Apenas se deja caer en el respaldo del asiento le sobreviene un calambrazo de incertidumbre. ¿Y si a pesar de todo se ha equivocado de tren? Según el tren empieza a moverse la breve serenidad de Ignacio Abel se ha convertido en alarma. Advierto el gesto automático de la mano derecha que reposaba abierta sobre un muslo y se contrae para buscar el billete; la mano que tantas veces hurga, indaga, reconoce, acuciada por el miedo a perder algo, que roza la cara áspera con un principio indeseado de barba, la que toca el cuello gastado de la camisa, la que se cierra al fin con un ligero temblor sujetando el documento encontrado; la mano que no toca a nadie hace tanto tiempo; la que ha perdido la costumbre de la piel suave de Judith Biely. Al otro lado de la ventanilla hay un tren idéntico que se mantiene inmóvil y que tal vez sea el que él hubiera debido tomar. En la pulsación de un segundo la alarma crece hasta convertirse en angustia. Ante la menor sospecha de amenaza sus nervios exhaustos saltan como cuerdas tensadas hasta su límite de resistencia. Ahora no encuentra el billete. Palpa en los bolsillos y no se acuerda de que un poco antes lo guardó en la cartera, para estar seguro de que no se le enredaba entre los dedos y se le caía inadvertidamente al buscar otra cosa; en los bolsillos del pantalón, en los de la americana, en los de la gabardina: madrigueras de objetos diminutos e inútiles, de migas y cortezas endurecidas de pan, de monedas ínfimas de varios países. Toca el filo de la postal que no ha echado al correo. En alguna parte, al fondo de algún bolsillo, tintinean las llaves inútiles de su casa de Madrid. Roza la hoja del telegrama, una esquina del sobre que contiene la carta de su mujer. Ya sé que preferirías no escuchar todo lo que tengo que decirte. Cuando por fin abre la cartera y ve en ella el filo del billete su suspiro hondo de alivio coincide con el descubrimiento de que de nuevo ha sido víctima de una ilusión óptica: el tren que ha empezado a moverse es el que está en el andén contiguo, el tren idéntico desde el cual durante unos segundos lo ha mirado un desconocido. De modo que todavía le queda tiempo para asegurarse. Un mozo de equipajes negro ha entrado en el vagón arrastrando un baúl e Ignacio Abel va hacia él y le enseña su billete, intentando pronunciar una frase que ha estado clara en su conciencia pero que se le queda desbaratada entre las cuerdas vocales y los labios cuando empezaba a decirla. El empleado se limpia la frente sudada por el esfuerzo con un pañuelo tan rojo como su gorra y le contesta algo que debe de ser muy sencillo pero que él al principio no entiende, en parte por el acento arrastrado y nasal, en parte porque el hombre habla separando apenas los labios. Pero el gesto que hace es indudable, como su gran sonrisa fatigada y benévola, y con unos instantes de retraso, como un trueno que llega un poco después que el relámpago, Ignacio Abel comprende de golpe cada una de las palabras que ha escuchado: You can be damn sure you’re on your way up to old Rhineberg, sir.
El billete corresponde a este tren y no a otro. Él ya lo sabía pero la angustia ha actuado sin obedecer a la razón: como un intruso la angustia ha usurpado el movimiento de las manos, acelerado los latidos del corazón, presionado contra el pecho; el intruso que se aloja como un parásito dentro de la cáscara en gran parte vacía de su existencia anterior, a la que en el fondo ya no cree que pueda volver nunca. Quién restablecerá lo deshecho, levantará lo derribado, restaurará lo convertido en cenizas y en humo, la carne humana podrida bajo la tierra, qué se levantaría de ella si sonaran las trompetas de la resurrección; quién borrará las palabras que fueron dichas y escritas y alentaron el crimen y lo volvieron no sólo respetable y heroico, sino también necesario, fríamente legítimo; quién abrirá la puerta en la que ya nadie golpea solicitando refugio. Los sonidos viajan con un grado perceptible aunque infinitesimal de lentitud entre su oído y los circuitos cerebrales en los que se descifran las palabras. Vuelve a sentarse, respirando muy hondo, la cara contra el cristal de la ventanilla, mirando el andén subterráneo, una punzada de dolor cerca del corazón, aliviado, aguardando. En su conciencia dos relojes marcan dos horas distintas, como dos pulsaciones discordantes que percibiera apretando en dos puntos distintos del cuerpo. Son las cuatro de la tarde y son las diez de la noche. En Madrid es noche cerrada desde hace varias horas y en las calles desiertas no hay más luz que la muy tenue de algunas farolas con los cristales pintados de azul, o la de los faros de los coches que pasan a toda velocidad, surgiendo de pronto a la vuelta de una esquina, los neumáticos chirriando contra los adoquines, colchones atados de cualquier manera sobre el techo, como una protección irrisoria, siglas pintadas a brochazos sobre el metal negro de las puertas o de las carrocerías, cañones de fusiles asomando por las ventanillas, tal vez la cara muy pálida de alguien que lleva las manos atadas y sabe que va camino de la muerte (a él ni siquiera se acordaron de atarle las suyas, tan dócil que no les debió de parecer necesario). En la casa de la Sierra donde sus hijos tal vez siguen viviendo se escucharán en la oscuridad los golpes secos del péndulo y el mecanismo de un reloj que siempre anda con retraso. En la Sierra de Guadarrama las noches ya son frías y de la tierra se levanta un olor a humedad y a hojas podridas y a agujas de pinos. Sobre la ciudad a oscuras, en las primeras noches despejadas de otoño, hace sólo unas semanas, el firmamento recobraba su esplendor olvidado, la fosforescencia poderosa de la Vía Láctea, que a Ignacio Abel le devolvía un sobrecogimiento infantil, porque su memoria de Madrid era anterior a la iluminación eléctrica y a los ríos de faros encendidos de los automóviles. Con la guerra regresaban a la ciudad las tinieblas y los terrores de las noches arcaicas de los cuentos. Se despertaba de niño en su cuarto diminuto de la portería, con un ventanuco enrejado que daba a la altura de la acera, y veía la débil claridad amarilla de los faroles de gas y escuchaba pasos y golpes, la punta metálica del chuzo del sereno chocando contra los adoquines, sus pasos lentos y temibles que eran los de los mantequeros y los hombres del saco de los cuentos. Tantos años después, en el Madrid oscurecido, pasos y golpes eran de nuevo emisarios del pánico: el ascensor sonando en medio de la noche, los tacones de las botas en el pasillo, los culatazos en la puerta, resonando en el interior del pecho al ritmo acelerado del corazón, tan aturdido como si latieran dos corazones simultáneos. Ignacio, por lo que más quieras, ábreme la puerta, que van a matarme. Ahora sí que se mueve el tren, a golpes suaves y enérgicos, aún lentamente, con poderosa majestad, con el brío de su locomotora eléctrica, concediéndole intacta la felicidad de todo comienzo de viaje, la perfecta absolución de las próximas dos horas, en las que nada inesperado podrá sucederle. El más breve futuro sin la expectación de un sobresalto es un regalo que ha aprendido a agradecer, las pocas veces que se le ha presentado en los últimos meses. Sintió lo mismo, más intensamente, en el puerto de Saint-Nazaire, cuando el buque S.S. Manhattan se apartaba del muelle, haciendo sonar las notas más graves de su sirena, que estremecían el aire al mismo tiempo que la trepidación de las máquinas hacía vibrar las planchas metálicas bajo sus pies y la barandilla en la que sujetaba sus manos, como al hierro del balcón en un piso muy alto, desde el que viera hacerse pequeñas las figuras que agitaban pañuelos en el embarcadero: sintió no la alegría práctica de haber escapado, de estar yendo definitivamente hacia América después de tantas dilaciones, tantos días atrapado hora tras hora por el miedo o por la simple inercia de una espera sin final previsible, sino la pura suspensión del pasado inmediato y todavía más la del futuro cercano, porque España y Europa estaban quedándose atrás y él tenía por delante seis o siete días de valioso presente en los que por primera vez en mucho tiempo no iba a serle necesario enfrentarse a nada, temer nada, tomar ninguna decisión. Sólo eso deseaba, tenderse sobre una hamaca en cubierta con los ojos entornados y la mente limpia de todo pensamiento, lisa y vacía como el horizonte del mar.
Era un pasajero como cualquier otro de segunda clase, todavía relativamente bien vestido, aunque el traer una sola maleta y no muy grande lo volvía algo irregular. ¿Era del todo respetable quien viajaba tan lejos con un equipaje tan ligero? Puede usted encontrarse con problemas en la frontera, por muchos documentos que enseñe, le había advertido Negrín la víspera de la partida, con su cara de sarcasmo triste, abotargada de agotamiento y de falta de sueño, así que será mejor que lleve poco equipaje, no vaya a ser que tenga que cruzar a Francia por el monte. Bien sabe usted que en nuestro país ya no hay nada seguro. Según el buque se apartaba del muelle los estigmas de la guerra se iban quedando atrás, la pestilencia de Europa, al menos provisionalmente, desdibujada en la memoria por el alivio de la partida, como una escritura que disuelve el agua, dejando sólo vagas manchas en el papel en blanco. La guerra había estado aún muy cerca en la frontera de Francia, en los cafés y los hoteles baratos de París en los que se reunían los españoles, como enfermos congregados por la vergüenza de una infección infame, que al ser compartida entre ellos les parecía tal vez menos monstruosa. Españoles huidos de un lado o del otro, en tránsito no se sabía hacia dónde, o destinados más o menos oficialmente en París con misiones dudosas, que en algunos casos les permitían manejar cantidades inusitadas de dinero —para comprar armas, para lograr que en los periódicos se publicaran informaciones favorables a la causa de la República—, agrupados en torno a un aparato de radio queriendo descifrar un boletín de noticias en el que se distinguían nombres de personajes públicos o de lugares españoles, aguardando la salida de los periódicos de la tarde, en los que aparecía la palabra Madrid en un titular casi nunca de primera página. Discutían tormentosamente con puñetazos rotundos sobre las mesas de mármol y manoteos que estremecían las nubes de humo de los cigarrillos, refractarios a la ciudad en la que se encontraban, como si estuvieran en un café de la calle de Alcalá o de la Puerta del Sol, como si no les llamara la atención lo que tenían delante de los ojos, la ciudad próspera, luminosa y sin miedo en la que su guerra obsesiva no existía, en la que ellos mismos no eran nada, extranjeros muy parecidos a los otros, hablando más alto, con el pelo más negro, las caras más oscuras, las voces más roncas, con asperezas guturales como de algún dialecto balcánico. En las dos noches que tuvo que pasar en un hotel de París esperando a tener confirmado su visado de tránsito y su billete hacia América Ignacio Abel hizo lo posible por no encontrarse a ningún conocido. Bergamín estaba en París, le habían dicho, en una confusa misión cultural que tal vez encubría un proyecto de compra de armas o de reclutamiento de voluntarios extranjeros. Bergamín siempre tenía que estar en el secreto de algo. Pero probablemente su hotel era de más categoría. En el que se alojó Ignacio Abel con una tenaz sensación de desagrado íntimo había sobre todo prostitutas y extranjeros, desechos diversos de Europa, entre los cuales los españoles preservaban su ruidosa particularidad nacional, intensamente singulares y a la vez, sin que ellos lo advirtieran, ya parecidos a los otros, los que salieron de sus países hacía más tiempo y los que no tenían ningún país al que volver, apátridas con pasaportes Nansen de la Sociedad de Naciones a los que no les estaba permitido quedarse en Francia pero a los que tampoco admitían en ningún otro país: los judíos alemanes, los rumanos o húngaros, los italianos antifascistas, los rusos lánguidamente resignados al destierro o discutiendo furiosamente entre sí acerca de su patria cada vez más fantasmagórica, cada uno con su lengua y con su manera particular de hablar mal francés, todos unidos por el aire idéntico que les daba su extranjería, por la incertidumbre de los documentos y la espera de los trámites que siempre eran postergados, por la hostilidad grosera de los empleados de los hoteles y los registros violentos de la policía. Con su pasaporte en regla y su visado americano, con su pasaje para el S.S. Manhattan, Ignacio Abel había eludido la sombra incómoda de cualquier parentesco con aquellas almas errantes, con las que se cruzaba en el pasillo estrecho hacia el lavabo o a las que escuchaba gemir o murmurar en sus idiomas igualmente extraños al otro lado de la pared inconsistente de su habitación. El profesor Rossman podía haber sido uno de ellos, si al volver de Moscú en la primavera de 1935 se hubiera quedado con su hija en París en vez de probar suerte en la embajada de España, donde los oficinistas a cargo de los permisos de residencia le habían parecido más benévolos o más descuidados o venales que los franceses. Alguna vez, en esos días de París, Ignacio Abel creyó verlo de lejos, abrazado a su gran cartera negra, o llevando del brazo a su hija, que era más alta que él, como si hubiera continuado teniendo una existencia paralela, no anulada por la otra, la que lo llevó a Madrid y a la penuria errante y la pérdida gradual de la dignidad y luego al depósito de cadáveres. Si se hubiera quedado en París el profesor Rossman viviría ahora en uno de estos hoteles, visitando embajadas y oficinas consulares con obstinación y mansedumbre, sonriendo siempre y quitándose el sombrero al acercarse a una ventanilla, esperando un visado para los Estados Unidos o para Cuba o cualquier país de América del Sur, haciendo como que no comprendía cuando un funcionario o un tendero le llamaba a sus espaldas sale boche, sale métèque.
Ahora el profesor Rossman ya no esperaba nada, sepultado junto a varias docenas de cadáveres cubiertos a toda prisa con cal en una fosa común de Madrid, contagiado sin motivo ni culpa por la gran plaga medieval de la muerte española, difundida a mansalva con los medios más modernos y los más primitivos, con fusiles máuser, pistolas ametralladoras y bombas incendiarias, y también con las rudas armas ancestrales, navajas, arcabuces, escopetas de caza, garrochas de ganaderos, guijarros, quijadas de animales si fuera preciso, con retumbar de motores de aeroplanos y relinchos de mulos, con escapularios y cruces y con banderas rojas, con rezos de rosarios y clamor de himnos en los altavoces de los aparatos de radio. En cafés apartados y en hoteles sórdidos de París emisarios españoles de los dos bandos cerraban tratos de compras de armas para acabar más rápido y con mayor eficacia con sus semejantes. En medio del carnaval de la muerte española la cara pálida del profesor Rossman se aparecía a Ignacio Abel lo mismo en los sueños que a la luz del día, trayéndole un escalofrío de vergüenza, una pulsión de náusea, como la que había sentido al ver por primera vez un muerto en mitad de la calle, bajo el sol sin misericordia de una mañana de verano. Si en el restaurante barato donde iba a comer en París escuchaba cerca una conversación española mantenía una expresión neutra y procuraba no mirar, como si eso lo salvara del contagio. En los periódicos españoles la guerra había sido un escándalo diario de tipografías, titulares enormes y triunfales y colosalmente embusteros, impresos de cualquier manera en papel malo, sobre hojas escasas, difundiendo noticias falsas sobre batallas victoriosas mientras el enemigo seguía acercándose a Madrid. En los periódicos de París, solemnes y monótonos como edificios burgueses, sujetos por sus bastidores de madera bruñida en la penumbra confortable de los cafés, la guerra de España era un asunto exótico y con frecuencia menor, noticias de barbarie en una región lejana y primitiva del mundo. Recordaba la melancolía de sus primeros viajes fuera del país: la sensación de salto en el tiempo nada más cruzar la frontera; revivía la vergüenza que había sentido de joven al ver en un periódico francés o alemán ilustraciones de corridas de toros: caballos miserables con los vientres abiertos por una cornada pataleando en la agonía sobre un lodazal de vísceras, de arena y de sangre; toros con la lengua fuera vomitando sangre, con un estoque atravesando el testuz convertido en una pulpa roja por las tentativas fracasadas de descabello. Ahora no eran toros o caballos muertos los que veía en las fotos de los periódicos de París o en los noticiarios de un cine en el que añoró sin consuelo la cercanía de Judith Biely, sus manos en la penumbra, su aliento en el oído, la saliva de sus besos con un sabor de carmín y un aroma tenue de tabaco: eran hombres esta vez, hombres matándose los unos a los otros, cadáveres tirados como guiñapos en las cunetas, jornaleros de boina y camisa blanca y manos levantadas conducidos como reses por militares a caballo, soldados renegridos, con uniformes grotescos, en actitudes de crueldad o jactancia o entusiasmo insensato, de un exotismo tan siniestro como el de los bandoleros de los daguerrotipos y las litografías de un siglo atrás, tan ajenos al digno público europeo que asistía desde lejos a la masacre como esos abisinios con escudos y lanzas a los que habían ametrallado y bombardeado desde el aire durante meses y con perfecta impunidad los expedicionarios italianos de Mussolini. Los abisinios habían aparecido durante algún tiempo en los periódicos, en las revistas gráficas, en los noticiarios de los cines: ahora ya se habían vuelto invisibles, una vez cumplido su papel transitorio de carne de cañón, de figurantes en la gran mascarada del escándalo internacional. Ahora nos toca a nosotros, pensaba hojeando el periódico en el restaurante, hundiendo la cabeza entre sus grandes hojas por miedo a que alguno de los españoles de las mesas cercanas lo reconociera, ESPAGNE ENSANGLANTÉE — ON FUSILLE ICI COMME ON DÉBOISE. Entre las palabras francesas, en la tipografía tupida del periódico, resaltaban como guijarros los nombres de lugares españoles, la geografía del avance inexorable del enemigo hacia Madrid, donde las músicas aflamencadas de la radio que difundían los altavoces en los cafés se interrumpían de vez en cuando con un toque de cornetín y una voz vibrante que anunciaba nuevas victorias cada vez más gloriosas y más inverosímiles, acogidas por el público con aplausos y olés taurinos, DES FEMMES, DES ENFANTS, FUIENT SOUS LE FEU DES INSURGÉS. En una foto confusa y muy oscurecida se reconocía una carretera recta y blanca, bultos avanzando, animales cargados, una mujer campesina abrazando a un niño de pecho al que intentaba proteger de algo que venía del cielo. Calculaba distancias hacia Madrid, probablemente ya reducidas por el avance enemigo en los últimos días, hora tras hora. Imaginaba la repetición de lo que había visto con sus ojos: los carros, los animales, los coches volcados en las cunetas, los milicianos tirando los fusiles y las cartucheras para huir más rápido campo a través, los oficiales roncos de gritar órdenes que nadie entendía ni obedecía. La carretera era un río desbordado de seres humanos, animales y máquinas empujados por el trastorno sísmico de un enemigo muy cercano pero todavía invisible. A su lado, en el asiento trasero del automóvil oficial, atrapado en un atasco de camionetas y carros campesinos, entre los cuales se dispersaba absurdamente un rebaño de cabras, Negrín contemplaba el desastre con una expresión de abatido fatalismo, su perfil tosco contra la ventanilla, el mentón hincado en el puño, mientras el conductor de uniforme hacía sonar inútilmente la bocina, queriendo abrirse paso. Un poco más allá de la carretera había una casa blanca con un emparrado, una ladera suave de tierra oscura recién labrada para la siembra de otoño. Al fondo, contra el cielo limpio de la tarde, se levantaba una gran columna de humo negro y espeso de la que venía un olor a gasolina y a neumáticos quemados. «Están mucho más cerca de lo que creíamos», dijo Negrín, sin volverse hacia él. Caras hostiles o despavoridas se inclinaban sobre las ventanillas para mirar hacia el interior del automóvil. Puños furiosos y culatas de fusiles golpeaban el techo y la carrocería. «No creo que nos dejen pasar de aquí, don Juan», dijo el miliciano que iba de escolta junto al conductor.
Quizás si el profesor Rossman decidió probar suerte en España fue porque confiaba en encontrar la ayuda de su antiguo discípulo, que no hizo nada o casi nada por él, que podía haberle salvado la vida. O advertirle al menos, aconsejarle que no hablara tan alto, que no se hiciera tan visible, que no contara a cualquiera lo que había sucedido en Alemania, lo que había visto con sus propios ojos en Moscú. Podía haberle respaldado con algo más de convicción: no sólo buscándole entrevistas de trabajo que no dieron fruto o contratando a su hija para que les diera clases de alemán a Lita y a Miguel. Pero los favores que menos se hacen son los que no costarían casi nada: la necesidad demasiado visible provoca rechazo; la vehemencia de una solicitud es la garantía de que no obtendrá respuesta. Los ojos del profesor Rossman eran más incoloros de lo que él recordaba, y su piel más blanca, como reblandecida, un poco viscosa, la piel de alguien que se ha acostumbrado a vivir en una sombra húmeda, sin el lustre casi militar que había tenido alguna vez su cráneo pelado, brillante bajo la luz eléctrica de un aula en las noches prematuras de invierno. Ignacio Abel levantó los ojos fatigados de su mesa de trabajo, llena de planos y papeles, en la oficina de la Ciudad Universitaria, y el hombre pálido y vestido con una severidad funeraria que lo llamaba por su nombre y le tendía la mano tenía la sonrisa incierta de quien esperaba ser reconocido. Pero el doctor Rossman no era la versión envejecida del hombre a quien Ignacio Abel conoció en Weimar en 1923 o del que se había despedido un día de septiembre de 1929 en Barcelona, en la estación de Francia, después de recorrer juntos el pabellón de Alemania en la Exposición Universal y de pasar horas de fervorosa conversación en un café: era otro, menos de seis años después, en abril o mayo del 35, no cambiado ni envejecido sino transfigurado, su piel tan incolora como si le hubieran aguado o extraído la sangre, sus ojos un agua ligeramente turbia, sus gestos tan frágiles y su voz tan tenue como los de un convaleciente, su traje tan usado como si no hubiera dejado de llevarlo y hasta de dormir con él desde que se marchó de Barcelona en 1929. Uno deja de tener cuarto de baño, cama limpia, agua corriente, y qué pronto se degrada. Muy pronto y a la vez muy poco a poco. El cerco se hace más oscuro en el cuello de la camisa, aunque uno lo frote en algún lavabo; los zapatos se hinchan, cruzados por grietas tan visibles como las líneas de una cara; el cuello de la corbata se tuerce y parece que ha sido estrujado; los codos de la americana, las rodilleras de los pantalones, cobran un brillo de sotana vieja o de ala de mosca. Desde que era niño Ignacio Abel tuvo instinto para advertir la variedad de infortunio que aquejaba a las personas empobrecidas y decentes, los inquilinos dignos que se retrasaban en pagar el alquiler en la casa donde su madre trabajaba de portera: caballeros con el pelo aplastado y las botas torcidas que se inclinaban rápidamente para recoger del suelo una colilla, o miraban con disimulo el interior de un cubo de basura; señoras viudas que salían a misa dejando en la escalera un rastro de hedor insondable, con moños grasientos atravesados de peinetas bajo los velos zurcidos; oficinistas con corbata y cuello de celuloide y uñas sucias, con un aliento a café con leche agrio y a úlcera. Viendo al profesor Rossman, aparecido de pronto en su oficina de la Ciudad Universitaria, como regresado del reino de los muertos, Ignacio Abel sintió la misma mezcla de lástima y rechazo que aquella gente le despertaba de niño. La sonrisa era tan rara porque ahora le faltaban casi todos los dientes. Lo único que quedaba de su antigua presencia, aparte de la rigidez ceremoniosa —el corbatín, el cuello duro, los botines, ahora deformados, el traje de una hechura anterior a 1914—, era la gran cartera que sujetaba con las dos manos contra el pecho, la misma que soltaba encima de su mesa de profesor en un aula de la Bauhaus provocando un ruido metálico de objetos y cacharros descabalados: más desgastada ahora, con una consistencia de pergamino cuarteado, con una blandura como la de su boca sin dientes, pero conservando todavía toda su severidad germánica de cartera de profesor, con sus hebillas y broches de metal, con sus refuerzos en los ángulos, la cartera de la que salían durante sus clases los objetos más inesperados, casi como surgían las figuras dibujadas con tiza sobre la pizarra en las clases de Paul Klee, como palomas o conejos o pañuelos salidos de la chistera de un ilusionista.
Una por una, con un asombro cómico de película muda, el profesor Rossman extraía de su cartera al parecer insondable cosas perfectamente cotidianas que cobraban en sus manos una cualidad milagrosa de recién inventadas. En sus clases de Weimar, sin quitarse el abrigo ni la bufanda, en un aula sin calefacción en la que entraba el viento frío por los cristales rotos de las ventanas, el profesor Karl Ludwig Rossman examinaba como invenciones rutilantes o tesoros recién descubiertos las herramientas más comunes, los objetos que todo el mundo usa a diario y en los que nadie se fija porque su invisibilidad, decía, era la medida de su eficiencia, la prueba de que una forma se correspondía exactamente con una tarea: una forma muchas veces modelada durante siglos, incluso milenios, como la voluta de una caracola o como la curvatura casi plana de un guijarro pulido por el roce de la arena y del agua en la orilla del mar. De la cartera del profesor Rossman no salían libros, ni bocetos, ni revistas de arquitectura, sino herramientas de carpintero, de cantero, de albañil, plomadas, peonzas, cuencos de barro, una cuchara, un lápiz, el mango de un molinillo de café, una bola negra de caucho que rebotaba en el techo, después de ascender como un resorte ante los ojos infantilizados de los estudiantes, un pincel, una brocha de pintor, un vaso italiano de cristal recio y verdoso, una manivela de latón ondulado, un librillo de papel de fumar, una bombilla común, un biberón, unas tijeras. La realidad era un laberinto y un laboratorio de objetos prodigiosos, tan habituales sin embargo que uno olvidaba fácilmente que no existían en la naturaleza, que eran el fruto de la imaginación humana. Un plano horizontal, decía, una escalera. ¡En la naturaleza el único plano horizontal era el del agua inmóvil, el de la distancia del mar! Una cueva natural o la copa de un árbol pueden sugerir la idea del tejado, la de la columna. Pero ¿qué proceso mental dio lugar por primera vez a la concepción de una escalera? En el aula gélida, con el sombrero hundido hasta las cejas, sin quitarse el abrigo ni los guantes de lana, el profesor Rossman, que era muy friolero, podía pasarse toda una clase concentrado voluptuosamente en la forma y en el funcionamiento de un par de tijeras, en el modo en que los dos brazos afilados se abrían como un pico de pájaro o como mandíbulas de caimán y cortaban una hoja de papel con perfecta limpieza, siguiendo un trazado recto o curvo, las líneas sinuosas del perfil de una caricatura. En los bolsillos de su abrigo abultaban las cosas encontradas en cualquier parte o recogidas por el suelo, y cuando tanteaba en ellos con los dedos forrados de lana buscando algo solía tropezar con otro objeto inesperado que reclamaba su atención y enardecía su entusiasmo. Las seis caras de un dado, con los puntos horadados en cada una de ellas, contenían todas las posibilidades infinitas del azar. Nada era más bello que una bola bien pulida rodando sobre una superficie lisa. ¡En una ínfima cerilla estaba contenida la solución prodigiosa al problema milenario de la producción y el transporte del fuego! Extraía con mucho cuidado la cerilla de la caja, como si sacara de ella una mariposa disecada cuyas alas pudieran destruirse al menor descuido, la sostenía entre el pulgar y el índice, la mostraba a los alumnos, alzándola con un gesto en el que había algo de litúrgico. Ponderaba sus cualidades, la delicada forma de pera diminuta de la cabeza, el palito de madera o de papel encerado. La caja misma, con su complicación de ángulos, con aquel golpe maestro de intuición que había sido idear las dos partes que se ajustaban tan perfectamente y que a la vez facilitaban la apertura. Cuando raspaba la cerilla el ruido mínimo del frotamiento de la cabeza del fósforo contra la lámina de lija se oía con perfecta claridad en el silencio maravillado del aula, y el estallido de la pequeña llama tenía algo de milagro. Radiante, como quien ha culminado con éxito un experimento, el profesor Rossman mostraba la cerilla ardiendo. A continuación sacaba un cigarrillo y lo encendía con la misma naturalidad que si estuviera en un café, y sólo entonces, cuando el profesor Rossman apagaba la cerilla, los que escuchaban su exposición salían del trance de hipnotismo al que sin darse cuenta habían sido inducidos.
El profesor Rossman era como un buhonero de las cosas más vulgares y de las más improbables. Disertaba igual sobre las virtudes prácticas de la curvatura de una cuchara o sobre los exquisitos ritmos visuales de los radios de una rueda de bicicleta en movimiento. Otros profesores de la Escuela ejercían con entusiasmo el proselitismo de lo nuevo: el profesor Rossman revelaba la novedad y la sofisticación que permanecen ocultas y sin embargo actúan en lo que ha existido desde siempre. Despejaba el centro de la mesa, ponía sobre ella una peonza, comprada en su camino hacia la escuela a unos niños que jugaban con ella en la calle, la impulsaba con un gesto súbito de destreza, la miraba girar, tan deslumbrado como si asistiera a la rotación de un cuerpo celeste. «Inventen ustedes algo así», desafiaba risueñamente a los alumnos, «inventen la peonza, o la cuchara, o el lápiz, inventen el libro, que puede llevarse en un bolsillo y contiene la Ilíada o el Fausto de Goethe; inventen ustedes la cerilla, el asa de la jarra, la balanza, el metro plegable de los carpinteros, la aguja de coser, las tijeras, perfeccionen la rueda o la pluma estilográfica. Piensen en el tiempo en el que algunas de estas cosas no existían». A continuación miraba su reloj de pulsera —le entusiasmaba esa innovación, según él surgida entre los oficiales británicos durante la guerra—, recogía sus cosas, guardaba sus objetos de inventor lunático o de chamarilero en la cartera, llenaba con ellos los bolsillos, y se despedía de la clase con una inclinación de cabeza y un amago de taconazo militar.
«Mi querido amigo, ¿no se acuerda usted de mí?»
Pero no había pasado tanto tiempo. En Barcelona, hacía ahora menos de seis años, el profesor Rossman, más corpulento y más calvo que en Weimar, con un traje cortado probablemente por el mismo sastre que se los hacía antes de 1914, inspeccionaba los últimos detalles del pabellón de Alemania en la Exposición Universal con rápidos gestos como de pájaro, con unos ojos pálidos de búho tras los cristales de las gafas. Había que asegurarse de que todo estaría a punto cuando Mies Van der Rohe hiciera su principesca aparición en Barcelona, con su monóculo de oficial prusiano, mordiendo la larga pipa de ébano en la que insertaba cigarrillos con un ademán quirúrgico. El profesor Rossman tomaba del brazo a Ignacio Abel, le preguntaba por su trabajo en España, lamentaba que no hubiera regresado a la Escuela, ahora que las cosas habían mejorado tanto, que había una sede nueva y magnífica en Dessau. Pasaba la mano por una superficie pulida de mármol verde oscuro, para comprobar su limpieza; estudiaba la alineación de unos muebles o de una escultura; acercaba mucho los ojos a un letrero como para asegurarse de la exactitud de la tipografía. En aquel espacio austero y diáfano que aún no había visitado nadie el doctor Rossman parecía más anacrónico, con su cuello rígido, con sus botines como de 1900, con su tiesa cortesía de funcionario imperial. Pero sus manos tocaban las cosas con la misma codicia de siempre, comprobaban consistencias, ángulos, curvaturas, y en sus ojos había la misma mezcla permanente de interrogación y de asombro, como una urgencia impúdica por verlo todo, una felicidad pueril de descubrimientos incesantes. Ahora su disposición de jovialidad se había fortalecido igual que su presencia física, y rememoraba con alivio los años nada lejanos de la incertidumbre, de la inflación y el hambre, cuando a veces llevaba en su cartera insondable o en sus bolsillos una patata cocida que iba a ser su único alimento para todo el día, cuando en las aulas sin calefacción de la Escuela hacía tanto frío que no alcanzaba a sujetar la tiza con sus dedos helados. «Pero usted también se acuerda, amigo mío, usted pasó con nosotros aquel invierno de 1923.» Ahora el profesor Rossman miraba con cierta serenidad el porvenir, aunque también con el fondo de recelo de quien ya vio una vez hundirse el mundo. «Tendría usted que volver a Alemania. No reconocería Berlín. No sabe cuántos edificios nuevos y bellos se están construyendo. Los verá en las revistas, desde luego, pero usted sabe que no es igual. ¡Berlín parece Nueva York! Tiene que ver los barrios nuevos de viviendas populares, los grandes almacenes, las luces nocturnas. Algunas cosas que soñábamos en la escuela en medio del desastre parece que se vuelven realidad. Unas cuantas, no muchas. Pero usted sabe lo que vale un poco de algo si está muy bien hecho.»
El valor de los objetos, de los instrumentos, de las herramientas. La belleza de aquel pabellón que cortaba el aliento, que estremecía el alma, algo tangible y de este mundo que sin embargo parecía no pertenecer del todo a él, demasiado puro tal vez, demasiado perfecto, ajeno en la pureza de sus ángulos rectos y de sus superficies lisas no sólo a la mayor parte de los otros edificios de la Exposición, sino también a la realidad misma, a la cruda luz y a la aspereza españolas. Puede haber un depravado barroquismo en la pobreza, igual que en la ostentación. Ignacio Abel paseaba con el profesor Rossman una mañana de septiembre de 1929 por el pabellón de Alemania, en el que aún sonaban martillazos y se afanaban operarios, y en el que los pasos y las voces resaltaban con el eco de los espacios deshabitados, y notaba un aguijón de escepticismo en su propio entusiasmo. O quizás era sólo el resentimiento de no haber sido él capaz de concebir nada semejante, un edificio que justificaría su vida aunque estuviera destinado a la demolición al cabo de unos pocos meses. Como una música magistral que no vuelve a interpretarse después de su estreno: quedaría la partitura, tal vez una grabación fonográfica, el recuerdo inexacto de quienes la escucharon. Activo, locuaz, atento a todo, el profesor Rossman supervisaba las obras del pabellón para que todo estuviera dispuesto cuando llegara de Alemania su colega Van der Rohe, y después hacía turismo por Barcelona con su mujer y su hija, a las que les tomaba fotos delante de los edificios de Gaudí, que le parecían delirantes y sin embargo muy bellos, de una belleza que lo sobresaltaba más porque contradecía todos sus principios. La mujer gorda, menuda, flemática; la hija alta y flaca, lacia, con pies grandes y zapatos planos, con una mirada de intensidad excesiva detrás de los cristales con montura dorada de las gafas. Y el profesor Rossman en medio de las dos, vanamente animoso, pidiendo a algún transeúnte que les tomara una foto a los tres, celebrándoles edificios y perspectivas que ninguna de las dos miraba y delicias de la cocina local que las dos engullían sin prestarles atención, impaciente en el fondo por dejarlas en el hotel y dejarse llevar en dirección al puerto, río abajo por la corriente humana de las Ramblas.
«¿Su mujer y sus hijos están bien? Un chico y una chica, ¿verdad? Me acuerdo de que usted me enseñaba fotos de los dos cuando estábamos en Weimar, y eran muy pequeños. Aún no habrán crecido lo bastante como para discutir de política con usted. Mi mujer añora al Káiser y siente simpatía por Hitler. El único defecto que le encuentra es que sea tan antisemita. Y mi hija es miembro del Partido Comunista. Vive en una casa con calefacción y agua caliente pero añora vivir en un apartamento comunal de Moscú. Odia a Hitler, aunque mucho menos que a los socialdemócratas, incluyéndome a mí, que debo de parecerle uno de los peores. Qué magnífico drama freudiano ser hija de un socialfascista, de un socialimperialista. Quizás en el fondo mi hija admira a Hitler tanto como su madre, y el único defecto que le encuentra es que sea tan anticomunista.» El profesor Rossman se reía con algo de benevolencia, como si atribuyera en el fondo la insensatez política de su mujer y de su hija a una cierta debilidad intelectual congénita de la mente femenina, o como si al cabo de los años hubiera desarrollado una tolerancia entre resignada y sarcástica hacia los extremos de la tontería humana. «Pero cuénteme usted en qué está trabajando ahora, amigo mío, qué proyectos tiene. Me alegra saber que es usted del todo inocente en el crimen estético del pabellón de España en la Exposición.» La cabeza oval del profesor Rossman dejó de moverse con espasmos de pájaro, sus ojos agrandados por los cristales de las gafas se detuvieron en él con una atención afectuosa que a Ignacio Abel le hizo sentirse de pronto tan azorado como alguien mucho más joven, un estudiante que no está seguro de resistir al escrutinio del profesor que lo conoce muy bien. Qué había hecho en esos años que estuviese a la altura de lo que había aprendido en Alemania, de las promesas que había vislumbrado en su oficio y también en sí mismo, un hombre que cerca de los cuarenta años descubría una liviandad vital sostenida casi exclusivamente por una forma de entusiasmo que no había conocido en la juventud, que se pasaba los días estimulado por una pasión de conocimiento que tenía algo de ebriedad. Las luces nocturnas y los colores fuertes de Berlín, el sosiego de Weimar, las bibliotecas, la felicidad de internarse por fin en un idioma manejado hasta entonces muy laboriosamente, y al cual de pronto se abrían sus oídos con la misma naturalidad que si se hubiera despojado de unos tapones de cera, las aulas de la Escuela, los anocheceres prematuros de llovizna y recogimiento, con luces encendidas tras los visillos y timbres de bicicletas sonando en medio del silencio. El frío también, y la escasez de todo, pero no le importaban, o no reparaba mucho en ellos. Los cascos de los caballos de los policías levantando chispas de los adoquines, las manifestaciones solemnes y embravecidas de obreros sin trabajo, con gorras y chaquetas de cuero y brazaletes rojos, las pancartas y las banderas rojas iluminadas por antorchas, los veteranos con medio cuerpo talado que pedían limosna en las aceras, que exhibían muñones bajo los harapos de los uniformes o caras doblemente desfiguradas por las heridas de guerra y las operaciones quirúrgicas. Las mujeres jóvenes de faldas breves y ojos y labios pintados y melenas lisas cortadas a la altura de la barbilla, sentadas en las terrazas de los cafés de Berlín con las piernas cruzadas, fumando cigarrillos en los que dejaban las marcas rojas del carmín, caminando enérgicamente por las aceras sin compañía masculina, activas y joviales, saltando a los tranvías a la hora de salida de las oficinas, taconeando a toda prisa por las escaleras del metro.
Ni se acordaba de España durante aquellos meses de intensidad irrepetible. Tenía treinta y cuatro años y notaba una ligereza física y una excitación intelectual que no había conocido a los veinte. Imaginaba para sí mismo otra vida ilimitada y también imposible, en la que no contaba ni el peso ni el chantaje del pasado, la tristeza del matrimonio, la exigencia agobiante y perpetua de los hijos. En pocos meses su tiempo en Alemania se había acabado como un capital que le hubiera parecido inagotable a un hombre acostumbrado a manejar muy poco dinero. Llegó a Madrid en el calor adelantado del verano de 1924 y nada había cambiado en casi un año de ausencia. Su hijo ya había empezado a andar. La niña no lo reconoció al verlo y se refugió asustada en los brazos de su madre. Nadie le preguntaba nada sobre su experiencia en Alemania. Fue a la oficina de la Junta para la Ampliación de Estudios a entregar el informe preceptivo sobre los resultados de su viaje y el funcionario que lo recibió lo guardó sin mirarlo y le entregó un recibo sellado. Ahora, en Barcelona, el profesor Rossman le preguntaba qué había hecho en esos cinco años y su vida tan densa de tareas y compromisos parecía disolverse en nada, como las expectativas febriles de los meses de Weimar, como esos sueños en los que uno se siente enaltecido por una idea esplendorosa que en la lucidez del despertar resulta una nadería. Tentativas que en algún momento acababan frustrándose, encargos sin resultado, proyectos en ruinas, como había leído en un artículo de Ortega y Gasset: España era un país de proyectos en ruinas. Pero al menos había alguna expectativa prometedora, le dijo al profesor Rossman, temiendo supersticiosamente que se le malograra por haberla mencionado: un mercado en un barrio popular de Madrid, muy cerca de la calle en la que había nacido, y algo más improbable pero también más tentador, que casi le daba vértigo, un puesto en la dirección técnica de obras de la Ciudad Universitaria de Madrid. El profesor Rossman, con su curiosidad versátil y políglota, con su interés por todo, ya había oído hablar del proyecto, de una envergadura inusitada en Europa, había leído algo en una revista internacional. «Escríbame», le dijo al despedirse, «cuénteme cómo va todo. Ojalá pudiera usted venir alguna vez a enseñar un curso a la Escuela. Cuénteme cómo progresa su ciudad ideal del conocimiento».
Pero ni el uno ni el otro escribieron. Las promesas, los buenos deseos de la despedida, tuvieron la abundancia y la irrealidad de aquellos fajos de billetes alemanes que inundaban los bolsillos y con los que no se podía comprar ni un café. De pronto todo se vuelve muy rápido, el tiempo se acelera y los hijos han crecido sin que uno se dé mucha cuenta; en el descampado donde no existía nada —donde los pinares habían sido arrancados por las máquinas excavadoras, los desmontes aplanados, la llanura subdividida por líneas imaginarias— ahora hay calles con aceras, aunque sin casas a los lados, hileras de árboles muy frágiles, edificios que surgen entre los barrizales, algunos de ellos terminados pero aún vacíos, de pronto uno inaugurado y en funcionamiento, la Facultad de Filosofía y Letras, aunque albañiles, carpinteros y pintores se sigan atareando en ella, aunque los estudiantes tengan que llegar a campo través, sorteando zanjas y montones de materiales de construcción. Por las ventanas de la oficina se dominaban los bloques rojizos de las facultades de Medicina y Farmacia, ya casi terminadas exteriormente, la estructura del Hospital Clínico, en torno a la cual hormigueaban los peones, las recuas de burros, los camiones de materiales, los guardias armados que patrullaban protegiendo las obras. Más allá se extendía el verde sombrío de las encinas y de los pinares, y por encima de él, en un plano más distante, se levantaba el perfil de la Sierra, con sus picos más altos todavía nevados. En el gran reloj de la oficina son ya casi las seis, demasiado tarde para recibir a un visitante que ni siquiera tiene cita. En el calendario hay una fecha de mayo de 1935 que Ignacio Abel tachará en el último momento antes de irse. Alzó los ojos del tablero en el que un ayudante había desplegado un plano y el hombre viejo y pálido venido del otro mundo le sonreía torpemente con sus ojos acuosos y entreabriendo una boca de dientes en ruinas, extendiendo hacia él una mano, sujetando con la otra la cartera negra que apretaba contra el pecho, tan reconocible de inmediato como su acento y como su tiesa compostura de otro siglo, la cartera en la que ya no guardaba los deslumbrantes objetos comunes con los que solía transmitir a los alumnos el misterio de las formas prácticas que mejoran la vida: guardaba documentos, certificados en letra gótica y con sellos dorados que ya no valían nada, impresos de solicitudes de visados en diversos idiomas, copias de cartas a embajadas, cartas oficiales en las que se le denegaba algo en un lenguaje neutro o en las que se le reclamaba un certificado más, algún papel nimio pero inaccesible, algún sello consular sin el cual no valdrían de nada esperas y dilaciones de meses.
—Profesor Rossman, qué alegría. ¿De dónde sale usted?
—Amigo mío, querido profesor Abel, si se lo cuento usted no me creería. Pero no se preocupe por mí, veo que usted está muy ocupado, no me importa esperarle.