La misma música lo había llevado por segunda vez hacia Judith sin que él supiera que se acercaba a ella; en el corredor resonante de un edificio de oficinas de Madrid una canción lejana le había devuelto su recuerdo al cabo de varios días en los que poco a poco la había ido olvidando: una sensación de familiaridad al principio, clarinete y piano haciéndose más precisos y borrándose un poco después como si cambiara el viento. Miraba las puertas numeradas de las oficinas de las cuales salían timbres de teléfono y tecleos confusos de máquinas de escribir y tardó un poco en identificar de dónde procedía la vibración inmediata del reconocimiento; esa misma canción la había escuchado un momento antes de abrir la puerta del salón de actos de la Residencia, esperando encontrar a Moreno Villa, la tarde de cuya fecha estaba seguro porque era el día de San Miguel. Pero ni siquiera sabía que esa canción se hubiera guardado en su memoria. Lo supo ahora, cuando el hilo disperso de la melodía unió al momento presente las dos imágenes que poseía de Judith y le despertó una vaga expectativa de volver a verla. Aun después de haberla visto de nuevo en la Residencia y haberla deseado habría podido olvidarse de ella. En esa época de inmersión obsesiva en el trabajo sus estados de ánimo eran tan pasajeros como las formas de las nubes y él tendía a prestarles la misma atención. Más allá de su tablero de dibujo y de la gran maqueta de la Ciudad Universitaria cuya réplica se iba completando tan despacio al otro lado del ventanal de su oficina, el mundo exterior era un zumbido confuso que no llegaba a aturdirle los oídos, como un paisaje que se hace más borroso en la ventanilla según aumenta la velocidad del tren. La pasión política, que nunca tuvo en él raíces muy profundas, se le había amortiguado con los años, templada por el escepticismo, por el recelo hacia los aspavientos y las proclamas guturales, hacia las riadas españolas de palabras. Tan distraídamente como repasaba los titulares del periódico o escuchaba en la radio durante el desayuno el noticiario de las ocho de la mañana atravesaba sus rachas cambiantes de abatimiento o de impaciencia, de vago disgusto familiar, de remordimiento sin motivo visible. La prisa lo llevaba de un sitio a otro tan replegado en sus tareas como en el interior del pequeño Fiat con el que cruzaba velozmente Madrid. Sin ningún esfuerzo se le había debilitado la atracción hacia la mujer extranjera a la que había visto atravesando de perfil el cono de luz del proyector; el estremecimiento de una presencia exótica, intensamente carnal y a la vez intangible como una promesa, contenida no en su actitud o en sus palabras sino en su misma figura, en el hecho primordial de su existencia, la forma de la cara y el color del pelo y de los ojos y el metal de la voz y también algo más que no estaba en ella, la promesa misma de tantos deseos no cumplidos y muchas veces ni siquiera formulados, soliviantados por la cercanía de Judith como por una palmada o una voz que revelan la amplitud de un gran espacio en penumbra. En la promesa había una parte de añoranza de lo nunca sucedido y de pesadumbre anticipada por lo que probablemente ya no iba a suceder; hasta de su propia capacidad juvenil de desear, embotada con los años, a pesar de que aún siguiera mirando con expectación furtiva a las mujeres con las que se cruzaba, incluso a las modelos de las revistas ilustradas y a las actrices del cine, a las maniquíes de los escaparates de las tiendas, vestidas con jovial temeridad deportiva para el clima de una estación futura o de un paisaje marítimo. La vida no podía ser sólo lo que ya conocía; algo o alguien estaría esperándole en el porvenir, a la vuelta de la esquina, en el tranvía estrecho y oscilante que estaba viendo llegar desde el fondo de una avenida, los rieles brillando al sol entre los adoquines, o detrás de las puertas giratorias de un café; algo o alguien en la bruma del porvenir, mañana mismo o en el próximo minuto. Sin creer ya seguía esperando; la pérdida o el decaimiento de la fe no eliminaban la expectación del milagro. Algo vendría sobresaltándolo todo: el proyecto de un edificio que no se parecería a ningún otro, la existencia más rica, más densa de incitaciones y texturas que había vislumbrado, casi rozado, en Alemania, apenas durante un año, en el tiempo que le había parecido el principio de su vida verdadera y resultó ser tan sólo un paréntesis desvanecido con el paso de los años, el final retardado de su juventud. Delgada y soberana, extranjera, hablando en un grupo de hombres con una naturalidad que habría sido muy rara en una mujer española, Judith Biely quizás le había atraído más porque le recordaba a las mujeres jóvenes de Berlín y de Weimar, saliendo en grupos a la caída de la tarde de los almacenes y de los edificios de oficinas, mecanógrafas, secretarias, dependientas, dejando al paso un olor a carmín y humo dulce de tabaco americano, con las viseras de los sombreros a la altura de los ojos, con ropas livianas y andares gimnásticos, lanzándose intrépidamente a cruzar las calles entre los automóviles y los tranvías. Lo que más le excitaba era aquella soltura que no había visto nunca en España; lo estimulaba y lo amedrentaba a la vez: a los treinta y tantos años, arquitecto y padre de familia pensionado por el gobierno para estudiar un curso en el extranjero, vestido sombríamente a la manera española, las mujeres que caminaban por las calles o conversaban en los cafés entre cigarrillos y bebidas, con las faldas cortas y las piernas cruzadas, con los labios muy rojos, moviendo al gesticular las cortas melenas lisas, le despertaban una forma de excitación y de miedo muy semejantes a los de la adolescencia. El deseo sexual era indistinguible del entusiasmo del aprendizaje y el temblor del descubrimiento: las luces nocturnas, el fragor de los trenes, el deleite de sumergirse de verdad en un idioma y empezar a dominarlo, sintiendo que los oídos se abrían igual que los ojos, igual que la inteligencia desbordada por tantas incitaciones a las que no sabía sustraerse, y que al hablar alemán con un poco de fluidez adquiría sin darse cuenta una identidad que ya no era del todo la fatigosamente suya, más liviana, como su mismo cuerpo cuando salía cada mañana a la calle, dispuesto a percibirlo todo, abandonándose al estrépito de Berlín o al sosiego de las calles densamente arboladas de Weimar, por las que pedaleaba en su bicicleta camino de la Escuela, deleitándose en el rumor de los neumáticos sobre los adoquines y en el viento suave que le daba en la cara. En las aulas sin calefacción de la Bauhaus casi la mitad de los estudiantes eran mujeres, todas mucho más jóvenes que él. En una fiesta una de ellas que se llamaba Mitzi lo había besado hundiéndole la lengua en la boca y dejándole en la saliva un regusto de alcohol y tabaco. Vino luego a escondidas con él a su cuarto de la pensión y cuando él se volvía después de buscar el libro que le había prometido prestarle estaba desnuda encima de la cama, muy delgada, muy blanca, tiritando de frío. Nunca antes una mujer se había desnudado delante de él de esa manera. Nunca había estado con una mujer tan joven, que tomara la iniciativa con una naturalidad a la vez delicada y obscena. Debajo de las mantas parecía que fuera a descoyuntarse en sus brazos, tan abierta y jugosa para él como lo había estado su boca unas horas antes en la fiesta. Decía venir de una gran familia arruinada de Hungría. Se entendía con ella saltando azarosamente del alemán al francés y le escuchaba murmurar en su oído palabras indescifrables en húngaro, como chisporroteos fonéticos. Había empezado a estudiar arquitectura pero en la Escuela había descubierto que le importaba mucho más la fotografía; buscaba en la naturaleza y en los lugares cotidianos las formas visuales abstractas que le había enseñado a mirar su compatriota Moholy-Nagy, que también era o había sido su amante. Se entregaba en el amor con los ojos abiertos y como abandonándose a un sacrificio humano en el que ella era la oficiante y la víctima. Cuando era ella quien llevaba la iniciativa saltaba y se estremecía como en un trance metódico en el que había algo de distracción y hasta de indiferencia. Luego encendía un cigarrillo y lo fumaba extendida sobre la cama, las piernas abiertas, una rodilla levantada, y con sólo mirarla él volvía a morirse de deseo. La presunta ex condesa o ex marquesa húngara vivía en un sótano en el que no había más que un jergón y una maleta abierta con su ropa y sobre ella un lavabo y un espejo. En un rincón, sobre una pomposa estufa de porcelana que pocas veces desprendía un calor aceptable, hervía despacio una olla llena de patatas. Sin sal, sin mantequilla, sin nada, sólo patatas hervidas de las que ella se iba alimentando de manera anárquica a lo largo del día o de la noche, clavándolas con un tenedor y soplándoles para que se enfriaran antes de empezar a masticarlas. La recordaba sentada sobre el jergón, con el abrigo de él echado sobre los hombros escuálidos, despeinada, inclinándose sobre la olla e hincando una patata con el tenedor, el cigarrillo encendido en la otra mano, masticando con un ronroneo de deleite. Lo que más trastornaba a Ignacio Abel era que careciera por completo de cualquier rastro de vergüenza. Había soltado una carcajada la primera noche, cuando él se disponía a apagar la luz. Durante años se excitó sin consuelo en las noches de insomnio junto al cuerpo ancho y dormido de Adela recordando la sonrisa ebria que había a veces en sus ojos, cuando alzaba la cabeza entre los muslos de él para tomar aire o para mirar en su cara el efecto de lo que estaba haciéndole con la lengua y los finos labios en los que se había borrado la línea de carmín; lo que ninguna mujer le había hecho hasta entonces y lo que no imaginaba que volviera a sucederle; lo que ella hacía con la misma entrega y el mismo desapego, descubrió pronto con un acceso de rústicos celos españoles, a otros alumnos de la Escuela, aparte de a su profesor de fotografía. En un momento dado Mitzi desapareció y él la anduvo buscando ultrajado y ridículo; lo hirió sobre todo el estupor y la ligera burla con que ella escuchó sus quejas de amante rancio y ofendido, expresadas en un torpe alemán. Nadie tenía un derecho exclusivo sobre ella. ¿Le había puesto ella alguna condición, le había pedido siquiera que volviese contra la pared la foto de su mujer y sus dos hijos que había sobre la mesa de noche? ¿Cómo estaba él tan seguro de que se bastaba para satisfacerla? Al querer atraparla se le había escapado como escurriendo su cuerpo sudoroso y ágil del tosco abrazo masculino, como una nadadora que se desprende de un talonazo de una planta vibrátil del fondo que se le enredaba a las piernas. Tal vez Mitzi se acostaba con otros para dormir de vez en cuando en cuartos menos inhóspitos que el suyo o para comer algo más que patatas o fumar cigarrillos menos venenosos que los que compraba por la calle a veteranos de guerra sin un brazo o sin una pierna o sin la mitad de la cara que los habían liado con el tabaco de las colillas que recogían por el suelo: tal vez ésa era la razón por la que se había acostado con él, que se encontraba con las manos llenas de enormes billetes de millones de marcos cada vez que cambiaba unos pocos francos de su mezquina beca española. El hambre exageraba la alucinación colectiva y hacía más resplandecientes los letreros luminosos de la noche y las cascadas de collares de perlas de las mujeres que se bajaban de automóviles negros y largos como góndolas a las puertas de los restaurantes de lujo. Había una palpitación sexual en el aire que se correspondía en él mismo con una especie de estado de celo permanente que lo empujaba, cuando estaba solo, a andar errante por las calles de los cabarets y de los prostíbulos de los que salían ráfagas de músicas sincopadas y manchas de luz de colores muy fuertes, a veces difuminados por la niebla, rojos, verdes, azules. Mujeres de melenas rubio platino y largas piernas desnudas a pesar del frío resultaban ser, cuando se pasaba cerca de ellas apartando la mirada y sin hacer caso a sus invitaciones, hombres de mentón sombrío y voz ronca. Llamaba con los nudillos a las dos o a las tres de la mañana en el ventanuco del sótano donde vivía ella y la acariciaba y la abría en la oscuridad y no llegaba a saber si estaba despierta del todo o si gemía y murmuraba cosas y se reía en sueños apresándole la cintura con sus flacos muslos elásticos. Se quedaba luego tendido junto a ella abrumado por un estupor hacia sí mismo y hacia su propia furia ahora apaciguada en el que había una parte católica de remordimiento. Pero otras veces la buscaba y no llegaba a encontrarla, o peor aún, veía luz en el ventanuco sucio y golpeaba con los nudillos sin obtener respuesta y se le hacía físicamente intolerable la certeza de que ella estaba en ese momento con otro hombre en la cama, los dos tendidos en silencio, mirando hacia la sombra en el cristal, ella poniéndose el dedo índice en los labios pintados, con cara de burla. En diez años Ignacio Abel no volvió a sentir nada parecido a aquella conmoción física, ni olvidó ninguno de sus pormenores. A nadie le confió su aventura; se quedaba siempre callado en las conversaciones sexuales entre hombres. Sólo varios años después de volver de Alemania vio retratado su propio trastorno en una película de Buñuel que proyectaron en privado y no sin gran embarazo de las señoras en una salita del Lyceum Club: una mujer joven a la que al cabo del tiempo no le costaba nada confundir con su fugaz amante húngara le chupaba voluptuosamente el pie a una estatua de mármol; los dos amantes se buscaban y en cuanto llegaban a encontrarse volvían a separarlos y a perseguirlos, y se deseaban tanto que se tiraban abrazados al suelo sin reparar en el escándalo que los rodeaba. Había vuelto a Madrid a principios del verano de 1924 y las cosas y las personas le parecieron detenidas en el punto justo en el que las dejó un año atrás. Hasta su alma antigua lo estaba esperando como un traje de varias temporadas atrás colgado en un armario. Comprendía, como quien sale de una borrachera, que en Alemania se había sumergido febrilmente en un estado colectivo de alucinación y de alerta. Nada más cruzar la frontera presentando su pasaporte a guardias civiles con hoscas caras de pobres bajo los tricornios y subir a un tren español, la estimulación excesiva se convertía en abatimiento. Sólo encontraba fortaleza en la maleta llena de libros y revistas que había venido arrastrando como una losa por las estaciones de Europa, y que iba a ser el alimento de su inteligencia en los años de penuria intelectual que se avecinaban. En Madrid hacía un calor de desierto y las calles céntricas estaban ocupadas por la procesión lenta y barroca del Corpus Christi: canónigos con pesadas capas alzando cruces y haciendo oscilar barrocos incensarios de plata; mujeres con mantillas negras y bozos africanos sobre los labios carnosos (entre ellas su propia suegra, doña Cecilia, y las hermanas solteras de su suegro, don Francisco de Asís); soldados de gala rindiendo armas al Santísimo Sacramento. Entró en su casa y el aire olía espesamente al linimento muscular que usaba el padre de Adela y a la sopa de ajo con la que se deleitaba cuando iba a comer a casa de su hija mayor, de la que apenas se habían separado él y su señora durante la ausencia del marido. Miguel lloraba sin descanso con la cara muy roja y Adela enumeraba los síntomas de una posible infección intestinal como si Ignacio Abel o su ausencia fueran en el fondo responsables de ella. La niña, que tenía ya cuatro años, se había echado asustada en los brazos de su madre al ver a aquel hombre alto y desconocido que había dejado dos maletas enormes en el recibidor y avanzaba hacia ella por el pasillo extendiendo sus grandes brazos abiertos.
Al cabo de tanto tiempo seguía buscando como entonces, esperando algo que no sabía lo que era, pero que roía o minaba en secreto la estabilidad de su conciencia, no permitiéndole verdadero descanso, inoculando duda y sospecha en la satisfacción visible de las cosas que había logrado. En algunas revistas ilustradas alemanas o francesas veía a veces fotos de actualidad firmadas por su amante de tantos años atrás con un pseudónimo corto y sonoro. Meditaba sin drama sobre la probable asimetría del recuerdo: lo que a él tanto le había importado no sería nada para ella. El tiempo había limpiado el rencor y la sospecha masculina del ridículo dejándole una secreta gratitud. Seguía buscando por un hábito juvenil de su alma convertido ahora en rasgo de carácter, disociado de las expectativas de su vida real, que se había ido achatando según se volvía más sólida, despojada de riesgos y también de sorpresa, como un proyecto que al materializarse adquiere una presencia firme y útil y al mismo tiempo pierde la novedad y la belleza que fueron posibilidades tan poderosas en su origen, cuando no era más que un esbozo, un juego de líneas sobre el papel de un cuaderno, o ni siquiera eso, el relámpago de una intuición, el espacio baldío donde aún tardarán mucho en empezar a excavarse cimientos. De algún modo lo que se cumplía se frustraba, la obra llegaba al final excluyendo lo mejor de lo que podía haber sido. Tal vez el filo de su inteligencia se había embotado, igual que su vista ya era más débil y sus movimientos algo más torpes, su cuerpo más pesado y más romo, no traspasado desde hacía tanto tiempo por una punzada de verdadero deseo. La tensión de la expectativa se mantenía inalterada, pero era muy probable que lo que le esperaba en el porvenir no fuera a ser mucho más de lo que le había sucedido en el pasado. El suspenso de lo incógnito, la sensación de una posibilidad ilimitada, ya no volvería a sentirlos como en el tiempo que pasó en Alemania, tan luminoso y breve en el recuerdo. El talento y la ambición los había puesto en su oficio. A su propia vida personal había asistido distraídamente, como quien delega en otros los detalles subalternos de una tarea complicada. Alzarse sin ayuda casi de nadie —sólo de su madre batalladora y analfabeta; de su padre prematuramente muerto; de la voluntad nunca expresada por su padre y organizada por él con eficacia y sigilo de que su hijo tuviera un porvenir menos inclemente que el suyo—, estudiar primero el bachillerato y luego la carrera de arquitectura viviendo con una especie de ascetismo fanático, habían requerido de él tal grado de concentración y energía que el resto de su vida le parecía por comparación una larga indolencia. Una vez logrado el título, ganado el primer puesto de trabajo, hacer en cada momento lo que se requería o se esperaba de él no había exigido más esfuerzo que el de dejarse llevar con una cierta astucia estratégica, en una vaga dirección de respetabilidad. Tal vez Adela, cuando los dos eran jóvenes, le había gustado más de lo que ahora recordaba. El noviazgo, el matrimonio, los hijos, niña y luego niño, se habían sucedido a intervalos decentes; con una mezcla de cálculo y de fastidio íntimo había acatado las normas de la familia de Adela; asistido a los bautizos, confirmaciones, imposiciones de escapularios de sus hijos; languidecido a lo largo de innumerables celebraciones familiares, bodas y onomásticas y cenas de Navidad y de Año Nuevo, adoptando un aire educado y cada vez más ausente que todos aceptaban como prueba de su rareza, tal vez de su talento, quizás también como un residuo de rudeza propio de su origen plebeyo, al que nadie aludía, pero nadie olvidaba. A pesar de ser el hijo de una portera de la calle Toledo y de un albañil venido a más habían tenido la magnanimidad de admitirlo como uno de los suyos; le habían hecho entrega de la criatura más distinguida (aunque ya ligeramente ajada) de aquella familia intachable; le habían facilitado el acceso a los primeros peldaños de una profesión a la que de otro modo no habría podido acceder, por mucho expediente académico con matrículas de honor y título de arquitecto que tuviera. Se esperaba de él que cumpliera con sus responsabilidades; que pagara a plazos regulares y a lo largo del resto de su vida los intereses formidables de la deuda: comportamiento digno, visible celo conyugal, paternidad rápida, despliegue provechoso y brillante de las facultades, en principio sólo teóricas, en virtud de las cuales se le había aceptado sin demasiadas reservas en una clase que no era la suya.
Durante años cumplió tan rectamente y sin esfuerzo perceptible ese papel que casi llegó a olvidarse de que hubiera sido posible otra vida. Decepción y conformidad fueron muy pronto rasgos estables de su alma, así como una profunda indiferencia hacia todo aquello que no fuera la solitaria exaltación intelectual que le deparaba su trabajo. Tedio sin drama, sexo sin deseo y desvelo compartido y excesivo por los hijos sostenían su vida conyugal. Imaginaba con descuido que a Adela su ensimismamiento y su tibieza, gradualmente convertida en indiferencia, no la importunaban, incluso que los recibía con alivio, siendo una mujer que siempre pareció insegura y más bien avergonzada de su cuerpo, convencida de que lo propio de los hombres era salir de casa temprano y volver muy tarde y ocupar ese tiempo intermedio en tareas indescifrables cuya única consecuencia digna de interés era el bienestar de la familia. La idea de ir con prostitutas le habría desagradado incluso si hubiera podido eludir los indiscutibles argumentos higiénicos, que para su sorpresa no intimidaban a otros hombres. Lo que había probado en un cuarto de Weimar junto a una mujer joven y resuelta que tiritaba desnuda abrazándose a él y lo miraba sonriendo a los ojos mientras él se movía rítmicamente sobre ella adaptando su empuje a la ondulación sabia de sus caderas, eso no volvería a sucederle, del mismo modo irrevocable en que no volvería a vivir su juventud. Miraba con atención a todas las mujeres, pero muy raramente se sentía atraído de verdad por alguna, o se volvía para seguir mirándola después de que pasara a su lado. Suponía que la edad iba amortiguando el deseo físico en la misma medida que las ambiciones y los desvaríos de la imaginación. Una americana desconocida le había gustado mucho durante unos minutos y había cruzado con él unas pocas palabras, y luego él se había complacido recordándola en la penumbra de un taxi mientras Adela, a su lado, le hablaba con un tono hostil en la voz, como si adivinara, como si hubiera sido capaz de atrapar en los ojos de su marido un fulgor instantáneo que no los había animado en muchos años, igual que la niña se había fijado en la falda tan estrecha y en el corte de pelo y en el acento con que la extranjera hablaba en español, tan distinto de las severas consonantes germanas de la señorita Rossman. Había vuelto a pensar en ella acostado en silencio junto a su mujer, esa noche, esforzándose por precisar en la memoria los detalles de su cara —sombras de pecas en torno a la nariz, el brillo de los ojos tras un mechón de pelo rizado, que había tenido la tentación insensata de apartar con sus dedos— al mismo tiempo que notaba un principio indudable de excitación física, pronto languidecida, una llama alimentada por los materiales muy débiles de la imaginación adulta. Al día siguiente, en su oficina de la Ciudad Universitaria —sobre la mesa estaba desplegado el periódico en el que venía una reseña de su charla, con una foto muy oscura en la que su cara apenas podía distinguirse—, había pedido comunicación con el teléfono de Moreno Villa mientras urdía el pretexto para una conversación que derivaría sin dificultad hacia Judith Biely. Pero colgó en seguida, indeciso, dejando con la palabra en la boca a la telefonista, falto de hábito para esa clase de astucias, y ya no tuvo ocasión de repetir la llamada, ni de cumplir un vago propósito de volver con cualquier motivo a la Residencia, con la esperanza pueril de encontrarse con ella.
Los días pasan, la posibilidad de algo que estuvo a punto de suceder se deshace como un dibujo trazado sobre el vaho de un cristal. Ignacio Abel pudo no haber visto nunca más a Judith Biely y ninguno de los dos habría vuelto a pensar en el otro, cada uno alejándose por los laberintos de su propia vida. Ahora avanzaba por un corredor en el décimo piso de un edificio nuevo de la Gran Vía —el traje oscuro, de chaqueta cruzada, el sombrero en la mano, el pelo canoso pegado a las sienes, el ademán distraído y enérgico de quien no teme mucho ni espera en el fondo demasiado, salvo lo que le corresponde. En medio de los sonidos previsibles de pasos, de taconeos de secretarias, de ráfagas de anuncios en aparatos de radio, de timbres de teléfonos, del tableteo de las máquinas de escribir detrás de puertas de cristal escarchado, distinguía más claramente la música que había empezado a escuchar cuando salió del ascensor. La canción le hizo acordarse de Judith Biely aun antes de saber que estaba guiándolo hacia ella. Se acordó de su nombre pero no de su apellido; del sol que entraba por un ventanal orientado al oeste cuando ella volvió la cabeza sin interrumpir del todo la melodía que tocaba al piano; de Negrín diciendo que ese apellido era o sonaba a ruso. El ascensor rápido y silencioso se había abierto a un amplio rellano de suelo reluciente, con un muro de bloques de cristal de obra que difundían la claridad de un gran patio interior. El ascensorista se tocó la gorra apartándose para dejarle paso. Olía prometedoramente a nuevo, a recién terminado, a barnices recientes, a pintura y a madera frescas. Hasta los pasos tenían la resonancia de un espacio que aún no ha sido ocupado por completo, con paredes desnudas que devuelven los ecos y acentúan los agudos.
La música venía del otro lado de alguna de las puertas numeradas a lo largo del corredor donde Ignacio Abel buscaba la placa con el nombre de quien le había dado la cita, la voz efusiva y con mucho acento americano que lo llamó por teléfono a los dos o tres días de su conferencia para proponerle confusamente algo. «Usted no sabe quién soy pero yo sé mucho de usted. Conozco y admiro su trabajo. Tenemos amigos comunes. El doctor Negrín tuvo la amabilidad de darme su número. Él fue quien me propuso su nombre.» Aceptó por curiosidad, por ceder al halago, y porque esa tarde de viernes iba a estar solo en Madrid. Adela y los niños se habían marchado a la casa de la Sierra, en preparación de una de las grandes celebraciones anuales de la familia, el día del santo de su padre, don Francisco de Asís. Ignacio Abel había imaginado que la cita sería en una oficina. Había muchas en ese edificio, sedes de empresas extranjeras, de productoras y distribuidoras cinematográficas, de agencias de viajes y compañías transatlánticas. Las máquinas de escribir y los teléfonos sonaban a rachas, como cuando se abre y se cierra una puerta y entra por ella el sonido de la lluvia. Secretarias jóvenes se cruzaban con él, pintadas y veloces como las que veía diez años atrás en Alemania: botones de uniforme, repartidores de telegramas, empleados con carteras bajo el brazo, operarios que ultimaban instalaciones. Le complacía esa actividad, la sugestión de tareas urgentes, tan distinta del sosiego letárgico de las oficinas ministeriales a las que a veces tenía que acudir para despachar asuntos relacionados con las obras de la Ciudad Universitaria, expedientes de pagos que nunca estaban resueltos, trámites que se detenían por la falta de una firma o de una póliza, del óvalo morado de un sello o de un lacre de rojo medieval al pie de un documento. Este edificio, por fuera, como tantos recientes de Madrid, tenía un volumen noble pero era complicado y enfático, con columnas y cornisas que no sostenían nada y balcones de piedra a los que nunca se asomaría nadie, con filigranas de escayola cuya única finalidad sería almacenar cuanto antes la mugre de las palomas y el hollín de las calefacciones y los coches. Pero los interiores eran diáfanos, ángulos rectos y curvas limpias, secuencias aritméticas que se desplegaban ante él según iba caminando por el corredor, según se acercaba a la puerta de la que procedía la música, que no era de cristal esmerilado y no tenía un rótulo comercial, sino una placa discreta con un nombre en letra cursiva, P. W. Van Doren.
Reconoció la canción al mismo tiempo que se acordaba del apellido musical y olvidado, Biely. Y un momento después, cuando se abrió la puerta, la vio a ella, sin previo aviso, como si su presencia hubiera sido una emanación de la música y del nombre recordado de pronto. En vez de en una oficina se encontró en medio de algo que parecía una fiesta más bien incongruente, a esa hora temprana y todavía laboral. Tuvo la sensación de que cruzando la puerta ingresaba un espacio que no era la continuidad del corredor que lo había traído hasta allí; no parecía un lugar español, y ni siquiera del todo real: una gran sala de paredes blancas y volúmenes abstractos, como un interior de película moderna. Las personas, los invitados, también tenían algo de figurantes, dispuestos en pequeños grupos que conversaban en varios idiomas, en diferentes planos, como para ocupar de una forma convincente el decorado. Inesperada, reconocida, carnal entre aquellas figuras que no advertían la presencia del recién llegado —no porque se propusieran hacer como que no lo veían, sino porque se movían en otro plano de la realidad—, Judith lo vio nada más entrar y le hizo desde lejos un gesto de bienvenida. Tenía un disco reluciente en las manos y estaba de pie junto al fonógrafo, perdida ella también entre desconocidos, aunque él entonces no se diera cuenta, delante de un ventanal que daba a un Madrid provinciano de tejados y campanarios y cúpulas de iglesias, llevando con la cabeza el ritmo de aquella canción. El clarinete, el piano, Benny Goodman acompañando a Teddy Wilson en un disco grabado en Nueva York sólo unos pocos meses antes, descubierto por ella con un arrebato de nostalgia americana en la cabina de una tienda de música de París, a principios de ese verano, cuando aún no sabía que iba a viajar a Madrid en septiembre, cuando España era todavía para ella el lugar soñado de los libros, un país tan ilusorio y tan anclado en la imaginación juvenil como la Isla del Tesoro o la ínsula Barataria de Sancho Panza. La doncella de uniforme negro y cofia blanca que le había abierto la puerta se alejó con sigilo llevándose el sombrero y el paraguas de Ignacio Abel. Su mirada rápida y experta evaluaba al mismo tiempo las dimensiones del espacio y la calidad y la disposición de los objetos, identificando a los autores de los cuadros y a los de los muebles, casi todos alemanes o franceses de los diez últimos años, salvo algún vienés muy distinguido de principios de siglo. Todo tenía una pulcritud de premeditación excesiva, de desorden muy calculado, con un brillo como de papel fotográfico, de revista internacional de decoración. Un camarero muy joven, con el pelo lacado de brillantina, le ofreció una copa transparente que olía a ginebra helada, una pequeña bandeja con canapés de mantequilla fresca y caviar. Le parecía que Judith tardaba mucho viniendo hacia él, entre los grupos de gente que se separaban sin verla para abrirle paso o que ella sorteaba guiada tan sólo por la melodía que había tocado tentativamente en el piano de la Residencia: más real e incitante según se le acercaba, vestida con una camisa blanca sin adornos y un pantalón ancho, cuando le estrechó la mano con una soltura masculina. La mano cálida, de dedos finos y huesos frágiles en cuanto se la apretaba un poco, apresada en la suya durante un momento que se prolongó sin que los dos hicieran nada, sin saber nada el uno del otro y de nuevo solos entre un rumor de gente invisible, igual que unas noches atrás en la Residencia. Al ser mirado por ella Ignacio Abel cobró una conciencia incómoda de su propio aspecto, demasiado severo y español en aquel ambiente, entre aquellas personas más jóvenes y vestidas, como Judith, de una manera deportiva, jerseys ceñidos, corbatas de colores vivos, pantalones a cuadros, zapatos de dos tonos. Por encima de las conversaciones y del tintineo de las copas se elevaba de vez en cuando una carcajada, una exclamación americana.
—El hombre al que no le gusta la fiesta de los toros —dijo Judith—. Me alegro tanto de verlo de nuevo, entre tantos desconocidos.
—Pensaba que eran todos compatriotas suyos.
—Pero en mi país no habría tratado con ninguno de ellos.
—Uno no es el mismo cuando está fuera de su país.
—¿Cómo es usted cuando está fuera de España? —Judith lo miraba por encima de la copa que sostenía delante de los labios.
—Ya casi no me acuerdo. Hace mucho que no viajo.
—Lo dice con pena. En su charla se le iluminaba la cara cuando enseñaba fotografías de edificios modernos alemanes.
—Espero que no se aburriera usted mucho. —El alcohol, al que no estaba acostumbrado, le provocaba en el pecho una oleada caliente cada vez que tomaba un sorbo. El olor de la ginebra se mezclaba con el de la colonia o el jabón de Judith. El deseo físico que le provocaba su cercanía era tan nuevo para él, tan inmediato, como el del alcohol aromático en su sangre, y le producía un desconcierto parecido. Despertaba al cabo de más de diez años, atónito de haber estado dormido durante tanto tiempo y de no haberse dado cuenta de su sonambulismo.
—Now you’re fishing for compliments —Judith había saltado instintivamente al inglés y se echó a reír ante su propia confusión lingüística: se limpió los labios con una pequeña servilleta, ahora arrepentida de la risa y tal vez del comentario—. Usted sabe muy bien que nadie se aburrió.
Le gustaba todavía más de lo que recordaba. No había sabido guardar en la memoria el color exacto de sus ojos, su brillo de inteligencia irónica y siempre alerta, el modo en que su espesa melena rizada se cortaba en ángulo recto a la altura de los pómulos y los rozaba cuando movía la cabeza, el timbre luminoso de su voz en español. La embellecía el entusiasmo. Llevaba un mes en Madrid y sentía por la ciudad todo el fervor de un enamoramiento inesperado. Era una de esas personas imaginativas capaces de disfrutar saludablemente de todo y de agradecer la novedad sin ninguna sombra de recelo ante lo desconocido. Conversando con ella esa tarde Ignacio Abel pensó que se parecía a Lita en su equilibrio entre una rigurosa vocación de aprender y una disposición jovial a recibir los dones de lo imprevisto, a disfrutar serenamente de la vida. Llevaba dos años recorriendo Europa y había planeado dejar para el final una estancia de seis meses en España. Pero una antigua compañera de la Universidad de Columbia, donde Judith había dejado sin terminar su doctorado hacía unos años, la llamó a principios de verano: se había puesto enferma y no podía hacerse cargo del grupo de estudiantes con el que tenía que pasar un curso de intercambio en Madrid. Cuántas piezas de azar se requerían para urdir un trance decisivo en la vida. Desde principios de septiembre y contra todas sus expectativas de poco tiempo atrás Judith Biely era una profesora y estaba viviendo en una pensión de Madrid, en un cuarto austero y luminoso que daba a la plaza de Santa Ana, mientras esperaba a que quedara una habitación vacante en la Residencia de Señoritas. Perfeccionaba su español, que había empezado a aprender por su cuenta de niña, después de leer en una edición escolar los Cuentos de la Alhambra; asistía a clases de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras y de historia de España en el Centro de Estudios Históricos de la calle Almagro, a conferencias y a conciertos y proyecciones de películas en la Residencia de Estudiantes; comía cocidos sabrosos e indigestos en las tabernas de la Cava Baja procurando memorizar los nombres de los ingredientes; se paseaba en los atardeceres por las Vistillas y el Viaducto y la plaza de Oriente para ver las puestas de sol que en aquella ciudad tan interior cobraban una delicada amplitud de horizontes marítimos tamizados de niebla. Los morados y grises de la Sierra que veía desde su ventana en los primeros días lluviosos de octubre los reconocía un poco después en las lejanías de los cuadros de caza de Velázquez. La felicidad de salir de su pensión y pasarse una mañana en el museo no era muy distinta a la de tomar luego un bocadillo de calamares fritos y una caña de cerveza en un kiosco del paseo del Prado, viendo pasar a la gente charlatana y activa de Madrid, intentando descifrar los giros del habla, revisando en un pequeño cuaderno las palabras y las expresiones nuevas que aprendía. A los diez o doce años había leído a Washington Irving inclinada durante horas sobre el pupitre de una biblioteca pública, mirando ilustraciones en las que la Alhambra era un palacio oriental, junto a una ventana desde la que se veían las terrazas cubiertas con tendederos de ropa blanca de un barrio de emigrantes italianos y judíos en Nueva York; ahora estaba impaciente por tomar una noche el expreso y amanecer en Granada. Un poco antes de ingresar en la universidad había descubierto un libro de viajes por España de John Dos Passos, Rosinante to the Road Again, y ahora lo llevaba de nuevo consigo y alguna vez lo había releído en los mismos lugares que se describían en sus páginas. Gracias a Dos Passos había conocido a Cervantes y al Greco, pero la arrebataron mucho más Velázquez y Goya en el Museo del Prado. ¿No había visto aún los frescos de Goya en la cúpula de San Antonio de la Florida, sus cuadros mucho menos célebres pero igual de poderosos en la Academia de San Fernando, las series de grabados? Ignacio Abel se sorprendió a sí mismo ofreciéndose como guía: estaban muy cerca de San Fernando, y a la ermita de San Antonio podía llegarse en automóvil en unos pocos minutos: se cruzaba el río y el paisaje de la Pradera y el de la ciudad al fondo, con la gran mancha blanca del Palacio de Oriente, era el mismo que había pintado Goya. Su propia temeridad lo inquietaba: no le costaría nada adelantar la mano y tocar su cara, tan cerca, apartar ese mechón que le rozaba la esquina de la boca risueña. Judith asentía, muy atenta para comprender cada palabra, los labios delgados humedecidos por la copa, los ojos brillantes, o era sólo el efecto euforizante del alcohol y de la conversación en una lengua extranjera, la misma temeridad que lo empujaba a él, irresponsable, un poco mareado, insistiendo, su coche estaba muy cerca de allí, y además él, por su trabajo, conocía al capellán de la ermita, que les permitiría subir hasta la cúpula para ver más de cerca los frescos. Aún no estaba enamorado y ya tenía celos de que otros la tocaran, otros hombres que además estaban unidos a ella por la complicidad del idioma. Un hombre fornido, más alto que ella, con la cabeza afeitada, la abrazó por detrás, interrumpiendo sin remedio la conversación.
—Judith, my dear, would you please introduce me to my own guest?
De qué la conocía, desde cuándo. Por qué apoyaba el mentón cuadrado en su hombro y le rozaba el pelo con los labios sin ningún apuro, y le pasaba los brazos por la cintura, las dos manos grandes y chatas y con pelos muy negros (pero con las uñas rosadas y brillantes por la manicura) cerrándose justo por encima de su pantalón. Ella hizo un ademán de desprenderse, pero sin mucha convicción, tal vez algo incómoda, aunque no lo bastante como para apartar la cara, para separar las dos manos que la apretaban contra el cuerpo masculino adherido a su espalda. Cómo sería estar en su lugar, apretando ese cuerpo delgado, percibiendo el ritmo de su respiración, debajo de la tela de la camisa. Lo sorprendía el trastorno de efusiones repentinas tan ajenas al control de su voluntad como los latidos del corazón o las oleadas rápidas de presión en las sienes.
—Phil Van Doren —dijo Judith, mirando a Ignacio Abel como si le pidiera disculpas—. Philip Van Doren tercero, para decir el nombre completo.
—No pude asistir a su conferencia del otro día, pero he leído sobre ella en varios periódicos, y Judith me la contó con detalle.
Hubiera querido apartar esas dos manos que te tocaban con tanta confianza, con sus pelos negros y sus anillos y sus uñas lacadas, hacerle que se separara de ti, que no pusiera su boca tan cerca de la tuya, que no siguiera rozándote con ese aire de propiedad con el que disponía de todo, de su casa y de sus invitados, hasta de mí mismo, que ni siquiera sabía aún por qué me había llamado, pero no me importaba, tenía bastante con haberte encontrado de nuevo.
—Como le dije por teléfono, he hecho algunas averiguaciones sobre usted, he visto algunos de sus trabajos en Madrid. —Van Doren hablaba un excelente español con deje mexicano—. La escuela pública en ese barrio del sur, el Mercado. Obras magníficas, si me permite una opinión de amateur.
Dijo amateur con una pulcra pronunciación francesa. Tenía unos ojos claros de mirada penetrante y fácilmente desconfiada o sarcástica y se depilaba las cejas con el mismo cuidado con que se afeitaba el cráneo. Por muy afilada que fuera la navaja de afeitar nunca se suavizaría la sombra negra de la barba. Del jersey de cuello alto que revelaba su musculatura pectoral surgía una cabeza bronceada y poderosa de atleta. Ignacio Abel sintió en seguida un alivio tocado de incomodidad: en esas manos reciamente masculinas que abrazaban a Judith probablemente no había deseo, pero la mirada tenía una fijeza excesiva, la de alguien dispuesto a hacerse juicios rápidos e inapelables sobre quien tuviera delante, sometiéndolo a pruebas cuyo único juez era él mismo; una curiosidad impúdica, codiciosa, indiscriminada, sin miramiento; un instinto por descubrir lo que estuviera más oculto y llegar a saber lo que nadie más sabía.
—Las cosas nunca salen como uno quisiera —dijo Abel, halagado, sobre todo porque Judith estaba delante, inhábil para recibir elogios—. Falta siempre dinero, hay retrasos, hace falta pelearse con todo el mundo. Por no hablar de las huelgas, las justas y las injustas…
Pero Van Doren se distraía en seguida cuando no era él quien hablaba. Miraba a los invitados, a los camareros, atento a cualquier detalle de la fiesta, con gestos secos y veloces de la cabeza, como ajustando a cada momento el ángulo y la distancia de visión; asentía mucho, como para abreviar las palabras que estaba escuchando, para desplazar su atención hacia signos más reveladores que ellas (el gesto nervioso de una mano que se frota contra otra, la mirada que se aparta un segundo); tomó una copa de la bandeja que pasaba; saludó brevemente a alguien; miró hacia los ventanales, como si también dependieran de él la claridad del día o el estado de la atmósfera; le indicó a Ignacio Abel que lo acompañara a su despacho; cuando ya lo tomaba del brazo para guiarlo pareció acordarse de Judith y le hizo una señal para que viniera con ellos, como una decisión sobre la marcha de la que no estuviera muy convencido, aunque a continuación la abrazara otra vez por la cintura, afectuoso de nuevo, advirtiendo que la copa de ella estaba casi vacía, ordenando con ademán autoritario a un camarero que le sirviera otra, su cara un momento animada por una gran sonrisa y al momento siguiente muy seria y con un ceño de ira, presionando un brazo de Ignacio Abel con sus dedos fuertes y vulgares. Se dejó llevar con un sentimiento de desagrado físico y de alarma; no había necesidad de que se le impusiera la dirección de sus pasos; esa mano lo llevaba hacia él no sabía dónde con la misma fuerza con que la emoción sexual y la ginebra bebida a deshoras debilitaban su control de sí mismo, confuso ya por la misma extrañeza del lugar, la burbuja de espacio en la que había ingresado cuando la doncella le abrió la puerta y vio a Judith al fondo, haciendo el gesto de quien ha estado esperando; ella sabía que él iba a venir; de algún modo era parte de un propósito que lo involucraba sin que él lo supiera; iba a cambiar el disco en el fonógrafo y se volvió al oír el timbre entre la música y las voces de los invitados.
Van Doren cerró la puerta del despacho con más energía de la que hubiera sido necesaria y cuando se sentó frente a ellos en un sillón tubular tapizado con piel de becerro poniendo las dos manos sobre las rodillas tenía una placidez de bailarín que ha culminado un salto sin esfuerzo visible. Posadas sobre la tela deportiva del pantalón, las manos resaltaban con una tosquedad obscena. El sonido de la fiesta quedaba muy difuminado, agravando en Ignacio Abel la sensación de lejanía; de perder pie; de avanzar en la oscuridad por un pasillo extendiendo las manos y no encontrar un punto de referencia sólido que le explicara el espacio. Las mangas ajustadas del jersey de Van Doren mostraban una parte de los antebrazos musculosos y peludos. El reloj en su muñeca izquierda y la pulsera en la derecha eran de oro, y los dos se agitaban cuando movía las manos. Por el ventanal se veían muy cerca las cresterías barrocas y las antenas de comunicaciones del edificio de la Compañía Telefónica. Judith se reclinaba en un gran sofá de piel blanca fumando un cigarrillo, las piernas cruzadas, uno de sus zapatos de tacón oscilando en el aire. La luz pálida de la tarde de octubre brillaba en su pelo y en la piel tensa de sus pómulos y su mentón. Van Doren había pulsado un timbre mientras observaba a Judith encender el cigarrillo y seguía con la mirada la mano que dejaba junto a la mesa de cristal la cerilla apagada. El camarero entró y le indicó por señas que pusiera un cenicero, siempre con prisa, con un poco de ira que la sonrisa no llegaba del todo a disimular, no porque no supiera hacerlo, sino porque no lo pretendía. Quizás lo que no sabía era vivir sin la sensación confortable de amedrentar a quien tuviera cerca. El camarero cambió la copa inacabada y ya tibia de Ignacio Abel por otra en la que el frío dejaba un vaho de condensación en su delicada forma de cono invertido. Judith paladeaba la suya a sorbos muy cortos, como las caladas que daba al cigarrillo, que mantenía muy apartado de la cara.
—La arquitectura moderna es mi pasión —dijo Van Doren—. La pintura también, como usted ya ha notado, pero de otra manera. ¿Le gusta Paul Klee?
La mirada vigilante había seguido a la suya, asombrada e incrédula, subyugada por cinco cuadros pequeños de Paul Klee, acuarelas y óleos, y un poco más allá el dibujo de un bodegón que probablemente era de Juan Gris.
—Fue mi profesor de dibujo, en Alemania.
—¿Estudió usted en la Bauhaus? —Ahora Van Doren le concedía de verdad, aunque quizás transitoriamente, la consideración que hasta entonces, por un motivo u otro, por recelo o por simple arrogancia, sólo había fingido.
—Un año, en la primera época, en Weimar. Pero entonces nadie imaginaba que aquello fuera a durar o que tuviera mucha importancia. Aprendí más en unos meses que en todo el resto de mi vida.
Pero Van Doren ya había perdido interés. Tenía prisa, demasiadas ocupaciones al mismo tiempo, invitados a los que atender, telegramas, radiogramas urgentes que enviar a Europa y a los Estados Unidos, gente nueva a la que conocer y calibrar, minutos medidos para cada encuentro. Sin moverse ni dejar de sonreír estaba en otra parte, como quien cierra un segundo los ojos y se queda dormido y despierta con una sacudida. Su mirada exploraba siempre un campo de visión que estaba más allá de su interlocutor. Contraía los músculos de la cara y recobraba en un instante el hilo interrumpido de su monólogo.
—Pero la pintura es un placer privado, aunque se disfrute en un museo. Está uno solo, delante del cuadro, y el mundo alrededor no cuenta. La pintura exige un grado de contemplación que a veces es un problema para las personas activas. Cuando usted lleva quieto unos minutos, ¿no tiene remordimientos, no siente que se está perdiendo algo? Por supuesto que un edificio se puede disfrutar de una manera tan privada como un cuadro. Como usted sabe, la emoción estética suele ser reforzada por el privilegio de la posesión. Pero la arquitectura siempre tiene una parte pública, accesible a cualquiera, en plena calle, al aire libre. Es una afirmación. Como un puñetazo sobre una mesa…
Sin darse cuenta Van Doren cerraba el puño de la mano derecha, lo levantaba en el aire. Tenía el reflejo de subirse una y otra vez las mangas del jersey casi hasta el codo, primero la una, luego la otra, con el gesto enérgico de quien se dispone con impaciencia a emprender una tarea manual.
—Mire esa torre magnífica, la de la Compañía Telefónica. Quizás Judith le ha contado que tenemos intereses en ella. Mi familia, quiero decir, a través de la American Telephone and Telegraph. La torre está declarando algo, el poder del dinero, dirá nuestra querida Judith, que tiene simpatías radicales, como usted ya sabe, y lleva razón diciendo eso, claro que la lleva, pero también hay algo más. La maravilla de las comunicaciones telefónicas y de lo que es todavía mejor que ellas, las ondas de radio, que no requieren el tendido de cables, que transmiten las palabras a través de la atmósfera, haciéndolas resonar como ecos en la estratosfera, recogiéndolas luego. Un milagro para la gente de la edad de nuestros padres, un acto de brujería. Pero esa torre todavía está diciendo algo más, y usted como arquitecto es muy consciente de lo que significa: el empuje de su patria, tan poderoso ahora como cuando se levantaban las catedrales. ¡Uno se acerca a Madrid y el edificio de la Compañía Telefónica es su catedral! Una torre de oficinas y un almacén lleno de aparatos y cables y también un símbolo, igual que una iglesia o que un templo griego o una pirámide.
Bebió un sorbo terminante chasqueando la lengua, miró de soslayo el reloj de pulsera al subirse de nuevo las mangas. Estudió con recelo la cara un poco ausente de Judith, que tenía la mirada detenida en el humo del cigarrillo. Quizás el estremecimiento común se había disipado; quizás cuando salieran de allí y se hubiera pasado el efecto del alcohol y de la cercanía física ninguno de los dos se sentiría aludido por el otro.
—Pero lo noto impaciente. No quiero desperdiciar su tiempo ni el mío. No se me olvida que usted tampoco es un alma contemplativa. Supongo que no ha oído hablar de Burton College. Es una universidad pequeña, muy selecta, a unas dos horas en tren de Nueva York, hacia el norte, en la orilla del río Hudson. Hermosos paisajes. El campus está esparcido entre la naturaleza, como las viviendas y las granjas de los primeros colonos…
—Y antes las de los indios a los que los primeros colonos expulsaron.
Cuando habló Judith, Van Doren levantó hacia ella la mirada con una placidez absoluta, como transido por su propia paciencia, examinándola despacio, las manos detenidas en el gesto de subirse las mangas del jersey, mirando luego a Ignacio Abel como para asegurarse de que era testigo de su magnanimidad. Se complacía en dar por supuesto lo que probablemente sabía que era falso, que entre Judith y él había alguna clase de familiaridad.
—Como usted también habría previsto, era inevitable que nuestra querida Judith, llegados a este punto, mencionara a los indios. Lamentablemente desaparecidos. Ustedes, los españoles, saben también algo de eso. Pero si Judith nos lo permite será mejor continuar con mi historia acerca de Burton College. Ahora mismo los bosques se están volviendo rojos y amarillos. No soy muy sentimental y me gusta mucho Madrid, pero echo de menos los colores del otoño en esa parte de América. Judith sabe bien a lo que me refiero. ¿No ha estado nunca en los Estados Unidos, profesor Abel? Quizás ahora vendrá el momento oportuno. Desde hace varias generaciones mi familia está vinculada a Burton College. En algún momento estuvo a punto de llamarse Van Doren College, de hecho. Los terrenos del campus fueron una donación de un bisabuelo mío. Como usted sabe, nosotros estábamos asentados allí cuando llegaron los ingleses. Nosotros los holandeses, quiero decir. Su Nueva York fue antes nuestra New Amsterdam, como el México de ahora fue la Nueva España de ustedes.
—Por eso esa parte del Estado está llena de nombres holandeses —interrumpió Judith, tal vez con algo de fastidio ante aquel despliegue de ancestros, ella que no tenía en América más antepasados que sus padres, emigrantes que hablaban inglés con acento terrible y discutían a gritos en ruso y en yiddish.
—… Los Roosevelt, por citar unos vecinos prominentes. —Van Doren se echó a reír—. O los Vanderbilt. O los Van Buren. Sólo que en nuestra familia hemos sido más discretos. Nada de política, ni de negocios especulativos. La última crisis apenas nos afectó.
—A nosotros sí —dijo Judith, pero Van Doren decidió no hacer caso.
—Burton College ha sido el territorio preferido de nuestra filantropía. Hay un Van Doren Hall con un escenario en el que se dan regularmente conciertos sinfónicos, una Van Doren Wing en el hospital universitario, especializada en tratamientos pioneros para el cáncer. Y desde hace años, desde los tiempos de mi padre, existe un proyecto muy querido para mí, porque mi padre hubiera deseado construirlo y murió antes de tiempo: una nueva biblioteca, la Van Doren Library, la Philip Van Doren II Library, para ser exactos. Varios arquitectos han trabajado ya para nosotros y no me gusta ninguno de los proyectos que nos ofrecen. Por supuesto que no soy yo quien decide, pero lo que yo diga pesa mucho en el Board of Trustees de la universidad, y al fin y al cabo yo soy el que maneja las cuerdas de la bolsa…
—El que tiene la sartén por el mango —dijo Judith, contenta de corregirle a Van Doren su traducción literal del inglés con una franca expresión española que había aprendido hacía poco y le gustaba mucho.
—Hasta ahora todo lo que nos han presentado han sido pastiches, como puede imaginar. —Van Doren volvió a pronunciar con pulcritud amanerada una palabra francesa—. Pastiches góticos, imitaciones de imitaciones, de templos griegos, de termas romanas, de estaciones de ferrocarril o palacios de exposiciones imitando templos griegos y monumentos romanos, tartas estilo Beaux-Arts. Pero yo no quiero que sea profanado ese terreno con un monstruo parecido a una oficina de Correos. Me gustaría que lo viera. Le haré enviar fotografías y planos si le parece necesario. Es un claro en un bosque de arces y robles, una elevación más allá del lado oeste del campus, con una vista del río Hudson. El edificio se verá desde los trenes que pasen junto a la orilla, desde los barcos que suben y bajan por el río. Incluso desde el otro lado, desde los acantilados de New Jersey. Será el más visible del college. Lo imagino por encima de las copas de los árboles, más escondido cuando estén llenos de hojas, al final de un sendero que se apartará del rectángulo central, un camino de retiro y elevación hacia los libros, sus luces encendidas hasta la medianoche. Habrá libros, pero también discos de cualquier música, de cualquier parte del mundo. Judith, con su oído excelente, me ayudará sin duda a buscar grabaciones de música española. Mi familia tiene intereses en algunas compañías fonográficas. Imagino cabinas insonorizadas para escuchar los discos, salas de proyección en las que cualquiera pueda ver las películas. Me interesa mucho ese proyecto que hay ahora en España de grabar en disco las voces de sus personalidades más eminentes. Habrá salas de lectura con grandes ventanales desde los que se dominen el bosque y el río, los otros edificios del campus. No una de esas bibliotecas lúgubres que hay en Inglaterra, y que se imitan absurdamente en América, con olor a moho y a cuero podrido, con estanterías y ficheros de madera oscura, como ataúdes o monumentos funerarios, con lámparas bajas de pantalla verde que les den color de muerto a las caras. Veo una biblioteca luminosa, como esos edificios y talleres que construyeron los maestros de usted en Alemania, como esa escuela que hizo usted en Madrid. Una biblioteca práctica, como un buen gimnasio, un gimnasio para la inteligencia. Una torre vigía y un refugio también.
—Yo quiero trabajar en esa biblioteca —dijo Judith, pero Van Doren no tenía tiempo ni ganas de escuchar. Movía las manos grandes, con las uñas rosadas de manicura, se subía las mangas del jersey, como impaciente por empezar a trabajar en su biblioteca imaginaria, por excavar cimientos, aplanar desigualdades, poner hileras de ladrillos rojizos o bloques de la dura piedra grisácea que emergía en los claros del bosque.
—No lo he invitado hoy para que me diga que sí, para que se comprometa conmigo. Usted tiene muchas cosas que hacer y yo también. El doctor Negrín me ha contado que este año va a ser particularmente difícil para ustedes, porque se han comprometido a inaugurar la Ciudad Universitaria el próximo octubre. Difícil, si me permite mi opinión sincera. Casi imposible.
—¿Ha visitado usted las obras?
Antes de contestar Van Doren sonrió para sí mismo en silencio, como quien no se decide a revelar del todo lo que sabe, o como quien quiere dar la impresión de que sabe más de lo que dice.
—Ésa es una de las razones por las que vine a Madrid en primer lugar. He visitado atentamente las obras y he consultado planos y maquetas. Un proyecto magnífico, de una escala sin comparación en Europa, aunque de ejecución lenta y quizás desordenada, me atrevería a decir. Me gustó mucho su edificio, por cierto, el que está diseñado exclusivamente por usted. La central térmica, si no me equivoco.
—Casi no es un edificio. Es una caja para contener la maquinaria y los controles. Pero todavía no está en funcionamiento. ¿Quién se lo enseñó?
—A esa pregunta Phil no va a contestarle —dijo Judith. Van Doren le dedicó una sonrisa rápida, un gesto, aprobando no sin halago lo que ella había dicho. Era un hombre al que le gustaba sobre todo saber lo que otros no sabían, tener acceso privilegiado a lo que para los demás era inaccesible. A Ignacio Abel no le gustó que Judith volviera a llamarlo por un diminutivo.
—Es un bloque cúbico y sin embargo parece que hubiera surgido de la tierra, que formara parte de ella. Es una fortaleza pero no parece que pesara demasiado, el corazón vigoroso que bombea el agua caliente y la calefacción a esa ciudad del conocimiento. Uno quiere llamar a esa puerta en el muro, entrar en ese castillo. Se ve en seguida que ha trabajado usted con ingenieros competentes. Y que aparte de sus maestros alemanes admira usted a algunos arquitectos escandinavos, si me permite decírselo. ¿Le costó mucho que fuese aceptado su proyecto?
—No demasiado. Es una construcción práctica y nadie le presta mucha atención. No hubo que añadir volutas ni tejadillos platerescos, ni que imitar El Escorial.
—Terrible edificio, ¿no le parece? Me llevaron a verlo la semana pasada, compatriotas suyos que están muy orgullosos de él. Era como entrar en un decorado siniestro para Don Carlo. Siente uno el peso del granito como si fuera la mano de Felipe II con un guante de hierro. O la de la estatua del Comendador en Don Giovanni. ¿Se enfada si se lo digo?
Van Doren se echó a reír buscando en vano la complicidad de Judith y luego se volvió hacia Abel cambiando por completo de tono, como si le hablara a otra persona.
—¿Es usted comunista?
—¿Por qué me pregunta eso?
—Background check —dijo Judith en voz baja, con visible irritación, con impaciencia. Se levantó y fue hacia la ventana, incómoda por lo que le parecía el principio de un interrogatorio del que tal vez se sentía parcialmente responsable.
—Una parte de sus compañeros y de sus profesores en la Bauhaus lo eran. Y me parece que usted es un hombre al que le gusta que las cosas se hagan. Que tiene al mismo tiempo sentido práctico e imaginación utópica.
—¿Hay que ser comunista para eso?
—Comunista o fascista, me temo. Hay que amar los grandes proyectos y la acción inmediata y efectiva y no tener paciencia con la palabrería, con las dilaciones. En Moscú o en Berlín su ciudad universitaria ya estaría terminada. Incluso en Roma.
—Pero probablemente no tendría ningún sentido. —Ignacio Abel era consciente de la mirada y de la atención de Judith, aunque no estuviera mirándola. Sin darse cuenta del todo, hablaba para ella, para que a ella le gustara lo que estaba diciendo—. A no ser como cuartel o como campo de instrucción.
—No diga vulgaridades de propaganda impropias de usted. La ciencia alemana es la mejor del mundo.
—No lo será por mucho tiempo.
—Ahora habla usted como un comunista.
—¿Estás diciendo que hay que ser comunista para estar contra Hitler? —Judith Biely estaba de pie contra la ventana, enojada, muy seria, nerviosa. Van Doren la miró de soslayo sin decirle nada. En quien fijó intensamente los ojos fue en Ignacio Abel, que habló sin levantar la voz, con el pudor instintivo que sentía al expresar opiniones políticas.
—Soy socialista.
—¿Hay alguna diferencia?
—Cuando los comunistas subieron al poder en Rusia mandaron a los socialistas a la cárcel.
—Los socialistas fusilaron a Rosa Luxemburgo en Alemania en 1919 —dijo Judith. A Van Doren la discusión le producía un efecto de comicidad algo histriónico.
—Y cuando ganan los fascistas o los nazis, comunistas y socialistas acaban juntos en las mismas cárceles, después de haberse peleado tanto entre sí. No me negará que no hay cierta comicidad en el espectáculo.
—Yo espero que eso no pase en mi país. Y que podamos inaugurar a tiempo la Ciudad Universitaria sin necesidad de un golpe de Estado fascista o comunista. —Ignacio Abel hubiera querido dar por terminada la conversación y marcharse, pero si se iba ahora mismo cuándo podría ver de nuevo a Judith.
—Me gusta su entusiasmo, Ignacio, si me permite llamarlo por su nombre. He sabido que terminó su charla con mucha elocuencia, con una declaración revolucionaria. Esto no me lo ha contado Judith, no le eche a ella la culpa. Me encantaría que usted me llamara Phil, y que nos tuteáramos, aunque ya sé que apenas nos conocemos y que España es un país más formal que América. Me gusta que no parezca importarle quedarse al margen de las grandes corrientes modernas, políticamente hablando.
—A mí me parecen horriblemente primitivas.
—Visité la Unión Soviética hace dos años, y he viajado extensamente por Alemania e Italia. Creo que soy una persona sin prejuicios. Un americano abierto a las cosas nuevas que pueda ofrecer el mundo. The Innocent Abroad, por decirlo como uno de los grandes viajeros de mi país, Mark Twain. Somos una nación nueva, comparados con ustedes los europeos, tenemos simpatía hacia todo lo que sea una ruptura valiente con el pasado. Nosotros nacimos así, rompiendo con la vieja Europa, acabando con reyes y arzobispos…
—Eso hicimos nosotros en España, hace sólo cuatro años.
—¿Y con qué resultados? ¿Qué han llevado a cabo ustedes en este tiempo? Viajo en auto por el país y desde que salgo de Madrid sólo veo pueblos miserables. Campesinos flacos montados en burros, pastores de cabras, niños descalzos. Mujeres que se quitan los piojos las unas a las otras sentadas al sol.
—Estás exagerando, Phil. El señor Abel puede sentirse herido. Hablas de su país.
—De una parte de él —dijo con suavidad Ignacio Abel, furioso consigo mismo por no haberse marchado, por seguir escuchando.
—Gastan su energía en peleas en el Parlamento, en discursos, en cambios de gobierno. Usted me dice que es socialista: ¡pero hasta dentro de su propio partido están peleados entre sí! ¿Es usted de los socialistas que están a favor del sistema parlamentario o de los que se sublevaron el año pasado para traer a España la revolución soviética? Tuve el placer de ser presentado hace poco en una cena de diplomáticos a su correligionario don Julián Besteiro, y me pareció todo un gentleman, pero también me pareció que vivía en las nubes. Discúlpeme que hable claro: parte de mi trabajo consiste en buscar información. Tenemos mucho dinero invertido en su país y no quisiéramos perderlo. Queremos saber si nos conviene seguir trabajando e invirtiendo dinero aquí o si sería más prudente marcharnos. ¿Es verdad que dentro de poco habrá nuevas elecciones? Llegué a Madrid el mes pasado y los periódicos estaban llenos de las fotos del nuevo gobierno. Ahora he leído que se anuncia una crisis y que el gobierno va a cambiar. Mire lo que ha conseguido Alemania en la mitad de tiempo. Mire las carreteras, la multiplicación de la industria, los millones de nuevos puestos de trabajo. Y no es cuestión de la diferencia de razas, como piensan algunas personas, de arios eficientes y latinos perezosos. Mire en qué se ha convertido Italia en diez años. ¿Ha visto las carreteras, las estaciones nuevas de ferrocarril, la fuerza de su ejército? Tampoco tengo prejuicios ideológicos, querida Judith, es una cuestión simplemente práctica. Me admiran igual los avances formidables de los planes quinquenales soviéticos. He visto las fábricas con mis propios ojos, los altos hornos, las granjas colectivas labradas con tractores. Hace diez, quince años, el campo era más miserable y más atrasado en Rusia que en España. Hace tan sólo dos años Alemania era un país humillado. Ahora vuelve a ser la primera potencia de Europa. A pesar de las sanciones terribles e injustas que le impusieron los aliados, especialmente los franceses, que no serían tan resentidos si además no fueran incompetentes y corruptos…
—¿Da igual el precio que se pague?
—¿Y no pagan también un precio espantoso las democracias? Millones de hombres sin trabajo en mi país, en Inglaterra, en Francia. La podredumbre de la Tercera República. Niños con las barrigas hinchadas y los ojos llenos de moscas aquí mismo, en los suburbios de Madrid. Hasta nuestro presidente ha tenido que imitar las obras públicas gigantes de Alemania e Italia, la planificación del gobierno soviético.
—Espero que no imite también los campos de prisioneros.
—Ni las leyes raciales.
—Querida Judith, en esa opinión me temo que tienes un prejuicio insalvable.
Ignacio Abel tardó en entender de qué estaban hablando. Observó que Judith Biely enrojecía, y que Van Doren disfrutaba de su propia vehemencia fría, del sentimiento de controlar la conversación. No estaba acostumbrado a la soltura norteamericana para combinar cortesía y crudeza.
—¿Quieres decir que la razón para que me repugne Hitler es que soy judía?
—Quiero decir, con todo mi respeto, que las cosas deben ser consideradas en sus proporciones exactas. Carezco de prejuicios, como tú bien sabes. Si tú quisieras abandonar ese puesto que tienes ahora en una universidad a mi juicio mediocre recomendaría de manera inmediata que se te ofreciera un contrato en Burton College. ¿Cuántos judíos había en Alemania hace dos años? ¿Quinientos mil? ¿Cuántos de ellos tendrán que irse? Y si en Alemania no hay sitio para todos ellos, ¿cómo es que sus correligionarios y amigos en Francia, en Inglaterra o en los Estados Unidos no se apresuran a acogerlos? ¿Cuántos aristócratas y parásitos rusos tuvieron que irse del país, voluntariamente o a la fuerza, cuando empezó a construirse en serio la Unión Soviética? Los españoles, ¿no quemaron iglesias y expulsaron a los jesuítas nada más empezar su República? ¿Cuántos alemanes se han visto forzados a marcharse de la tierra en la que habían nacido para que Beneš y Masaryk tengan entera su amada patria checa? Nosotros, en América, también expulsamos a miles de británicos, a muchísimos colonos que eran tan americanos como Washington o Jefferson pero que preferían seguir siendo súbditos de la corona inglesa. Es una cuestión de proporciones, querida mía, no de casos individuales. Como decimos en nuestro país, there is no such thing as free lunch, todas las cosas tienen un precio.
Van Doren había estado mirando de soslayo el reloj mientras hablaba. Inspeccionaba en fogonazos secos de atención todo lo que ocurría en torno suyo, lo que podía traslucirse en la mirada, en los gestos, en el silencio de un interlocutor. Era un hombre que parecía poner una energía fiera en cada uno de sus actos y en cada cosa que decía pero que también estaba parcialmente en otro sitio, impaciente por encontrarse con otras personas o por hacer algo que tardaba demasiado en llegar. En su convicción había una sospecha de impostura: como si fuese capaz de defender igual de apasionadamente lo contrario de lo que estaba diciendo, o como si al hablar así pusiera a prueba las reacciones de quien lo escuchaba, le tendiera una trampa para averiguar sus pensamientos ocultos. El criado de la chaquetilla y la bandeja entró sigilosamente y se inclinó para decirle algo al oído. Ignacio Abel sospechó que entraba a la hora acordada, para interrumpir un encuentro que no debería prolongarse más. En la mirada de Judith encontró una complicidad que no había existido cuando entraron en esa habitación: algo de lo que se había dicho allí les había puesto del mismo lado, haciéndoles descubrir afinidades que ignoraban. Que ella compartiera con él algo de lo que quedaba fuera Van Doren no sólo le halagaba: le producía una intensa excitación sexual, como si se hubieran atrevido sin que los viera nadie a una inesperada cercanía física. Van Doren miraba el reloj, hablaba con el criado, ajeno a lo que sucedía entre ellos. O tal vez no, nada escapaba a su cinismo o a su astucia, a su costumbre de controlar sutil o groseramente las vidas de otros.
—No saben cuánto lo lamento, pero voy a tener que irme. Una cita inesperada en el Ministerio de Comunicaciones. La duda es si el ministro seguirá siéndolo cuando yo llegue a ella… En serio, my dear Ignacio, lamento que hayamos tenido que hablar de política. Siempre es una pérdida de tiempo, sobre todo cuando hay cosas mucho más serias sobre las que se debe hablar. Judith, ¿cómo se dice en español to cut a long story shortly?
—Ir al grano.
—Mujer admirable. Para ir al grano, Ignacio: estoy autorizado a proponerle que acepte una posición como visiting professor en el departamento de Fine Arts and Architecture de Burton College el próximo año, el semestre de otoño si a usted le viene bien y si la Ciudad Universitaria se ha inaugurado a tiempo, lo cual deseo de todo corazón. Y quisiera que en ese tiempo estudiara usted la posibilidad de diseñar el edificio de la nueva biblioteca, la Van Doren Library. El proyecto tendrá que ser aprobado por el board, desde luego, pero puedo garantizarle que se le permitirá trabajar con libertad absoluta. Usted es un hombre de porvenir: si el porvenir a su medida no es el de Alemania ni el de Rusia quizás el que más le conviene es el de América. Ahora tengo que irme, si ustedes me disculpan. Make yourselves at home. Están ustedes en su casa. Espero su respuesta, querido Ignacio. À bientôt, my dear Judith.
Van Doren se puso en pie, extendió los brazos y entró sin esfuerzo en la americana deportiva que el criado le ofrecía. En la mirada aguda y filosa de sus ojos, en el gesto de sus cejas depiladas, hubo una rápida sugestión de obscenidad secreta, como de ofrecimiento a Judith Biely y a Ignacio Abel de la habitación en la que estaba a punto de dejarlos solos, como si ya hubiera adivinado y diera por supuesto lo que ellos mismos aún no se atrevían a descubrir.