Qué raro que el tiempo anterior a la culpa hubiera durado tanto; el regalo sin sombra que se volvía más dulce cuanto más se gozaba; la ciudad compartida, clandestina en gran parte y también ilimitada: cines oscuros y merenderos al aire desde los cuales se divisaban en una anchura como de horizonte marítimo los encinares de la Casa de Campo y del monte del Pardo y las lejanías brumosas de la Sierra; el cuarto secreto alquilado por horas en un hotel particular al final de la calle O’Donnell (campanillas de tranvías y bocinas de automóviles llegaban débilmente a través de las densas cortinas echadas para procurar en las horas laborales del día un simulacro de nocturnidad) y la amplitud pública de las salas de Velázquez en el Prado, temprano, a primera hora, en mañanas de invierno en las que el museo acababa de abrir y aún no empezaban a llegar los turistas. Se había despertado todavía de noche con una sensación instintiva de dicha que se adelantaba a su conciencia y al mirar la hora en el despertador de números fosforescentes había recordado de pronto que le faltaban sólo tres horas para encontrarse con ella. Qué raro que aún no hubiera irrumpido de verdad el miedo: el presentimiento de que ocurriría algo inesperado y no podría verla ese día, o nunca más, apartada de él por un golpe de azar o porque otro hombre se la había quitado o porque ella misma había decidido marcharse ejercitando la misma soberana libertad que la había traído de América a Europa y la había impulsado a convertirse en su amante. Se afeitaba después de la ducha paladeando su secreto, mirando en el espejo la cara afortunada del hombre a quien en algo más de dos horas y sin que lo supiera nadie le iba a sonreír Judith Biely. El tiempo conspiraba en su favor, el orden de las cosas: el desayuno servido sobre la mesa y los dos hijos saludables y dóciles que no iban a ponerse enfermos en los próximos minutos, la esposa que le ofrecía la cartera y el sombrero en el recibidor y le decía que se abrigara, que hacía niebla y humedad esa mañana, y se daba por satisfecha o así lo parecía con un beso doméstico que apenas le rozaba los labios y con un gesto de adiós en el que no intervenía la sonrisa, ni casi la mirada. Cómplices involuntarios y eficaces actuaban a su servicio: el ascensor nuevo, con su mecanismo eléctrico y sus suaves frenos hidráulicos; el hijo del portero que había ido a buscar su automóvil al garaje y se lo tenía dispuesto delante del portal; el motor Fiat que a pesar del frío de la mañana se encendía tan sólo con un giro de la llave de contacto; las calles rectas y todavía despejadas de tráfico, que le permitían llegar cuanto antes a su cita y no desperdiciar ni uno solo de los minutos disponibles. Aunque era temprano ya había alguien en la taquilla del museo dispuesto a venderle una entrada y un portero medio adormilado de uniforme azul se ofrecía para cortarla. En la claridad desierta de la galería central resonaban los pasos antes de que pudiera verse de lejos la figura que anunciaban. Venía uno y el otro ya estaba esperando, sintiéndose observado en las salas sin nadie por los personajes de los cuadros, santos y reyes cuyos nombres Judith Biely no conocía, mártires de una religión para ella suntuosa y exótica. Avanzaba uno de los dos por el largo corredor desierto del museo, bajo la luz gris de las claraboyas, y el otro venía al mismo tiempo, recién aparecido en el umbral de una puerta, reconocido en la distancia con un sobresalto del corazón, la mirada aguda y adiestrada en la búsqueda. Llegaba primero Ignacio Abel para estar seguro de que la vería venir. Los hombros anchos, el caminar resuelto y erguido de Judith Biely, la cabeza ligeramente ladeada y el pelo cubriéndole la mitad de la cara: los ojos muy grandes, ya más de cerca, muy separados, los pómulos, los labios finos, entreabiertos en las comisuras, con una sugerencia de expectación, como de una palabra o una sonrisa a punto de formarse, la cara seria y angulosa y sin embargo rápidamente iluminada por un principio de sonrisa, todavía sólo insinuada, como la claridad matinal que se iba volviendo más intensa en el interior de una niebla tenue, la que habían atravesado viniendo al museo por calles distintas. Sola y erguida, soberana, resuelta a entregarse con toda la deliberación de una voluntad que a él le halagaba y que también le daba miedo, porque nunca hasta entonces había tratado con ninguna mujer que fuera tan dueña de su propia vida. Le daba miedo y redoblaba su excitación sexual, nada más verla venir, provocadora en su ligereza, en el aire tan práctico de su ropa y de sus ademanes. En un rincón a salvo de las miradas de los vigilantes se besaban golosamente notando el frío del invierno en la piel, el olor del frío en el aliento y en el pelo, en la ropa de abrigo ligeramente humedecida por la niebla. Erguido y alerta en su penumbra plateada de Las meninas Velázquez era el único testigo de la codicia obscena con que se buscaban debajo de la ropa.
Por las avenidas del Jardín Botánico la vio venir otro día desde lejos escuchando el rumor seco de las hojas caídas que arrastraba el viento y que inundaban el suelo bajo sus pisadas, una mañana muy fría y muy luminosa de principios de diciembre en la que la escarcha plateaba la hierba en las zonas de sombra y el aire tenía relumbres de cristales de hielo. Venía embozada contra el invierno, el ala del sombrero caída sobre la frente, las solapas del abrigo subidas, una bufanda tapándole la barbilla y la boca, mostrando sólo la nariz enrojecida y los ojos brillantes, los pómulos sombreados por el pelo. Quería ir hacia ella pero se quedaba quieto, las manos en los bolsillos del abrigo y el vaho de la respiración delante de la cara, consciente de cada paso que ella daba y de la distancia cada segundo menor que los separaba, de la inminencia del cuerpo apretado contra el suyo, adherido a su vientre bajo la tela del abrigo, las dos manos frías que sujetaban su cara para seguir mirándolo hasta el momento mismo en que cerraba los ojos al besarlo, los dos vahos confundiéndose como las dos salivas. En mitad del día robaban a las obligaciones tesoros inesperados de minutos, espacios en blanco que una llamada de teléfono, una mentira rápida, una carrera en taxi, convertían en el paréntesis siempre demasiado breve de un encuentro. Qué raro que tardaran tanto en empezar a medir lo que les era negado y en no agradecer ya lo que se les concedía, lo que podrían no haber conocido. Si no había tiempo para nada más y la intemperie invernal era demasiado inhóspita compartían un rato de conversación y un café con leche refugiados en cualquier sitio. Las rodillas rozándose, las manos ateridas que se buscaban bajo el mármol de una mesa en uno de esos cafés apartados a los que iban pequeños empleados sin porvenir, jubilados y a veces parejas de amantes tan furtivos como ellos; cafés sin éxito, entre deshabitados y sombríos, en zonas ambiguas de Madrid que no eran céntricas ni pertenecían del todo a los suburbios, en calles urbanizadas hacía no mucho, todavía con filas de árboles muy jóvenes y vallas de solares sin edificar en las que había pegados carteles desleídos de circo o de boxeo o de propaganda política, con paradas finales de líneas de tranvías y esquinas que lindaban con el campo abierto. Había que contarlo todo, que preguntarlo todo, la vida entera de cada uno de los dos hasta ese día de unos meses atrás que era el primero de su memoria común. Sólo había un límite que ninguno de los dos traspasaba, por un acuerdo silencioso que a Judith le parecía en el fondo humillante pero que tardó mucho en romper, quizás cuando ya había caído en la cuenta de que era sobre todo ella quien contaba y quien hacía preguntas: había un límite, como una habitación vedada, un nombre que ninguno de los dos decía, como el hueco de una silueta recortada en el centro de una foto familiar. Ignacio Abel hablaba alguna vez de sus hijos pero nunca de Adela. Qué raro que tardaran tanto no en decir su nombre o su condición —«mi mujer», «tu esposa»— sino en percibir su sombra, en recordar que existía, que mantuvieran durante tanto tiempo la facultad de borrar tan sin rastro desde el momento mismo en que se encontraban la casa y la vida de las que él venía. Judith vivía para él en un mundo invisible al que se llegaba tan instantáneamente como si se pudiera cruzar al otro lado de un espejo en virtud de una llave secreta que sólo él poseía. La llave a veces era un objeto material: se encerraba en su despacho para hablar por teléfono con ella; guardaba bajo llave en su escritorio las cartas y las fotos de Judith; echaba por dentro la llave del cuarto de baño y mientras la silueta de Adela pasaba junto al cristal escarchado de la puerta él estaba duchándose para Judith Biely a la que iba a ver media hora más tarde y bajo el agua caliente y la esponja llena de espuma una erección tenaz y dolorosa anticipaba el encuentro, invocaba el cuerpo de ella entre sus manos en ese cuarto de baño donde Judith nunca entraría. Qué cerca el otro lado, el secreto inviolable, a la distancia de unos pocos minutos, de unos centenares de latidos, la topografía del deseo superpuesta como una lámina transparente a los lugares de la vida diaria. Bajó a la calle y el hijo del portero que le había traído el automóvil del garaje no sabía que estaba siendo su cómplice. Le dio una propina; antes de subir miró hacia arriba y Adela estaba asomada al balcón; miraba cada mañana porque tenía miedo: los pistoleros elegían el momento de salir de casa para atentar contra sus víctimas («pero qué cosas tienes, a quién va a ocurrírsele disparar contra mí»). Condujo hasta la esquina de la calle de Alcalá y dejó el coche estacionado delante de la Peluquería Moderna. La cara que veía en el espejo mientras se inclinaba sobre él un peluquero que lo había recibido con una inclinación y diciendo respetuosamente su nombre era la misma que iba a mirar unos minutos más tarde Judith Biely. Pero nadie más que él sabía eso. El secreto era un tesoro y la cripta y el palacio que lo contenían, la casa inviolable de tiempo en la que sólo Judith y él habitaban. En vez de bajar por Alcalá dio la vuelta y subió por O’Donnell y dejó el auto a una cierta distancia del hotel particular con una alta verja detrás de la cual un jardín con palmeras y setos espesos protegía los postigos tupidos como celosías, pintados de un verde muy fuerte, con lamas practicables que al entreabrirse filtraban una claridad acuática. Para llegar al otro mundo escondido sólo había tenido que conducir unos pocos minutos, cruzar diversas puertas sucesivas, visibles e invisibles, cada una provista de su correspondiente ábrete sésamo. Al cruzar la última de todas Judith Biely ya estaba esperándolo, sentada en un sillón cerca de la cama, junto a una lámpara de cristal azul encendida sobre la mesa de noche, en la penumbra artificial de las nueve de la mañana.
La ebriedad sin culpa se correspondía con una desenvoltura temeraria: al no verse más que a sí mismos actuaban muchas veces tan sin recelo como si nadie más los viera. Iban de noche a bares recónditos cercanos a los grandes hoteles, frecuentados sobre todo por extranjeros y por señoritos noctámbulos que difícilmente habrían reconocido a Ignacio Abel; en el cabaret del hotel Palace, sentados muy juntos al amparo de una media luz rojiza, bebían combinaciones exóticas que les dejaban un sabor dulzón en los labios y conversaban en español y en inglés mientras en la pista muy estrecha bailaban las parejas siguiendo el ritmo convulso de una pequeña orquesta de músicos negros. En una mesa próxima reía a carcajadas entre el coro de sus amigos el poeta García Lorca, su cara ancha y campesina brillando de sudor. Ignacio Abel nunca había estado en esa clase de lugares: ni siquiera había sabido que existieran. Con aprensión de hombre celoso veía la desenvoltura con que se movía Judith Biely entre aquella gente inusitada a la que en realidad se parecía mucho más que a él: americanos e ingleses, sobre todo, hombres y mujeres jóvenes unidos por una rara camaradería igualitaria y una resistencia semejante al alcohol, transeúntes por Europa que se enredaban y se desenredaban entre sí tan livianamente como pasaban de un país a otro, de una lengua a otra, discutiendo con el mismo calor sobre las expectativas del Frente Popular en Francia que sobre una película soviética, mencionando a gritos nombres de escritores que para Ignacio Abel siempre eran desconocidos, y acerca de los cuales Judith Biely tendía a sostener opiniones pasionales. Con orgullo y con un miedo nebuloso de perderla la veía defender gallardamente a Roosevelt contra un americano algo borracho que lo había llamado comunista encubierto, imitador de los planes quinquenales: tan deseable, tan suya cuando se le entregaba, también existía plenamente fuera de él, resplandecía ante otros que a él no lo veían, un español de cierta edad y vestido de oscuro, extranjero en ese país políglota de fronteras fluidas y normas ambiguas en el que ellos habitaban, y del que Madrid no era mucho más que una estación de paso. Entre ellos Ignacio Abel observaba a veces a hombres con las cejas depiladas y colorete suave en los pómulos y a mujeres vestidas de hombres y le parecía que estaba viviendo una versión corregida de sus tiempos en Alemania.
Pretextaba con soltura y sin remordimiento un compromiso tardío o un exceso de trabajo para volver más tarde a casa y cuando colgaba el teléfono se olvidaba en seguida del matiz de desganada incredulidad que había en la voz de Adela. Con Judith Biely todo estaba sucediéndole siempre por primera vez, la exaltación de que la noche empezara a la hora en que no mucho tiempo atrás él ya se resignaba a la somnolencia doméstica, el sabor de su boca o la densa dulzura de ir entrando en ella o la gratitud y la sorpresa de sentir cómo su cuerpo se tensaba igual que un arco cuando se corría, con un abandono generoso que no se parecía a nada de lo que él hubiera conocido en su pobre experiencia del amor de las mujeres, y en el que a veces, como quien se agita y habla en sueños, Judith murmuraba palabras en inglés que él no comprendía y que por eso eran todavía más excitantes. Guiado por ella descubría mundos y vidas que nunca había imaginado en una ciudad que era la suya y sin embargo se le volvía prometedora y desconocida las noches en que gracias a una mentira la exploraba a su lado (la mentira aún no los manchaba; entre la vida antigua y la que llevaba con ella no había zonas de sombra, ni puntos de fricción; pasaba de la una a la otra con la misma ligereza con que saltaba de un tranvía un poco antes de que se detuviera, ajustándose la americana o el sombrero, guiñando acaso los ojos para adaptarlos a la abundancia súbita de sol). Pero también él era el mismo que había sido siempre y el que volvería a ser al cabo de unas horas o a la mañana siguiente (el desayuno en la mesa del comedor, con los hijos ya preparados para ir a la escuela: la agitación de las máquinas de escribir y los timbres de teléfono en la oficina técnica de la Ciudad Universitaria, los planos sobre los tableros, las cuadrillas de hombres hormigueando entre andamios y zanjas, subiendo en las grúas hacia las terrazas de los edificios ya a punto de concluirse) y sin embargo era otro, más joven, pasional y aturdido, no del todo responsable de sus actos, a los que a veces asistía como si se mirara desde fuera, con un fondo de alarma, dejándose llevar por un impulso al que no quería resistirse. Bajaba de la mano de Judith por escaleras estrechas hacia sótanos llenos de música y humo, habitados por caras pálidas en una penumbra verdosa, azulada y rojiza, en un Madrid sumergido del que no quedaban rastros a la luz del día, y al que se accedía cruzando puertas hostiles al que no conociera su secreto, pasadizos tan poco iluminados que se habría perdido en ellos si no lo guiara Judith Biely. Él había sido uno de esos hombres diurnos a los que cada vez les va anocheciendo más temprano en sus vidas: el regreso a casa después del trabajo, la llave en la cerradura y las voces y los olores familiares viniendo a acogerlo desde el fondo del pasillo, la cena en torno a la mesa, las cabezas inclinadas sobre los platos, bajo la luz de la lámpara, la somnolencia de la conversación punteada por sonidos domésticos, el leve chirrido de las puntas de un tenedor sobre la porcelana, una cucharilla contra el cristal de un vaso. Desde la ventana de su dormitorio conyugal Madrid era un país remoto con luces encendidas que se perdían en la distancia, del que le llegaban a veces, en el silencio y el insomnio, ráfagas de carcajadas de noctámbulos, motores de automóviles, las palmadas y los golpes del chuzo del sereno contra los adoquines de la calle. Ahora, algunas veces, la noche se dilataba ante él como esos paisajes despejados que se dominan en los sueños, le revelaba laberintos que se extendían por debajo o al otro lado de la ciudad que había conocido siempre igual que los túneles del metro y que las galerías de las conducciones subterráneas. Una simple mentira era el ábrete sésamo que le entreabría el paraíso sin culpa de un Madrid más suyo y más extranjero que nunca, en el que la presencia de Judith Biely caminando de su brazo le otorgaba un derecho inédito de ciudadanía. Le bastaba beber muy poco (o ni siquiera eso, tan sólo respirar el aire húmedo y frío de la noche, mirando las constelaciones de los letreros luminosos, su reflejo en las carrocerías de los automóviles) para adquirir un mareo risueño, igual que no necesitaba más que una cierta mirada o el roce de su mano o su simple cercanía para que se le despertara el deseo. En esos lugares la luz siempre era más tenue, las caras más pálidas, las cabelleras más brillantes, las voces con frecuencia extranjeras. La excitación sexual y el alcohol lo volvían todo más borroso, las cosas fluían con el ritmo rápido y quebrado de la música. Judith llamaba a una puerta en un piso con escalera de mármol en la calle Velázquez y nada más entrar ya se sumergían en un espacio oscuro cruzado por sombras en el que flotaba un rumor de conversaciones en inglés y un humo de aroma resinoso, y en el que las brasas de los cigarrillos iluminaban caras jóvenes que parecían asentir siguiendo las pulsaciones de la música que ya estaban escuchando antes de que se abriera la puerta. En el reservado de una taberna flamenca taconeaba bajo una luz turbia una mujer muy pintada que vista más de cerca se convertía en un hombre. Bajo las bóvedas de ladrillo desnudo de un bar americano instalado en un sótano a las espaldas de la Gran Vía (un farol en forma de búho rojo intermitente alumbraba la puerta) vio con alarma que Judith Biely se abrazaba a un desconocido de cabeza afeitada y smoking reluciente que era Philip Van Doren. Le decía algo pero la música era demasiado estridente; los golpes de tambor tan secos y veloces como el taconeo sobre la tarima de la taberna flamenca: Ignacio Abel sintió la mano de Judith apretando la suya en una afirmación visible y orgullosa de su amor por él. «Espero que haya tomado usted ya su decisión», le dijo Van Doren cerca del oído, y Abel tardó un poco en comprender que se refería no a Judith sino a la invitación a viajar a Burton College. Van Doren miraba de soslayo las dos manos apretadas, el gesto audaz de Ignacio Abel al abrazar luego a Judith por la cintura. Sonreía, aprobadoramente, con un aire de conspirador o de experto en la flaqueza humana complacido por el éxito de sus predicciones. Les pedía que se unieran a la mesa de sus invitados; llamaba a un camarero con el gesto desapegado y terminante que dedicaría a su ayuda de cámara. «Qué alegría verlo, profesor, me da usted envidia. En este tiempo se ha vuelto más joven. ¿Será por las expectativas de victoria electoral de sus compañeros socialistas?». Ignacio Abel temía de pronto, borrosamente, que Judith hubiera sido amante de Van Doren; que se siguieran viendo todavía. La falta de costumbre de la bebida y de los celos le daba una suspicacia inepta: ¿no había algo de burla en esa sonrisa aprobadora, algo de condescendencia? Judith y Van Doren hablaban en inglés y había demasiado ruido para que él pudiera entenderlos: miraba los labios de ella moviéndose, curvándose para chupar un cigarrillo, que Van Doren había encendido con un mechero plano y dorado. El alcohol lo mareaba tanto como la música y las voces en el agobio del techo tan bajo, como las caras demasiado próximas de los desconocidos que se movían a codazos para acercarse a la barra. Le faltaba el aire y temía que Judith le fuera arrebatada. Alguien le hablaba muy alto y a pesar de eso él no llegaba a oírlo: un pelirrojo con gafas del grupo de Van Doren, un secretario de la embajada americana que un momento antes le había entregado su tarjeta, y que se empeñaba absurdamente en mantener una conversación formal. «¿Cree usted, profesor, que el Frente Popular tiene alguna posibilidad de ganar las elecciones?». Respondía cualquier cosa mirando más allá de él: sin soltar la copa ni el cigarrillo Judith bailaba con Van Doren en la pista diminuta, el uno frente al otro, con gestos idénticos, como una figura rápida y su repetición en un espejo. El pelo revuelto le tapaba a ella la mitad de la cara, el vuelo de la falda descubría sus rodillas bruñidas por las medias de seda. El secretario impávido estaba diciendo algo sobre las reacciones diplomáticas del gobierno español ante la ocupación italiana de Abisinia. Ignacio Abel miraba bailar a Judith Biely muerto de deseo y de secreto orgullo y celoso de Van Doren y de cada uno de los hombres que se volvían hacia ella. La Sociedad de Naciones mostraba una vez más su lamentable irrelevancia, decía lúgubremente el secretario. La trompeta y el saxofón le herían los tímpanos. ¿Pensaba él que había verdadero peligro en España de un nuevo levantamiento revolucionario como el de Asturias, más violento y mejor preparado esta vez y quizás con más probabilidades de éxito? Al girar Judith sobre sí misma guiada por Van Doren se le había levantado la falda revelando brevemente los muslos. Y si las elecciones del próximo febrero las ganaban las izquierdas, como parecía posible, ¿no se produciría un golpe militar? Los redobles de tambor y el chasquido metálico de los platillos percutían en la concavidad de su cabeza. El gobierno de los Estados Unidos vería con agrado la formación en España de una mayoría parlamentaria estable, fuese cual fuese su signo político. Un redoble final y un aplauso concluyeron el baile. Inmune a las distracciones exteriores el secretario pelirrojo de la embajada, limpiándose el sudor de la frente, se interesaba ahora por el progreso de las obras en la Ciudad Universitaria. Ignacio Abel le explicaba algo sin poner atención a lo que decía ni disimular su vigilancia. Con la cara brillante de sudor y la melena despeinada Judith Biely venía hacia él y lo miraba como si no hubiera nadie en torno a ellos, tan sólo sombras que se apartaban para abrirle paso.
Viniendo hacia él la recordaba siempre, con más claridad aún cuando estuvo seguro de que no volvería a verla. La imaginaba, la veía viniendo, desde el fondo del pasillo en el tren, desde la puerta del baño en la habitación en casa de Madame Mathilde, los hombros hacia atrás, la cabeza ladeada, una mano apartando el pelo de la cara, desde el punto de fuga al fondo de la sala en el Museo del Prado, desde la puerta giratoria de un café: cada lugar era el espacio al fondo del cual ella aparecía, su visión recordada, o anticipada, o del todo imposible, o en los lugares en los que nunca había estado, Judith Biely en el pasillo de la casa de Madrid que había ido siendo ganada por la soledad y el desorden a lo largo del verano, en el tiempo convulso para el que aún no se usaba la palabra guerra. Judith perfilada contra el ventanal del salón de actos de la Residencia de Estudiantes, donde la había visto por primera vez hacía menos de un año, el salón con el piano ahora arrinconado y cubierto porque casi todo el espacio estaba ocupado por los colchones y las camas de un hospital, el suelo de tarima reluciente sobre el que ella había caminado con su redoble de tacones. Se le acercaba desde lejos y él la veía venir sin moverse, pasivo en su espera, ansioso, concentrado en su deseo, en la codicia de sus ojos, sentado en el diván de un café al que había llegado con mucha anticipación no sólo por la impaciencia de estar con ella sino también porque le gustaba tanto verla aparecer, entrando de la calle, delgada y extranjera, desorientada por la penumbra, sus ojos todavía acostumbrados a la claridad exterior, y él pensando, diciéndole cuando se puso en pie caballerosamente para recibirla, con su cortesía anticuada de hombre mayor que ella, «Nunca me canso de mirarte».
El Madrid que veían cuando se buscaban o cuando estaban juntos era sólo parcialmente la misma ciudad en la que habría vivido cada uno si no hubieran llegado a encontrarse. Antes de venir Madrid había sido una capital de la imaginación para Judith Biely, resplandeciente de promesas y de literatura, la ciudad de los libros y la de un idioma del que se había enamorado con ese amor incondicional de las personas fantasiosas por lenguas que no son las suyas y por países en los que no han estado nunca: para Ignacio Abel Madrid era el escenario desastrado en el que había vivido con desgana desde que nació y hacia el que sentía una mezcla incómoda de irritación y ternura; quería irse de Madrid y a ser posible de España: con la misma vehemencia quería empeñarse en proyectos de invención urbana que a pesar del cansancio, del gradual escepticismo, del acomodamiento a una vida burguesa en la que se había ido instalando sin darse mucha cuenta, seguían alimentándose en su alma con un impulso de justicia social, de hermoseamiento del mundo y de las vidas comunes. La ciudad que Judith Biely había imaginado estudiando mapas y fotografías y leyendo a Galdós en la universidad con la misma pasión con que había leído a Washington Irving en sus años escolares se entrecruzaba con la que Ignacio Abel descubría de nuevo porque estaba enseñándosela a ella y porque ahora la miraba a través de sus ojos asombrados. Pensaba en sí mismo cuando llegó a Alemania: en la parte de celebración que tenían entonces para él los actos más triviales, comprar un periódico y leerlo laboriosamente en un café, cruzar unas palabras corteses con la dueña de su pensión; en la permanente alegría de aprender algo nuevo, una palabra o un giro en alemán, un secreto del arte del dibujo o de la geometría explicado por Paul Klee, la maravilla racional de un objeto común revelada de pronto entre las manos del profesor Rossman. Comprendía la pasión española de Judith Biely acordándose de quién había sido; queriendo recobrar esa parte de él mismo cancelada más de diez años atrás en la que estaban contenidas las mejores posibilidades de su alma, aletargadas poco a poco desde su regreso. La intensidad de su deseo por Judith le devolvía el entusiasmo que lo había sostenido durante los tiempos de Alemania: el imán de una expectación permanente, la sensación de tener por delante algo tangible y a la vez ilimitado, de asomarse de nuevo a una ancha ventana de su vida que después se cerró. Comprendía a Judith sin que tuviera que explicarse: tan libre en Madrid de la gravitación del pasado como lo estuvo él en Berlín y en Weimar, el presente cobraba para ella una deslumbrante cualidad sensorial. Acaba de cumplir los mismos años que tenía él cuando se marchó a Alemania: la rejuvenecían aún más el amor y el deseo de saber. Contagiado por ella Ignacio Abel percibía ahora de otro modo la textura y la densidad de la vida en los lugares de siempre, incitado por la metódica vocación de aprendizaje con que Judith salía cada mañana a la calle, dispuesta a amar las cosas tal como las veía, limpias de sombras de pasado, de las pesadumbres del recuerdo, asociadas de un modo u otro a su amor por él. Madrid era el presente gozoso en el que también ella se aligeraba de casi todo el peso de su identidad personal: era, aparte de las horas que dedicaba a sus estudiantes, lo que Ignacio Abel veía en ella, lo que ella misma le contaba, y lo era más aún porque al oírse a sí misma hablando en español experimentaba el alivio de convertirse en parte en una persona nueva, de haberse desprendido temporalmente no sólo de su idioma de siempre sino de su antigua existencia. Inmune todavía al recelo y a la culpa, en un estado que después no supo si había sido de inocencia o de insensatez —agradecía que hubiera durado tanto al mismo tiempo que se reprochaba el dolor infligido, la sórdida complicidad en el engaño, ella tan recta siempre hasta entonces, su conciencia tan limpia—, asistía a su propia vida en otro país y en otra lengua como a una novela; como a la inmersión en el libro que siempre estaba a punto de romper a escribir: como cuando era adolescente y dejaba de leer o salía del cine y continuaba habitando en el interior de la ficción que tan poderosamente la había hechizado. Lo que le ocurría en esa otra existencia era real y no soñado pero igual que los acontecimientos de una película no tenía consecuencias en el mundo exterior ni se regia por sus normas. Andar por esta ciudad donde no la conocía nadie y donde nada estaba asociado a su memoria, encontrarse clandestinamente en ella con un amante al que nunca estaba segura de si volvería a ver, eran actos que pertenecían a un orden de las cosas tan distante de su vida en América como los episodios de una novela: una novela que iba sucediendo sin que nadie la escribiera y de la que ella misma era la protagonista y también la única lectora; una película proyectada en un cine en el que no había más espectadores que ella, y que mientras duraba la absorbía tanto que cancelaba lo que parecía imposible que siguiera existiendo, la luz hiriente del día, la intemperie hostil del mundo exterior.
Pero era una mujer práctica aunque amara tanto las películas y las novelas, aunque tan voluntariosamente se dejara seducir por su engaño. Habría un despertar igual que habría un regreso, pero por ahora, deliberadamente, mantenía el porvenir en suspenso. Una película no dura siempre, una canción se acaba en unos pocos minutos, una novela llega a la última página y uno levanta los ojos de ella y los tiene húmedos de lágrimas, y una congoja del todo real le oprime la garganta. Qué raro que tardara tanto tiempo en rebelarse contra la aceptación del previsible final, que le bastara una vida tan limitada y en suspenso como las dos horas que se pasan en la oscuridad del cine. Saber que una novela sucede en otras dimensiones del espacio y del tiempo no priva a nadie del deleite de sumergirse en ella. Tal vez porque Madrid había sido durante tantos años una ciudad de la literatura a Judith Biely le costaba muy poco concederse la indulgencia de vivir temporalmente en el interior de algo que se parecía a una novela. No habría un precio que pagar, un daño del que arrepentirse, una desgarradura de dolorosa y larga curación. En las novelas los personajes descubren la amargura y son engañados y lo pierden todo y mueren y sin embargo se cierra el libro y es como si nunca hubieran existido y se vuelve a abrir por la primera página y están vivos de nuevo, intactos en su juventud y en su disposición de felicidad y coraje. Porque en las cartas copiosas que seguía escribiendo a su madre no había ninguna referencia a su vida secreta era como si ésta no existiera del todo, o no pudiera tener consecuencias.
En Madrid las novelas se parecían más a la verdad. Judith Biely asistía a las clases del profesor Salinas sobre Fortunata y Jacinta (para llegar a la Facultad de Filosofía y Letras, inacabada y tan activa, tenía que pasar bajo los ventanales de la oficina técnica de la Ciudad Universitaria) y los nombres de lugares que en sus lecturas anteriores le habían parecido tan improbables y fantásticos ahora los encontraba en los mapas del metro y en los letreros de las esquinas de las calles. Iba leyendo en el tranvía y al bajarse en la Puerta del Sol y dar sólo unos pocos pasos ya estaba en el corazón de la novela. El recorrido del tranvía, la caminata, el tumulto de la calle, le daban una felicidad terrenal que le iluminaba el libro y se confundía con la exaltación de la literatura. La calle de Postas, la plaza de Santa Cruz, la plaza de Pontejos, increíblemente existían, con la misma magnificencia que la Alhambra de Washington Irving y que las llanuras manchegas por las que había viajado John Dos Passos buscando el rastro fabuloso de don Quijote. En la plaza de Pontejos había un ir y venir de camionetas de la Guardia de Asalto, de policías con botas altas y uniformes azules de botonadura dorada. Carteles electorales pegados los unos sobre los otros cubrían las paredes y llegaban casi hasta la altura de los primeros balcones, con su dramatismo caótico de tipografías, iniciales e insignias de partidos políticos. Reconocía las sombrías tiendas de tejidos y de imágenes de santos y objetos de culto de la novela, el clamor de los vendedores ambulantes bajo las arcadas de la plaza Mayor, en uno de cuyos ángulos buscó la farmacia por la que tenía su entrada la casa en la que vivía Fortunata. Por la calle Toledo seguía los pasos del charlatán Estupiñá: al pie del contrafuerte de granito del arco de Cuchilleros leyó la descripción de la llegada de Juanito Santa Cruz a la casa de vecindad donde estaba a punto de ver a la muchacha que iba a cambiar el curso de su vida. Mujeres jóvenes tan hermosas como ella pregonaban con voces agudas las cosas que vendían en sus puestos callejeros: muy morenas, con ojos tan oscuros y caras tan carnales como las de las santas de Velázquez y Zurbarán en los cuadros del Prado, despeinadas, con anchas faldas negras y chales sobre los hombros, algunas sentadas en un escalón y mostrando con desenvoltura el pecho hinchado y blanco del que mamaba un niño de cara roja y redonda y risueña somnolencia en los párpados. Madrid se volvía suburbial y campesino: un olor a esparto y a cuero salía de hondos almacenes de herramientas agrícolas y aparejos para animales cuyos nombres Judith Biely ni siquiera imaginaba. Martillazos y humaredas de metales sumergidos en agua le llegaban desde la boca oscura de una herrería en cuyo interior resplandecían ascuas y puntas de acero candentes iguales a las que había visto en un cuadro de Velázquez en el Prado. Autobuses con campesinos de caras sombrías en las ventanillas se cruzaban con carretones tirados por mulas a las que golpeaban sin misericordia con los látigos arrieros cubiertos con chaquetones de piel de oveja que gritaban obscenidades y silbaban a los animales sin quitarse la colilla ensalivada de la boca. Relinchos, cascos de mulos y caballos, pregones de vendedores ambulantes, bocinas de camionetas que no lograban abrirse paso entre el desorden de los coches y de los animales y los carros, melopeas de ciegos que cantaban romances en las puertas de las tabernas, coplas flamencas y anuncios saliendo a todo volumen de los aparatos de radio, niños pelones y descalzos que se disputaban a puñetazos una colilla o el céntimo de una limosna rodando por el suelo entre las patas de los animales. De pronto irrumpió un coche con dos altavoces sobre el techo en los que sonaba La Internacional y el aire se llenó de octavillas que flotaban agitadas en el viento como una invasión de mariposas blancas, ¡MADRILEÑOS, VOTAD LAS CANDIDATURAS DEL FRENTE POPULAR! El himno se interrumpió para dejar paso a una voz enronquecida y entusiasta que retumbaba con una deficiente amplificación metálica sobre el estrépito de la calle: POR LA LIBERTAD DE LOS HEROES DE OCTUBRE INICUAMENTE ENCARCELADOS. POR EL CASTIGO DE LOS VERDUGOS DE ASTURIAS, POR LA REFORMA AGRARIA, POR EL TRIUNFO DEL PUEBLO TRABAJADOR. Atenta a todo, extranjera, observada sin disimulo, con la cabeza descubierta y la novela bajo el brazo, Judith Biely descubría Madrid y se remontaba en la memoria a las calles de Nueva York en las que había crecido: tan lejos, al otro lado del océano, a una distancia todavía más irreparable en el tiempo, reconocía olores y cadencias de gritos, la densidad menesterosa de las vidas humanas, el olor a estiércol y a fruta podrida y a frituras de grasas, a arneses sudados de caballos, la yuxtaposición de voces, de letreros, de comercios y oficios, el desasosiego de sobrevivir, quizás aquí menos angustioso, igual que no era tan irrespirable el hacinamiento de la gente, quizás porque el clima era mucho más benévolo: los cascos de los animales y las ruedas de los carros y de los automóviles no se hundían aquí en el cieno grisáceo de una nieve manchada de motas de hollín, el viento helado no batía las esquinas en cuanto el sol se ocultaba.
Transitaba una ciudad populosa y real y la trama y la materia de una novela y también la parte más antigua de la memoria del hombre que amaba: en esa tarde de febrero Judith caminaba llevada por su disposición de felicidad en el tiempo y en la literatura, en las mismas calles en las que su amante había sido un niño del final de otro siglo, en una ciudad de tranvías de mulas y faroles de gas. De algún modo en el libro que tenía que escribir estaría también la resonancia de esa memoria que sin pertenecerle le resultaba tan íntima. Hubiera querido ir caminando con él y hacerle preguntas: veía al fondo la entrada a la plaza Mayor por el arco de Cuchilleros y recordaba que el hombre le había dicho que se guiaba por él para no perderse las primeras veces que iba solo a la escuela, un niño no muy distinto a los que ahora veía jugando en la calle, con mandilones grises y alpargatas y cabezas peladas, con bufandas y boinas y caras rojas por el frío, acercándose a ella para pedirle algo, atraídos por su aire extranjero, como los hombres que se la quedaban mirando y murmuraban en voz baja cosas que no entendía cuando pasaba apresurando el paso junto a las puertas de las tabernas. Paladeaba los nombres de las calles pronunciándolos en voz baja para ejercitar su español, y subrayándolos en las páginas de la novela: Ignacio Abel luego se sorprendía de que Judith hubiera encontrado tanta belleza en ellos, y la apreciaba él mismo, extrañado de su descubrimiento, incómodo cuando ella insistía demasiado en preguntarle cosas que él había olvidado hacía mucho tiempo: cuál era el número exacto de la casa en la que había trabajado de portera su madre, dónde estaba la ventana o más bien la tronera por la que entraba una perpetua claridad gris al sótano donde él estudiaba encarnizadamente a la luz de una lámpara de petróleo, escuchando muy cerca los pasos de la gente en la acera y los cascos de los caballos contra el adoquinado, donde una vez se habían detenido las ruedas del carro en el que traían muerto a su padre. «A mí no me gustan las cosas que fueron», le había dicho él, «sino las cosas que serán». Era muy torpe o muy desganado recordando: lo que excitaba su imaginación era lo que tenía delante de los ojos o lo que aún no existía. No le preguntaba a Judith por su pasado para no tener que imaginar que había conocido a otros hombres. Del suyo sólo rememoraba ante ella su primer viaje por Europa y el año entero que pasó en Alemania, el baúl lleno de libros y revistas que trajo al regreso, y del que aún se alimentaba. «Como tú ahora en Madrid; casi tan joven como tú.» No fue él quien le habló de las dos obras que había construido en su barrio en los últimos años, y que le deparaban un orgullo demasiado íntimo como para degradarlo manifestándolo en voz alta, envaneciéndose. Fue Philip Van Doren, de quien él tanto desconfiaba, sintiéndose observado, juzgado por unos ojos en los que brillaba una inteligencia a la vez apasionada y fría que para él era inquietante, porque no podía comprenderla, la inteligencia de quien sabe que posee dinero suficiente para comprarlo todo y tal vez imagina que puede controlar desde lejos las vidas de los otros: la suya, la de Judith. Fue Philip Van Doren quien le mostró a Judith las fotos de la escuela nacional y del mercado diseñados por Ignacio Abel para el mismo barrio en el que había nacido. Buscó esa tarde los dos edificios con el mismo celo con que seguía el rastro de los personajes de Galdós. Cada uno imponía su presencia de una manera distinta, apareciendo de repente en una plaza o a la vuelta de una esquina, singulares y a la vez confundidos con las casas de vecindad, con las filas modestas de balcones y el horizonte de tejados. La escuela era todo ángulos rectos y ventanales muy grandes: los niños uniformados con mandilones azules salían en riadas cuando ella se detuvo delante de la fachada, imaginando el cuidado con el que Ignacio Abel habría elegido el color exacto del ladrillo, la tipografía del rótulo tallado en piedra blanca sobre la puerta de entrada, REPÚBLICA ESPAÑOLA. ESCUELA NACIONAL MIXTA «PÉREZ GALDÓS». La cubierta de hormigón del mercado se plegaba hacia arriba como un gran animal que emerge vigorosamente del agua, como una ola inmóvil rompiendo contra los aleros próximos, contra las tejas pardas, las buhardillas y las chimeneas, como una proa alzándose. Lo reconoció a él igual que lo reconocía en los rasgos bruscos de su escritura, en la turbulencia que estaba siempre dominada y oculta bajo sus modales tan correctos, bajo su actitud abrumadora de formalidad; en la impaciencia sedienta con que la desnudaba en cuanto se quedaban solos y la besaba y la mordía, indagaba en ella tan fervorosamente con su mirada como con sus dedos y sus labios. Ángulos rectos, ventanales anchos, hormigón y ladrillo ya castigados y ennoblecidos por la intemperie, tensiones masivas que se sostenían sobre la ligereza de una clave matemática, sobre la pura fuerza de la gravedad y la solidez de los cimientos clavados en la tierra: donde otros veían un mercado lleno de gente y clamoroso de voces, manchado de desperdicios, ocupado por montañas de hortalizas y animales despiezados que rezumaban sangre sobre los mostradores de azulejos blancos, bajo la luz hiriente de las lámparas eléctricas, ella encontraba una confesión personal, las líneas ocultas de un autorretrato.
Sin que se diera cuenta se había hecho de noche. Las últimas puertas del mercado se cerraban con un estruendo de cortinas metálicas. En el suelo resbaladizo de frutas podridas y restos de pescado resaltaba la tipografía erizada de símbolos y signos de admiración de las octavillas políticas. Se había desorientado y caminaba por una calle estrecha en la que no había más claridad que una bombilla débil en la última esquina. Con la cabeza erguida y la mirada al frente cruzó la mancha de sucia luz eléctrica de una taberna de donde surgía un olor de vino agrio y penumbra húmeda y un vago rumor de conversaciones de borrachos. La rozó una sombra al mismo tiempo que un aliento hediondo. Una bronca voz arrastrada y masculina le dijo algo que ella no entendía, pero que le hizo instintivamente caminar más deprisa. A su espalda, muy cerca, alguien la llamaba, unos pasos doblaban los suyos. Una mujer sola y joven, con tacones, con la cabeza descubierta, extranjera: vulnerable, perdida, apresuró el paso y la sombra que la seguía se quedó rezagada y la voz soltó una interjección despectiva, pero un momento después los pasos se acercaron, y con ellos el aliento y las sucias palabras murmuradas, que la asustaban y la ofendían más porque en su aturdimiento no las comprendía, aterrada y sola en una ciudad extraña que de repente se le había vuelto hostil, puertas cerradas a lo largo de la calle y detrás de la claridad inaccesible de las ventanas tapadas con postigos y visillos sonidos domésticos de conversaciones, de cubiertos y vasos en la hora de la cena. Hubiera querido echar a correr pero las piernas le pesaban igual que en los sueños: si intentaba escapar estaría reconociendo la proximidad del peligro, irritaría a su perseguidor, ganándose la desgracia, el espanto del daño físico, de la vejación inconcebible. Una sombra o tal vez dos sombras, ahora ya no estaba segura, unos pasos a su derecha y otros a su izquierda, como para evitar que huyera, un roce que le provocaba un encogimiento de asco, de rabia ante la insolencia impune, ante la cacería sexual: podía volverse y hacer frente gritando insultos, podía reclamar ayuda a las puertas cerradas y a las ventanas tamizadas de visillos. Si él viniera, si lo viera aparecer al fondo de la calle, su silueta alta y firme contra la luz de la esquina, los brazos abiertos que le ofrecían su refugio y la envolvían en caricias al principio tan temerosas, como incrédulas, las caricias de un hombre que agradece el amor y no acaba de comprender que se le haya concedido. Estaban borrachos, se les notaba en el aliento, en la blandura chulesca de las voces. El alcohol los hacía temerarios y los debilitaba. Más allá de la esquina la calle se ensanchaba en una plazoleta: al otro lado vio los ventanales de un café escarchados de vaho. Una mano áspera le apretó el brazo, la voz beoda se le acercó tanto al oído que notó en el cuello un roce húmedo de aliento o de saliva. Se desprendió de un manotazo sin mirar hacia atrás y cruzó la calle corriendo, eludiendo un golpe frío de viento y el claxon de un coche que no había visto venir. En el interior del café la envolvió el aire espeso de voces y de humo. Miradas masculinas se detenían en ella, las notaba en su espalda y su nuca según avanzaba hacia el fondo, hacia el arco tapado por una cortina detrás de la cual estarían el lavabo y la cabina del teléfono. Se sabía de memoria el número de la casa de él pero no lo había usado nunca. Pidió una ficha, sin disimular la urgencia, el sofoco de haber huido, la crudeza del miedo. Lo imaginó en el interior de su otra vida, como si pasara por una calle oscura y mirara hacia una ventana ancha y alta en la que sucedía en silencio una escena doméstica. No iba a salir del café hasta que él no viniera a buscarla: no iba ni siquiera a abandonar la protección de la cabina del teléfono. Impaciente, tamborileando en el cristal con las uñas, queriendo recuperar el aliento, escuchaba en el auricular la señal de llamada. Descolgaron y Judith se contuvo justo cuando iba a decir el nombre de él: en silencio, con el auricular en la mano, conteniendo el aliento, como si de pronto se viera escondida detrás de una cortina, escuchó una voz intrigada que preguntaba quién era, la voz de Adela, que sólo había oído una vez, mucho tiempo atrás y hacía sólo unos meses, al principio de todo, la voz de una mujer entristecida y madura a la que había visto en la Residencia de Estudiantes.