Cuando sus hijos eran pequeños a Ignacio Abel le gustaba hacerles dibujos, maquetas y recortables de casas, de automóviles, de animales, de árboles, de barcos. Empezaba por dibujar un perro diminuto en un ángulo de la cartulina del cuaderno y junto al perro surgía una farola como una flor muy alta y cerca de ella una ventana a partir de la cual cobraba forma la casa entera, y por encima del tejado con su chimenea junto a la que se perfilaba un gato aparecía la luna como una tajada de melón. Lita y Miguel miraban aquellas apariciones prodigiosas acercando mucho las caras al cuaderno, los codos sobre la mesa, arrimándose tanto a él que apenas le dejaban espacio para seguir dibujando, compitiendo por su cercanía, de la que disfrutaban raramente, pues les estaba casi siempre vedado el espacio que ocupaban los adultos en la casa. Vivían en el dormitorio compartido que era también cuarto de estudio y de juegos y en las habitaciones traseras donde reinaban las criadas, y en las que no se cumplían las severas normas de silencio o de cosas dichas en voz baja a las que había que someterse en cuanto se entraba en el territorio de los mayores: en la cocina, en el cuarto de la plancha, donde a Miguel se le iban las horas muertas, las criadas hablaban a gritos y la radio sonaba todo el día, y por la ventana que daba a un patio interior venían las voces de las muchachas de servicio de las otras viviendas y las canciones estridentes y los anuncios de la radio que todas escuchaban. Se llamaban entre sí, arrastrando las voces, con un acento que Miguel imitaba con suma destreza, aunque procurando que no lo oyera su padre. En el resto de la casa había que cerrar y abrir las puertas con mucho cuidado, que pisar sin hacer ruido, sobre todo en la cercanía del despacho del padre o del dormitorio al que tantas veces la madre se retiraba a lo largo del día, con las cortinas echadas, con interminables dolores de cabeza o dolencias más vagas que pocas veces recibían nombre preciso o eran tan graves como para exigir la presencia del médico. En la cocina las voces de las criadas y las de la radio se mezclaban con los borbotones y los chisporroteos y las vaharadas de humo que venían de los fogones, y en la puerta de servicio aparecían con frecuencia personajes pintorescos o estrambóticos, repartidores de las tiendas, vendedores ambulantes con caras oscuras y ásperas ropas rurales, cargados con quesos, con tarros de miel, a veces con pollos o conejos que se revolvían cabeza abajo con las patas atadas. Pero la puerta que separaba la zona de servicio del resto de la casa tenía que estar siempre cerrada, y a los niños, sobre todo a Miguel, que tenía una idea más confusa de su lugar en el mundo, les fascinaba esa frontera rigurosa establecida en el interior de la casa, a través de la cual sólo ellos dos se movían libremente: cambiaban no sólo las caras y los sonidos, sino también los acentos, y hasta los olores, los olores de las cosas y los de las personas: a un lado olía a aceite, a comida, a pescado, a la sangre de un pollo o de un conejo recién sacrificado, al sudor de las criadas, tan fuerte mientras estaban trabajando como el de los repartidores que subían a pie los cinco pisos de la escalera de servicio; en el otro olía al jabón de lavanda con el que su madre se lavaba las manos y a la colonia de su padre, al barniz en los muebles, a los cigarrillos rubios que a veces fumaban las visitas.
Según se iba haciendo mayor, la niña, observaba Miguel, se aventuraba cada vez menos más allá de frontera, en gran parte por mantenerse fiel al personaje de señorita distinguida y un poco intelectual que había inventado para sí misma y que representaba con tanto éxito que sólo él parecía darse cuenta de su visible impostura. En vez de las coplas flamencas de celos y crímenes y ojazos negros que sonaban en la radio de la cocina —y que Miguel interpretaba a solas delante del espejo en su dormitorio, imitando unas veces los gestos de Miguel de Molina y otras los de Carmen Amaya—, ahora Lita se sentaba con la espalda recta en una silla del salón para escuchar junto a su madre las transmisiones sinfónicas de Unión Radio. Mientras Miguel leía subyugado los seriales sobre artistas de cine y los anuncios de conjuros y remedios astrológicos de las revistas baratas que compraban las criadas (El AMOR y la SUERTE los puede usted lograr GRATUITAMENTE con la posesión de la misteriosa FLOR IRRADIANTE preparada conforme a los ritos milenarios del PAMIR y los inmutables principios astrológicos de los MAGOS DE ORIENTE), Lita leía novelas de Julio Verne sabiendo que así ganaba la aprobación de su padre y fingía emocionarse interpretando delante de la familia los romances populares que les enseñaban a cantar en el Instituto-Escuela. Pero a los dos les había atraído por igual ser admitidos en el despacho del padre, cuya amplitud misteriosa agrandaban sus imaginaciones infantiles. Era rápido y certero manejando el lápiz y tenía una gran habilidad para ese tipo de tareas manuales pueriles. Meticuloso, paciente, tan ensimismado como sus hijos en lo que él mismo estaba haciendo, tintaba los contornos del dibujo y le añadía la forma de una base plegable, y luego lo recortaba, casa, árbol, globo aerostático, animal, automóvil —con su capota y sus faros, con los radios de las ruedas perfectamente detallados, incluso con el perfil al volante de un chófer con gorra de plato—, bandolero del Oeste a caballo, motocicleta con su conductor inclinado sobre ella, vestido con cazadora de cuero y gafas de aviador. Dibujaba un aeroplano y cuando terminaba de recortarlo ya estaba imitando el rugido del motor, y el aeroplano se despegaba de la cartulina y volaba entre sus dedos por encima de las cabezas de los niños, cada uno de los dos ansioso por tenerlo antes en sus manos, la niña aprovechándose de su fuerza y de su seguridad, el niño que no podía quitárselo a su hermana y se echaba a llorar tan fácilmente, de modo que había que dibujar y recortar a toda prisa otro aeroplano, y hacerlo lo más parecido que fuera posible al anterior, para no provocar un agravio, una nueva disputa. Buscaba para ellos en las papelerías recortables de edificios célebres, de puentes modernos, de trenes, de buques transatlánticos; les enseñaba a manejar las tijeras, en las que se les enredaban los carnosos dedos infantiles; a ir siguiendo con precisión cautelosa los bordes del dibujo y distinguir bien las líneas de corte de las de plegado; a apretar muy poco el bote de pegamento, para que sólo saliera la pequeña gota necesaria. Y cuando se impacientaban o se rendían ante la dificultad él tomaba las tijeras y volvía a enseñarles el modo de recortar un dibujo, acordándose de su lejano maestro de Weimar, el profesor Rossman, que entraba en un cómico éxtasis al oír el sonido y percibir la resistencia de una hoja de papel que cortaba entre sus manos.
Les traía de la oficina maquetas en desuso; les dibujaba él mismo recortables de edificios que había estudiado en las revistas internacionales. Cuando fueran mayores tal vez recapacitarían que de niños habían jugado con la maqueta de la Bauhaus en Dessau y con la de la torre de Einstein de Erich Mendelsohn, que les gustaba más que casi ninguna porque se parecía a un faro y al torreón de un castillo. Pero no era que Ignacio Abel condescendiera a entretener a sus hijos, o que tuviera con ellos una meritoria paciencia. Su propio amor por la arquitectura tenía una parte de ensimismado entretenimiento infantil. Le gustaba recortar y plegar; los ángulos flexibles de una caja vacía de medicinas le provocaban una inmediata felicidad táctil: formas puras tan perceptibles para las yemas de los dedos como para los ojos; ángulos, escaleras, esquinas. Qué rara la invención de la escalera, la idea de algo tan ajeno a cualquier inspiración en la naturaleza, el espacio plegándose en ángulos rectos, una sola línea quebrada sobre un papel en blanco, tan ilimitada en principio como una espiral, o como esas dos líneas paralelas cuya definición le había subyugado en la escuela: «… que por mucho que se prolonguen nunca se encuentran». Tan cerca, la una de la otra, condenadas a no encontrarse nunca, por una especie de maldición inexplicada, como la que llevaba a Caín a vagar por la tierra hasta el final de sus días con una señal de ceniza en la frente. Desde las manos inquisitivas y hábiles, desde las sombras de palabras y miedos infantiles, una emoción retrocedía en ondulaciones instantáneas hacia el fondo del tiempo: como avanzando por un pasillo muy largo hacia una débil luz encendida veía al niño que había sido muchos años atrás, sentado en un cuarto de techo bajo, inclinado y absorto sobre un cuaderno, manejando despacio una pluma barata de palillero de madera, mojándola en un tintero, las cosas cercanas borradas para él, más allá del breve círculo de la lámpara de petróleo (por la ventana del sótano no entraba el sol, pero sí el sonido de los pasos de la gente, y el de los cascos de los animales y las ruedas de los carros; el escándalo permanente de los vendedores callejeros; la melopea de los ciegos que cantaban historias de crímenes; una noche hubo unos cascos y unas ruedas que se detuvieron a la altura de la ventana y él no levantó la cabeza de sus cuadernos, de sus cartulinas recortadas; alguien llamó a la puerta y él recordó con fastidio que su madre había salido y que le tocaba a él abrir; en el carro traían un bulto cubierto con sacos).
Levantaba una pequeña casa y decía a sus hijos que era una casa de pulgas; junto a ella un árbol, un automóvil; un puente un poco más allá, su arco levantado idéntico al del Viaducto, o al que el ingeniero Torroja había diseñado para salvar el barranco de un arroyo en la Ciudad Universitaria; la marquesina de una estación de ferrocarril, con su reloj colgado de las vigas, los números romanos diminutos dibujados en la esfera con un lápiz al que había sacado con deleite una punta muy fina, que se quebraría a la mínima presión. Con la misma felicidad pueril estudiaba la maqueta de la Ciudad Universitaria que había ido creciendo en una de las salas de la oficina técnica, la réplica a escala del mismo espacio que se veía al otro lado de los ventanales, al principio no una lámina en blanco sino un descampado de tierra removida y pelada en la que aún quedaban tocones trágicos de los millares de pinos que habían sido talados (pero el mundo no es ilimitado y no se puede construir sin arrasar primero). Como Gulliver en Liliput supervisaba una ciudad diminuta en la que sus pasos habrían retumbado como golpes sísmicos, la ciudad que había empezado siendo de cartulina y de tinta, de pegamento y cartón, de bloques de madera, el modelo fiel de un fragmento del mundo que ya era tridimensional pero aún no existía, o se iba haciendo muy lentamente, demasiado. Al otro lado de los ventanales las máquinas excavadoras abrían grandes zanjas en la tierra estéril, levantando en sus palas dentadas raíces como cabelleras, como ramas desnudas de árboles que hubieran crecido hacia el subsuelo (para construir había que desbrozar y talar primero, que limpiar y aplanar, hacer que la tierra se volviera a ser posible tan lisa y abstracta como una lámina extendida sobre un tablero de dibujo). Por las explanadas, en los terraplenes, hormigueaban los peones; subían ágilmente por los andamios de los edificios en construcción, pululaban por pasillos y futuras aulas, aplicando el cemento, pegando azulejos, completando una hilera de ladrillos, empezando otra; monarcas de sus oficios; expertos en dar forma real a lo que había empezado siendo una fantasía irresponsable sobre un cuaderno de dibujo; hombres cobrizos con boinas y cigarrillos pegados a los labios; camiones potentes con volquetes y recuas de burros que transportaban cargas de yeso o cántaros llenos de agua en los serones; guardias armados que patrullaban los tajos para ahuyentar a las cuadrillas de obreros en paro que los asaltaban para ponerse a trabajar sin que nadie los hubiera llamado o para volcar o incendiar las máquinas que al reducir los jornales necesarios los condenaban al hambre. Primitivos y milenaristas, igual que ellos, alucinados ahora no por la esperanza del Fin de los Tiempos sino del comunismo libertario. Con un esfuerzo liviano de la imaginación racional Ignacio Abel veía completos los edificios en cuyos andamios aún se afanaban los albañiles y sobre los cuales oscilaban las grúas de motores eléctricos: hermosos cubos de ladrillo rojo brillando al sol, con el exacto ritmo visual de las ventanas, contra el fondo verde oscuro de las estribaciones de la Sierra. Veía las avenidas con grandes árboles que ahora eran poco más que débiles tallos o ni siquiera eso, árboles de cartón recortados por él mismo y pegados en la acera de una maqueta. Los estudiantes de Filosofía atravesaban desmontes para llegar a su Facultad inaugurada a toda prisa y de cualquier manera (a las aulas donde daban las clases llegaban los gritos y los martillazos de los operarios): en su imaginación impaciente él los veía llegar en tranvías veloces por las avenidas rectas y anchas, paseando a la sombra de los árboles, tilos o robles, dispersos por el césped que alguna vez crecería sobre aquella tierra pelada; hombres y mujeres jóvenes bien alimentados, los huesos largos y fuertes gracias al calcio de la leche, hijos de privilegiados pero también hijos de trabajadores, educados en sólidas escuelas públicas en las que la racionalidad del saber no estaría corrompida por la religión y en las que el mérito prevalecería sobre el origen y el dinero. A los hervores españoles de la sangre prefería con mucho el vigor de la savia; a la política, la botánica; a los planes quinquenales, los de regadío. Los desmontes calcinados en los que desembocaba Madrid casi en cualquier dirección salvo por el oeste le recordaban los desiertos de las religiones fanáticas. Agua corriente, tranvías eléctricos, árboles de copas anchas y densas, espacios ventilados. «Abel, para usted la revolución social es cuestión de obras públicas y de jardinería», le dijo una vez Negrín, y él contestó: «¿Y para usted no, don Juan?». Casi veía a su hija, sólo unos pocos años después, ya predestinada para esa Facultad de Filosofía y Letras, jovial y adulta, tan serena como ahora, saltando del tranvía con zapatos de tacón y calcetines cortos y libros bajo el brazo, el pelo bajo una boina ladeada, la gabardina abierta, como esas muchachas todavía singulares entre los grupos de estudiantes varones. El porvenir no era una bruma de desconocimiento o una proyección de deseos insensatos, no el vaticinio embustero de las cartas o de las líneas de la mano, la profecía siniestra de los predicadores del fin del mundo o del paraíso sobre la tierra. El porvenir estaba previsto en las líneas azules de los planos y en las maquetas que él mismo había ayudado a construir, con su amor por las cosas que pueden hacerse con las manos, dibujar con tiralíneas y luego recortar con unas tijeras escuchando el sonido del acero afilado que hiende la cartulina. La emoción estética suprema era un golpe visual instantáneo. Ver algo completo y de repente con una sola mirada, comprender con los ojos, adivinar una forma con el tacto. Ignacio Abel amaba los bloques de madera de los juegos de construcción de sus hijos, la tipografía de los libros de Juan Ramón Jiménez, la poesía de los ángulos rectos de Le Corbusier. Las afueras planas de Madrid eran un despejado tablero de dibujo sobre el que podría proyectarse la ciudad futura con una amplitud mucho mayor que la del recinto universitario. Perspectivas rectas que se disolverían en el horizonte de la Sierra, líneas de fuga de rieles de tranvías y de cables eléctricos, barrios para trabajadores con casas de fachadas blancas y ventanas grandes rodeadas por plazas con jardines. En la misma medida en que desconfiaba de la vaguedad de las palabras, de los vapores calientes y tóxicos de los discursos, amaba los actos concretos y las cosas tangibles y bien hechas. Una escuela con aulas luminosas y cómodas, con un buen patio de juegos, con un gimnasio bien equipado; un puente trazado con solidez y belleza; una vivienda racionalmente concebida, con agua corriente y cuarto de baño: no imaginaba formas más prácticas de mejorar el mundo.
Había hecho algunas cosas que podían ser medidas, juzgadas; que tenían una presencia indudable y modesta en la realidad; que existirían del todo con un poco de paciencia y destreza. Pero qué angustia de que se le acabara el tiempo, de no tener la claridad intelectual ni el sosiego ni el coraje para llevar a cabo lo que aún no intuía más que en sueños, en bocetos privados, una casa en la que él y Judith Biely vivirían a la vez en el mundo y apartados y a salvo del mundo, una biblioteca en el claro de un bosque, al lado de un gran río. Las figurillas humanas que había situadas en algunos lugares de la maqueta para dar una idea inmediata de escala él las veía ya animadas y agrandadas hasta un tamaño de seres adultos, hombres y mujeres muy jóvenes con ropas de corte deportivo y carteras de libros, sus propios hijos en la distancia del porvenir cercano, como si levantara la cabeza de su tablero de dibujo y lo viera pasar al otro lado de la ventana. Sólo lo agobiaba la impaciencia de que las cosas sucedieran más rápido, como en esas películas en las que se veía un tren en marcha y sobre el morro de la locomotora o sobre el vértigo de las ruedas aparecían y luego se esfumaban nombres de ciudades y fechas de acontecimientos, en las que el tiempo pasaba muy deprisa y los edificios se iban levantando delante de los ojos, sin que los personajes envejecieran ni perdieran el brío de su entusiasmo. A Juan Ramón Jiménez le había oído hablar de una prisa lenta, del trabajo gustoso. Él quería ver completados el Hospital Clínico, la Facultad de Medicina, la de Ciencias, la Escuela de Arquitectura, tan cerca de la terminación; quería que ese descampado con zanjas como cicatrices y malezas ásperas fuese ya un campo de deportes; que los palos tristes de los árboles crecieran cuanto antes para dar un poco más de sombra en el secano de Madrid (otros árboles fueron talados previamente; otros muros derribados por piquetas y excavadoras; pero en muy poco tiempo las heridas del paisaje habrían sanado y se perdería la memoria de lo que existió antes). Qué dolor la lentitud de los trabajos, qué impaciencia la de los trámites administrativos, la del esfuerzo humano requerido para cualquier tarea, más aún con aquellos métodos de construcción tan primitivos. Picos, azadones, palas arañando la tierra dura de Castilla, peones mal alimentados, con boinas sucias, con bocas arruinadas de las que colgaban cigarrillos liados a mano, espesos de saliva. Arrancaban un lunes a primera hora los trabajos con una apariencia de energía duradera y al cabo de una semana todo quedaba en suspenso por culpa de una crisis de gobierno o porque se había declarado de nuevo una huelga de la construcción.
Pensaba de pronto: tú podrías haber sido uno de ellos; tu hijo habría nacido para ganarse un jornal escaso de albañil en la Ciudad Universitaria o para pelearse a pedradas con los guardias a caballo y no para estudiar una carrera en una de aquellas facultades (qué estudiaría Miguel, para qué serviría; dónde se posaría duraderamente alguna vez su atención veleidosa). De niño él había trabajado con sus manos, durante las vacaciones escolares, en las cuadrillas que mandaba su padre, el maestro de obras al que respetaban sus albañiles, porque si bien había prosperado lo bastante para llevar chaleco y chaqueta (pero no corbata, ni cuello duro en la camisa) seguía teniendo la cara quemada por la intemperie y las manos chatas y ásperas y era más hábil que nadie para trazar la línea de un muro con los ojos guiñados y sin más ayuda que la de un cordel y una plomada. Yendo de niño con su padre había aprendido el esfuerzo físico que exigía cada cosa, cada palmo de cimiento excavado, de tierra removida, cada adoquín y cada sillar en su sitio preciso, cada ladrillo en su fila idéntica. Todo era fácil, deslumbrante en el plano: las líneas de tinta y las manchas de acuarela culminaban un edificio en un par de tardes de trabajo gustoso, inventaban completa una ciudad en unos pocos días. Avenidas cruzándose en ángulo recto, alejándose hacia los puntos de fuga; árboles de un verde tierno de acuarela diluido en el blanco del papel de dibujo; pequeñas figuras humanas que indicaban la escala. Pero en la realidad esa figura que se veía moviéndose a lo lejos desde los ventanales de la oficina técnica es un hombre que se cansa con facilidad y no está bien alimentado, que ha salido antes del amanecer de su vivienda insalubre y mezquina en una corrala suburbial para venir caminando al trabajo y ahorrarse así los pocos céntimos del tranvía o del metro; que almuerza a mediodía una pobre cazuela de garbanzos cocidos con un caldo de tocino o de hueso rancio; que puede caer del andamio o ser aplastado por una avalancha de ladrillos o piedras y quedarse inválido y vivir ya para siempre tendido en un jergón, en un cuarto de vecindad al fondo de un pasillo hediondo, mientras su mujer y sus hijos pasan hambre y se ven condenados a la humillación de la Beneficencia. Cuando inspeccionaba una obra, asistiendo pasivamente al esfuerzo físico de otros, Ignacio Abel cobraba una conciencia incómoda de su traje bien cortado, de su cuerpo tonificado esa misma mañana por la ducha y absuelto de la brutalidad del trabajo; de sus zapatos que se manchaban de polvo y cemento, y en los que ese albañil doblado sobre una zanja repararía cuando pasara a su lado, a la altura de sus ojos: los zapatos de los señores, tan llamativos y sin duda insultantes para el que calza alpargatas. «Usted no entiende la lucha de clases, don Ignacio», le había dicho Eutimio, el capataz que cuarenta años atrás había sido aprendiz en la cuadrilla de su padre: «La lucha de clases es que caigan cuatro gotas y a uno se le mojen los pies.» Sentía vergüenza y alivio; deseos de justicia social y miedo a la furia de quienes esperaban acelerar su llegada mediante la violencia de una revolución probablemente sanguinaria. Cuántos hombres habían muerto en la sublevación de Asturias; cuántos habían sufrido la tortura y la cárcel: para qué; en nombre de qué profecías apocalípticas traducidas a un lenguaje de periodismo de tercera; a manos de qué brutales vengadores de uniforme, borrachos también de otras palabras degradadas, o ni siquiera eso, mercenarios pagados tan miserablemente como los rebeldes a los que daban caza. Temía que la crueldad o la desgracia se abatieran sobre sus hijos, arrojándolos a la penuria de la que él había escapado, pero que estaba todavía tan cerca, como una amenaza cierta y visible: en los niños tiñosos y descalzos que rondaban las obras buscando robar algo o que se acercaban a los tajos a mendigar algo de comida; en los que caminaban con la cabeza baja de la mano de un padre en paro. Quería que sus hijos se fortalecieran, que aprendieran algo de la cruenta aspereza de la vida real, sobre todo el niño, tan excesivamente débil y vulnerable a todo: pero también quería protegerlos más allá de cualquier incertidumbre, salvarlos para siempre del descubrimiento de la maldad y del dolor. Algunas veces llevaba a los chicos a la oficina, sobre todo desde que se compró el automóvil. Les daba paseos por las avenidas futuras, les señalaba las facultades donde tal vez estudiarían. Aceleraba para que el viento les diera en la cara, se alejaba hacia el verdor polvoriento del monte del Pardo, regresaba a la Ciudad Universitaria. Su madre los había arreglado como si fueran a un bautizo: el chico con su flequillo recto sobre la frente, su chaqueta de hombre diminutivo, sus pantalones bombachos; la niña peinada con raya, con un lazo en el pelo, con zapatos de charol y calcetines cortos. Él seguía trabajando cuando los demás empleados ya se habían ido y los niños jugaban como gigantes repentinos en la ciudad de la maqueta. Cuando estaban en casa, a las criadas les extrañaba que el señor se ocupara de sus hijos mientras la señora asistía a sus reuniones sociales, a las conferencias y las exposiciones del Lyceum Club, o se quedaba encerrada el día entero en la penumbra enferma del dormitorio; que anduviera a gatas con ellos a caballo por el corredor o apartara los papeles de su mesa de trabajo para hacer sitio a sus construcciones de papel y cartón y a sus carreras de autos de juguete.
No había sido así desde el principio. Hubo un tiempo largo en el que deseó que no hubieran nacido; noches angustiadas de llanto y fiebre en las que se sintió atrapado en un cepo de responsabilidad irrespirable. Se fue lejos y la culpa lo seguía alcanzando, se volvía más aguda y cortante con la distancia. En Weimar, cada vez que reconocía la letra de su mujer en una carta temía encontrar cuando la abriera la noticia de que uno de los dos estaba muy enfermo (seguramente el niño, no sólo el menor, sino también el más frágil con mucha diferencia). Tenía miedo sobre todo de los telegramas. Algunas veces iba por la calle disfrutando del silencio nocturno después de un día de mucho estudio y trabajo en la Escuela y de pronto tenía el presentimiento de que cuando llegara a la pensión la patrona le entregaría con un gesto de pesada indiferencia alemana un telegrama urgente. Temía la desgracia y más aún el castigo. Por haberse marchado, por no sentir añoranza. Por abandonarse al abrazo convulso de su amante húngara que al terminar lo apartaba de ella y encendía un cigarrillo y parecía que se hubiera olvidado de su existencia. Por haber solicitado la pensión de estudios sin consultar nada con Adela y retrasado el momento de decírselo con la esperanza cobarde de que se la denegaran, evitándole así la necesidad del coraje y del seguro melodrama. Temía los telegramas, las llamadas súbitas, los golpes en la puerta, los signos de algo que va a saberse pronto y lo desbaratará todo.
El carro de ruedas de madera con refuerzos de hierro se había detenido junto a la ventana baja de la portería y los cascos de un caballo o un mulo habían golpeado los adoquines de la calle, pero él aún no levantó la cabeza de su cuaderno, en el que estaba copiando un ejercicio de dibujo geométrico; repasando con tinta las líneas que había trazado previamente a lápiz (dos líneas paralelas por mucho que se prolonguen nunca se encuentran); mojando tan sólo la punta del plumín en el tintero, para evitar el error de una mancha sobre el papel en blanco. Era otra época, casi otro siglo, y él tenía trece años: el invierno de 1903 (al rey lo habían coronado sólo unos meses antes: Ignacio Abel lo había visto pasar en una carroza rodeado de gorros dorados con penachos de plumas y había descubierto con sorpresa, mirándolo tan de cerca, que no era mucho mayor que él y tenía una cara larga y pálida de muchacho aburrido bajo la visera del alto gorro militar). Llamaron a la puerta de entrada del edificio y él aún no levantó la cabeza, porque era su madre quien se ocupaba de la portería. Volvieron a llamar más fuerte y entonces recordó que su madre había salido dejándole dicho que estuviera atento. Un desconocido con gorra y blusa de albañil le preguntó por ella, lo miró de una manera rara cuando él le explicó que no estaba y que él era su hijo. Aún llevaba en la mano la pluma con el palillero de madera. La apretó tanto que se le partió entre los dedos cuando tuvo que acercarse al carro en el que traían aquel bulto cubierto con sacos vacíos de yeso. Las ruedas de un carro dejarán sobre la tierra y el polvo dos líneas paralelas que no se encontrarán nunca por mucho que se prolonguen a lo largo de todos los caminos llevando sobre las tablas peladas que rebotan en los socavones un cuerpo muerto tapado con un saco. En la tela del saco había una gran mancha oscura cuyo color no pudo distinguir a la luz de los faroles de gas recién encendidos en la calle. Su padre, tan ágil siempre, tan impaciente con aquel hijo que tenía vértigo en cuanto se subía a unos palmos de altura, se había partido el cuello al caer de un andamio. Al cabo de muchos años aún soñaba algunas veces que tenía que apartar la tela del saco polvoriento con la gran mancha oscura para verle la cara. En la palma blanda de su mano infantil se partía en dos el palillero de la pluma, una astilla aguda hiriéndole la piel sudorosa. La culpa de la paternidad se le mezclaba con el miedo a la desgracia y con el recuerdo indeleble de un desamparo sin explicación ni consuelo posible. El vértigo ante esas vidas tan frágiles a las que estaba atado por una responsabilidad abrumadora era avivado por la compasión retrospectiva hacia el niño que inclinaba la cabeza sobre un cuaderno en una habitación pobremente alumbrada, intacta para siempre en la lejanía del tiempo, en el momento anterior a los golpes en la puerta; ignorante aún de que ya era el hijo único de una madre viuda, destinado a un porvenir de sobriedad y mansedumbre, alumno ejemplar en el colegio de Escolapios del barrio, salvado de la condena al trabajo manual gracias no sólo a su aplicación y su inteligencia sino a los ahorros que había ido guardando el padre a lo largo de los años, sabiéndose enfermo, sabiendo que dejaría a un hijo indefenso, demasiado frágil para ganarse la vida como había hecho él. Estaba muy enfermo y no se cayó desde lo alto del andamio porque hubiera tropezado o porque hubiera una tabla suelta sino porque le había reventado el corazón.
Muy lentamente y sin darse mucha cuenta, Ignacio Abel se había ido reconciliando con la presencia de los dos niños en el mundo y había descubierto, no sin asombro, que eran la parte más luminosa de su vida. Asistir al crecimiento de sus hijos y encontrar en sí mismo un yacimiento de ternura en el que nunca había reparado le enseñó a Ignacio Abel a desconfiar de la decepción y a permanecer atento y agradecer lo inesperado. La decepción podía ser tan halagadora y tan engañosa como el vano entusiasmo. Lo que la vida real imponía al deseo y al proyecto no eran sólo amargas limitaciones: también posibilidades que nadie había anticipado, los dones de lo azaroso y de lo imprevisto. Los maestros anónimos de la arquitectura popular habían trabajado con lo que tenían más a mano, no con los materiales escogidos por ellos sino con los que la casualidad les había deparado, piedra o madera o arcilla para adobes. Su padre tocaba un sillar de granito con la gran palma abierta de su mano y era como si rozara el lomo de un animal. En la hermosa ambición de culminar exactamente algo de acuerdo con un proyecto sin vaguedades ni fisuras había una parte de rigidez, de soberbia. En 1929 había viajado expresamente a Barcelona para ver el pabellón de Alemania en la Exposición Universal y al recorrer junto al profesor Rossman aquellas estancias de mármol liso y acero y muros de cristal transparente se había sorprendido al descubrir en sí mismo, debajo de la fascinada admiración, un punto sordo de rechazo. La perfección que sólo unos años antes le habría parecido indiscutible ahora lo inquietaba por su reverso de frialdad, sobre el que parecía que la presencia humana resbalaría sin dejar rastro. Amaba el hormigón armado, las láminas extensas de cristal, el acero firme y flexible, pero sentía envidia ante un talento y una destreza inaccesibles para él si veía a un lado de un camino la choza del guarda de un melonar hecha con una urdimbre de paja y cañas de acuerdo con un arte que ya existía cuatro mil años atrás en las marismas de Mesopotamia, o un simple muro levantado con piedras de tamaños y formas diversas que se ajustaban sólidamente entre sí sin necesidad de argamasa. No había plano tan perfecto que permitiera descartar la incertidumbre. Sólo la prueba del paso del tiempo y de la acción de los elementos revelaba la belleza de una construcción, ennoblecida por la intemperie y gastada por el tránsito de las vidas humanas igual que el mango de una herramienta o que los peldaños de una escalera. Y si el cumplimiento de lo que había deseado sin esperanza cuando era muy joven le producía un fondo de decepción y desgana que los años agravaban, todo lo mejor que tenía era la consecuencia de lo inesperado: aquella mujer que apretaba contra él su vientre liso y sus flacas caderas en un cuarto sin calefacción de Weimar; Judith Biely, que a diferencia de la otra, la amante húngara, lo miraba a los ojos cuando estaba corriéndose y le murmuraba palabras dulces y sucias al oído, le decía su nombre; Lita y Miguel, que tal vez no han recibido ninguna de sus postales, que están olvidándose de su cara y del sonido de su voz y quizás piensan que está muerto, y lo empiezan a borrar lentamente de sus vidas, fortalecidos por una espléndida capacidad de supervivencia que a él ya no le corresponde.
Ningún signo le advirtió de la aparición de Judith Biely. Jamás había soñado, ni siquiera deseado, la existencia de sus hijos, que llegaron por casualidad y por la inercia muy pronto desganada del matrimonio. Ningún proyecto, ningún deseo cumplido, ni siquiera los que alentaba sin mucha esperanza a los trece o catorce años, en la portería de su madre (los libros de estudio y los cuadernos sobre el hule de la mesa camilla, el tintero y los lápices, el quinqué de petróleo siempre encendido, en la penumbra húmeda del sótano, la foto del padre muerto en la repisa de la chimenea, todavía con un lazo negro en un ángulo del marco), le había deparado tanta felicidad como el ir viendo crecer a su hija, obra maestra inesperada en la que él se complacía sin sospecha de vanagloria ni temor de decepción. Estaba en el mundo de una manera soberana y autónoma, nacida de unos padres pero independiente de ellos, con un aire indefinido de familia —¡el nacimiento del pelo idéntico a todos los Ponce-Cañizares; la nariz redondeada tan indiscutiblemente Salcedo como el color marrón verdoso de los ojos!— que un extraño reconocería sin dificultad, pero que era mucho menos rotundo que su perfecta singularidad individual. De quién había heredado su actitud serena y atenta hacia las cosas, su delicada consideración hacia las personas, por encima de la cercanía familiar o social, su instinto ecuánime, su equilibrio entre el sentido del deber y la disposición para la alegría —nada de eso lo había heredado de él, desde luego, y menos aún de Adela, ni de su familia materna, a la que sin embargo reverenciaba, sobre todo al abuelo don Francisco de Asís. De pequeña había cuidado a su hermano con un instinto magnífico de protección y ternura, y quizás al ser el niño un año y medio menor y bastante desmedrado y frágil había despertado en ella un sentido prematuro de responsabilidad. Adela estaba enferma con frecuencia después del nacimiento del niño; el ama de cría lo amamantaba no sin dificultad y lo mantenía limpio; las criadas rondaban en torno suyo, descuidadas y locuaces, olvidándose de bajar la voz cuando pasaban junto al dormitorio de la señora. Pero fue su hermana quien desde muy pronto se ocupó de cuidarlo, de enseñarle a jugar y a caminar y de adivinar sus deseos y comprender su lenguaje. Lo trataba con una mezcla de risueña indulgencia y rectitud educadora; adivinaba lo que estaba pidiendo o lo que necesitaba pero lo reprendía por sus frecuentes arrebatos de capricho o de llanto y era la única que sabía tranquilizarlo. Cuidaba de su hermano con la misma complacencia reflexiva con que saltaba a la comba o recortaba un figurín infantil o disponía los muebles en su casa de muñecas. Lo tomaba en brazos apretándolo muy fuerte contra ella y poniéndole la mano en la nuca para proteger su tierna cabeza cuando era un bebé, y le pesaba tanto que se tambaleaba y sin embargo nunca se le caía. Lo acunaba en sus brazos, apretando sus carrillos lozanos contra la carita desmedrada del niño, le daba besos con una desenvoltura de la que sus padres carecían, y que tampoco a ella le habían dedicado. Desde muy pronto el niño le tuvo una admiración maravillada, tan incondicional como la de un perro hacia el amo de quien espera todos los bienes y al que atribuye todos los poderes. Fue ella quien le ayudó a dar los primeros pasos y quien le limpió enérgicamente las lágrimas y los mocos cada vez que se caía. Jugaba a las maestras y sentaba a su hermano en una silla baja, en la misma fila que los muñecos a los que explicaba las reglas aritméticas o les ponía cuentas o dictados escribiendo con tiza, con su letra pulcra y redonda, sobre una pizarra que le habían traído los Reyes Magos. El niño creció adorándola, imitándola, tan cerca de ella en edad que podían ser cómplices, y a la vez lo bastante pequeño y dócil como para obedecerla y aprender de su ejemplo. Pero no aprendió de ella sus destrezas sociales, su capacidad para hacer amigas y establecer relaciones elaboradas e intensas, tan ricas en abrazos y promesas de amistad eterna como en rupturas dramáticas y reconciliaciones.
Cuando eran muy pequeños Ignacio Abel había mirado a sus hijos con distracción y alarma, demasiado impaciente para hacerles mucho caso. Les prestó más atención según iban dominando el lenguaje articulado. Los recuerdos más duraderos que tenía de los primeros años de los dos surgían del terror que le daban sus enfermedades. Los accesos de fiebre en mitad de la noche; el llanto interminable, feroz, sin descanso, sin motivo visible; la sangre que brotaba de la nariz sin que hubiera forma de cortarla; la incesante diarrea; la tos que parecía apaciguada después de varias horas y comenzaba de nuevo, tan profunda como si desgarrara los pulmones infantiles. Imaginaba vagamente que Adela, o el ama de cría, o las muchachas, tendrían alguna manera de manejar el peligro, sabrían proveer remedios o decidir cuándo era el momento de llamar al médico. Él se sentía a la vez torpe y fastidiado, muerto de miedo y carcomido por la irritación. El niño había sido tan débil desde que nació, después de un parto muy largo en el que parecía que Adela o él o los dos iban a morir. Diminuto y rojo, cuando la comadrona salió del dormitorio y se lo puso en los brazos, las manos tan pequeñas, tan arrugadas, los dedos tan finos como de ratón, las piernas y los pies mínimos, la piel como cubierta de escamas, morada y flácida, demasiado holgada para los huesos diminutos del recién nacido. «Es muy pequeño, pero aunque no lo parezca está muy sano», dijo la comadrona, mientras él sostenía aquel bulto envuelto en un chal de lana que casi no pesaba, que parecía no respirar, que se movía de pronto con un espasmo brusco. Le había aterrado su debilidad; casi se había avergonzado de ella, de su hijo tan llorón y tan poco saludable, los ojos que tardaban en abrirse, la piel rojiza como la de una cría desmedrada, un gato o un conejo, una rana, su vida una breve llama insegura que un golpe de viento cualquiera habría podido apagar en los primeros meses. Adela pasó semanas de fiebre y delirio y cuando pareció que se recuperaba fue para sucumbir a una languidez de la que ni siquiera le hacía salir la presencia desvalida del niño, que lloraba sin pausa, la boca ocupando toda la cara y los párpados sin pestañas muy apretados, hinchados excesivamente, el pecho de pájaro desplumado o de conejo o gato sin pelo o criatura anfibia subiendo y bajando con una energía furiosa, con una especie de furiosa determinación de seguir llorando. Ama de cría, muchachas de servicio, mujeres expertas de la familia, comadronas, médicos convocados a deshoras, don Francisco de Asís y doña Cecilia, las tías solteras, el tío sacerdote, invadían la casa, mucho más pequeña entonces que el piso futuro en la calle Príncipe de Vergara, agitándose en una actividad ficticia, hirviendo ollas de agua, preparando biberones, pañales, medicinas, toallas húmedas para la fiebre de Adela, remedios caseros para la diarrea del niño, tan incesante como su llanto sin consuelo, rezando rosarios y oraciones para recién paridas, conjuros primitivos de viejas. Ignacio Abel se pasaba la noche en vela junto a su mujer silenciosa y postrada y a primera hora de la mañana, aliviado, exhausto, culpable, salía de casa con la coartada indiscutible del trabajo. Llamaba por teléfono desde la oficina mediocre en la que trabajaba entonces, consultaba con los médicos. Sin que lo supiera nadie había solicitado a la Junta de Ampliación de Estudios una pensión para pasar un año en Alemania, en la nueva Escuela de Arquitectura fundada por Walter Gropius en Weimar. Se sentaba junto a la cama en la que Adela dormitaba incorporada sobre almohadones o miraba al vacío mientras en la habitación contigua el niño lloraba en brazos del ama y un poco más allá las tías solteras y don Francisco de Asís y doña Cecilia rezaban un rosario dirigido por el tío sacerdote, y el hermano menor se mordía las uñas y sudaba con un rictus nervioso en la mandíbula y pensaba que de algún modo la culpa de la desgracia, si por fin sucedía, iba a ser del padre del niño, el marido siempre sospechoso de la hermana. Si se hacía un silencio Ignacio Abel temía que el niño hubiera muerto: o lo miraba respirar en los brazos del ama y contaba los segundos que pasaban sin que rompiera a llorar de nuevo. «Si aguanta un poco más se quedará dormido, si recuento un segundo más y no lo oigo no volverá a llorar en toda la noche.» Recapitulaba culpablemente los documentos que había presentado en el Ministerio de Instrucción Pública, calculaba las posibilidades de recibir la carta oficial en la que se le notificaba la pensión. El niño mejoraría: la niña ya tenía casi tres años y siempre había sido fuerte y saludable. Incrédulamente se imaginaba a sí mismo tomando un tren en la estación del Norte; recostado contra el cristal frío de una ventanilla mientras amanecía sobre un paisaje de campos verdes y niebla grisácea, mientras el tren avanzaba junto a la corriente de un río muy ancho. Repasaba sus conocimientos de alemán, adquiridos a fuerza de voluntad durante la carrera. Leía libros alemanes pronunciando en voz baja, buscando palabras difíciles en el diccionario. Se preparaba en secreto para algo que no sabía si iba a suceder; ni siquiera estaba seguro de reunir el coraje necesario si llegaba el momento. ¿Por qué había secundado tan pasivamente la impaciencia de Adela por quedarse embarazada, y después por tener otro hijo, asustada porque ya no era joven, porque no estaba segura de retener al marido? Había pasado más de un minuto y el niño no lloraba; se le cerraban los ojos, quizás podría dormir una o dos horas seguidas esta noche. Pero el llanto volvía, más rabioso aún, sin descanso, sin apaciguamiento, siempre con la misma furia inextinguible en los pulmoncillos de ratón recién nacido y ciego todavía, de batracio, con un vigor muscular que no parecía posible en esa criatura de piel floja y rugosa y ojos cerrados que no había pesado ni dos kilos y medio al nacer. Muy pequeño, pero muy sano, había dicho la comadrona, quizás para engañarlo, adiestrada en ciertas mentiras necesarias. «Habrá que bautizarlo cuanto antes», dijo don Francisco de Asís, poniendo sus manos virilmente sobre los hombros del yerno afligido, emergiendo de la penumbra rumorosa en que tías y parientes rezaban el rosario, congregados por la sospecha del infortunio cercano, ocupando la casa con una desenvoltura de propietarios. Una noche el tío sacerdote se presentó vestido con sus galas litúrgicas y acompañado por un monaguillo, y el olor del incienso se mezcló al de las medicinas y la diarrea del bebé. «Es muy duro de aceptar, hijo mío, pero si se nos va este ángel habrá que asegurarse de que subirá derecho al cielo.» Trajeron agua bendita, una jofaina de plata, paños bordados, velas en las que estaba escrito el nombre del niño. Sin consultarle nada a él ni tampoco probablemente a Adela, medio sonámbula y con los ojos perdidos en la pared frente a la cama, las tías solteras cuyos nombres y caras Ignacio Abel apenas distinguía ayudaron al ama a vestir al bebé diminuto con un vestido largo, de lazos azules y faldones bordados, dentro de los cuales su cuerpo desaparecía, el pecho indomable hinchando la tela, las piernas como cerillas o como patas translúcidas de rana pataleando bajo las faldas, los diminutos pies morados y con pellejos secos que ninguna crema aliviaba. Doña Cecilia, las tías solteras, el ama de cría, las muchachas llorosas, se habían puesto velos como en un funeral anticipado, el tío Víctor se erguía en su posición de padrino, aunque se le notaba el disgusto por la debilidad y el llanto del niño, pruebas tal vez de que había prevalecido en su gestación la sangre débil de la rama paterna, el mal menor al que la familia Ponce-Cañizares Salcedo se había visto forzada a aceptar para reproducirse. El niño, el primer nieto varón, llegaba al mundo encanijado y lloroso, una prueba más de lo poco de fiar que era el intruso necesario, el inseminador externo, tan dudoso en sus capacidades masculinas como en sus ideas. «Valor, cuñado, que el chico saldrá de ésta. En nuestra familia no se ha dado todavía ni un solo caso de muerte prematura.»
En medio de aquel trastorno sólo la niña parecía mantenerse serena, yendo de un sitio a otro con su chupete en la boca y observando, observando a la muchacha cuando le limpiaba una vez más al bebé la caca verdosa y a la que lavaba los pañales bajo el grifo de la cocina, y al ama de cría cuando intentaba acercar la pequeña cara roja a su gran pecho hinchado, muy blanco, la piel translúcida cruzada de venas azules, los pezones enormes y oscuros, las manos anchas que acariciaban el pelo sudoroso y aplastado e intentaban delicadamente llevar hacia la boca del bebé un pezón del que brotaba un hilo blanco y suculento de leche. Iba por el largo pasillo sin hacer ruido y entraba con sigilo en el dormitorio donde yacía adormilada o ausente su madre. Se sentaba junto a ella en el borde de la cama, al que había escalado subiéndose en un taburete. Le acariciaba las manos o el pelo mojado de sudor, se lo alisaba, desordenado y sucio al cabo de tantos días de convalecencia, y parecía comprender que no respondiera a sus preguntas, no contrariarse ni sentir extrañeza si su madre, aunque tenía los ojos abiertos, no respondía a sus gestos de cariño ni daba muestras de advertir su presencia. Le pusieron un velo blanco y le hicieron sostener una vela para el bautizo de su hermano, y ella se alzó de puntillas para ver bien cómo el cura vertía el agua sobre su cabeza de pelo escaso y enfermizo y luego se la secaba ligeramente con un pañuelo blanco, con los filos bordados, en el que se limpiaba también las puntas de los dedos. Miraba a su padre, intuyendo que le importunaba la ceremonia entera, y que se fijaba con disgusto en su velito blanco y en la vela encendida que llevaba en la mano. Pero parecía tener una comprensión ilimitada para las rarezas de los adultos, una curiosidad exenta de distracción o censura. El bebé se había callado un momento mientras el cura decía cosas extrañas en latín y hacía gestos con los dedos puntiagudos y pálidos sobre su cabeza, pero lloró más recio aún cuando el agua le mojó el cráneo, su boca desdentada y abierta mientras rugía, los párpados sin pestañas muy apretados, los ojos ciegos como los de un conejo o un ratón recién nacidos, la misma pelusa sobre la piel tan roja. Igual que tantas veces Ignacio Abel asistía como un invitado o un intruso a un acto de su propia vida familiar, aceptaba lo que no tenía que ver con él sin ponerle remedio ni mostrar siquiera resistencia, o disgusto, tan sólo una frialdad mansa, como si nada de aquello estuviera ocurriendo de verdad ni tuviera que ver con él. Al cura el aliento le olía a tabaco: la niña observó que tenía las puntas de los dedos índice y corazón, los mismos que se movían trazando signos en el aire, amarillos de nicotina. Esa noche, cuando su hermano lloraba, se acercó cautelosamente a él y en vez de mecerle la cuna le tomó una mano, y el bebé se quedó callado instantáneamente. Desde entonces la niña durmió con la cuna al lado de su cama. Sin despertarse del todo oía el comienzo de un quejido y su mano tanteaba en la oscuridad entre los barrotes. La mano diminuta del niño buscaba en el vacío, los dedos extendidos, queriendo encontrar un asidero, y el gemido se acentuaba, a punto de convertirse en llanto. Pero entonces encontraba la mano de la hermana y se asía muy fuerte a ella, se cerraba en torno al dedo pulgar, y el niño tranquilizado y seguro volvía a quedarse dormido. En su dormitorio, desvelado, Ignacio Abel contaba segundos de silencio, temiendo que antes de llegar al minuto el llanto estallaría de nuevo. Imaginaba el largo duermevela de una noche en tren y podía verse a sí mismo, soberano y solo en una ciudad europea, tan claramente como si ese futuro ya fuera parte de un recuerdo, como se veía acodado sobre una mesa, de niño, delante de sus cuadernos, la pluma trazando dos líneas paralelas sobre la hoja en blanco un momento antes de que sonaran los golpes en la puerta, cuando ya había oído las ruedas del carro sobre los adoquines sin hacerles caso, a la luz de la lámpara de petróleo que parecía arder siempre al fondo del tiempo.