso sobre la cama, con los pies helados, las manos cruzadas sobre el pecho, con los ojos cerrados, Miguel alcanzaba un estado de perfecta catalepsia.